Comer para entender de dónde venimos Destacado

Compartir

Mundo Nuestro. Este texto fue leído en la presentación en Profética del libro La gula, la gala y la golosina: comer a la poblana, de la investigadora Lilia Martínez y Torres.

¿A dónde me lleva este libro de historia, memoria y recetario que Lilia Martínez y Torres ha escrito como una secuencia de su Cocina a Cinco fuegos?



A una felicidad de la que no siempre queremos acordarnos. Aquella sin medida, la que se oculta en nuestros tiempos idos.

Escribí para la presentación de ese portal de maravillas en agosto del 2015:

La memoria se acerca a todos los fuegos. La historia de todos nosotros pasa por la cocina. En ella corre la vida, y va con la certeza amorosa de quien enciende el fuego para preparar la comida.

Y ahí ha estado Lilia abriendo las hornillas de sus textos para todos los paladares. De esto ha escrito últimamente:



Los cocteles. Tragos sugestivos.

Las ofrendas de Tochimilco: mole, chocolate y pan.

Chalupas y molotes, antojitos para los sibaritas, voraces y glotones poblanos.



Una probadita de la exposición “del plato a la boca…”

Los cocineros, personas sensibles a la magia del fogón.

Son textos que alumbran a la felicidad de los otros.

Me gustó lo de los sibaritas, voraces y glotones que somos los poblanos. Cuando la mirada se relaja y los otros se nos aparecen en su manifestación más feliz, aquella que ronda por los amplios balcones del exceso, asomados al halago de los cuerpos, la que prefigura todos los desenlaces del encuentro amoroso, la del gesto simple y llano que le sigue al estómago pleno de la memoria intacta.

Ahora nos regala este himno a lo mejor de nosotros poblanos: nuestra comida. La dicha pura, la gula, la gala y la golosina: comer a la poblana, la acción que día a día nos reconcilia con la vida.

+++++

Pero qué rutas descubro con el libro de Lilia: las que me abren mis ojos, mis oídos, mis manos. Y no he abierto aun las que deslumbran desde el olfato. Ni las que se derraman en el gusto, el más ciego e inquisidor de los sentidos.

Todos los sentidos entonces expuestos…

Estamos en Pueblo Nuevo. Mis ojos de niño siguen las manos de la mujer de Ausencio. He dejado de mirar todo: ya no veo la olla enorme en el que regurgita el mole, ni la pala con la que no lo deja de menear la más robusta de sus hijas, a tono ella con las tres redondas piedras del Atoyac en las que descansa el barro de La Luz y entre las que se queman trozos de madera que uno de sus hijos ha traído de algún embalaje de la fábrica El Patriotismo, al otro lado del río. Tampoco escucho nada: la voz de mi papá que se diluye entre las hebras de las anécdotas campiranas de su compadre, el bigotón Ausencio, ese hombre con la edad escondida en unos ojos negros que reflejan el sol reclinado en una tarde de octubre en ese pueblo de casas grises que llaman Pueblo Nuevo. Nada, sólo están las manos ingrávidas de la mujer de Ausencio. Y las moscas. Todavía no he oído hablar de la masa y la energía escondida e infinita en el átomo del corazón de un niño. Ahí están, y zumban en un revuelo encantado de diminutos hoyos negros. Las moscas en el patio de Ausencio. Miles. De tanto que giran en ese concierto de luces ya no las veo. Desaparecen, una y otra y otra, se las tragan las manos de la mujer de Ausencio que han decidido una cacería implacable, como si retener una en el puño, agarrada, adivinada, esfumada, hiciera que todas se disolvieran en un instante y el aire fuera todo vacío, sin mundo…. Shiiii… silencio. Se han ido. La mujer ha detenido el tiempo, lo encierra en un puño, lo zarandea como si no fuera infinito, hasta que mis ojos obnubilados despiertan cuando ella extiende la palma para volver a encender el mundo.

+++++

Tic, tac, tic, tac… el mundo se sostiene en un sonido. Afuera ha quedado el árbol soñado de los priscos, y el fresno indomable que levanta el pavimento del frontón del abuelo. Y la 11 Poniente esquina con la 15 Sur, la calle de mis años niño. Tic tac… el mundo resguardado de sí en el comedor de la abuela, que abre al ventanal del mediodía la terquedad de su parsimonia. Tic tac… la soledad del mediodía se rompe contra el trajín de la cocina y la voz grave del viejo mozo Joaquín, que regresa de La Victoria con el mandado y con la abuela, que no deja de ir a pesar de sus últimos diez años replegada en la silla de ruedas y la sobrevivencia de una embolia. A todos dejará ir: a sus hermanas Deifilia y Helena, a su hija Alicia, a su yerno Carlos, a su marido Sergio. Y hasta allá llegará ella, más allá de los 87años, cuando ya no haya nadie de su edad, como se quejaba con sus nietas…

Pero ahora está ahí mi abuela Mané. Y ya labra los molotes de tinga con los que acompañará las calabacitas rellenas y gratinadas al horno con las que servirá lo que ella llama el cuarto de los siete platillos con los que rellena a su nieto adolescente. Es martes, tal vez de un septiembre de 1972, y ahí estaremos a las 3 de la tarde para comer con ella los Mastretta Guzmán que vivimos en Puebla. Mi mamá y yo. Mis hermanos estudian en México y regresarán hasta el fin de semana. Como los siete platillos que prepara mi Mané como si intentara alimentar a un desvalido. Pero este día también prepara las frituras, el más recio de los eslabones que sostienen la felicidad primeriza de los paladares que se forjan para lo que se espera será una vida larga y grata. Su memoria es precisa: 2 tazas de harina, 4 cucharaditas de royal, ½ cucharada de sal, 2 cucharadas de azúcar, 3 huevos, 1 ½ tazas de leche, 6 manzanas, 2 plátanos y el copete de raspadura de limón. Cernirá tres veces los ingredientes –¿y por qué tres y no dos o cuatro?--, y añadirá las yemas muy bien batidas y la leche poco a poco sin dejar de batir hasta que se disuelva la harina, y agregará la fruta y la raspadura de limón y al final las claras batidas a punto de turrón, nada más como envolviendo, y a freír y a revolcarlas en el azúcar.

+++++

Ahora tengo seis años y la encomienda de repasar con el moldeador de galletas que mis manos sostienen. Es una especie de rueda de la fortuna de latón con sus carritos dispuestos en forma de estrella, triángulo, rombo, florecita, y vuelta a empezar. Es una tarea que atiendo cada que mi mamá ve venir una reunión en casa. A veces son de nuez, otras de nata, cuando no ha decidido que será mejor contar los palitos de queso para las visitas o de plano los polvorones de nuez. En cualquier caso mis manos sostendrán el cernidor de harina, a veces con sal y siempre con azúcar. Esa es una labor inquietante, pues el cilindro de latón que sostengo por el asa con mi mano izquierda debe permanecer vertical, de manera que al girar la manivela con la derecha el movimiento sea parejo y las aspas que giran al interior del cilindro repasen los grumos, los disuelvan con ese sonido rasposo del metal contra la redecilla y el montículo que crece sobre el papel encerado sea eso, un montículo y no un regadero de polvo por toda la mesita blanca, sí, también de latón, plantada en el centro de la cocina. El cernidor y el moldeador llegaron a casa con el propósito oculto de hacerme sentir que la vida, por un instante, puede ser cernida y modelada con la certeza de que producirá un bien tan certero y dulce como una galleta de nuez.

+++++

Nada más como envolviendo…

Esa frase es de mi mamá en su recetario. Entiendo que la escuchó de la abuela algún día en esa misma cocina tras el desayunador con su vista al frontón del abuelo, la cocina con sus azulejos amarillos a la que ahora no quiero entrar desde el comedor en el que mi memoria me ha ido envolviendo.

Ahí está el tic tac, y los sabores labrados en el oído.

Labrar y cernir la historia y la cultura. ¿Cuánto se salva de nosotros en un recetario, en una mesa puesta, en un fogón refulgente? Este libro me ayuda a entender cómo nos hacemos de una identidad, con cuántos secretos culinarios rotos por la indiscreción de un recetario heredado se vuelve uno ciudadano particular de una región, de un pueblo, de un barrio, gentilicios universales contra nacionalismos intolerantes. Y es así, tan fácil, nada más como envolviendo, así de nebuloso el tránsito a volvernos identificados por algo. Tan estricto y simple como se perfila el sabor de una fritura decimos soy poblano, soy huasteco, soy mixteca, cuando de lo que sea que se quiera decir con ello sólo queda el sentimiento de que estamos envueltos, y que la ruta más corta para entendernos discurre por el estómago y cierra con un buen provecho.

Compartir

Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...