Mi abuela paterna, una larga ausencia / Crónica de José Luis Pandal

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Mi abuela paterna, una larga ausencia

Rosaura Martínez Marín, mi abuela paterna, nació en Piaxtla, estado de Puebla, el 27 de enero de 1890.

En la foto los veo: Rosaura Martínez Marín y Antonio Pandal Villar. Pudiera ser el día de su boda. Ella es mi abuela.

No tengo muchos recuerdos de ella, aunque su vida fue larga pues murió en Puebla el 29 de mayo de 1984 a los 94 años.

Pero me acuerdo de muchas fiestas por su cumpleaños, las primeras en mi casa de Acatlán, después en la Hacienda de la Trinidad y las últimas en grandes salones de Puebla.



Jamás la vi freír un huevo ni poner el pie en ninguna cocina, pero nunca olvidé esa especie de ceremonia inicial de una fiesta de cumpleaños -en La Trinidad- que consistió en meter las manos en un gran recipiente donde se derramaba la sangre del cerdo chillante que moría lentamente mientras ella hacía algo con esa sustancia caliente y roja; no era un sacrificio a ningún dios bárbaro sino el inicio de la preparación de la morcilla de arroz que personalmente elaboró en esa fecha y le salió muy buena.

De otras de sus fiestas cumpleañeras tengo recuerdos diversos que en su momento fueron sucesos desagradables, divertidos e incluso violentos, siempre envueltos en libaciones abundantes; mi memoria de esas fiestas huele a alcohol.

Recuerdo una vez en que mi papá se levantó de su silla en nuestra casa de Acatlán, después de escuchar a declamadores y poetas cantar las glorias de la festejada y adular -que de eso se trataba, en realidad- a su hijo favorito, para recordar que la raíz de la familia era su padre difunto, al que no mencionaban ni nunca festejaron tanto; qué orgulloso se sintió el niño -11 ó 12 años- que yo era, al escucharlo.

Recuerdo otra ocasión en que, durante el show de Alejandro Algara, contratado en esa ocasión para cantar la Suite Española de Agustín Lara, un tío se paró a bailar con una prima al son de los pasodobles y acabó dándole un pase de trinchera al artista que cortó su actuación y se fue muy enojado por la falta de respeto; no supe si cobró o no, supongo que lo habrá hecho por anticipado.

Recuerdo otra fiesta, a la que no debimos ir pues no estaban las relaciones familiares para bollos ni pasteles, en que el tío en lugar de bailarín se constituyó en defensor de oficio y con una cachetada -que con el tiempo le debe haber dolido a él más que a nadie- inició una trifulca digna de las que se armaban en los tendidos de las plazas de toros durante las broncas de Lorenzo Garza.



También recuerdo a mi abuela haciendo visitas en su coche -las visitadas tenían que salir a saludarla- muy arreglada, con su camafeo prendido en el pecho y su pelo azul, característico de las señoras que se iban a peinar con Inesita, generosa dispensadora de una sustancia llamada Fancy Blue, si no me equivoco, que dejaba el pelo de ese peculiar color.

Una vez al año, la abuela se acordaba de cada nieto, en el día preciso del cumpleaños de la niña o el niño y le daba su ´cuelga', que así llamaba al regalo correspondiente; a mí me llevaba a merendar al Café Aguirre de la avenida 5 de Mayo, invariablemente unas enchiladas, "no más, porque te empachas" y un chocomil, así decía, "Coca Cola no, porque no duermes".

Cuando mi papá estaba en Puebla -porque él trabajaba en la hacienda cañera que heredó, maniobra de por medio, su madre de su padre, a veces la visitábamos en su departamento de la 2 Norte; ahí cenaban regularmente un hijo y dos yernos para los que había una torta con una rebanada de jamón y dos hijas con sus hijos, que 'tomaban la leche', decían, con pan dulce -una pieza por cabeza.



En sus años últimos, mi abuela comió una o dos veces por semana en mi casa, donde mi mamá la atendía con el esmero que ponía en todas sus manifestaciones de inmenso amor por su marido; yo ya no vivía en Puebla, pero cuando me tocaba estar en esas comidas, surgían asuntos urgentes que atender, por lo que me retiraba pronto de la mesa.

La abuela y el nieto...

El nieto y la abuela...

A la vuelta de tantos años, creo que nunca comprendí cabalmente a doña Rosaura, que era muy clara: primero estaba ella e inmediatamente después el hijo que más claramente la conoció y que tanto se le parecía, aunque no en todo, pues él sí fue un buen padre y un mejor abuelo, según lo recuerdo, con sus hijos y nietos.

Mi abuela no unía, porque en la división reinaba más fácilmente y promovía, con sutileza si era posible o con estruendo si era necesario, las pugnas que la dejaban a ella en el centro, como arbitro y jueza; era egocéntrica pero no hipócrita, diáfana, autoritaria y ahorrativa.

Cuando murió, las relaciones familiares mejoraron mucho, las hijas y los hijos se llevaron mejor que nunca y los nietos pudimos haber reanudado reuniones como aquellas infantiles tan divertidas que alguna vez se dieron en el Molino de Enmedio o en las bodegas de las Fábricas de Francia, donde vivieron unas tías -por el trabajo de sus esposos- en algún momento; yo no lo intenté, era ya muy tarde.

Pensé mucho en la pertinencia de escribir este texto -había decidido no hacerlo- porque no quiero molestar de ninguna manera a mis primos y sus hijos e hijas -a los cuales veo con sincero afecto cuando los encuentro o se presentan y me dicen quienes son porque a muchos desafortunadamente no los recuerdo o no los traté- y nunca a la tía que aún vive; menos, cuando he recibido muestras de solidaridad familiar, como la de Charo que me ofreció literalmente su sangre cuando mis hijos la requirieron para su madre, o el cariño muchas veces expresado por Meche, o el afectuoso interés por mi salud de Manolo y los saludos amorosos de Yolanda, por mencionar algunas.

Pero no puedo omitir de mis recuerdos -que ya he dicho que escribo para mi hija y mi hijo, para mi nieta y mis nietos y para mi nuera- a esta mujer que fue madre de mi padre.

Lo que puedo añadir, para que nadie, en particular mis primas y mis primos, se moleste personalmente, es que escribo de mi abuela, no de la suya y que lo que encuentren desagradable pueden atribuírselo a mis licencias literarias.

Al fin y al cabo, mi relación con mi abuela paterna fue lejana -ausente- pero simple: ella nunca me amó y yo a ella, tampoco.

(Fotografías del archivo de José Luis Pandal)

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Sobre el autor

José Luis Pandal

José Luis Pandal (Ciudad de Puebla, 1955), escritor, politólogo, comunicador.