Literatura

Mi abuela paterna, una larga ausencia

Rosaura Martínez Marín, mi abuela paterna, nació en Piaxtla, estado de Puebla, el 27 de enero de 1890.

En la foto los veo: Rosaura Martínez Marín y Antonio Pandal Villar. Pudiera ser el día de su boda. Ella es mi abuela.

No tengo muchos recuerdos de ella, aunque su vida fue larga pues murió en Puebla el 29 de mayo de 1984 a los 94 años.

Pero me acuerdo de muchas fiestas por su cumpleaños, las primeras en mi casa de Acatlán, después en la Hacienda de la Trinidad y las últimas en grandes salones de Puebla.



Jamás la vi freír un huevo ni poner el pie en ninguna cocina, pero nunca olvidé esa especie de ceremonia inicial de una fiesta de cumpleaños -en La Trinidad- que consistió en meter las manos en un gran recipiente donde se derramaba la sangre del cerdo chillante que moría lentamente mientras ella hacía algo con esa sustancia caliente y roja; no era un sacrificio a ningún dios bárbaro sino el inicio de la preparación de la morcilla de arroz que personalmente elaboró en esa fecha y le salió muy buena.

De otras de sus fiestas cumpleañeras tengo recuerdos diversos que en su momento fueron sucesos desagradables, divertidos e incluso violentos, siempre envueltos en libaciones abundantes; mi memoria de esas fiestas huele a alcohol.

Recuerdo una vez en que mi papá se levantó de su silla en nuestra casa de Acatlán, después de escuchar a declamadores y poetas cantar las glorias de la festejada y adular -que de eso se trataba, en realidad- a su hijo favorito, para recordar que la raíz de la familia era su padre difunto, al que no mencionaban ni nunca festejaron tanto; qué orgulloso se sintió el niño -11 ó 12 años- que yo era, al escucharlo.

Recuerdo otra ocasión en que, durante el show de Alejandro Algara, contratado en esa ocasión para cantar la Suite Española de Agustín Lara, un tío se paró a bailar con una prima al son de los pasodobles y acabó dándole un pase de trinchera al artista que cortó su actuación y se fue muy enojado por la falta de respeto; no supe si cobró o no, supongo que lo habrá hecho por anticipado.

Recuerdo otra fiesta, a la que no debimos ir pues no estaban las relaciones familiares para bollos ni pasteles, en que el tío en lugar de bailarín se constituyó en defensor de oficio y con una cachetada -que con el tiempo le debe haber dolido a él más que a nadie- inició una trifulca digna de las que se armaban en los tendidos de las plazas de toros durante las broncas de Lorenzo Garza.



También recuerdo a mi abuela haciendo visitas en su coche -las visitadas tenían que salir a saludarla- muy arreglada, con su camafeo prendido en el pecho y su pelo azul, característico de las señoras que se iban a peinar con Inesita, generosa dispensadora de una sustancia llamada Fancy Blue, si no me equivoco, que dejaba el pelo de ese peculiar color.

Una vez al año, la abuela se acordaba de cada nieto, en el día preciso del cumpleaños de la niña o el niño y le daba su ´cuelga', que así llamaba al regalo correspondiente; a mí me llevaba a merendar al Café Aguirre de la avenida 5 de Mayo, invariablemente unas enchiladas, "no más, porque te empachas" y un chocomil, así decía, "Coca Cola no, porque no duermes".

Cuando mi papá estaba en Puebla -porque él trabajaba en la hacienda cañera que heredó, maniobra de por medio, su madre de su padre, a veces la visitábamos en su departamento de la 2 Norte; ahí cenaban regularmente un hijo y dos yernos para los que había una torta con una rebanada de jamón y dos hijas con sus hijos, que 'tomaban la leche', decían, con pan dulce -una pieza por cabeza.



En sus años últimos, mi abuela comió una o dos veces por semana en mi casa, donde mi mamá la atendía con el esmero que ponía en todas sus manifestaciones de inmenso amor por su marido; yo ya no vivía en Puebla, pero cuando me tocaba estar en esas comidas, surgían asuntos urgentes que atender, por lo que me retiraba pronto de la mesa.

La abuela y el nieto...

El nieto y la abuela...

A la vuelta de tantos años, creo que nunca comprendí cabalmente a doña Rosaura, que era muy clara: primero estaba ella e inmediatamente después el hijo que más claramente la conoció y que tanto se le parecía, aunque no en todo, pues él sí fue un buen padre y un mejor abuelo, según lo recuerdo, con sus hijos y nietos.

Mi abuela no unía, porque en la división reinaba más fácilmente y promovía, con sutileza si era posible o con estruendo si era necesario, las pugnas que la dejaban a ella en el centro, como arbitro y jueza; era egocéntrica pero no hipócrita, diáfana, autoritaria y ahorrativa.

Cuando murió, las relaciones familiares mejoraron mucho, las hijas y los hijos se llevaron mejor que nunca y los nietos pudimos haber reanudado reuniones como aquellas infantiles tan divertidas que alguna vez se dieron en el Molino de Enmedio o en las bodegas de las Fábricas de Francia, donde vivieron unas tías -por el trabajo de sus esposos- en algún momento; yo no lo intenté, era ya muy tarde.

Pensé mucho en la pertinencia de escribir este texto -había decidido no hacerlo- porque no quiero molestar de ninguna manera a mis primos y sus hijos e hijas -a los cuales veo con sincero afecto cuando los encuentro o se presentan y me dicen quienes son porque a muchos desafortunadamente no los recuerdo o no los traté- y nunca a la tía que aún vive; menos, cuando he recibido muestras de solidaridad familiar, como la de Charo que me ofreció literalmente su sangre cuando mis hijos la requirieron para su madre, o el cariño muchas veces expresado por Meche, o el afectuoso interés por mi salud de Manolo y los saludos amorosos de Yolanda, por mencionar algunas.

Pero no puedo omitir de mis recuerdos -que ya he dicho que escribo para mi hija y mi hijo, para mi nieta y mis nietos y para mi nuera- a esta mujer que fue madre de mi padre.

Lo que puedo añadir, para que nadie, en particular mis primas y mis primos, se moleste personalmente, es que escribo de mi abuela, no de la suya y que lo que encuentren desagradable pueden atribuírselo a mis licencias literarias.

Al fin y al cabo, mi relación con mi abuela paterna fue lejana -ausente- pero simple: ella nunca me amó y yo a ella, tampoco.

(Fotografías del archivo de José Luis Pandal)

Revista Nexos / El Puerto Libre de Ángeles Mastretta

Con una dedicación generosa y apasionada, con la duda como su más clara constancia, Arnoldo Kraus nos acerca un libro al que llamó Bitácora de mi pandemia. Lo empezó a escribir el diecinueve de febrero del inaudito 2020.

La bitácora es una brújula, un recuento de lo que pasa por la emoción y el entendimiento de un hombre excepcional, desolado frente al misterio y en busca de alguien con quien resolverlo: ensayistas, escritores de ficción, poetas. A cada tanto un médico.

El doctor Kraus empieza el libro dando cuenta con sencillez de su desconsuelo. Algo fatal estaba sucediendo y no había lucidez que pudiera detenerlo. Si yo hubiera estado mirando sobre su hombro, mientras él escribía los primeros veinte días de su recuento, no habría podido verlo sino como un profeta. Lo tenía todo previsto, sus reflexiones alcanzarían las nuestras muchos meses después de que él las escribiera.

Primero con pasmo y curiosidad, luego con lucidez, Kraus sigue el andar de este mal que nos ha puesto a temer y a, como nunca, darle valor al lujo de estar vivos. Su voz tiene una tristeza cómplice, apela a nuestra compasión y nos compadece. A lo largo del libro se alía con las mejores páginas de muchos de los mejores libros. Imposible resumir este quehacer excepcional; hay que ir leyendo cada entrada a esta bitácora en busca de la propia cosecha. Y darnos una respuesta. Arnoldo acompaña sus cavilaciones con las de otros para dar con su verdad hecha de verdades. Sentencias, anécdotas, reflexiones se traman en el recuento de los largos días sin nombre ni horario que vive el médico, el escritor, en busca de un silencio a veces sobrio y sombrío, otras incandescente. Asombrada con sus hallazgos, con la congruencia de sus preguntas en busca de un espejo, yo no puedo ahora sino robármelo para compartir con ustedes el refugio que regala esta lectura.



*A los ateos nos es difícil explicar muchos eventos. Suele ser más fácil creer que no creer. Para los que no creen, argumentar, en ocasiones, es difícil. Apoyarse en las teorías científicas sobre la génesis de la naturaleza y de la Tierra es necesario. Tampoco es sencillo no trastabillar cuando se confronta la muerte. ¿Y después?, ¿qué sigue? Nada. Nada es un Universo complejo.

*Quienes depositan su fe en Dios o en algunas deidades tienen resuelto un sinnúmero de eventos complicados, incluso la (no) razón del mal.

Mientras sigue los números y las causas de la pandemia Arnoldo se acompaña con la voz de quienes han tenido, en otros tiempos, las mismas dudas. A propósito de la religión cita a Thomas Jefferson (1743-1826): “Los sacerdotes de las diferentes sectas religiosas tienen pavor al avance de la ciencia como las brujas temen la llegada del amanecer y fruncen el ceño cuando el fatal heraldo anuncia el quebrantamiento del engaño en el que viven”. A Emma Goldman (1869-1940): “La filosofía del ateísmo pone de manifiesto la expansión y el crecimiento de la mente humana. La filosofía del teísmo, si podemos llamarla filosofía, es estática e inamovible”. A don Albert Einstein (1879-1955): “No puedo imaginarme a un Dios que recompensa y castiga a los objetos de su creación, cuyos propósitos han sido modelados bajo el suyo propio […] La labor más importante del ser humano es buscar la moralidad en sus actos”. A Daniel C. Dennett (1942): “Lo mejor de decir ‘gracias a la bondad’ en vez de ‘gracias a Dios’ es que realmente hay muchas maneras de saldar nuestra deuda con la bondad, comprometiéndonos a crear más bondad en beneficio de las nuevas generaciones […] Yo prefiero el bien real al bien simbólico”.

Y sigue:

*A lo largo de la historia, las pandemias han sido utilizadas por ministros religiosos para satanizar a la humanidad. Infundir miedo y culpa ha sido una herramienta religiosa. Virus y bacterias, sexo sin tabúes, homosexualidad, falta de fe y amoralidad son cuasiinstrumentos divinos. Respeto a las personas religiosas que respetan a los ateos y a los agnósticos. No respeto a los ministros que aprovechan las pandemias para sembrar temor y culpa.



A quienes honra y lo acompañan, los cita y los regala en cada página. Lo mismo a Galileo que a Giordano Bruno, a Susan Sontag o a Borges. Es generoso, no roba las ideas: da testimonio, convoca.

*Mucho les debemos a tantos personajes que destilaban sabiduría, compromiso y humanidad.

Li Wenliang (1986-2020). Oftalmólogo chino que trabajaba en el Hospital Central de Wuhan. Advirtió, al principio sin éxito, sobre el posible brote de una nueva viremia, hoy conocida como covid-19. El 3 de enero, la policía china lo amonestó por “hacer comentarios falsos en internet”. Fue obligado a firmar un documento en el cual admitía haber “alterado el orden social gravemente” y en donde le ordenaban detener “la propagación de rumores”. Li regresó a trabajar. Murió debido a la infección el 7 de febrero. Tenía 33 años.



La pandemia actual debe llamarse Pandemia por covid-20 Li Wenliang.

*Ante un mundo diferente, las personas cambiarán. Derruidas las certezas y cuestionada la supervivencia de la Tierra, enfrentar con dolor la falta del compañero de trabajo y el departamento vacío del vecino será, quizá, señal de que ya nada será ni debería ser como antes. El libre albedrío no desaparecerá. Su lectura será otra.

Voy citando a Arnoldo porque resulta el mejor modo de contar este libro. Acompaño su certidumbre y sus dudas con las mías y le agradezco que él haya dedicado a pensar los meses más desconcertantes del año pasado. Durante ese tiempo yo no he hecho sino ver los pájaros, la luz del sol, la luna llena, las palabras que aprenden mis nietos, la zozobra como algo irresoluble. En cambio Arnoldo busca y reflexiona.

*Regresar a la humildad, no como sumisión, sino como la “virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”, es, como receta T. S. Eliot, necesario. Y es, como exige el coronavirus, prudente dotarse de humildad e ir más allá: destejer el tejido contemporáneo, laxo, desteñido, perforado, es necesario.

*La muerte acerca la lejanía. El final de otros, entre más cercanos, es un tanto el nuestro.

*Ni en los anales ni en las revistas médicas hay una entrada donde se considere que el miedo es una pandemia. Esta asociación no existe en la ciencia dura; sin embargo, sí existe en la vida diaria.

El miedo generalizado se hace más patente cuando el estímulo negativo persiste, cuando no se conoce la causa y no se avizora solución a corto o mediano plazo.

* Atesorar y aprender de las enseñanzas provenientes de la desesperación reditúa. El desasosiego, cuando se confronta y se vence, se traduce en crecimiento.

*Desesperación e intranquilidad, palabras clave en la vida de los seres humanos. Experiencias que obligan a pensar. Mirar hacia atrás y mirarse es imprescindible. No hacerlo condena. No hacerlo reproduce fracasos. Fracasos y derrotas como las actuales.

Y tras semejante certeza, agrega:

*La altísima popularidad de AMLO y la fe incondicional de sus seguidores lo convierten, a él y a su equipo, en responsables no de la fatalidad debida a la pandemia, sino de la posibilidad de disminuirla. …nunca en México un presidente había sido escuchado con tanta atención y con tanta esperanza. Esos atributos multiplican la obligación del mandatario y sus asociados. Las palabras pesan, significan. En tiempos oscuros, las palabras acompañan. Eso hacen. Acompañan.

Hay un día específico en que habla pensando en sus hijos y nietos y nos hace pensar en ellos y en los nuestros. ¿Qué les diremos cuando pregunten cómo fue esto? ¿Qué habremos hecho? Si el bien es nuestro dios, ¿habremos hecho el bien?

*El vínculo entre ética y política es absoluto e innegable. El pilar de la política debe ser la ética. No lo es y no lo ha sido. Innumerables conflictos nacionales, comunitarios y mundiales emergen cuando el poder ignora conceptos éticos o morales fundamentales. Algunas o muchas enfermedades del mundo contemporáneo se deben al divorcio, cuasiviudez, entre ética y política. Hay quienes dicen que sólo la ética laica puede salvar a la humanidad. Tienen razón.

Muchas veces, a lo largo del libro concluye: Hay quienes dicen que sólo la ética laica puede salvar a la humanidad. Tienen razón.

*A diferencia de la muerte, los humanos no somos inmortales. Borges tenía razón: sólo los animales son inmortales porque ignoran la muerte.

No sé yo si estar de acuerdo con Borges. Los animales no humanos sí saben de la muerte, al menos la intuyen y sin duda la temen. No la deciden.

*Hoy apresuró el final “mi” enfermo. Lo hizo él. Lo hicieron los suyos. Apropiarse del final es complejo. Nunca se vence a la muerte. La Parca es inmortal. Adelantarse a ella dignifica, enaltece, sublima. Poco importa si la muerte se entera. No permitirle que sea ella quien decida es un gran triunfo para quien se marcha y para quienes se quedan.

Hoy no falleció un enfermo. Falleció la muerte.

El mundo de los vivos y la muerte como su contrapunto han sido siempre un enigma que este hombre tenaz enfrenta todos los días, todos los años de su vida. Por eso Arnoldo Kraus es tan buen compañero de quienes sufren la soledad de los sin dios y al mismo tiempo comparten una fascinada reverencia por la vida. Lecciones de esta bitácora. Hay tal cosa como el futuro y podremos tejerlo con inteligencia y generosidad. Sin miedo. Y ojalá estemos aquí, para verlo. Ojalá.

Áng

Literatura

Este año que está por concluir, en medio de la obligada reclusión debido a la pandemia, además de la inédita experiencia de la docencia, conferencias, eventos académicos, asesorías de tesis y reuniones políticas a través de las distintas aplicaciones para hacerlo en línea, logré leer entre otros libros cinco novelas del escritor cubano Leonardo Padura. "Herejes", "La transparencia del tiempo", "Adiós Hemingway", "La novela de mi vida" y "Como polvo en el viento". Hace unos pocos años había leído "El hombre que amaba a los perros" y me dejó profundamente conmocionado. Siendo yo un militante comunista había leído casi toda la obra de Isaac Deutscher, ese maravilloso historiador cercano al trotskismo, pero ninguna de sus obras me había hecho tan conciente hasta el escalofrío acerca de la perversidad de Stalin, como lo hizo Padura con su novela que relata el asesinato de Trotsky y la lógica del stalinismo.

Ahora recién concluida mi lectura de "Como polvo en el viento", confirmo que Padura además de un enorme escritor, es un gran sociólogo. Su obra, al menos las seis novelas de él que he leído, son retrato y radiografía de lo que ha acontecido en la sociedad cubana después del derrumbe soviético. Es Padura una suerte de combinación del Balzac que retrata a la sociedad en la que vive, con el Kundera que lo hace desde la distancia y la externidad. En su retrato de Cuba, uno encuentra la aguda observación mezclada con la crítica mordaz además de la objetiva valoración de lo bueno que trajo la revolución cubana. En su obra puede advertirse la diferenciación social y el naufragio del igualitarismo que provocó en Cuba el colapso del socialismo real, la corrupción y los privilegios del poder, la abyección del bajo mundo cubano que llega hasta las altas esferas, la paradoja de personajes que pudieron estudiar y llegar a ser eminentes profesionales pero que viven con un magro salario.

En "Como polvo en el viento", Padura explora la diáspora cubana provocada por "el período especial" que sucedió a la desaparición de la Unión Soviética y su periferia. Sus personajes ven cómo "todo lo sólido se desvanece en el aire", sus certezas ideológicas y materiales se disuelven y emprenden el camino de la huída de la isla. En las páginas de la novela puede encontrarse lo que he advertido con mi cercanía con la isla en los últimos 25 años: migrantes en los cuales Cuba se convierte en un remoto y doloroso recuerdo, aquellos que se han ido porque las privaciones eran insoportables pero que tienen a su isla irremediablemente en el corazón, los que se vuelven furibundos críticos o por el contrario no son renegados, aquellos otros que merced a su éxito migratorio viven muy bien y lo ostentan o los que no lo logran y viven las miserias e incertidumbres del capitalismo.

En suma, leer a Padura para mí ha sido además de un gran placer, un gran aprendizaje de lo que es Cuba más allá de mi inclaudicable apoyo a la revolución cubana. He leído la obra de Padura con el aforismo de Lenin en la mente, aquel que dice que "La verdad siempre es revolucionaria".



Tepoztlán, 29 de diciembre de 2020.

Recuerdos al compás, canciones de entonces

Poco más de cincuenta años pasaron entre la muerte de Agustín Lara y la de Armando Manzanero, poetas, músicos, compositores y acompañantes de amores, desengaños, ilusiones; compañeros de vida de muchas y muchos.

Manzanero en la primera época de sus canciones.

Hay muchos grandes compositores y compositoras, mexicanos o no, de enorme sensibilidad y talento -José Alfredo, Vicente Garrido, Consuelo Velásquez, cientos- cada quien tendrá sus favoritos y sus recuerdos, la música de la cinta sonora de su vida. Pero a mi, Lara y Manzanero me hacen evocar mi adolescencia, mi primera juventud, mi tránsito de la inocencia al descubrimiento de nuevas y mejores emociones.
Una tardeada en los 60...
Tendría trece años cuando vi a Alicia en bicicleta, por el rumbo del Colegio América y se me grabó esa imagen para siempre; ya no era la bicicleta lo que llamaba mi atención.
Poco después, probablemente un enero, cuando se celebraba el cumpleaños de la matriarca -a la que había que querer, a fuerza-, empezaba a subir la escalera de la fea casa de la Hacienda, cuando levanté la vista y miré a Lupe, aquella belleza de ojos azules que me parecía irreal, con la que hubiera querido hablar toda la noche, pero no me atreví.
Por esa época, una de mis primas descubrió el amor ingenuo, detrás de los anteojos de un joven pariente que por ahí andaba, parecido al dibujo que anunciaba una famosa óptica poblana.
Otra prima -escultural, dirían los cursis- me llevó en ancas de la alazana 'Siete Leguas' -no alcanzaban los caballos para que cada quien montara uno- y hallé sentimientos desconocidos mientras cabalgábamos.
Una prima más, se divertía con sus amigas preguntándome cosas pícaras, a ver que contestaba el niño que suponían que seguía siendo; una de esas amigas -era una muñeca- me daba de repente nalgadas que no sentía como castigo sino lo contrario.
Todas estas mujeres eran mayores que yo.
Evento del IMO en la Plaza del Charro, frente a Aviación.
Mayores eran también mis primos y sus amigos, a los que escuchaba hablar de novias y conquistas, de aventuras divertidas y de decisiones vitales: qué carrera estudiar, en qué universidad, con quien convendría una relación seria para casarse en cinco o seis años.
Al niño que yo era lo toleraban apenas y le daban lata por mera diversión, unos más que otros. Por eso gocé tanto cuando les gané a todos en un torneo de tiro al blanco -latas de cerveza vacías- con revolver calibre 22.
En los días largos y calurosos de mi pueblo, poco después, descubrí a mis contemporáneas y a las un poco más grandes hijas de aquel doctor, entre otras, que también dejaban la niñez y encontraban otros temas vitales, más allá de los paseos en bicicleta y las piñatas cacahuateras y choqué con sus hermanos o pretendientes.
Campamento militar del IMO en 1969 por los campos de Chapulco.
Al volver al colegio encontré a mis compañeros -jóvenes soldaditos que respondían a las órdenes de una militar trompeta- en la misma transición, despertando a sensaciones profundas, deformando su salud mental con las amenazas de condenación que lanzaban capellanes y puritanos -¡que daño hicieron!- pero siguiendo, algunos con pesar, el curso impetuoso de la naturaleza.
Mientras todo esto pasaba, sonaba esa música.
Jenny Gamboa...
Yo escuchaba en mi casa los viejas canciones de Agustín Lara que gustaban a los adultos -María Bonita, Solamente una vez, Aventurera- que seguramente evocaban episodios inolvidables, y, en todas partes, las nuevas composiciones de Manzanero -No. Adoro, Esperaré, entre otras- cantadas por Carlos Lico, que estimulaban mis despertares.
En tiempos de enfermedad y pandemia, cuando parece que no queda mucho por vivir, las imágenes de los días felices, cuando parecía que todo estaba por venir, están nítidas en mi recuerdo, las veo como en una serie de televisión. Y la música que suena en mi cabeza es la que menciono.
Escribo estas remembranzas, lo seguiré haciendo, en principio para mis descendientes, para que las escuchen desde mi corazón cuando ya no las oigan desde mi boca, pero las comparto con quienes deseen leerlas, por si les gustan o les ayudan a recordar sus vivencias, porque la vida no es sólo este momento y el tiempo que quede, también es lo pasado, lo sentido, lo añorado, que ahí sigue.
Digo yo.

Del absurdo cotidiano

Ya se sabe: la vida puede ser generosa y arbitraria. Nos maltrata o bendice a su antojo. El 2020 ha sido un año así, impredecible y caprichoso. No voy a dejar aquí ni un reproche más para este tiempo. No voy a desearles tan sólo felicidades, pienso que un deseo aún mejor. Pienso así:

De repente todo puede ser la felicidad, porque así es ella: escandalosa, argüendera, egocéntrica.



En cambio, su hermana, la dúctil alegría, es menos imprevista pero más compañera, menos alborotada pero también menos excéntrica. Y está en nosotros buscarla y en nuestro ánimo el hallazgo y no sólo el afán. Creo que es más tímida, pero más valiente la simple alegría de cada amanecer, acompañándonos, que la felicidad como una cresta impredecible.
Depende más de nosotros dar con las alegrías, vaya o venga el destino, en la diaria devoción por la vida.
No es posible andar feliz, en vilo, abrazados, abrasándonos todo el tiempo, pero se puede andar alegre, serlo. Aunque estemos cavilando o enfermizos, nostálgicos o abandonados, podemos tener alegría, no sólo encontrarla de pronto, efímera, como sucede con la felicidad. Sino tenerla en medio de cualquier día y de todos.
No se cree en la felicidad se nos aparece. Sí se cree en la alegría, tenerla es cosa nuestra, es asunto de convicción y agradecimiento, de compromiso con la pasión de seguir vivos.
Un abrazo muy largo.

Crónicas de mis abuelos

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El abuelo imaginado



Mi abuelo paterno, Antonio Pandal Villar, hijo de Manuel y Serafina, nació el veintiuno de Agosto de mil ochocientos setenta y cinco en el pueblo y parroquia de Porrúa, del término municipal y partido judicial de Llanes, provincia de Oviedo, según se lee en el acta correspondiente.

Porrúa, en Asturias. Foto en la actualidad.

Nunca lo conocí porque murió el 10 de febrero de 1949, años antes de mi nacimiento, en el hospital de la Beneficencia Española de la ciudad de Puebla, por colapso cardiaco según certificó el médico que lo atendía, doctor Eduardo Vásquez Navarro y consta en el acta levantada por el Juez del Registro del Estado Civil, Lic. Rodolfo Sarmiento.



Mi abuelo casó con Rosaura Martínez Marín -de quien no escribiré- originaria de Piaxtla, estado de Puebla, casi quince años menor que él, y procrearon nueve hijas e hijos, Serafina, Aurora, Rosaura, Manuel, Antonio, Gloria, Juan -mi padre-, Consuelo y Cristina. Antes de casarse, mi abuelo tuvo otro hijo, Maurilio, como veinte años mayor que mi papá, quien lo conoció, trató y quiso, ya adulto.

El matrimonio de mis abuelos paternos no fue feliz, supongo que por la diferencia de edades y el carácter fuerte de cada uno, entre otras cosas.

Como no lo conocí, mi imagen del abuelo Antonio pasa por lo que de él me contó mi papá, que fue al que más amó de sus hijos y el único que se quedó con él en Acatlán, donde decidió vivir, cuando su mujer y sus hijos se fueron a Puebla.



Sé que Antonio Pandal Villar llegó al Puerto de Veracruz hacia fines de los años ochenta del siglo diecinueve, que venía acompañado de dos paisanos de Porrúa, de apellido Haces, y que cada uno venía 'consignado', como se decía entonces, a un destino previamente definido, para trabajar con españoles ya afincados en la nueva tierra: un Haces se quedó en Veracruz, el otro se fue a Puebla y mi abuelo a Acatlán, en la mixteca poblana. Ahí lo esperaba don Lorenzo Díaz, en cuya tienda trabajó desde el día que llegó.

Hizo fortuna en el comercio, pero fue siempre hombre de campo, labrador, como su familia en España, y en cuanto pudo compró tierra y se dedicó a cultivarla, principalmente caña de azúcar, que era adecuada para la región, vendiendo la tienda y comprando un trapiche para moler su cosecha y elaborar panela, que entonces se utilizaba mucho y se vendía bien.

Por cierto, alguna vez busqué -mera curiosidad, porque no creo en blasones ni herencia de nobleza, que encuentro ridículos- un escudo de armas del apellido Pandal y encontré uno que decía: 'en plata, un arado, de gules'. Me dio mucho gusto saber que mi familia venía de trabajadores y labriegos -según entendí por el arado- pues de ese origen puedo estar orgulloso.

Contaba mi papá que mi abuelo era un hombre ordenado, simple, no dado a ningún exceso, metódico y serio, pero afable y atento con todo mundo.

Que se cuidaba poco en lo personal y se adaptaba a lo que la vida le deparaba sin dramas ni escándalo; por ejemplo, perdió los dientes en algún momento -común en la época- y se hizo una dentadura postiza que dejaba abandonada por ahí con frecuencia, por lo que aprendió a comer, de todo, sin dientes.

Y que tomaba una copa de jobo, fruta poco común de sabor peculiar, reposado en aguardiente de caña, antes de comer, y que sólo si iba a la romería de Covadonga, en septiembre, que se celebraba en Puebla y era fiesta grande para los asturianos de la región, tomaba más de un 'coñá' como se le decía al brandy español entonces.

Que era madrugador por naturaleza y a las cuatro de la mañana ya estaba a caballo, camino a la hacienda cañera, distante varios kilómetros del pueblo. El caballo era su medio de transporte y no una afición deportiva.

Que comía lo mismo que los peones de los campos y disfrutaba las tortillas, el chile, los frijoles y demás productos característicos de la tierra mexicana.

Que llegó a tener grandes extensiones de tierras hasta que la reforma agraria se las expropió durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, quedándose sólo con la pequeña propiedad autorizada de 100 hectáreas, aunque con el tiempo compró más terreno, pocas hectáreas que puso a nombre de mi papá.

Tío Toño, como se dice en nuestro pueblo, en lugar del muy formal 'Don', llegó a ser respetado por todos y su opinión era tomada en cuenta por autoridades y habitantes prominentes de la región. Conocía y lo conocían, respetaba y lo respetaban.

Para dar una idea de lo que digo, cuento los hechos siguientes.

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Lázaro Cárdenas en viaje por la Mixteca, en 1937. Los tiempos del agrarismo que le tocaron a Antonio Pandal Villar.

Cuando el gobierno de México supo que inevitablemente se vería envuelto en el conflicto bélico que se conoció como segunda guerra mundial y que tendría que alinearse a los intereses de Estados Unidos, el presidente Manuel Ávila Camacho tomó diversas medidas para parecer muy decidido en el apoyo, pero proteger a los mexicanos tanto como fuera posible.

Entre estas previsiones estuvo la de convocar, en 1942, a la instrucción militar a los varones nacidos en 1924, mi papá entre ellos, a los que se denominó conscriptos, en teoría para preparar una reserva entrenada en caso de necesitarla y cada año enrolar por sorteo a algunos jóvenes a los dieciocho años. Afortunadamente, los conscriptos nunca han hecho nada, más allá de desfilar en fechas patrias y poco más.

Mi papá, que siempre tuvo amor por el ejército y muchos amigos militares, hizo todo lo posible por ser llamado a filas, mientras su papá hacía todo lo posible por evitarlo; ganó mi abuelo, que solicitó al comandante de la plaza el favor de impedir que su hijo se enrolara voluntario.

Más adelante, ya declarada la guerra a 'las potencias del eje' el gobierno de Ávila Camacho tomo otras providencias, como nombrar al General Lázaro Cárdenas, expresidente, ameritado y respetado militar, Comandante de la Región Pacífico, donde se temían incursiones de la marina imperial japonesa y Secretario de Guerra.

Y también tomó decisiones, digamos pícaras y clandestinas, como armar y pedir a antiguos jefes regionales revolucionarios que se 'alzaran´ y soltaran algunos balazos, aquí y allá, para explicar a los aliados que nuestro ejército profesional, reducido como era, no podría incorporar elementos a las matanzas que se desarrollaban en los frentes de guerra, pues apenas alcanzaba para controlar los focos internos de inconformidad.

En la región de la mixteca se 'alzó´ Don Juan Herrera, líder revolucionario afamado, que contaba con respaldo popular.

Resultó que, ya resuelto el conflicto bélico mundial, algunos de los 'alzados' le habían tomado gusto a andar 'revolucionando' y no querían pacificarse, entre otros el nombrado, que era amigo de mi abuelo y su hijo, como el General que fue a sofocar el desacuerdo acabó siendo amigo de mi papá y su papá.

Con la intervención de los rancheros Pandal, el General y Don Juan Herrera llegaron a un acuerdo satisfactorio -"o se pacifica o me obliga a combatirlo en serio y si lo agarro lo fusilo", habría dicho el General-, y la paz volvió a la zona.

Esto lo cuento para explicar la influencia de Tío Toño en la gente importante de la región, pues el alzado no atendía llamados ni de las autoridades civiles, ni de los curas, siquiera.

Mi abuelo fue huraño, poco cariñoso, amargado por diversas razones, particularmente de índole familiar, pero su relación con mi papá siempre fue diferente, a él lo quería sin reservas; en los últimos años de su vida, mi papá le llevó a sus nietos, hijos de sus hijas mayores, con las que tenía conflictos y logró que se reconciliara con ellas. Contaba mi padre que era muy feliz como abuelo, jugando con sus nietos y tratándolos con el cariño que no prodigó a sus hijos.

Ya en el hospital, poco antes de morir, mi mamá, entonces comprometida con mi papá -la muerte de Don Antonio obligó a retrasar su boda un año, por el luto que se acostumbraba- fue a visitarlo; su futuro suegro le preguntó si ya casada se iría a vivir a Acatlán, a cuidarlo a él también, no sólo a su marido, y si le daría muchos nietos para disfrutarlos, cosas que mi mamá le prometió, pero la muerte impidió. Me hubiera gustado conocerlo, no lo quiso el destino.

Así recuerdo a mi abuelo Antonio, visto con los ojos de mi papá, con sus sentimientos de amor filial que transmitía cuando hablaba de él, en nuestras largas travesías por carretera, cuando empezaba sus relatos con "cuando íbamos a caballo rumbo a la hacienda, mi papá... "

Así surgían las historias y las anécdotas que escribo para mi hija e hijo, para mi nuera y mi nieta y nietos, para que tengan una memoria familiar que, aseguro, acompaña y estimula las horas largas de deterioro físico y vejez; además, me hace sentir útil, aunque sea como relator y cronista, me ayuda a encontrar algún sentido a las horas de encierro y soledad.

José Luis Pandal Vega y Juan Pandal Martínez en el camellón de la avenida Reforma Sur en Puebla, allá por 1963.

Espero que quien lea mis líneas encuentre algo interesante, evocador, que provoque el recuerdo de su familia y sus ancestros.

Gracias siempre por su atención.

En esta fotografías, que tengo en la portada del Face, aparecemos mi papá Juan y su nieto José Luis como de 8 años y yo y mi nieto Juan Santiago de 8 años. Se parecen las fotos, 30 años de diferencia. 4 generaciones de descendientes de Antonio Pandal Villar que llevan su apellido.

Crónica e historia

Memoria de mi abuela María



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Tlapa, Guerrero, en una vista de la tercera década del siglo XX.

Mi abuela materna, María Tapia Orduño -en el Registro Civil se lee Orduñez, pero ella afirmaba que su segundo apellido era Orduño- nació en Tlapa, Guerrero -Ciudad Comonfort, dice en el acta del Registro Civil- el 31 de mayo de 1902.

Huérfanos a corta edad, ella y las hermanas y hermanos nacidos del segundo matrimonio de su padre -viudo y vuelto a casar- se criaron al amparo de su medio hermana mayor, Domitila, que en la historia familiar fue siempre conocida como ‘la abuela Tila’.

La abuela Tila, que no se casó ni tuvo descendencia, era una mujer peculiar, con poderes telequinéticos y de adivinación, dicen quienes la conocieron, además de conocimiento de hierbas y plantas medicinales, gran memoria -o imaginación- y capacidad narrativa; contadora de leyendas y cuentos fabulosos, personalmente sólo presencié como movió, sin tocarlo, el plato con agua donde les leía el futuro a mis hermanas.



Mi abuela aprendió las propiedades terapéuticas de hierbas y plantas, y las guardaba anotadas en un cuaderno manuscrito que alguien de la familia debe tener -te de hojas de higo para la tos, aplicar cara interna de la cáscara de plátano morado para secar verrugas, entre lo que recuerdo- y creció en un mundo fantástico, de fe, puritanismo y superstición, que marcó su vida.

Aprendió también a cocinar y tuvo sazón y gracia. La cocina mexicana de su autoría era deliciosa -sus tamales de frijol y su mole de guajolote son inolvidables- y aprendió de mi abuelo los platos españoles que le gustaban; recuerdo sus alubias con tocino y una sopa de verduras con ‘pantruques’, hechos de pan y freídos en manteca de cerdo, que no he vuelto a encontrar. Los que probaron los frijoles refritos de su mesa, presentados en un bollo perfecto de consistencia ideal, no los olvidaron nunca. Tenía anotadas sus recetas también -un puño de sal, unas hojas de laurel, un ramito de perejil- en otro cuaderno que no se quien se quedó.



La familia Vega Tapia en la tienda El Esfuerzo, en Tlapa, Guerrero, en los años treinta.

Era una mujer morena, guapa, de gran prestancia, con mucho carácter, con don de mando, ejercido a plenitud en su casa y su entorno, valiente y decidida; de María, la hija de José Manuel y Senovia -así se lee en el acta ya citada- pasó a Doña María, respetada y respetable señora, en Tlapa y más tarde en Puebla.

Un día, el comandante de la partida militar acantonada en Tlapa, detuvo a su esposo con algún pretexto y se lo llevó al cuartel; se supo después que algún pariente había urdido un plan para sacarle dinero y convenció a ese oficial de ayudarlo en la extorsión.

Mi abuela se acomodó bajo las enaguas su revolver, calibre 38, en el correaje especial que tenía para tal fin -la región siempre fue violenta y había que estar prevenida- y se fue al cuartel a sacar a su marido, acompañada de los amigos que encontró en el camino, una pequeña multitud cuando llegaron.

-No pasa nada, Doña María, traje al señor sólo para una investigación -le dijo el Capitán.

-Qué bueno, Capitán, así no tendré que ir por el presidente municipal, el cura, el juez y quien sea necesario para llevármelo -contestó.

-En un rato se irá para su casa.

-Pues en un rato me iré yo, porque no me voy sin él.

No resistió el soldado esa presión y dejo salir a mi abuelo de inmediato. Mi abuela nunca se dejó avasallar por nadie.

Cuando su marido se iba a comprar chivos por varios meses, Doña María se hacía cargo del negocio familiar y lo manejaba con el mismo rigor que a su hogar.

Casona en Tlapa, Guerrero, a mediados de los años 70. Probablemente albergó la tienda El Esfuerzo en los años 30 y 40 del siglo pasado.

Las ordenes en aquella familia las daba mi abuelo, pero las decisiones las tomaba su esposa, por ejemplo, la de vender todo en Tlapa e irse a vivir a Puebla, donde sus hijas e hijos tendrían oportunidad de estudiar; ella no tuvo una instrucción formal y escolar más allá de lo esencial -leer, escribir, hacer cuentas- pero poseía una inteligencia natural y aprecio por el estudio.

Decidió comprar una casa grande -pocos metros de frente, muchos de fondo, dos pisos- en el barrio de San Francisco, de los mejores en aquellos años, donde reunió a sus hijas e hijos, que estaban ‘internos’, se decía, en los colegios que le parecían mejores; ahí vivió hasta el fin de sus días.

Su casa fue acogedora y alegre, llena de flores, con macetas que colgaban de las paredes y reposaban en cada posible lugar, y con pájaros enjaulados en enormes pajareras o pequeñas jaulitas de alambre, que cantaban todo el día, canarios de diversos colores, gorriones, zenzontles, jilgueros, que cuidaba, limpiaba y alimentaba con esmero; tenía ‘buena mano’ para lograr que se reprodujeran en cautiverio. Los pájaros presos convocaban a los libres, que venían a aprovechar lo que caía de los comederos y formaban un estruendo de trinos y reclamos.

La familia Vega Tapia, en el atrio de la iglesia de Santiago en la ciudad de Puebla, luego de la boda de Orfelina Vega Tapia y Juan Pandal Martínez, los padres del autor de esta crónica. De derecha a izquierda: Manuel Vega Tapia, Constantina Vega Tapia, José Vega Lopez, Orfelina Vega Tapia, Juan Pandal Martinez, María Tapia Orduño, José Vega Tapia, María Antonia Vega Tapia, Jesús Vega Tapia y Dolores Tapia Orduño.

Mi abuela era la matriarca de la familia. A su casa llegaban hijas e hijos, nietas y nietos, en cualquier momento y sin previo aviso, porque ahí siempre hubo espacio para todos y un lugar para cada uno; tuvo especial amor por su nieto mayor, de salud siempre frágil y por la nieta que lleva su nombre, pero era cariñosa con todas y todos.

Fue paño de lágrimas para muchos, consejera espiritual y material, leal y atenta con quien la buscaba y generosa con todos. Yo la quise mucho, sobre todo en sus últimos años y su muerte, el 29 de febrero -debe haberle parecido algo significativo- de 1984 me dolió mucho.

En general, era una mujer feliz y alegre, hasta aquel 13 de mayo de 1966 en que murió mi abuelo y se llevó gran parte de su felicidad y su alegría.

Pero de mi abuela viuda escribiré en otra ocasión.

María Tapia Orduño con sus nietos Juan Francisco José Luis Pandal Vega. 1957 en la ciudad de Puebla.

La otra aventura

Día con día

La otra aventura



El libro más visitable de la temporada que ha llegado a mis manos es La otra aventura (Ediciones Cal y Arena) de Rafael Pérez Gay.

Es un libro-galería, una inteligente destilación editorial, con hermosas fotos y sorprendentes textos, del único programa de la televisión mexicana dedicado enteramente a los libros, en particular a la literatura.

Durante 9 años Rafael Pérez Gay ha presentado en su programa televisivo, cada semana, una sencilla y compleja relación de lecturas del más alto registro literario: una crónica de grandes libros y grandes autores, de best sellers y long sellers, de libros y de autores clásicos y de libros y autores comerciales, como sugería hacer el clásico y comercial crítico Edmund Wilson.



El título del programa, ahora del libro, honra un dicho de Adolfo Bioy Casares: La vida es una aventura. La otra aventura, son los libros.



Una inteligente y refinada síntesis de aquel programa adquiere ahora la forma de un libro que es infaliblemente legible y elegible, con lo que quiero decir, que en donde quiera uno elija abrir el libro hay algo digno de ser leído.

En la lectura de ninguna de sus 400 páginas cabrá la decepción, en cualquiera de ellas habrá una ventana inesperada a la literatura y, en muchas de esas páginas, sencillamente, una revelación.

Yo abrí ayer La otra aventura, en la página 65 frente a una foto de Emil Cioran y encontré la referencia a un ensayo de Cioran sobre el impensable vínculo del escritor estadunidense Francis Scott Fitzgerald, epítome del éxito que fracasa, con el clásico Blaise Pascal, maestro del escepticismo que cree.

Como ante toda intuición genuina, mi primera reacción fue de sorpresa: ¿cómo unir esas vidas dispares, esas mentes inasociables, esos autores tan divergentes como uno pudiera pensar a Tomás de Aquino y a William Faulkner.

La respuesta de Cioran, brillante y enigmática, es que los dos fueron presos de la lucidez, frente a la cual no hay éxito ni fe que valgan, pues la lucidez es la centinela de la cárcel del escepticismo.

La centinela de Cioran.

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