La mañana después / Beatriz Meyer, escritora Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Beatriz Meyer, escritora



En 2004 la hoy extinta editorial Lunarena de Puebla me publicó un libro de cuentos, Para sortear la noche. El cuento que da título al libro nació del desastre y el dolor más íntimo. Basado en una anécdota personal, me costó mucho escribirlo porque nunca logré cobrar una distancia que me pusiera a salvo de emociones dañinas. Como escritora observo la realidad sin juzgarla hasta donde me es posible. Creo en los procesos de renovación de cada persona, de cada instancia de la vida, siempre en busca del equilibrio, a pesar de las trampas que las contradicciones sociales ponen a la estabilidad o a la seguridad de nuestras convicciones. Hasta este mes de abril de 2020, me parecía que había peligros inventados, otros mitificados y algunos muy reales, de esos que hunden la conciencia en una oscuridad tan densa que impide saber por dónde podría entrar de nueva cuenta la luz. Y, sin embargo, eran peligros prevenibles, o al menos reconocibles. Hoy miro las ruinas de mis convicciones desperdigadas a lo largo y ancho de mi conciencia. Hoy sé, irrefutablemente, que cuando las tinieblas de verdad se asientan no hay refugio seguro, ni linimento eficaz. En estos días de encierro y reflexión he visto bajo una nueva óptica incidentes que yo creía superados –o al menos sepultados- gracias a la catarsis de la escritura. Hoy me veo entrando al corazón mismo de la noche, y el pasado emerge con la fuerza trágica de una lección que regresa con exigencias mucho mayores, insoportablemente altas.

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A finales de los 80, luego de que mi hermana, estudiante de medicina, se desmayara en el metro de la Ciudad de México, y empezara con ese incidente el capítulo más negro de mi historia personal hasta ahora, me vi una mañana dentro de mi coche en el estacionamiento del Hospital de Neurología de Tlalpan. Ahí estaba, golpeando el volante con desesperación creciente, sin saber –pero intuyendo– lo que implicaba el diagnóstico atroz que me acababa de comunicar el neurólogo, renuente a dar su veredicto final después de dos años de pruebas, análisis sofisticadísimos, visitas a toda clase de especialistas, juntas de médicos y largas estancias hospitalarias. En esa época, mi hermana y yo estábamos en la universidad, y yo tenía acceso a sus libros de medicina, a sus compañeros y profesores que barajaban diagnósticos; todos coincidían en algo: su caso sería crónico y progresivo, sin cura posible, pero quizá con algo de calidad de vida, decían, desviando la mirada. Poco sabía yo del calvario de la esclerosis múltiple. Una larga noche cayó sobre la vida de mi hermana y la de mi familia, que se dispersó. Dieciocho años sin poder reír sin culpa, divertirse o festejar los acontecimientos que hacen de la vida un descubrimiento, una experiencia inédita y feliz sin recordar a la joven en su silla de ruedas, ciega y apartada del mundo. La larga noche de mi hermana terminó un 12 de abril de hace justo 15 años. Luego del 19 de septiembre de 2017, pensé que el destino y la oscuridad no podían asestarnos otro 19 terrible. Pero sí lo hizo: la pandemia del Covid 19.





Febrero de 1993. En aquel tiempo viajaba con frecuencia a la Ciudad de México. Iba y venía a pesar de las dificultades del traslado. Muchas veces llegaba a San Pedro Cholula –lugar donde radico desde entonces– a las 2 o 3 de la mañana, sola, en autobuses que iban haciendo paradas en el camino. Y ese camino era la carretera federal Puebla-México, que ya entonces reservaba a los viajeros malos encuentros con la delincuencia local y con alguna otra proveniente de otros estados. En esa ocasión, el eco de las ruedas de mi maleta resonaba fuerte en las calles desoladas, sin luz. La estación del autobús quedaba al otro lado de donde yo vivía, así que me hacía una media hora de caminata cargando maletas de todo tipo. El viento de aquella noche congelaba los músculos, sobre todo luego del viaje de tres horas en un camión incómodo y lleno de gente. Al pasar por la bocacalle de la 9 Oriente y la Miguel Alemán (una calle angosta y sin pavimentar en aquella época) escuché, proveniente del fondo de la calle –donde está situada una pirámide pequeña que parece un cerro de forma demasiado alargada, oculta por vegetación y en la cual hay una cueva no muy profunda–, un grito largo, de una fluctuación sonora que iba de lo grave al agudo más insoportable, y que, por supuesto, me puso la cabellera de punta. Nadie me ha creído que escuché, sin lugar a dudas, el famoso grito de la Llorona: “¡Ay, mis hijos!” En ese momento levanté la maleta y con ella sobre la cabeza corrí lo más rápido que pude hasta la casa, a dos calles muy largas. El grito me persiguió, insistente, como una mano helada que tratara de detener mi huida. Antes de doblar hacia mi calle escuché una variante de la cual no he encontrado referencias en otras partes: “Ay de mí”, gritaba esa triste voz de mujer. Tardé horas en recuperarme del susto, y me pregunté cómo los vecinos no habían salido al escuchar el macabro alarido. Nunca les pregunté, tampoco lo compartí con mucha gente. Era difícil creer en algo así. Unos días después perdí a mi primer hijo en un aborto espontáneo. Tardé mucho en salir de las tinieblas de una depresión que me abrazó como ese grito que no dejó de resonar dentro de mí con toda su profunda tristeza.

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Era 2012, unos meses antes del 21 de diciembre, fecha que los mayas señalaron como la del fin del mundo, o así quisimos entenderlo en nuestra era altamente tecnologizada, globalizada e inclinada al espectáculo de la violencia y el riesgo. Me hallaba haciendo la investigación para una novela escrita a cuatro manos con el escritor Enrique Pimentel, “El guardián de la Reina Roja” y, conforme me adentraba en el tema de la cosmogonía maya, me fue inquietando la idea de que ahora sí se acabaría el mundo, aunque quizá no en esa fecha, pues nuestro calendario se halla muy alejado del calendario maya en muchos aspectos. Cuando pasó el temido 21 y el miedo cedió paso a los chistes, empecé a sentir que algo había cambiado, como si de pronto las tinieblas se estuvieran instalando en cada rincón de nuestro día a día. En abril de 2013 mi madre tuvo un derrame cerebral al que siguieron meses de agonía entre enfermeras, cuidadoras, noches en vela. En octubre falleció, pero las tinieblas no se fueron ya más. Quizá las puertas del Xibalbá se abrieron efectivamente ese 21 de diciembre para sembrar la muerte y el caos con la violencia solapada de los cobardes.

2016, febrero. A tres días de un viaje a la ciudad de México para conocer a mis editores españoles, empecé a sentirme muy mal durante una cena en Casa Reyna con amigas, luego de una sopa de esquites, las risas, los tragos. Pensé que la mesa, ubicada en el patio de esa vieja y hermosa casona, nos había expuesto sin cesar al viento helado de enero. Un escalofrío pertinaz me obligó a despedirme temprano. Ya en camino a casa, el dolor de huesos y músculos se apoderó de mi conciencia, que empezaba a sufrir los estragos de la fiebre que, después supe, rondaba los 40 grados. La influenza H1N1 me hizo estar, por segunda vez en mi vida, muy cerca de la muerte (la primera fue un accidente en un río, a los 9 años). Más de un mes en cama con respirador artificial y sin esperanzas de hallar el antiviral Tamiflú, me enseñaron que las noches pueden ser la peor parte de días que se van sin dejar más rastro que el dolor de huesos y la dificultad para respirar. Gracias a mis amigos periodistas de la ciudad de México que me hicieron llegar el medicamento, y a los buenos cuidados de arriesgadas médicas que hicieron lo posible por atenderme en casa, pude sortear esa larga y casi fatal noche de mi existencia.

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Una vieja canción del gran compositor de música para cine John Williams, tema musical de “La aventura del Poseidón”, película efectista sobre un enorme y lujoso barco al cual volteaba casi de cabeza un tsunami, afirmaba que, si logramos aguantar la noche (con el miedo, la confusión, los enormes esfuerzos para superar lo ocurrido), habrá un “mañana después” para todos. Sin embargo, en este abril de 2020, desde mi reclusión forzada, pienso que a veces las tinieblas son tan densas que la luz del sol parece un delirio, un engaño piadoso de la muerte.

No cabe duda: estamos enfrentando un fenómeno donde el miedo es el protagonista. La amenaza se cierne en torno de jóvenes y viejos. Su sombra se extiende por las calles solitarias, mientras la cuarentena amenaza con alargarse más allá de lo que cualquiera puede aguantar.

La mañana que deseamos ver todos se perfila todavía muy lejana. Hoy mismo recibí el aviso alarmado de una amiga que me suplica permanecer en casa porque, en estas dos semanas que vienen, el pico de la curva crecerá a niveles catastróficos. El miedo que inspira esa advertencia se desvanece por momentos cuando río con mis hijos o miro mis rosas tratando de florecer bajo el rigor de una primavera seca y calcinante. Sin tratar de unir mi voz a las de miles de espantados clasemedieros que lamentan la desobediencia ajena, pienso que el coronavirus como amenaza está sacando la pus de la herida más grande de este país: la desigualdad social, la injusta distribución de una riqueza que solo beneficia a unos cuantos. Personas que venden sus verduras de puerta en puerta, ancianos que, sentados en los quicios de casas o comercios, ofrecen sus juguetes de madera, ropa bordada o los recuerdos de una visita que no se dará sino hasta nuevo aviso, me hacen pensar que no todos brincaremos del otro lado, el de la “normalidad”, de la salud y el alivio de respirar a salvo. Porque nadie –ni joven ni anciano, ni rico ni pobre– en estos días está seguro de no estar infectado o de no infectarse y sucumbir al embate del patógeno más raro desde la aparición del SIDA a principios de los años 80 del siglo pasado, enfermedad para la cual todavía no hay vacuna ni cura, pero que al menos se ha logrado entender, prevenir y acotar con tratamientos que sí funcionan.

Esta larguísima noche cambiará nuestra concepción del mundo, estoy segura.

Aquella canción, cuya intérprete fue Maureen McGovern, afirma que nunca será demasiado tarde, no mientras tengamos vida, para escapar de las tinieblas y ver por fin el amanecer de un nuevo día . Hagamos, pues, lo que esté en nuestras manos para salvar nuestra vida y la de quienes amamos.

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Sobre el autor

Beatriz Meyer

Beatriz Meyer (Ciudad de México, 1964) es narradora, poeta y ensayista, entre sus novelas destacan El mundo de aquí ((2013, Ed. E y C., Colección Íntimos, Puebla, México), Tajín 365 (2006) y El guardián de la reina roja (2011).