Sociedad

Mundo Nuestro. Con esta crónica cierra el texto Contigo al norte, Guadalupe, escrito por Sergio Mastretta, que acompañó la realización del largometraje documental del mismo nombre.

Libros Libres/Contigo al Norte, Guadalupe



Anticlímax

El puente George Washington: catorce líneas de automóviles en dos niveles, más de mil metros de longitud, una tensión frenética de cables y vigas de acero erguidas para sostener el paso de cien millones de autos al año que entran y salen del puerto de Nueva York. “It is the only seat of grace in the disordered city”, escribió Le Corbusier sobre él en 1947. Una bendición, dijo el arquitecto frente a la plenitud del caos que se le venía encima cuando cruzó desde New Jersey. Porque por ese puente entra uno al encierro de la vivienda neoyorquina, con sus edificios grises de diez, quince plantas de promiscuidad metropolitana.

Por esa estructura pura y resoluta en arco del acero entra la antorcha al paraíso guadalupano del trabajo.

12 de diciembre. Figuritas blancas antes del puente, estampitas blancas después del puente. Sólo una, bigotona y greñuda, custodiada por la chamarra deportiva amarilla del policía en bicicleta, ha recorrido sin freno el George Washington Bridge. Media mañana, el resplandor del agua sacude los barrotes de las rejas que protegen el puente, la vista se entretiene, los autos dejan atrás al hombrecito con el antiguo símbolo del fuego. Cruzar el puente. Cuántos puentes se cruzan en la vida. Cuántos para llegar al norte. Cuántos para cumplir una meta. Cuántos para convertir en rutina una odisea. Y el puente termina en un complejo trébol en el que no hay lugar para los peatones: las rampas de concreto se sobreponen en anillos enloquecidos que se desvanecen hacia las calles en el extremo norte de Harlem, como pétalos abatidos sobre los monótonos bloques de las viviendas neoyorquinas.



“Con su vida me responde por ella”, dice el muchacho que ha cruzado el río Hudson a quien le entrega la antorcha para el primer recorrido en Manhattan. Es una mujer, igualmente menuda, el pelo negro ceñido por un gorro tejido para escurrir el frío. Sonríe ella sin tiempo de pensar en la vida que se compromete, yo sin tiempo de preguntar su nombre, pues la mujer corre de inmediato a donde la lanzan los corredores al grito de viva México. Le piden que grite y grita, viva la virgen de Guadalupe; y así las consignas que acompañan la intención primera de la carrera: viva Lupita, vivan los mexicanos, vivan los emigrantes, viva san Juan Diego. ¿Habrá intención profunda? Pero no se escucha la demanda política, no grita qué queremos, justicia, no se oye, más fuerte, qué queremos, amnistía, no se oye, amnistía, muchas veces, no se oye, no, sólo viva la virgen de Guadalupe. Que vivan, sí, los mexicanos.

De mano en mano entonces, por calles terceras que apuntan a Central Park desde el norte, en un cerco de edificios que poco a poco ajustarán los cuerpos a los rascacielos que nos oprimirán después. Por dónde vamos, por Broadway, por Saint Nicholas, o por el corazón de Harlem, por la avenida Malcom X… A quién le importa la ruta, esa la traza la autoridad, que ha desplegado una cuadrilla de policías en motos y patrullas para encarrilar un grupo que poco a poco, calle a calle, se convierte en una línea de sudaderas blancas arreada por su enjundia hacia el parque al que no tan fácilmente acudirán un domingo cualquiera. Busco los rostros de los portadores, tan parecidos a los de quienes hemos encontrado a lo largo de la carrera, desde los territorios del sur, desde los pueblos tlapanecas y mixtecos, nahuas y popolocas; los rostros que hemos encontrado estas semanas en los estacionamientos del 7 Eleven o las cocinas de los restaurantes italianos, o en los andamios sobre la 5ta Avenida o en los techos del Barrio Chino o en las salas de máquinas de los apartamentos de Greenwich Village. Vienen de todos los barrios de la metrópoli, por las líneas del Metro que llegan a Manhattan desde Queens o Brooklyn, desde el Bronx o Union City. Ellos corren y no se detienen y no hay mirada que los abarque, no hay razón que los contenga esta mañana. Tal vez haya imágenes.

En Central Park, la caravana corre por East Drive, bordea el lago mayor hasta que la motoneta policiaca que guía a la columna ordena terminar con el paso veloz. Es domingo, no hay que perturbar, así que se camina por un sendero encementado que curvea entre lagos, arboledas y prados. Vemos la espalda del Metropolitan Art. Aparecen los estandartes y muchos más corredores. Han armado un desfile. De la nada, se diría, se materializan las imágenes de Guadalupe y Juan Diego. Muy orondo, el recién estrenado santo no se intimida por el paredón de cristales y hierro que guarda al corazón de la mentada Gran Manzana. Yo sí estoy helado: Nueva York visto desde abajo envuelve el corazón en un alfiletero. Por un instante imagino a todos los que gritan viva México como puntitos de bronce colgados en las cristaleras y ocultos en los sótanos, lo que los tiene aquí, lo que no encuentran en su tierra, el mundo inhóspito y sombrío del trabajo.



La salida del parque es por la Grand Army Plaza. El Estado mexicano quiere aparecer en la figura del cónsul y un discurso que no atiende nadie. Por el Estado gringo se apunta una nueva carga de policías motorizados que abren un corredor hacia la Avenida 58, de ahí hasta Madison, para mirar la mole enorme del edificio de Met Life al fondo, con la bandera mexicana alzada en primer plano: un cuadro que veremos en la película. Lo que sigue es un estruendo de voces que se asume único y profundo, alzado desde cada barrio y cada motivo del exilio, la voz rotunda del éxodo que se sabe nacional y antiguo. Un hombre con vozarrón de estadio grita las consignas: “¡Vivan todos los mexicanos!”, “¡Viva la villita!”, “¡Somos cien por ciento qué…!”, “¡Mexicanos!”, “¡Se ve, se siente, Lupita está presente!”.

De nuevo, no hay demanda política.

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En todos los minutos que siguen la vista no se mantiene al ras de los ojos de los marchistas. Será el encierro que producen los edificios en torno a San Patricio: el Swiss Bank Tower, el Rockefeller Center International, el Olympic Tower, de más de 50 pisos. Un poco más allá los imponentes 70 pisos del General Electric. Observo esas masas que aprietan nuestros gritos y divago alrededor de las miles y miles de horas de trabajo y capitalismo concentradas en esta utilería de acero, piedras y cristales. El Centro Rockefeller es uno de los 19 que formaron el enorme proyecto de afincamiento de la prototípica firma desde los años treinta del siglo pasado. La catedral se llevó veinte años de construcción entreveradas con la guerra civil norteamericana, y dio buenas entradas a las canteras de mármol en Massachusetts y Nueva York. Ahora mismo, gran parte del trabajo mexicano en esta ciudad se sostiene en el mantenimiento de estas moles. Los muñequitos de bronce colgados de los andamios para sacar lustre a los espejos del delirante imperio.

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Es una pelotera la que aguarda frente al portón principal de San Patricio. Ya es mediodía y la ciudad se ha nublado en serio. En un momento todo es entusiasmo: porras a la virgen, la consigna de sí se pudo, sí se pudo de los corredores. Jorge Vergara, dueño de las Chivas y patrón de Omnilife, y Alex Lora, el viejo roquero del Tri, son los invitados principales, le dan lustre al evento. Alex carga la imagen de la virgen y ondea una banderita de Tepeyac; en un ratito, dentro del templo, cantará su rola a la Guadalupe. El aire cálido de llegar a la meta. Así que no es inmediato el disgusto. Las imágenes y los estandartes destacan sobre cabezas apretujadas en un murmullo que poco a poco se alza. Pero los portones están cerrados. Y como el cordón policiaco ha dejado libre la circulación en la 5ta Avenida, quienes esperaban la llegada de la Antorcha y la avanzada de los corredores no encuentran otro lugar que el que deja la banqueta y la escalinata de la catedral. Un apretujadero digno del atrio de la villita un 12 de diciembre, como hoy. ¿Pero por qué están cerradas las puertas? La pregunta es elemental. Y nadie explica nada. Joel Magallán, el director de Tepeyac, alega con los portadores y se escuchan voces que piden echarse para atrás. De algún modo, alguien considera la opción de las puertas laterales, las que dan a la Calle 51. Y ahí vienen de regreso la antorcha, los estandartes y las imágenes. Es tiempo del anticlímax.

--No van a abrir –dice una voz femenina.

--No, no van a abrir --responde una mujer con la seguridad de quien lleva ahí toda la mañana--. Ya está llenecita la Iglesia, no dejaron entrar a nadie.

Hacia un costado va la romería, guiada por el humo negro que deja escapar la antorcha. Una puerta lateral se abre y permite el paso a los portadores. Los demás se quedan fuera.

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“Open the door, open de door, open the door”.

La nueva consigna ha suplido al sí se pudo. La repite con un énfasis mínimo y por sólo unos momentos una masa formada por la mayoría de los corredores que hicieron el recorrido desde el puente Washington. Adentro ha dado inicio a la misa. Ha sido un final tan inesperado y rápido que muchos de los corredores no ha advertido el suceso, así que no atinan a comprender el propósito de Joel Magallán de explicarles lo acontecido. ¿Cuándo se ha visto que se cierren los accesos de un templo en México, y justo en medio del festejo? Vista de lejos, era previsible el comportamiento de los funcionarios del templo: cuándo hemos visto una iglesia en una película gringa, la que sea –evangelistas o luteranos, blancos de Virginia o negros de Tennesse--, que no estén ocupados los asientos hasta el último, pero solo los asientos, nunca los pasillos. Así que San Patricio sigue la regla, sólo entrarán los feligreses en número justo para llenar las bancas. Y nadie más.

El religioso jesuita arma un pequeño mitin en el pasillo lateral de la catedral, ahí sobre la 51, con un grupo distinguido por las sudaderas blancas de los corredores. Todos esperaban que el amontonadero continuara, pero dentro de la iglesia.

Joel: En esta catedral hay racismo, ¿por qué?, porque no dejaron entrar a la virgen y a San Juan Diego y a la antorcha por la puerta del centro, eso significa que a nosotros nos ven solo como sus sirvientes, tenemos que entrar por la puerta de atrás, somos sus trabajadores, no somos importantes por eso no podemos entrar por la puerta del centro, ni si quiera la virgen... lo que le han hecho es algo muy malo a la virgen... nosotros tenemos que protestar porque le han hecho eso... hay asientos para todos reservados adentro, hay todavía como trescientos asientos en la iglesia y ahí están vacíos porque no nos han dejado entrar... entonces nosotros necesitamos estar alrededor de la catedral y si la prensa, los periódicos nos preguntan: “¿Qué están haciendo?”, tienen que decir: “esta es una protesta en silencio porque hay racismo en esta catedral”, ¿ok?

Voces: Ok... ¿ya la empezamos?... ¡vamos!

Joel: ¡En silencio, tomados de las manos alrededor! ¡Son racistas! ¿Entiende lo que es el racismo? Quiero explicarles por favor qué está pasando...

Voz: Ok, un minuto, un minuto...

Joel: ¡Quiero explicarles que...! ¡Por favor quiero explicarles lo que está pasando, vengan por favor!, ¿sí?, vengan por favor. Quiero explicarles lo que está pasando. En esta catedral hay racismo, en todas las catedrales, en todas las iglesias la antorcha ha entrado hasta adentro, desde el año pasado no la dejaron entrar, tuvimos que subir a prender el cirio, está bien, pero esta vez lo que hicieron fue que no dejaron entrar a la virgen de Guadalupe por el centro, porque la gente importante entra por el centro y nosotros, la virgen nos representa a nosotros, quiere decir tenemos que entrar por la puerta de atrás como los sirvientes, somos sus sirvientes nada más, si entramos por la puerta de enfrente es que ya estamos igual que ellos y no nos han dejado entrar porque no somos importantes, por eso no entramos por la puerta del centro. Estaban reservados los asientos para ustedes, están vacíos esos asientos porque no quieren que la iglesia se vea llena de mexicanos, tenemos que protestar porque a nuestra reina, nuestra madre no la dejaron entrar por el centro. Vamos a hacer una protesta humana, quiere decir no violenta, no vamos a gritar, simplemente haremos una cadena alrededor de toda la catedral; si los periodistas nos preguntan: “¿qué están haciendo?”, decir: “esta es una protesta porque en la catedral hay racismo, no dejaron entrar a la virgen por el centro, por la puerta del centro”, ¿Se entiende eso?

Voces: ¡Sí... sí... sí!

Joel: Entonces, los que piensen que no pueden hacerlo, pues se pueden ir, pero los que quieran protestar por la virgen...

Voces: ¡Aquí nos quedamos!... ¡todos!... ¡nos quedamos!... ¡racistas!

Joel: ¡Y no vamos a gritar por favor!

Voces: ¡No griten!... ¡Sin gritar, sin gritar!

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Rosa se ha quedado fuera también. Ahora observa como la fila blanca de los corredores da la vuelta a toda la manzana de la catedral. Ella no usa la sudadera de Tepeyac. Ha venido al cierre de la carrera con una chamarra negra que deja libre un cuello blanco que contrasta con su cabellera negra. Está llorando.

“Es injusto –dice--, las imágenes están adentro, pero a todos los que les hacíamos el honor de traerles las imágenes nos dejaron fuera. Es injusto, estamos aportando, estamos trabajando, venimos a dejar nuestra limosna, y nos hacen esto.”

Contigo al norte, Guadalupe, largometraje documental realizado por Sergio Mastretta y Melchor Morán en el 2010.

Mundo Nuestro. Este texto fue leído en la presentación en Profética del libro La gula, la gala y la golosina: comer a la poblana, de la investigadora Lilia Martínez y Torres.

¿A dónde me lleva este libro de historia, memoria y recetario que Lilia Martínez y Torres ha escrito como una secuencia de su Cocina a Cinco fuegos?



A una felicidad de la que no siempre queremos acordarnos. Aquella sin medida, la que se oculta en nuestros tiempos idos.

Escribí para la presentación de ese portal de maravillas en agosto del 2015:

La memoria se acerca a todos los fuegos. La historia de todos nosotros pasa por la cocina. En ella corre la vida, y va con la certeza amorosa de quien enciende el fuego para preparar la comida.

Y ahí ha estado Lilia abriendo las hornillas de sus textos para todos los paladares. De esto ha escrito últimamente:



Los cocteles. Tragos sugestivos.

Las ofrendas de Tochimilco: mole, chocolate y pan.

Chalupas y molotes, antojitos para los sibaritas, voraces y glotones poblanos.



Una probadita de la exposición “del plato a la boca…”

Los cocineros, personas sensibles a la magia del fogón.

Son textos que alumbran a la felicidad de los otros.

Me gustó lo de los sibaritas, voraces y glotones que somos los poblanos. Cuando la mirada se relaja y los otros se nos aparecen en su manifestación más feliz, aquella que ronda por los amplios balcones del exceso, asomados al halago de los cuerpos, la que prefigura todos los desenlaces del encuentro amoroso, la del gesto simple y llano que le sigue al estómago pleno de la memoria intacta.

Ahora nos regala este himno a lo mejor de nosotros poblanos: nuestra comida. La dicha pura, la gula, la gala y la golosina: comer a la poblana, la acción que día a día nos reconcilia con la vida.

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Pero qué rutas descubro con el libro de Lilia: las que me abren mis ojos, mis oídos, mis manos. Y no he abierto aun las que deslumbran desde el olfato. Ni las que se derraman en el gusto, el más ciego e inquisidor de los sentidos.

Todos los sentidos entonces expuestos…

Estamos en Pueblo Nuevo. Mis ojos de niño siguen las manos de la mujer de Ausencio. He dejado de mirar todo: ya no veo la olla enorme en el que regurgita el mole, ni la pala con la que no lo deja de menear la más robusta de sus hijas, a tono ella con las tres redondas piedras del Atoyac en las que descansa el barro de La Luz y entre las que se queman trozos de madera que uno de sus hijos ha traído de algún embalaje de la fábrica El Patriotismo, al otro lado del río. Tampoco escucho nada: la voz de mi papá que se diluye entre las hebras de las anécdotas campiranas de su compadre, el bigotón Ausencio, ese hombre con la edad escondida en unos ojos negros que reflejan el sol reclinado en una tarde de octubre en ese pueblo de casas grises que llaman Pueblo Nuevo. Nada, sólo están las manos ingrávidas de la mujer de Ausencio. Y las moscas. Todavía no he oído hablar de la masa y la energía escondida e infinita en el átomo del corazón de un niño. Ahí están, y zumban en un revuelo encantado de diminutos hoyos negros. Las moscas en el patio de Ausencio. Miles. De tanto que giran en ese concierto de luces ya no las veo. Desaparecen, una y otra y otra, se las tragan las manos de la mujer de Ausencio que han decidido una cacería implacable, como si retener una en el puño, agarrada, adivinada, esfumada, hiciera que todas se disolvieran en un instante y el aire fuera todo vacío, sin mundo…. Shiiii… silencio. Se han ido. La mujer ha detenido el tiempo, lo encierra en un puño, lo zarandea como si no fuera infinito, hasta que mis ojos obnubilados despiertan cuando ella extiende la palma para volver a encender el mundo.

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Tic, tac, tic, tac… el mundo se sostiene en un sonido. Afuera ha quedado el árbol soñado de los priscos, y el fresno indomable que levanta el pavimento del frontón del abuelo. Y la 11 Poniente esquina con la 15 Sur, la calle de mis años niño. Tic tac… el mundo resguardado de sí en el comedor de la abuela, que abre al ventanal del mediodía la terquedad de su parsimonia. Tic tac… la soledad del mediodía se rompe contra el trajín de la cocina y la voz grave del viejo mozo Joaquín, que regresa de La Victoria con el mandado y con la abuela, que no deja de ir a pesar de sus últimos diez años replegada en la silla de ruedas y la sobrevivencia de una embolia. A todos dejará ir: a sus hermanas Deifilia y Helena, a su hija Alicia, a su yerno Carlos, a su marido Sergio. Y hasta allá llegará ella, más allá de los 87años, cuando ya no haya nadie de su edad, como se quejaba con sus nietas…

Pero ahora está ahí mi abuela Mané. Y ya labra los molotes de tinga con los que acompañará las calabacitas rellenas y gratinadas al horno con las que servirá lo que ella llama el cuarto de los siete platillos con los que rellena a su nieto adolescente. Es martes, tal vez de un septiembre de 1972, y ahí estaremos a las 3 de la tarde para comer con ella los Mastretta Guzmán que vivimos en Puebla. Mi mamá y yo. Mis hermanos estudian en México y regresarán hasta el fin de semana. Como los siete platillos que prepara mi Mané como si intentara alimentar a un desvalido. Pero este día también prepara las frituras, el más recio de los eslabones que sostienen la felicidad primeriza de los paladares que se forjan para lo que se espera será una vida larga y grata. Su memoria es precisa: 2 tazas de harina, 4 cucharaditas de royal, ½ cucharada de sal, 2 cucharadas de azúcar, 3 huevos, 1 ½ tazas de leche, 6 manzanas, 2 plátanos y el copete de raspadura de limón. Cernirá tres veces los ingredientes –¿y por qué tres y no dos o cuatro?--, y añadirá las yemas muy bien batidas y la leche poco a poco sin dejar de batir hasta que se disuelva la harina, y agregará la fruta y la raspadura de limón y al final las claras batidas a punto de turrón, nada más como envolviendo, y a freír y a revolcarlas en el azúcar.

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Ahora tengo seis años y la encomienda de repasar con el moldeador de galletas que mis manos sostienen. Es una especie de rueda de la fortuna de latón con sus carritos dispuestos en forma de estrella, triángulo, rombo, florecita, y vuelta a empezar. Es una tarea que atiendo cada que mi mamá ve venir una reunión en casa. A veces son de nuez, otras de nata, cuando no ha decidido que será mejor contar los palitos de queso para las visitas o de plano los polvorones de nuez. En cualquier caso mis manos sostendrán el cernidor de harina, a veces con sal y siempre con azúcar. Esa es una labor inquietante, pues el cilindro de latón que sostengo por el asa con mi mano izquierda debe permanecer vertical, de manera que al girar la manivela con la derecha el movimiento sea parejo y las aspas que giran al interior del cilindro repasen los grumos, los disuelvan con ese sonido rasposo del metal contra la redecilla y el montículo que crece sobre el papel encerado sea eso, un montículo y no un regadero de polvo por toda la mesita blanca, sí, también de latón, plantada en el centro de la cocina. El cernidor y el moldeador llegaron a casa con el propósito oculto de hacerme sentir que la vida, por un instante, puede ser cernida y modelada con la certeza de que producirá un bien tan certero y dulce como una galleta de nuez.

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Nada más como envolviendo…

Esa frase es de mi mamá en su recetario. Entiendo que la escuchó de la abuela algún día en esa misma cocina tras el desayunador con su vista al frontón del abuelo, la cocina con sus azulejos amarillos a la que ahora no quiero entrar desde el comedor en el que mi memoria me ha ido envolviendo.

Ahí está el tic tac, y los sabores labrados en el oído.

Labrar y cernir la historia y la cultura. ¿Cuánto se salva de nosotros en un recetario, en una mesa puesta, en un fogón refulgente? Este libro me ayuda a entender cómo nos hacemos de una identidad, con cuántos secretos culinarios rotos por la indiscreción de un recetario heredado se vuelve uno ciudadano particular de una región, de un pueblo, de un barrio, gentilicios universales contra nacionalismos intolerantes. Y es así, tan fácil, nada más como envolviendo, así de nebuloso el tránsito a volvernos identificados por algo. Tan estricto y simple como se perfila el sabor de una fritura decimos soy poblano, soy huasteco, soy mixteca, cuando de lo que sea que se quiera decir con ello sólo queda el sentimiento de que estamos envueltos, y que la ruta más corta para entendernos discurre por el estómago y cierra con un buen provecho.

El culto guadalupano estuvo a punto de morir

Día con día



Durante La República Restaurada, entre los años de 1867 y 1877, el culto guadalupano estuvo a punto de desaparecer en México.

La crisis del culto está unida a la desgracia política del obispo de Puebla, Antonio Pelagio de Labastida y Dávalos, infatigable promotor de la Guadalupana, junto con el papa Pio Nono, creador de los cultos marianos en la oleada conservadora que siguió a la revolución de 1848.

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La Virgen de Lourdes puso el ejemplo a seguir para el culto mariano con su oportuna aparición en 1858. Labastida y Dávalos emprendió en México la cruzada del engrandecimiento de la Guadalupana de aquellos años, pero cometió el error político de aceptar la regencia del imperio de Maximiliano de Habsburgo. Renunció al puesto unos meses después, cuando fue claro para él que el emperador austriaco no devolvería a la Iglesia católica los bienes eclesiásticos expropiados por las leyes liberales de 1857.



Labastida quedó unido, no obstante, a la suerte del Imperio. Cayó en desgracia en 1867, junto con el propio Maximiliano, y partió al exilio a Roma, dejando a su Virgen desamparada, en tierra de triunfantes jacobinos. La Virgen del Tepeyac la pasó mal, igual que toda la Iglesia católica, maltratada por los liberales. El culto guadalupano se adelgazó angustiosamente, al punto de diluirse, y desaparecer.

En 1869, refiere el historiador David Brading, el capellán de la virgen morena hizo saber “a la Sociedad Católica de la Ciudad de México que el santuario del Tepeyac ya no contaba con fondos suficientes para mantener su colegiatura, y que de la liturgia sólo podrían encargarse uno o dos sacerdotes. La religión se hallaba mermada y los fieles cesaron de ofrendar la limosna tradicional, de modo que ‘poco a poco ha ido cayendo en el olvido el culto de la Virgen de Guadalupe’” ( Brading: La virgen de Guadalupe (Taurus, 2002, p.448)

Mundo Nuestro. Este texto del escritor mexicano Héctor Aguilar Camín fue leído por su autor en ocasión del Premio de periodismo Cultural Fernando Benítez, el pasado 5 de diciembre de 2016, en la FIL de Guadalajara.

Este premio reconoce el esfuerzo de muchas gentes asociadas a mi desempeño como periodista cultural. Pero hay dos sin las cuales lo que se premia hoy aquí simplemente no existiría. Son Luis Miguel Aguilar y Rafael Pérez Gay. Este premio les pertenece a ellos en realidad. Quiero reconocerme aquí simplemente como su intermediario.



La palabra que acompaña el nombre de Fernando Benítez en mi memoria es la palabra felicidad. La siguiente es alegría, síntoma de la primera. La felicidad es por definición efímera y, al revés de la desgracia, carece de buena memoria. Nuestras desgracias tienen más fuerza en el recuerdo que nuestras felicidades. No es así en mi memoria de Benítez. Su recuerdo viene siempre a mí en andas del humor y de la gracia, precedido por el eco impostado, malicioso, risueño e inolvidable de su voz: “No hagas caso, hermano: son unos miserables”.

“Siempre estaba contento”, dice su esposa Georgina, “como si estuviera jugando”. Así está en mi memoria, jugando y hablando, comparando, por ejemplo, la última edición del suplemento Sábado, que hacía él en unomásuno, con la última edición de la revista Nexos, que yo hacía con Enrique Florescano: “Los hicimos pedazos, hermano”.

Fernando Benítez, con Henrique González Casanova, Huberto Batiz y Cristina Pacheco en la redacción del suplemento Sábado, del diario unomásuno. Fotografía de Rogelio Cuéllar.



Tenía el don de la alegría, el don del humor, el de la elocuencia, el del insulto, el de la picardía. Y en todos era ligero y penetrante, con frecuencia memorable.

En sus años finales cuando iba a someterse a una revisión que incluía la puesta de una sonda en las vías urinarias dijo a su médico: “Piedad, doctor, para este pajarito, que en tan alegres jaulas ha cantado”.



Decía haber descubierto un modo revolucionario de hacer cabezas noticiosas. Había que renunciar al mito de las cabezas cortas y llamativas. Había que hacer cabezas tan largas como fuera necesario para que la noticia quedara clara. Fue así como en algún diario que dirigía ordenó imprimir esta cabeza: “Javier Flores, pariente político del presidente Adolfo López Mateos, y modesto burócrata de Ferrocarriles de México, gana en esa empresa más que el director”.

Desbordaba una altanería contagiosa, llena de gracia y poder seductor. Cuando Carlos Fuentes era sólo el autor de Los días enmascarados, a sus veinticinco años, un ambulatorio Fernando Benítez le dijo con displicencia, al cruzarse con él en la Avenida Juárez: “Con un librito de cuentos no se salva nadie”. Siguió de largo, recuerda Fuentes, “paseando su elegancia y recomendando a los políticos que se cruzaba en el camino: —¿Por qué no se hace usted sus trajes en Macazaga, como yo?”.

Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Fernando Benítez y Carlos Fuentes en la cantina La Ópera, diciembre de 1969 © Fundación María García y Héctor García.

Al mismo Carlos Fuentes le dijo en los años setenta: —No voy a escribir más novelas, hermano. No puedo competir contigo, con García Márquez, con Cortázar, con Vargas Llosa.

En medio había ya la tierra grande y firme de la amistad con Fuentes Cuando Benítez fue corrido de México en la cultura, el suplemento del diario Novedades, hizo un viaje largo con Fuentes. Tomaron un transatlántico en Acapulco rumbo a Holanda A bordo viajaba una de las dueñas del barco, una joven a la que todos llamaban lady Grace, y de la que Benítez y Fuentes se hicieron amigos. Los esperaba en la cubierta por las tardes para tomar un drink antes de la cena, echada sobre una tumbona, envuelta en gasas azules, y comiendo chocolates.

Benítez que era capaz de todo menos de no hablar, ensayó una advertencia en inglés para la dama comelona. Le dijo: “Lady Grace, do not it mani more chocholeits becos you can diterioreit yur siluet”. A lo que, Lady Grace contestó, según Fuentes : “Oh, what a charming russian dietist”. A lo que Benítez replicó: “Aiam not a russian dietist, madmuesel, but a praud mexican criollo. Guach yur uords”.

“Yo no sé si esa mujer nos quería seducir o tuvo alguna aventura con Carlos”, dijo Benítez a Carlos Marín en una divertida entrevista, varios años después. “Las mujeres han desempeñado un papel definitivo en nuestras vidas. Muchas mujeres. Yo me casé tardíamente a los 55 años con Georgina, que tenía 25. Antes tuve amantes y Carlos tuvo todas las que quiso. Era muy guapo, extraordinariamente simpático y de un genio formidable. Daba unas fiestas en su casa cuando estaba casado con Rita Macedo verdaderamente colosales. Escurría el semen por las escaleras”.

La hipérbole era parte del genio de Benítez, de la animación elocuente, inolvidable de su voz.

A propósito de las mujeres lo recuerdo diciéndome:

“Las mujeres, hermano, qué fuerza de la naturaleza. Piensa nada más que echan sangre y echan leche por su cuerpo. Están trenzadas a la tierra, hermano Son la tierra. Y nosotros, comparados, no somos nada, unos huérfanos, unos parias, unos miserables”.

Vestía bien y se comparaba victoriosamente con otros bien vestidos. No conmigo, desde luego, que fui blanco de su crítica filantrópica en esta materia. Estábamos en el patio de alguna ceremonia y él estaba sentado atrás de mi. Me tocó el hombro y me dijo. “Hermano: Busca un sastre que te arregle las arrugas que se te hacen en la espalda. Tú eres un príncipe, no mereces esas arrugas”.

Y siguió: “Yo soy un dandy, hermano, pero no me visto como dandy por vanidad, sino por amabilidad con los otros. Aprende esto: el mundo ya es suficientemente feo como para además tolerar a un viejo mal vestido”.

Trato de transmitir algo de la persona extraordinaria que reflejan estas palabras y esta voz. Lo que quiero decir es que Fernando Benítez era un personaje superior a la suma de sus talentos.

Cumplía como pocos el dictum de Ezra Pound según el cual un autor debe ser superior a lo que escribe. Benítez era superior a todas sus facetas, en cada una de las cuales era extraordinario: como periodista, como escritor, como animador de la cultura, como biógrafo de Lázaro Cárdenas, como cronista del mundo indígena y del mundo novohispano. Hizo un libro también, extraordinario, sobre la destrucción del patrimonio artístico y cultural durante las desamortizaciones de la reforma.

Me dijo: “Nuestros próceres liberales saquearon las iglesias, hermano, y yo saqueé al Niño Guillermo Tovar y de Teresa que me dio todo el material de este libro único porque nadie ha dicho esto claramente, hermano: nuestros próceres liberales eran unos miserables”.

Celebramos aquí su herencia como periodista cultural, pero la obra del historiador, del cronista y del novelista, son un tesoro aparte, el legado de un autor de energía, imaginación y elocuencia infatigables.

Escribía muy bien, buscaba el rasgo único y el hecho sorprendente. Combatió toda su vida los estigmas de la desigualdad social, de la discriminación indígena, de la ceguera y la insensibilidad de su medio a la injusticia, al abuso político y a la exclusión económica. Entendió y narró como muy pocos la riqueza fundadora de la Nueva España, el albor de los primeros mexicanos, y dio cuenta como nadie de la realidad de los indios de México realmente existentes cinco siglos después, tan marginados como desconocidos en su privación, en su aislamiento, pero también en su riqueza ignorada: cultural, religiosa, mitológica, literaria, vital.

Me consta que el mundo indígena le pagó bien. Le devolvió la vida al menos una vez. Serían los primeros años ochenta y Fernando entró en un remolino de gastritis, inapetencia, crisis nerviosa y extenuación progresiva. Perdió poco a poco el mayor de sus dones, la palabra, y en vez de los torrentes rotundos y memorables que eran peculiares de su genio verbal, sus amigos se acostumbraron a oírlo tartamudear, y a que las palabras salieran trabajosamente por su boca, como si escupiera piedras en lugar de las flores de antes.

Un día se despidió de nosotros, los que trabajábamos entonces en el diario unomásuno, diciendo que regresaba con “sus” indios a morir. Más de uno asumió la declaración literalmente, porque había en el cuadro del deterioro de Fernando un algo efectivamente ominoso, terminal. Desapareció semanas, quizá meses, no lo recuerdo bien, ni si fue a echarse en manos de sus manos huicholes o de sus coras, pero recuerdo perfectamente su regreso, el regreso de un hombre radicalmente distinto al que se fue, un hombre rejuvenecido varios años, como si lo hubieran lavado y limpiado por dentro y le hubieran devuelto, mejorados, todos sus bienes físicos y mentales.

Era tan buen editor como escritor. Era buen editor porque era buen escritor, porque reconocía en otros la calidad que había en él y se arrojaba sobre ellos para atraerlos. En su trato con escritores y creadores no lo guiaban la competencia o la envidia, sino la admiración y la empatía. Servía con humildad lo que lo superaba, y ofrecía sin reticencias su precioso bien escaso: un lugar donde publicar, donde conectar con lectores y editores. Nadie abrió tantos espacios a otros como Benítez en su paso por el mundo cultural mexicano.

A Carlos Marín le contó, cómo reclutó a Alfonso Reyes para el suplemento México en la Cultura del diario Novedades: “Me dirigí al autor de Las mesas de plomo y le hice ver que sus libros circulaban muy poco (con frecuencia pagados por él mismo) y le ofrecí un público de cien mil lectores. Aceptó y hasta su muerte fue nuestro mas constante colaborador”.

Nadie hizo tanto por la animación profesional de la cultura, en la segunda mitad del siglo XX, tanto como Fernando Benítez. Nadie fue tampoco tan eufórico y alegre editor de lo que se llamaba entonces La Cultura, eso que Benítez convirtió para siempre, hasta ahora, en periodismo cultural.

Nadie fue mejor intermediario que Benítez entre los lectores, la torre de marfil de los letrados y los intereses de la prensa empresarial. Imposible ahora pensar en tantos dueños de medios indiferentes a las cuartillas de Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis que se publicaban por primera vez en las páginas de sus revistas y periódicos.

Rescato de la hemeroteca una edición del suplemento Laberinto del diario Milenio, del 20 de febrero de 2010. La edición conmemora el año cien del nacimiento de Benítez y el décimo aniversario de su muerte. Me conmueve la precisión de algunos de los testimonios incluidos ahí.

Su viuda Georgina Conde pone lo esencial: “Siempre estaba contento, como si estuviera jugando. Daba todo lo que tenía. Todo lo que él sabía, lo enseñó. No se guardaba nada, ni siquiera los secretos”.

Lo retrata su coeditor de La jornada semanal, Fernando Solana Olivares:

“Iba tan elegante como siempre con un traje azul marino cortado a la medida una camisa albísima de puños y cuello almidonados y una corbata de seda delicadamente verde con lascas moradas como si fuera una textura de Monet”.

Lo recuerda en clase su alumno de periodismo Gustavo García:

“Teníamos prohibidísimo usar adjetivos (‘Para usar un adjetivo tienen que venir de rodillas desde su lugar hasta aquí y rogarme con lágrimas en los ojos’) En cambio, debíamos narrar un partido de futbol sin repetir una sola vez la palabra balón o sus equivalentes, en un lapso de 10 minutos mientras él se paseaba entre nuestros lugares chasqueando los dedos y diciendo: ‘¡Hueso, hueso!’, para recrear, según él, la presión que habríamos de sufrir en las redacciones.

Recuerda Huberto Batis, su editor de Sábado:

“Con nosotros comenzó a colaborar el argentino Guillermo Schavelzon, quien le traía a Benítez recortes de suplementos de todo el mundo. Un día nos llevó un poema de Borges que había recortado de La Nación de Buenos Aires. Lo que no sabía Benítez es que Octavio Paz le había comprado a Borges el poema en 50 dólares, por lo que al verlo en el suplemento nos llamó de inmediato; estaba furioso y decía que éramos unos piratas. Benítez, muy firme, tal como era, le contestó: ‘Somos pobres y diseminamos la cultura de todas partes del mundo, aquí no hay derechos de autor’”.

Resume su oficio Vicente Rojo, pintor esencial, colaborador de toda la vida:

De pronto sobre su mesa había un manuscrito de Alfonso Reyes, otro de Alejo Carpentier, uno más de Paul Westheim. Fernando los barajaba y, sin poder prever qué textos tendría sobre su escritorio, al entusiasta grito de, ‘¡Toda la carne en el asador!’, publicaba a Reyes, a Carpentier y a Westheim de una vez.

Yo recuerdo su voz resonante, cómica, inolvidablemente magisterial, en algún rincón perdido de la redacción de unomásuno: “Los diarios, hermano, son el epitafio de cada día”.

El escritor mexicano, recostado en el piso, en los inicios de este diario, en las oficinas de La Jornada Semanal. De izquierda a derecha, lo acompañan José María Pérez Gay, Vicente Rojo, Héctor Aguilar Camín, Fernando Solana Olivares, Arturo Fuerte, Adolfo Gilly, Carlos Payán y Efraín Herrera.

El suplemento Laberinto, de Milenio, publica una foto de Benítez que es la alegría misma. Benítez está tirado en el suelo, posando como el duende que era, salido de la jungla urbana, y lo miran, lo miramos, sorprendidos y encantados, sus amigos de la nueva aventura cultural.

Se está mudando del diario unomásuno, fundado en 1978, al diario La Jornada, fundado en 1984. Está dejando el diario donde fundó su último suplemento legendario, llamado Sábado porque salía los sábados, y está asumiendo la dirección del suplemento cultural de La Jornada, creado por quienes dejamos unomásuno luego de un pleito de cuyos costos no quiero acordarme.

No hay rastro alguno de aquel pleito en esa foto, hay la gracia de un juglar que cambia de teatro y conserva su gracia. La absoluta gracia de Fernando Benítez, nuestro maestro, nuestro ejemplo, nuestro contemporáneo, nuestra vara de medir.

Qué subrayar de la herencia y el ejemplo de Fernando Benítez. Primero, sobre todo, su espíritu de vinculación, de contacto, de traer la cultura a los diarios y la realidad a la cultura.

Segundo, el espíritu de abolición de las fronteras entre la cultura y la sociedad, los escritores y la vida pública, la novela y el reportaje, la historia y la crónica, el periodismo y la memoria, la denuncia y la celebración.

Tercero, diría yo, el optimismo, la alegría de estar en el mundo en una buena amalgama de entusiasmo y crítica. El ejercicio dual sugerido por Gramsci: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

Cuarto, la resistencia, la capacidad de sobrevivir en el propósito a través de los años, pasando de México en la cultura de Novedades, a La cultura en México de la revista Siempre!, al suplemento sábado de unomásuno, al suplemento semanal de La Jornada.

Quinto, la generosidad de abrir espacios a otros, de poner y compartir la mesa.

No sé si estamos a la altura de esa herencia. Sé que sin pensar en esto, sin quererlo ni soñarlo, Fernando Benítez puso una vara muy alta para quienes venimos después.

Me hace feliz pensar que mi nombre quedará atado al suyo con este reconocimiento.

Miundo Nuestro. Los acontecimientos recientes en Puebla obligan a este llamado de atención realizado por un grupo de periodistas que no están dispuestos a aparentar que no pasa nada. La posibillidad de que una amenaza se convierta en un crimen perpretado es real. Lo ocurrido en Tehuacán y en la región controlada por bandas de huachicoleros es indicativo de que el periodismo está en una linea de trinchera en la que la violencia es el mecanismo de solución para los grupos de poder, igual de crimen organizado que de políticos afectados por la denuncia que se publica en medios.



Esta revista digital asume lo escrito por la Red de Periodistas en Puebla.

A quien corresponda:

Hace unos días la organización Artículo 19 emitió una alerta por la agresión a dos colegas en la zona de Tehuacán. Según documentó el organismo el pasado 24 de noviembre, Maximiliano Santos, periodista de En Tiempo Comunicaciones, fue golpeado en las inmediaciones de su lugar de trabajo en Tehuacán. Al acudir a realizar la denuncia a la subdelegación de la Procuraduría General de la República (PGR) en Tehuacán, Santos fue recibido por los funcionarios con negativa porque “ya estaba fuera de horario laboral”.

Además los funcionarios de la Procuraduría consideraron que las agresiones por haberse registrado cuando el periodista no estaba haciendo un reportaje, tomando video o fotografías tenían que tratarse como un asunto del fuero común. De acuerdo con Artículo 19 “los argumentos son esbozados y van contra el mandato constitucional de la PGR de atender los casos de violencia contra la prensa”.

En el segundo caso se informó que la reportera Mariana Gutiérrez, de El Mundo de Tehuacán, fue agredida por una funcionaria de Chapulco el 23 de noviembre. Belén Leticia Hernández, regidora de Educación en ese municipio, sacó a empujones a la reportera de su oficina cuando Gutiérrez realizaba una nota sobre temas de Protección Civil.



Las agresiones se produjeron semanas después de que la presidenta municipal de Tehuacán, Ernestina Fernández, amenazara con demandar a los colegas y medios de la región que publiquen información incómoda para la administración de la priísta.

A la par, el pasado 11 de noviembre un grupo de colegas del interior del estado exigieron a la Comisión de Derechos Humanos (CDH) Puebla que atienda la situación de violencia que vive la prensa, especialmente en la que se registra en el área conocida como “el triángulo rojo” o la franja del huachicol, en donde el crimen organizado se ha apoderado de la región.

De hecho, en ese encuentro de periodistas con los responsables de vigilar que se cumplan con los derechos humanos, la coordinadora del Capítulo Puebla de la Casa de los Derechos de Periodistas, Claudia Martínez, aseguró que las denuncias por amenazas de muerte a periodistas se han incrementado y que actualmente hay seis casos de alto riesgo en la entidad.



Según una nota del portal e-consulta, en la reunión que sostuvieron los periodistas con personal de la CDH, Claudia Martínez, llamó la atención sobre el caso de Silvia Campos, corresponsal de El Sol de Puebla, quien sufrió la persecución de un auto en el municipio de Los Reyes de Juárez -zona del Triángulo Rojo-, luego que difundiera un trabajo de investigación de células del crimen organizado dedicadas a la extracción ilegal de combustible de los ductos de Pemex.

Las condiciones para el ejercicio periodístico han empezado a deteriorarse en la entidad a la par del crecimiento del crimen organizado, a lo que se suma la violencia que están ejerciendo las autoridades municipales y de otros órdenes de gobierno ante la pasividad e indolencia de los responsables de la seguridad y protección de la ciudadanía en general y de la prensa en particular.

Desde la red exigimos a las autoridades atención a las denuncias presentadas tanto en el ámbito judicial –pues existen—como en el ámbito de la protección de los derechos humanos, y las alertas y llamados que han expresado organismos de protección a periodistas como La Casa de los Derechos y Artículo 19, y cumplir con su obligación de generar las condiciones necesarias para el libre ejercicio de la profesión de la libertad de expresión de los trabajadores de los medios, recordando que el trabajo que realizamos cumple con atender el derecho a la información de la sociedad.

No es una concesión, lo que se pide es el cumplimiento de las obligaciones de los servidores públicos y el respeto irrestricto de la libertar de expresión de los comunicadores, nada más, pero nada menos.

Atte. Red Puebla de Periodistas

Suscriben:

Samantha Páez

Alejandra Corona

Mely Arellano

Sergio Mastretta

Kara Castillo

Leticia Ánimas

Mónica Camacho

Ernesto Aroche

Paula Carrizosa

Felipe Mecinas

Karen de la Torre

Ámbar Barrera

Revista Sin Permiso

Por Silvia Arana, periodista argentina residente en Quito, Ecuador, colaboradora de la agencia de noticias Alainet.



Standing Rock, en el estado de Dakota del Norte, forma parte de la Reservación Sioux, como se llama comúnmente a los pueblos originarios dakota, lakota y otras tribus de las praderas. El río Missouri, fuente de agua potable de unos 17 millones de personas, atraviesa el territorio, que está bajo jurisdicción de las autoridades indígenas de la Reservación Sioux de Standing Rock según los tratados firmados con el gobierno de EE.UU.

En violación de los tratados y en contra de la voluntad de los sioux, la corporación petrolera Energy Transfer Partners está construyendo un oleoducto que destruiría el sitio sagrado y cementerio indígena de Standing Rock y cuyo tramo subterráneo pasaría por debajo del lecho del río Missouri. El proyecto es una inversión de 3.800 millones de dólares, financiado por Goldman Sachs, Bank of America, HSBC, UBS, Wells Fargo y otros grandes bancos. Tiene una extensión de 1880 km, va desde los yacimientos de petróleo de Bakken en Dakota del Norte, pasando por Dakota del Sur, Iowa hasta llegar a Illinois.

Desde la primavera de 2016, se han congregado en Standing Rock miles de personas, muchas de ellas de diversas naciones indígenas, para protestar por la construcción del oleoducto que destruiría sitios sagrados y contaminaría el agua. Se autodenominan “protectores del agua”.

Se estima que se producen unos 300 derrames de petróleo por año en los oleoductos del país , y por tanto los defensores del agua no creen en las promesas de la empresa, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército y de las autoridades de que "este oleoducto es seguro".

La mayor movilización indígena en más de cien años



“Standing Rock es la mayor congregación indígena que ha ocurrido en el transcurso de mi vida; día a día se fueron agregando nuevas banderas de las diferentes tribus... A partir de la sexta semana, dejó de ser un campamento para transformarse en una comunidad… Tomamos una postura contra el oleoducto, no sabíamos que tendríamos este inmenso apoyo... Esta tierra es un sitio sagrado del pueblo lakota; además el oleoducto contaminará el agua del río Missouri... El Cuerpo de Ingenieros del Ejército no hizo una consulta apropiada con las tribus. El oleoducto Dakota Access Pipeline tiene trechos subterráneos en el lecho del río Missouri. Los oleoductos tienen un historial de derrames, han contaminado el suelo, el aire, y las napas subterráneas... Si se construye destruirá no solo el río en esta área, sino río abajo también. Las tribus asumen su responsabilidad como protectores. Hay que cuidar de la tierra, el agua, el aire… Un día en nuestra caminata diaria hacia el sitio sagrado, las abuelas y madres les dijeron a los excavadores que no iban a permitir que destruyeran un sitio sagrado. En respuesta, los custodios de seguridad privada lanzaron los perros contra la gente. Varios protectores del agua fueron al hospital por las heridas… Después de los perros, traerán las armas…".

Esto decía en octubre pasado Dennis Banks (79 años), histórico líder indígena y co-fundador de American Indian Movement (Movimiento Indígena de América del Norte).

Tal como lo predijo Dennis Banks la represión contra la comunidad de protectores del agua fue creciendo en las semanas siguientes hasta alcanzar su pico el domingo 20 de noviembre. En temperaturas gélidas de cinco grados bajo cero la policía reprimió a los manifestantes lanzando chorros de agua y provocando cientos de casos de hipotermia. También usaron gases lacrimógenos, gas pimienta y balas de goma que lesionaron a unos trescientos manifestantes. El caso más grave fue el de Sophia Wilansky (21 años) que fue herida por una granada que le impactó en el brazo y le destrozó el hueso y los tejidos. En estos momentos se prepara para la tercera cirugía, y deberá sobrellevar otras adicionales en el esfuerzo por salvarle el brazo que fue prácticamente separado del cuerpo por la granada. Esta joven de Nueva York, que como numerosas otras personas acudieron a Standing Rock para solidarizarse con los pueblos originarios fue víctima de abuso de fuerza cuando ejercía el derecho a la protesta, garantizado por la primera enmienda a la Constitución. Un derecho que está siendo sistemáticamente violado por la policía de Morton (Dakota del Norte) y la Guardia Nacional.



Linda Black Elk, integrante del cuerpo médico de Standing Rock, que presenció la represión del domingo pasado, afirmó: "La policía ha incrementado el nivel de violencia contra los protectores del agua. Yo he visto las diferentes armas usadas en contra nuestro: gas lacrimógeno, balas de goma, granadas. Parece que están poniendo a prueba sus armas contra nosotros en una creciente militarización de la represión". Agregó: "Sentimos una gran decepción con el presidente Obama. Estuvo aquí, hizo promesas y no cumplió ninguna de ellas."

Esta conducta gubernamental contra los derechos de los pueblos originarios no es sorprendente, sino coherente con la conducta histórica del gobierno de EE.UU., que ha cometido y/o permitido abusos en tierras indígenas desde el inicio de la colonización. Ejemplos de los abusos contra los pueblos lakota y dakota son la apropiación de terrenos en Black Hills (Montañas Negras) de Dakota del Sur después del descubrimiento de oro en la década de 1870, y la construcción de embalses en el río Missouri que causó inundaciones en poblados, en zonas forestales y en granjas en Dakota del Norte y del Sur durante la década de 1950.

Mni Wiconi: El agua es vida

El jueves 24 de noviembre medios alternativos como Unicorn Riot e Indigenous Rising Media transmitieron en vivo desde Standing Rock. Es el día en que en EE.UU. se celebra Thanksgiving (Acción de gracias). Según la historia oficial los indígenas salvaron a los peregrinos de la muerte ofrendándoles comida (versión tildada de falsa por historiadores como Roxanne Dunbar-Ortiz, quien dice que los indígenas jamás recibieron con los brazos abiertos a sus opresores).

Como un recordatorio irónico de la fecha, los protectores del agua pusieron mesas con comida. A pocos metros de ellos, varias decenas de policías cortaban la ruta, de uno y otro lado, a modo de cerco. Hay carteles con la frase: “No alimenten a los peregrinos” (Don’t Feed the Pilgrims). La consigna del día es: “No peregrinos, no oleoductos, no prisiones, no problemas”.

Cae una nieve ligera en la pradera desértica, la gente con sus abrigos gruesos, la cabeza cubierta con gorros o capuchas se mantiene en movimiento, algunos empiezan a entonar los poderosos cantos tradicionales lakota, y el grito “Mni Wiconi” (¡El agua es vida!)

Finalizó otra jornada en la larga batalla por Standing Rock, la mayor congregación de pueblos indígenas en más de un siglo, desde la Batalla de Little Bighorn -o Greasy Grass - que tuvo lugar en 1876. Fue una gran victoria de la alianza de tribus de las praderas -lakotas, cheyenes y arapahos- que derrotó al Séptimo Regimiento al mando del general Custer. Se dice que una visión del jefe lakota Sitting Bull fue la inspiración de los guerreros; un sueño en el que los soldados del ejército de EE.UU. caían del cielo. Fue la última victoria de los indígenas de las praderas. Hoy la comunidad de Standing Rock protagoniza una movilización histórica que por su capacidad de convocatoria, diversidad, continuidad y espíritu de lucha está plasmando una nueva y gran victoria.

Nota

Hace algunas horas, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de EEUU envió una orden de desalojo -a cumplirse el 5 de diciembre- a las autoridades de la Reservación Sioux. El jefe sioux Dave Archambault, al igual que otros representantes de la comunidad, respondieron que no se moverán.

El Puerto Libre de Ángeles Mastretta

Te deseo el sentido del tiempo que tienen las estrellas, leí en medio un ruido ciego a cualquier palabra. …el temple de las hormigas, la duda de los templos… casi grité. Con ese nuevo acento seguí como quien disimula un tropezón. Te deseo la locura, el valor, la impaciencia.

—No se oye —dijo alguien en la primera fila.



—Aquí tampoco —avisaron los de más atrás.

Te deseo la fortuna de los aventureros y el delirio de la soledad. Leí cerca de pegar un alarido. Luego me detuve.

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Ilustración: Gonzalo Tassier



Mi primer encuentro con la FIL de Guadalajara fue casi un desencuentro. Intentaba leer dos páginas de un libro para el que inventé unos personajes que se volvieron parte de mi familia. No quería lastimarlos insistiendo en la lectura de sus trifulcas frente a un público generoso, pero a disgusto.

Afuera, aunque en el mismo viento, había un grupo de guitarras eléctricas y percusiones extraviadas haciendo un estruendo carente de compasión. Que al otro lado alguien tratara de contar un cuento no estaba en sus cuidados. Tal vez ni siquiera sabían que allá atrás una escritora destanteada, en la mitad de la vida, tenía pavor de estar entregando un libro al que quién sabe si alguien querría acercarse. Casi terminaba el año 1996.

La sala era un inmenso galerón y del techo colgaba una foto mía, estruendosa de tan grande, que convirtió en timidez lo que debió ser aplomo. Y no había remedio. Nada qué hacer más que dejar la lectura, que se pretende otra música, y cambiarla por una conversación propicia.



¿De qué se trataba mi libro? No ya cómo estaba escrito, sino qué decía.

Fui contando. La guerra, la juventud, la patria. Las dudas, la niñez, la familia. La medicina, la pasión, el impensable deber de elegir. Mis obsesiones de siempre. Lo que fuera fui tramando entre el ruido.

¿Para qué hacemos libros? Yo, ¿para qué había escrito ese libro? Peor aún, ¿por qué había aceptado presentarlo en una feria? Porque aquello era una feria, de eso ni duda. Y si acaso alguien creía que faltaba la rueda de la fortuna, es porque aún no estaba claro que ésa la tenían en sus manos los lectores. Tantos y tantas veces como aquella noche, poniéndonos a salvo con su sola presencia. Acompañándonos a subir o bajar en la rueda del diario afán que es escribir como a tientas. ¿De qué otro modo?

Terminamos aquella conversación entre abrazos. Un alivio y un desafío.

Así empezó mi trato con la FIL. Como un atisbo de lo que sería esto que con los años se ha vuelto para muchos de nosotros, lectores y escritores —todo el que pasa por la feria es las dos cosas—, al mismo tiempo una fiesta y un compromiso, un deber, un abismo, una promesa.

El juego se le había ocurrido al entonces rector de la Universidad de Guadalajara. No diré su nombre. Sólo quiero nombrar a nuestros muertos. Esto no tendría que contarlo, porque lo sabe casi todo el mundo. Sin duda todos los editores y la gran mayoría de los escritores. Ahora no todo el público, porque su creación ha rebasado lo imaginado. No sé si por él, que siempre ha sido de sueños grandes, pero sí por muchos otros.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara se ha convertido en la más grande de Iberoamérica.

A pesar de que casi todos los aviones que llegan de otros mundos pasan por la Ciudad de México, muchos, pero muchos de quienes llegan a Guadalajara ya no se detienen en el monstruo. No les interesa. Van al encuentro de lo que les concierne: los libros, los autores, la conversación con los amigos, de todas partes, a los que sólo se encuentra por ahí.

Yo no puedo pensar en la FIL sin recordar con una mezcla de nostalgia, devoción y alegría a Carlos Fuentes y a Gabriel García Márquez, sin reconocer de qué modo y con cuánto entusiasmo ellos acudían a los lectores y a los amigos con una puntualidad a prueba de cualquier contratiempo.

Repito que fueron ellos quienes acordaron ceder el precio de las becas que el gobierno mexicano les dio como creadores eméritos para fundar una Cátedra Latinoamericana que llevara el nombre de Julio Cortázar, ese gran inventor de palabras que acuñó, para nuestra imaginación, una sola para nombrar a los seres como él. Cronopio. Cortázar, el bien amado.

Nunca he oído a nadie hablar mal de Cortázar, así como nunca oí a García Márquez hablar mal de nadie. Ni remedio, escribo su nombre y las enormes piedras como huevos prehistóricos vienen a mi memoria con Mercedes diciéndonos: “Es que son así. Yo creía que Gabo las había inventado, pero no. Es que así son”.

Estábamos desayunando en un jardín bajo los árboles. Y su novio, nuestro más querido, asentía con el gesto de serenidad juguetona que fue ganando con el tiempo y que rige sus libros desde siempre. Y nuestra memoria hasta que la perdamos.

Cada año se presentan en la feria cientos de libros. En 2015, dicen las cifras de internet, fueron cuatrocientos treinta. Uno de ellos era mío. Qué lección de humildad es la FIL. Ahí no hay mírenme que valga. No hay concierto para una sola voz.

¿Por qué hacemos libros? Sin duda no para ser originales. No para ejercer una profesión inédita. Ya podríamos marchar, los célebres ponentes, cantando: “somos un chingo y seremos más”.

Haciendo así las cuentas, sin duda, cada quien su FIL. Y cada cual sus memorias. Imposible no figurarse que la energía de Carlos Fuentes anda siempre en tal aire. Qué placer era oírlo, deteniendo el mundo con el portento de su elocuencia.

Muchas veces lo que recuerdo son mis pasos corriendo. Queda todo tan lejos. Cuarenta mil metros cuadrados de libros. Y nosotros ahí, a veces exhaustos y veces como enamorados. Con el colibrí aleteando en el centro del cuerpo cuando la fila para pedirnos una dedicatoria se ve larga como una sonrisa. Qué amable, démosle a la palabra lo que significa: qué digna de amor es la gente que espera para intercambiar tres frases y pedir una firma. Eso no hay cómo pagarlo. Si acaso, una pequeña parte, yendo a verlos.

En el viaje para llegar a la feria del 2013 nos dejaron dos aviones. La primera vez, porque dadas las prisas que sufrimos el año anterior, quisimos llegar con tiempo. Empujada por el pánico a ser, como siempre, la responsable de las carreras, conseguí casi por única vez, estar dos horas antes. ¿Y qué hace uno en la sección nacional de la terminal dos durante tanto tiempo? Nada más que distraerse tanto como para que se nos fuera un avión. El primero. Y luego el de tres horas más tarde. Hasta que aprendimos que en los días de la FIL no hay que moverse de la puerta de salida porque buena parte de los aviones despegan desde una posición remota y la misma buena parte está sobrevendida. Conclusión: tomamos el avión tres. Habíamos pasado el día en el aeropuerto. Cuando llegamos a Guadalajara, dentro del auto que nos llevaba a la sala, me cambié la mezclilla por el vestido y llegué hasta la parte trasera del foro con los tacones en la mano. Me los puse antes de cruzar el umbral: “¡Llegué!”, dije con tal gusto que los asistentes se pusieron a aplaudir. No a mí, sino a la tipa que consiguió aterrizar ahí, a las ocho en punto, como habíamos quedado.

Si me pongo a evocar, no sólo el tiempo de hace tiempo, sino el de apenas, hay largas conversaciones. En una, que en mi cabeza preside una mujer con su risa de alondras, estuvimos a punto de aceptar que el país podría desaparecer. En otra, dos jóvenes de cincuenta años oyeron a un adolescente de setenta y dos decir cosas que sus oídos no habían imaginado. Apoyando los codos en el mostrador del sitio que tiene siempre El País, el más apasionado editor del que tengo conocimiento me dijo alguna tarde una verdad que aún me lastima y de la que he de olvidarme porque lo quiero de más. Su voz ronca está siempre en la feria. Sin duda la de un escritor con el que tengo el bien habido placer de conversar a diario. Y la de un editor muy joven que además de ser generoso tiene la bondad de reírse diciendo que lo regaño.

Todos los agostos, cuando como algo ineludible empieza a hablarse de la FIL, yo afirmo que no iré. Digo que estoy cansada y que ya somos muchos y que más ayuda el que no estorba. Pero quién sabe cómo todos los diciembres acabo yendo. Dado lo irrevocable del ayuntamiento que empezó aquella noche de ruidos, este año me daré un privilegio. No voy a decir una palabra en público. Sólo estaré en donde se me dé la gana ir estando. No voy a quitarme los zapatos bajos y de preferencia me pondré un morral. Quiero con toda mi alma ir a la presentación de un libro y a la entrega de un premio. Lo demás es misterio. Y ha de pasar de todo, porque, en ese mundanal, siempre pasa de todo. Incluso el temple de las hormigas, la duda de los templos.

Tomado de la Revista Nexos, diciembre de 2016