Sociedad

Mundo Nuestro. Una más de las entregas de las las crónicas de cocina poblana Del fogón a la boca, escritas por el anticuario poblano, experto en arte popular, Antonio Ramírez Priesca. Mirar la ciudad a través de la comida. Saborearla y aprender con ella a conocer la historia que la contiene. Por la historia y por nuestra comida, valorar la extraordinaria ciudad en la que vivimos. Publicadas originalmente en el portal urbanopuebla, las crónicas de Antonio Ramírez Priesca serán reproducidas semanalmente aquí con su autorización.

Las celebraciones para el Día del Niño – y de las Niñas, por supuesto – eran en mi lejana infancia de los 1960’s muy diferentes. Se trataba de un día cualquiera de colegio, con apenas mención en las aulas, y dado que no veíamos televisión - ni ningún otro multimedio electrónico tampoco - el festejo era si acaso, en cada uno de los hogares.

‘Acompáñenme a la carnicería, vamos con los Güeros al Parral’ nos indicó nuestra madre llegando a casa en el camión del colegio. En ese entonces, el Mercado Nicolás Bravo – o del Parral – como lo llamamos los poblanos por el antiguo barrio al que pertenece, era muy diferente a lo que es ahora. Fundado muy recientemente por esos años, se distinguía por ser limpio y ordenado, con pisos de cemento pulido y techumbre de lámina, todas sus paredes muy bien encaladas.

Eso sí, era muy bullicioso y había absolutamente de todo para comprar del ‘mandado’ familiar. Al fondo, del lado de la 7 poniente, estaba la renombrada carnicería de Los Güeros, donde toda la familia compraba. ‘Deme por favor 1/2 kilo de falda de res, muy bien despachada’ le solicitaba mi madre al carnicero, un grandulón de mejillas sonrosadas, ataviado con un eterno mandil blanco. Nosotros los chamacos no parábamos de reír, imaginándonos a una enorme señora vaca, ataviada con falda a cuadros, que en ese momento mi madre se disponía a comprar.

En casa, mi madre hervía la carne con cebolla, pimienta, sal y hojas de laurel; una vez cocida y fría, se dedicaba a deshebrarla. Ya tenía hervidos chicharitos, zanahorias cortadas en cubitos, ejotes verdes en pequeños rombos y lo mezclaba con aros de cebolla blanca muy bien desflemada, hojitas de perejil, pimienta molida y sal. Antes de meterla al refrigerador para enfriar la mezcla, la bañaba con un generoso chorrito de aceite de olivo, que escanciaba de una lata azul.

A continuación preparaba la enorme canasta: primero un paño de cuadro rojos y sobre él, ponía en orden, nuestros platos de aluminio de colores ‘del diario’, los vasos del mismo material, la servilletas de tela de cada uno, un tenedor para cada uno del diario, un pequeño salero de cristal, unas tostadas previamente fritas, un refractario de vidrio con tapa, lleno de frijoles refritos que había hecho la misma mañana, un mantel de telar de Oaxaca y una bolsa de papel conteniendo la sorpresa para cada uno de nosotros.

‘Niños, nos vamos’ y canasta en mano, a prisa bajábamos la suave colina que era la recientemente asfaltada Calle de Compostela, en la colonia de Las Palmas, perteneciente a la junta auxiliar de San Baltazar Campeche, en el sur de la Ciudad. Muy pocas casas había en esa recién inaugurada colonia, verdes alfalfares y árboles frutales en flor, nos acompañaban en el camino hacia el río.

Terminando la calle, llegábamos al paraíso: un inmenso mar de enormes piedras blancas al abrasante sol se extendía hasta donde nuestra infantil vista alcanzaba, e inmediatamente el cadencioso sonido del Río San Francisco, de cristalinas aguas, llegaba a nuestros oídos. Solo resaltaban en el horizonte, al otro lado del río, los enormes silos de trigo del Molino de Huexotitla, rodeados también de un espeso conjunto de encinos y fresnos.

Exactamente donde terminaba la calle y topaba con el río, se levantaba un majestuoso fresno de enorme y rugoso tronco, bajo cuyas frondosas ramas daban fresca sombra, mi madre extendía el mantel y de inmediato empezaba a preparar las Tostadas de frijoles y salpicón acompañadas de agua de limón: el manjar para celebrar el día. La mejor sorpresa vendría al final: ¡pirulís de sabores que nos encantaban, porque competíamos quién podía estirar más largo el caramelo de colores!

¡Esa fue la mejor celebración del Día del Niño que recuerdo!

¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: para esta muy calurosa primavera poblana - de confinamiento voluntario - les recomiendo mucho preparar esta exquisita y fresca receta, que además de saludable, ¡es deliciosa!

Voces en los días del coronavirus

Eva Noyola Loya, astrónoma



Llevamos casi siente años viviendo en nuestra casa de Brentwood, vecindario en Austin, Texas. A dos cuadras de la casa, hay una calle llamada Arroyo Seco. En medio tiene un canal para el arroyo, que en efecto está seco la mayor parte del tiempo. La calle tiene carriles confinados para bicicletas y paseantes. La escuela pública del barrio, a la que asisten la mayoría de los niños del vecindario, está sobre esa calle.

Arroyo Seco Street

El arroyo seco y la calle que lo rodea ayudan mucho a ilustrar cómo ha sido la vida para nuestra familia y para nuestro entorno durante el encierro sanitario. Lo primero que hay que aclarar es que Austin paró súbitamente las clases el día que se notificó sobre los primeros casos de coronavirus en la ciudad. Los niños nunca supieron que aquel jueves de marzo iba a ser su último día del año escolar (el gobernador acaba de declarar que la enseñanza seguirá siendo a distancia hasta que termine el periodo). Por cierto, la escuela se va a renovar y buena parte del edificio va a ser demolido. El caso es que nadie se pudo despedir en forma. Hay un dejo de nostalgia especial cada vez que pasamos enfrente de ese edificio.



Nuestra familia ha estado encerrada desde mediados de marzo. Los adultos salimos a comprar comida una vez a la semana, y los niños solo salen a pasear caminando, en bicicletas o con patines del diablo. Arroyo seco empezó siendo una de nuestras rutas favoritas para pasear, pero en poco tiempo empezó a tener tal cantidad de gente corriendo, andando en bicicletas o paseando pequeños en carriolas, que dejó de sentirse como una alternativa segura. Los grupos de padres de la escuela en Facebook comenzaron a manifestar muchas quejas por la cantidad de gente y la falta de distancia mínima en esa calle.



Intentamos por unos días volcarnos a otras rutas, pero mi hijo pequeño había solicitado que imitáramos a una familia de amigos que vimos un día adentro del arroyo. Localizamos un punto en el que era muy fácil entrar desde la ladera, y optamos por meternos por primera vez la semana pasada. La base del arroyo es de piedra y en ella se forman pequeñas albercas que recolectan agua de lluvia. Descubrimos que en una de las albercas había miles de renacuajos nadando felizmente. En otras albercas a dos metros de distancia había apenas una decena de renacuajos. Me encantaría preguntarle a algún biólogo por qué existe una diferencia tan grande.

Renacuajos con agua.

Renacuajos amontonados

Ahora se ha hecho costumbre familiar ir a ver el progreso de los renacuajos todos los días.

Decubrimos con horror que después varios días seguidos sin lluvia, la alberca de los renacuajos ha estado perdiendo agua muy rápido, mientras que las albercas aledañas todavía conservan bastante. Les platicamos sobre nuestro descubrimiento a algunos vecinos de la calle y ahora, al pasar, nos preguntan por los renacuajos. Hay pronóstico de tormenta para hoy y mañana, lo cual por supuesto hace muy probable que los renacuajos, si sobreviven, acaben arroyo abajo, lejos de nuestra alberca. Crucemos los dedos.

Mi reflexión es que tuvieron que pasar casi siete años y una pandemia para que nos metiéramos a explorar al arroyo seco y descubriéramos allí un mundo nuevo. Con o sin renacuajos, con o sin pandemia, estoy segura que mis hijos van a seguir queriendo entrar al arroyo a explorar. Espero que también nos toque ver algunas de las ranas que seguramente aparecerán pronto.

En nuestras incursiones hemos notado que mucha más gente utiliza mascarillas para transitar sobre los carriles confinados y que las familias ponemos mucha más atención a la distancia cuando nos cruzamos en la calle. Se ha desarrollado una especie de etiqueta específica para transitar por Arroyo Seco, que seguirá siendo la calle en la que nos encontramos amigos de mi hija paseando con sus papás. No sabemos hasta cuándo.

Voces en los días del Coronavirus

Lorena Migoya, comunicadora



Fotografías

Atardecer en la laguna de San Baltazar. La vida sin nosotros. Los ojos milenarios de una tortuga enconchada. Las extrañas patitas de una gallareta. La locura geométrica del maguey. La jacaranda en flor. El sol que todo se lleva. Nuestra montaña que todo lo guarda. Por un momento, imaginar la vida sin nosotros. Sin plegarias ni rencores. Sin dioses ni ilusiones. El mundo, sin más...





Voces en los días del coronavirus

Roxana Alveláis, activista

Preparo una natilla de chocolate, de pie frente a la ollita que humea lentamente. La agito con cuidado para lograr que la mezcla espese. Pienso y recuerdo momentos de mi niñez entre la bruma de hace ya más de seis décadas, disueltos tal y como hoy el vapor suave y aromático se desvanece poco a poco por la pequeña ventana de mi cocina.



Demasiadas reflexiones, pensamientos entrelazados con el tiempo, sentimientos encontrados y miles de interrogantes.

¿Lograré convertirme en sobreviviente de ésta terrible pandemia que cada día avanza impunemente por todos los rincones del planeta? ¿Podré volver a reunirme con mi hija y nietas para jugar, platicar y disfrutar de otra comida juntas? ¿Volveremos a reír con los dedos entrelazados mientras caminamos por un parque, una calle, o en la sala, mientras bailamos como loquillas a carcajadas?

Mientras sigo meneando la natilla, pienso en la enorme empatía que experimenté hace unas noches mientras leía en Mundo Nuestro el texto "No oyes ladrar los perros?”, escrito por María Antonia Yanes Rizo.

No la conozco personalmente, su vida y la mía seguro son muy distintas. Pertenecemos a mundos nada parecidos (eso creo), sin embargo, hay tantas similitudes en lo que sentimos o en lo que adivino a través de sus líneas. Yo tampoco quiero seguir en esta dinámica de aseo que deja las manos secas y rasposas. Igual me veo limpiando y tratando de desinfectar todo lo que en casa tocamos. No tengo tos, pero mi esposo sí, y eso me preocupa, dado que él sigue diariamente abordando el transporte público para trasladarse a la empresa donde trabaja. Dice que descansará a partir de la semana próxima aunque con el 50 por ciento de salario, que de por sí apenas alcanza para sobrevivir.

No soy católica, no sigo ninguna religión, y sin embargo vi en televisión al Papa durante la transmisión en vivo desde el Vaticano. Me conmovió profundamente el vacío, el silencio sepulcral y la pertinaz lluvia, esa lluvia que intenta limpiar a Italia... al mundo.



Siento una gran empatía cuando me imagino a María Antonia ante la pluma llena de huellas, como cuando voy a la tiendita de la esquina a comprar algo para la comida y me dan en la mano el cambio en monedas "metálicas!". También regreso con prisa a mi hogar y de inmediato de nuevo a lavar mis manos, ¡y también lavo y desinfecto las monedas!

Es una locura… Y ya está el postre para hoy.

Mientras escribo escucho en la radio a Fernando Canales, recluido en su casa, transmitiendo desde allí. Percibo los sonidos con eco de su espacio, su cocina.



Ayer por la noche nos dicen en varios medios: "No salgas. Quédate en casa" principalmente mayores de 60 años. Yo tengo 64 y me pregunto qué hago si soy yo quien va en transporte público a conseguir el medicamento que forzosamente necesita mi hermano mayor, si no lo tiene ya y hay que salir. No sería el coronavirus quien le hiciera daño, sino la abstinencia de tal medicamento controlado y que sólo consigo mediante receta médica.

Finalmente supongo que está de más preguntarse si el caldo al que se refiere Barbosa resolverá todos nuestros males.

Meto al refrigerador las natillas. Preparo ahora un pan para la merienda. En el marasmo me agobian sentimientos de todo tipo, y una gran tristeza por un futuro tan incierto. Y entre todo ello pienso que tal vez más adelante podría hacer de mi cocina un lugar mágico, solidario, lleno de sabores, aromas ¡y obviamente con las sanadoras recetas de la abuela!

Que la suerte y esperanza nos cobije nos convierta a todas las María Antonias y al mundo en sobrevivientes.

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Voces en los días del coronavirus

Mariana Mastretta, videoasta



Hace rato subimos a la azotea y vimos (y oímos) tan callada la ciudad que no nos pudimos resistir a salir a caminar.

Decidimos salir a caminar. Agarramos los cubre bocas y la carriola y caminamos por toda la 7 Poniente.
No haya gente para ser viernes a las 5 de la tarde de Semana Santa. Rumbo al zócalo nos cruzamos con una sola persona en toda la calle. En el zócalo no hay más de cien personas, yresaltan las manchas moradas jacarandosas en el piso que no han barrido las naranjitas, No hay naranjitas.

Pocas personas con cubreboca, muchas parejitas, niños. La catedral cerrada, muchos negocios cerrados --podría decir que entre más fuera de la ley más quitados de la pena, menos temerosa la gente--, y ni un claxonazo. Se notan más los vagabundos, y el campamento afuera del palacio,que sigue en pie.

Siento que es un día domingo a las 7 de la mañana combinado con un 1 de enero en la tarde.

Desde lejos la música del cilindrero. Muchas cuadras escuchamos la máquina de música vieja repetirse y repetirse y repetirse...



No la vimos.

Sólo la escuchamos.



Voces en los días del coronavirus

Beatriz Meyer, escritora



En 2004 la hoy extinta editorial Lunarena de Puebla me publicó un libro de cuentos, Para sortear la noche. El cuento que da título al libro nació del desastre y el dolor más íntimo. Basado en una anécdota personal, me costó mucho escribirlo porque nunca logré cobrar una distancia que me pusiera a salvo de emociones dañinas. Como escritora observo la realidad sin juzgarla hasta donde me es posible. Creo en los procesos de renovación de cada persona, de cada instancia de la vida, siempre en busca del equilibrio, a pesar de las trampas que las contradicciones sociales ponen a la estabilidad o a la seguridad de nuestras convicciones. Hasta este mes de abril de 2020, me parecía que había peligros inventados, otros mitificados y algunos muy reales, de esos que hunden la conciencia en una oscuridad tan densa que impide saber por dónde podría entrar de nueva cuenta la luz. Y, sin embargo, eran peligros prevenibles, o al menos reconocibles. Hoy miro las ruinas de mis convicciones desperdigadas a lo largo y ancho de mi conciencia. Hoy sé, irrefutablemente, que cuando las tinieblas de verdad se asientan no hay refugio seguro, ni linimento eficaz. En estos días de encierro y reflexión he visto bajo una nueva óptica incidentes que yo creía superados –o al menos sepultados- gracias a la catarsis de la escritura. Hoy me veo entrando al corazón mismo de la noche, y el pasado emerge con la fuerza trágica de una lección que regresa con exigencias mucho mayores, insoportablemente altas.

*

A finales de los 80, luego de que mi hermana, estudiante de medicina, se desmayara en el metro de la Ciudad de México, y empezara con ese incidente el capítulo más negro de mi historia personal hasta ahora, me vi una mañana dentro de mi coche en el estacionamiento del Hospital de Neurología de Tlalpan. Ahí estaba, golpeando el volante con desesperación creciente, sin saber –pero intuyendo– lo que implicaba el diagnóstico atroz que me acababa de comunicar el neurólogo, renuente a dar su veredicto final después de dos años de pruebas, análisis sofisticadísimos, visitas a toda clase de especialistas, juntas de médicos y largas estancias hospitalarias. En esa época, mi hermana y yo estábamos en la universidad, y yo tenía acceso a sus libros de medicina, a sus compañeros y profesores que barajaban diagnósticos; todos coincidían en algo: su caso sería crónico y progresivo, sin cura posible, pero quizá con algo de calidad de vida, decían, desviando la mirada. Poco sabía yo del calvario de la esclerosis múltiple. Una larga noche cayó sobre la vida de mi hermana y la de mi familia, que se dispersó. Dieciocho años sin poder reír sin culpa, divertirse o festejar los acontecimientos que hacen de la vida un descubrimiento, una experiencia inédita y feliz sin recordar a la joven en su silla de ruedas, ciega y apartada del mundo. La larga noche de mi hermana terminó un 12 de abril de hace justo 15 años. Luego del 19 de septiembre de 2017, pensé que el destino y la oscuridad no podían asestarnos otro 19 terrible. Pero sí lo hizo: la pandemia del Covid 19.





Febrero de 1993. En aquel tiempo viajaba con frecuencia a la Ciudad de México. Iba y venía a pesar de las dificultades del traslado. Muchas veces llegaba a San Pedro Cholula –lugar donde radico desde entonces– a las 2 o 3 de la mañana, sola, en autobuses que iban haciendo paradas en el camino. Y ese camino era la carretera federal Puebla-México, que ya entonces reservaba a los viajeros malos encuentros con la delincuencia local y con alguna otra proveniente de otros estados. En esa ocasión, el eco de las ruedas de mi maleta resonaba fuerte en las calles desoladas, sin luz. La estación del autobús quedaba al otro lado de donde yo vivía, así que me hacía una media hora de caminata cargando maletas de todo tipo. El viento de aquella noche congelaba los músculos, sobre todo luego del viaje de tres horas en un camión incómodo y lleno de gente. Al pasar por la bocacalle de la 9 Oriente y la Miguel Alemán (una calle angosta y sin pavimentar en aquella época) escuché, proveniente del fondo de la calle –donde está situada una pirámide pequeña que parece un cerro de forma demasiado alargada, oculta por vegetación y en la cual hay una cueva no muy profunda–, un grito largo, de una fluctuación sonora que iba de lo grave al agudo más insoportable, y que, por supuesto, me puso la cabellera de punta. Nadie me ha creído que escuché, sin lugar a dudas, el famoso grito de la Llorona: “¡Ay, mis hijos!” En ese momento levanté la maleta y con ella sobre la cabeza corrí lo más rápido que pude hasta la casa, a dos calles muy largas. El grito me persiguió, insistente, como una mano helada que tratara de detener mi huida. Antes de doblar hacia mi calle escuché una variante de la cual no he encontrado referencias en otras partes: “Ay de mí”, gritaba esa triste voz de mujer. Tardé horas en recuperarme del susto, y me pregunté cómo los vecinos no habían salido al escuchar el macabro alarido. Nunca les pregunté, tampoco lo compartí con mucha gente. Era difícil creer en algo así. Unos días después perdí a mi primer hijo en un aborto espontáneo. Tardé mucho en salir de las tinieblas de una depresión que me abrazó como ese grito que no dejó de resonar dentro de mí con toda su profunda tristeza.

*

Era 2012, unos meses antes del 21 de diciembre, fecha que los mayas señalaron como la del fin del mundo, o así quisimos entenderlo en nuestra era altamente tecnologizada, globalizada e inclinada al espectáculo de la violencia y el riesgo. Me hallaba haciendo la investigación para una novela escrita a cuatro manos con el escritor Enrique Pimentel, “El guardián de la Reina Roja” y, conforme me adentraba en el tema de la cosmogonía maya, me fue inquietando la idea de que ahora sí se acabaría el mundo, aunque quizá no en esa fecha, pues nuestro calendario se halla muy alejado del calendario maya en muchos aspectos. Cuando pasó el temido 21 y el miedo cedió paso a los chistes, empecé a sentir que algo había cambiado, como si de pronto las tinieblas se estuvieran instalando en cada rincón de nuestro día a día. En abril de 2013 mi madre tuvo un derrame cerebral al que siguieron meses de agonía entre enfermeras, cuidadoras, noches en vela. En octubre falleció, pero las tinieblas no se fueron ya más. Quizá las puertas del Xibalbá se abrieron efectivamente ese 21 de diciembre para sembrar la muerte y el caos con la violencia solapada de los cobardes.

2016, febrero. A tres días de un viaje a la ciudad de México para conocer a mis editores españoles, empecé a sentirme muy mal durante una cena en Casa Reyna con amigas, luego de una sopa de esquites, las risas, los tragos. Pensé que la mesa, ubicada en el patio de esa vieja y hermosa casona, nos había expuesto sin cesar al viento helado de enero. Un escalofrío pertinaz me obligó a despedirme temprano. Ya en camino a casa, el dolor de huesos y músculos se apoderó de mi conciencia, que empezaba a sufrir los estragos de la fiebre que, después supe, rondaba los 40 grados. La influenza H1N1 me hizo estar, por segunda vez en mi vida, muy cerca de la muerte (la primera fue un accidente en un río, a los 9 años). Más de un mes en cama con respirador artificial y sin esperanzas de hallar el antiviral Tamiflú, me enseñaron que las noches pueden ser la peor parte de días que se van sin dejar más rastro que el dolor de huesos y la dificultad para respirar. Gracias a mis amigos periodistas de la ciudad de México que me hicieron llegar el medicamento, y a los buenos cuidados de arriesgadas médicas que hicieron lo posible por atenderme en casa, pude sortear esa larga y casi fatal noche de mi existencia.

*

Una vieja canción del gran compositor de música para cine John Williams, tema musical de “La aventura del Poseidón”, película efectista sobre un enorme y lujoso barco al cual volteaba casi de cabeza un tsunami, afirmaba que, si logramos aguantar la noche (con el miedo, la confusión, los enormes esfuerzos para superar lo ocurrido), habrá un “mañana después” para todos. Sin embargo, en este abril de 2020, desde mi reclusión forzada, pienso que a veces las tinieblas son tan densas que la luz del sol parece un delirio, un engaño piadoso de la muerte.

No cabe duda: estamos enfrentando un fenómeno donde el miedo es el protagonista. La amenaza se cierne en torno de jóvenes y viejos. Su sombra se extiende por las calles solitarias, mientras la cuarentena amenaza con alargarse más allá de lo que cualquiera puede aguantar.

La mañana que deseamos ver todos se perfila todavía muy lejana. Hoy mismo recibí el aviso alarmado de una amiga que me suplica permanecer en casa porque, en estas dos semanas que vienen, el pico de la curva crecerá a niveles catastróficos. El miedo que inspira esa advertencia se desvanece por momentos cuando río con mis hijos o miro mis rosas tratando de florecer bajo el rigor de una primavera seca y calcinante. Sin tratar de unir mi voz a las de miles de espantados clasemedieros que lamentan la desobediencia ajena, pienso que el coronavirus como amenaza está sacando la pus de la herida más grande de este país: la desigualdad social, la injusta distribución de una riqueza que solo beneficia a unos cuantos. Personas que venden sus verduras de puerta en puerta, ancianos que, sentados en los quicios de casas o comercios, ofrecen sus juguetes de madera, ropa bordada o los recuerdos de una visita que no se dará sino hasta nuevo aviso, me hacen pensar que no todos brincaremos del otro lado, el de la “normalidad”, de la salud y el alivio de respirar a salvo. Porque nadie –ni joven ni anciano, ni rico ni pobre– en estos días está seguro de no estar infectado o de no infectarse y sucumbir al embate del patógeno más raro desde la aparición del SIDA a principios de los años 80 del siglo pasado, enfermedad para la cual todavía no hay vacuna ni cura, pero que al menos se ha logrado entender, prevenir y acotar con tratamientos que sí funcionan.

Esta larguísima noche cambiará nuestra concepción del mundo, estoy segura.

Aquella canción, cuya intérprete fue Maureen McGovern, afirma que nunca será demasiado tarde, no mientras tengamos vida, para escapar de las tinieblas y ver por fin el amanecer de un nuevo día . Hagamos, pues, lo que esté en nuestras manos para salvar nuestra vida y la de quienes amamos.

Mundo Nuestro. Una más de las entregas de las las crónicas de cocina poblana Del fogón a la boca, escritas por el anticuario poblano, experto en arte popular, Antonio Ramírez Priesca. Mirar la ciudad a través de la comida. Saborearla y aprender con ella a conocer la historia que la contiene. Por la historia y por nuestra comida, valorar la extraordinaria ciudad en la que vivimos. Publicadas originalmente en el portal urbanopuebla, las crónicas de Antonio Ramírez Priesca serán reproducidas semanalmente aquí con su autorización.

Muy chico me llevó papá a la tienda del Abuelo Hermilo - en la 2 oriente esquina con la 4 norte frente a la Iglesia de San Pedro - que en realidad para esos años era ya un exitoso restaurante.

Un hombre muy grande me tomaba de los brazos, me subía en vilo al mostrador con cubierta de hoja de lata, limpia y muy pulida, e invariablemente me ofrecía una minúscula cajita de cartón conteniendo chicles de sabores que siempre aceptaba, a cambio de un beso en su mejilla.

Al poco tiempo el Abuelo fallecía y sólo quedó ese instantáneo pero perdurable recuerdo en mi mente. Pronto otra querencia sustituyó al Abuelo – mi muy querida Tía Esther – que siempre llamamos cariñosamente Tía Techa.

Desde muy niña, ayudó al Abuelo en la tienda – que después se convertiría en su primer restaurante – en la esquina de la 4 norte y 6 oriente, en contra esquina del templo de San Cristóbal.

Se casó muy jovencita con el hombre más bueno que he conocido, mi querido Tío Pedro Arriaga y para cuando la pareja llegó a hacerse cargo del restaurante de San Pedro, la Tía Techa era ya una experta cocinera.

Muy emocionada me contaba que, siendo muy niña en los 1930’s, la maestra de párvulos les había preguntado a todos en clase que oficio o carrera seguirían. No faltaron bomberos ni doctores.

Sólo ella y una compañerita habían gritado a todo pulmón: ¡Cocinera! Muchos años después efectivamente, ambas niñas se convertirían en las mejores cocineras de su época en la Ciudad y lideraron los dos restaurantes más famosos y exitosos de Cocina Tradicional Poblana de principios de los 1960’s a finales de los 1980’s: La Fonda de Santa Clara y Nevados Hermilo.

Muy emocionado acudí al llamado de Tía Techa, que me enseñaría a preparar sus famosos Chiles Cuaresmeños rellenos.

‘Lo primero que debes cuidar es la materia prima. Para este platillo, escoge siempre chiles muy verdes, de tono oscuro y tamaño regular, y que traigan el rabo. Evita los chiles de tonalidad clara, pues son los que más pican’.

Me recibió en su enorme cocina, donde una docena de parrillas coronadas con cazuelas enormes ebullían, y el ir y venir de meseros, garroteros y mayoras no cesaba.

‘Hay que lavar perfectamente cada chile con agua y jabón, escurrirlos y proceder al paso más importante: el desvenado. Para ello, acostúmbrate a un solo cuchillo, debe ser corto y muy bien afilado. Haces una incisión longitudinal en forma de cuña, destapas y con el mismo cuchillito sacas todas las venas y semillas del chile.’

Procedimos a preparar el escabeche con un buen vinagre blanco. Después rellenamos cada uno, ayudados de una cucharita de madera, con ‘lomos de bonito español’ – hoy se puede sustituir perfectamente con atún enlatado en aceite.

Se sirven fríos, para acompañar los platillos de la Cuaresma Poblana.

¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: No hay entrada más apropiada ni más fresca para una Comida de Cuaresma en la Cocina Tradicional Poblana que estos chiles cuaresmeños - huauchinangos - o jalapeños rellenos. Prácticamente encuentras todos los ingredientes en cualquier mercado o verdulería de barrio. ¡Son muy sencillos y rápidos de preparar!

Voces en los días del coronavirus

Iván Uriel Atanacio Medellín, escritor



“La vida es una quimera, el amor, la esperanza

En estos tiempos donde la tierra tiembla, la lluvia ahoga y azota el viento, vale escuchar la voz de la natura y mirarnos en la otredad que nos conforma, así, desde esa mirada que nos refleja, desde esa mirada que nos conforta, darnos cobijo, regazo y aliento, darnos en un mar de abrazos a cada momento”. El Muro

Han sido largas noches, las horas extendidas tras cortinas que no dejan ver si el sol alumbra la oscuridad que avanzan desesperos en puentes y hospitales, carreteras y aeropuertos, las luces artificiales apenas iluminan la ilusión que ampara la humanidad que cobija. ¿En qué momento nos consideramos libres siendo presos? ¿Fueron acaso las circunstancias? ¿Nosotros mismos? ¿En qué momento los abrazos que no dimos quedaron aguardando mejores días para expresarse? ¿En qué momento los besos supieron a veneno y las manos decidieron separarse? ¿En qué momento? ¿Y los días? Igualmente largos, extendiendo en su peana las horas, en su letargo los pasos, mañanas soñolientas, tardes que despiertan a la noche de nuevo larga que preocupa y los ojos cierra para abrirlos ante la nueva noticia, el nuevo dato, nada cansa y todo agobia, nada aquieta y todo es prisa, el silencio anhela escuchar palabras de fuerza, como si emitir saludo fuese en digital secuencia la generosidad vertida en los acopios; guardamos las ansias por salir y respirar el mismo aire que contaminamos, correr y sentir en las ventanas la brisa, correr hasta topar con alguien que en la acera nos defina. Ha sido una larga la noche en que fuimos uno y ante el cansancio de las horas, llegaba el continuo aliento de otras manos, de lágrimas alegres que brotan al escuchar los aplausos que indican el rescate de una nueva vida. Ha sido una larga noche de días que vendrán, donde seguirá necesitándose la ayuda, con el legado infalible de que ante gobiernos, autoridades y desidias, gracias a la gente la esperanza habita.



El enemigo invisible asecha, asienta y desvela, muestra cuan vulnerables somos al pensarnos infinitos, quisimos cerrar puertas, quitar puentes, bloquear fronteras, no hay más remedio que escapar o quedarse escondido, el enemigo es invisible y su herida no se mira, se siente, asfixia y lamenta, sublimamos controlarlo y confirmamos ante los dolores que no podemos y nada nos controla, solo el ímpetu que se asume cuando no queremos salir a la calle por no dañar a nadie, por seguir vivos; es temor, valentía, coraje, ira y desespero, y la espera es empatía, compasión y deseo. Un virus irrumpe el final de una década que concluye preguntando su identidad al devenir y su legado a la historia, quizá su anuncio no fue atendido como noticia a sabiendas de que ante lo desconocido perdemos el control y el paso, los seres humanos tememos tanto a lo que no conocemos como nos inquieta lo que no hemos descubierto.

Desde China, extendiese como epidemia que regiones delimita, poco a poco, ante la propia globalización que le atiende, fue copando las fronteras que cerraron ante el desbordamiento letal de sus efectos, era ya una pandemia que alcanza y cubre. Los contagios se hilvanaron uno a uno, enfermando a miles como miles las muertes y tragedias, sin paredes que lo detengan, nos puso en jaque y atormentó cada rincón donde se es consciente del dolor de su pesquisa. Países desbordados, sin apaciguar el contagio ante toques de queda, muros construidos, clausuras y barreras, declaraciones a destiempo, negligencia, apelar a la suerte, al azar o a lo divino para solventar las infieres sin resguardo, en cada parte del planeta los tiempos atienden el problema a su ritmo, y el virus sigue matando sin tregua. La lección de las décadas y los años somete a la humanidad por no acordarse, tan solo hace diez en que la influenza alertara los compases; ahora debemos guardar distancia para quedarnos donde hagamos sitio, esta situación rebasa las enmiendas, sucumben lazos, familias, ante esto la distancia no debe ser social que sino física. Y en la reflexión de una cuarentena solícita, urgente y necesaria, atiendo buscar lo que hace diez años me hiciera escribir sobre una planta que cura todo, un ítamo, y que para cada uno significa la cura, la paz, la consciencia, el mundo sigue girando y nosotros buscamos en su paso un nuevo mundo, una vacuna, un tratamiento, ese Ítamo que cure todo.

En realidad, amén de hallar la vacunas y desarrollar el tratamiento urgente, necesario e indispensable, en el mundo habrá que apelar a valorar lo que se tiene o se ha ido, a buscar en la naturaleza respuestas, a dilucidar las causales del poder si esto ha sido creado; por un lado destruimos día a día lo que nos rodea, y por otro usamos los avances de la ciencia para destruirnos a nosotros mismos; por un lado nos alejábamos de quien estaba cerca y buscábamos acercarnos de quien estaba lejos a través de un dispositivo, hoy quisiéramos ambas cosas, el dispositivo es el mismo. Más allá de las razones y circunstancias nos mostramos con todas nuestras inquietudes e incertidumbres, el amor no basta ni sobra, días se visten entre muros para unos, y entre paredes para otros entre se arriesgan, todas y todos volveremos sea tarde o temprano a las calles, a riesgo de no vernos, del temor, del prejuicio, a riesgo del contagio, de la indolencia, del vacío.



Hoy ansiamos recorrer el respirar su cielo, como ansiamos que esa misma ciencia halle una cura, y en tanto, mientras los días avanzan largos como las horas, dependemos del no contagio, y de médicos que sin implementos, instrumentos ni herramientas en muchos de los países afectados, que son todos, libran una batalla por la vida anhelando prevalezca; y nosotros, guardamos las esperas, quienes en casa pueden refugiarse, quienes no pueden por la misma supervivencia, quienes al interior querrán un abrazo, quienes al interior suplican no más golpes, la condición humana es puesta a prueba, los sistemas y regímenes rebasados, ¿Qué quedará cuando esto pase si pasa y cuándo la tormenta amaine si amaina? ¿Seremos acaso las y los mismos? ¿Habremos permutado entre días los años? Lo cierto es que en todo el mundo la gente es más grande que sus problemas, que sus gobiernos, que sus fracasos. Lo cierto es que al final queda la consciencia de ser vulnerables, finitos, no más sabios, lo cierto es que al final quedan las realidades como sueños, los te quiero en esperanza, reflexiones, urgencias, llantos, alegrías, los días con sus noches, las horas, sin tiempo ni espacio; nos queda el mundo dado, nos queda la esperanza, en espera del abrazo.

Iván Uriel Atanacio Medellín presentó su libro El Muro. (Agencia Enfoque)