Sociedad

Mundo Nuestro. Una propuesta para la pandemia desde La Noria
ES MOMENTO DE LEVANTAR LA VOZ #DesCubreVoz
El COVID como pandemia mundial ha trastocado prácticamente todas las áreas de la actividad humana; los protocolos para combatir su propagación y los contagios han creado placebos psicológicos que aluden a remedios desde lo científico hasta lo espiritual.
A nivel humano estos mecanismos como los cubre bocas y caretas plásticas por nombrar algunos son universalmente aceptados, pero también administran una visión unificadora y transversal que permite la abstracción parcial de la identidad para lograr amansar y docilizar a la población en aras del bien común y la seguridad social.
Devolver la identidad a través de un proyecto artístico como proporcionar cubre bocas impresos con la imagen de la misma porción del rostro sustraída por estos se vuelve entonces un acto contestatario; un acto que devuelve la cara y provee de sentido de empoderamiento a quienes lo portan sin la pérdida del status quo que exige el colectivo y la masa como políticamente correcto.
Desde un restaurante de tradición culinaria en la ciudad de Puebla -La Noria sus socios y asociados en conjunto con la arista Dulce Pinzón pretenden devolverles a los empleados del restaurante su dignidad y su sentido de utilidad que ha sido desprovisto por una parte por el mal manejo de las políticas públicas y por otro lado por el colapso de la economía global.
Al reincorporarlos a sus trabajos pretendemos con este proyecto artístico ser responsables con los protocolos de salud y darles a los y las trabajadorxs una herramienta de trabajo devolviéndoles su identidad y además hacer un llamado a reflexionar y a exigir en colectivo a las autoridades no descuidar lo elemental que es proteger las fuentes de trabajo.
#SinSillasVacias #Estamoslistos

Voces en los días del coronavirus

Helio Huesca / Compositor

"Empezar" Letra, música e Interpretación: Helio Huesca



Del fogón a la boca

Uno de los gremios artesanales por los que la Puebla de Los Ángeles se distinguió entre todas las ciudades del llamado ‘nuevo’ continente fue precisamente aquel dedicado a la forja de hierro, cuyos elaborados y finos trabajos podemos aún observar en balcones, rejas y protecciones de los edificios civiles y religiosos en nuestro Centro Histórico. La maestría en el uso del fuego para lograr modelar el duro material y producir innumerables objetos funcionales – que además reflejan un estilo que se va adaptando a las tendencias artísticas de cada época – nos habla de verdaderos artistas de la forja, cuya sensibilidad aún admiramos hoy en día.



Estos mismos artesanos también elaboraron utensilios de la Cocina Tradicional que eran sumamente demandados, como pinzas para atizar el fogón, ganchos para colgar calderos sobre el fuego, azas y mangos para cazos y sartenes de cobre y…las parrillitas de San Lorenzo. Imaginen algo más útil que este curioso y funcional utensilio: elaborado en hierro, a partir de varias piezas ensambladas y unidas por remaches a golpe y con un largo mango que permite colocarlo sobre el fogón y manipularlo sin quemarse (tanto): Todo para asar unos deliciosos chiles poblanos, por ejemplo.

La parrilla servía, como dicho, para asar todo tipo de alimentos al exponerlos al fuego directo sobre la hornilla de las estufas de leña y carbón, usadas en las cocinas de humo novohispanas. El asado fue desde luego, el primer proceso de la incipiente cocina del humano, tan luego de la ‘domesticación’ del fuego. Exponer a los alimentos, sobre todo cárnicos, al fuego directo permitía reblandecerlos por la cocción, además de provocar el desarrollo de sabores y olores apetitosos que provocaron inmediatamente su repetición; seguramente el mismo tratamiento de asado fue empleado en semillas, tubérculos y frutos, logrando los mismos efectos.



‘¿Abuela, porqué tienes esa parrillita colgada en la pared?’ señalando el antiguo utensilio colgado de un clavo en una de las paredes de la cocina familiar. ‘La parrillita de San Lorenzo me era muy útil para asar chiles poblanos sobre la hornilla de la anterior estufa que tenía, la de leña, y al cambiarla a gas, la misma estufa ya traía sus propias parrillas de fábrica y ésta quedó en desuso. Y de una vez contesto tu siguiente pregunta: se le llama así, porque el herrero para fabricarla se inspiró en los cuadros del Santo que están colgados en la Iglesia’. ‘Además mira’ señalándome el calendario colgado en la puerta con escenas de una Cocina Tradicional Poblana, ‘¡en todas las cocinas de la Ciudad había una!’ Hoy en día, estos curiosos utensilios de cocina de otras épocas son muy raros de encontrar y son verdaderas piezas de museo.



¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: Cuando observemos imágenes de Cocinas Poblanas en calendarios o representadas en cuadros de algún Museo, detengámonos a repasar todos los utensilios captados en la imagen, siempre habrá alguno que nos llame la atención e investiguemos cómo se usaba.

Vida y milagros

En 1952, en la explanada de Rectoría, el presidente Miguel Alemán asistió a la inauguración del Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria de la UNAM, entonces muy lejos, al sur de la ciudad. Dos años después, en 1954, arrancó formalmente el primer curso en las nuevas instalaciones de CU. En 1929, autoridades de la UNAM planearon crear un complejo estudiantil alejado de la urbe y con espacio para conjuntar a las escuelas que en ese entonces se alojaban en distintas casas coloniales del Centro Histórico de la Ciudad de México, cercanas unas de otras y conocidas como "el barrio universitario". Muchas de las casonas estaban en un alto grado de abandono que ponían en riesgo a estudiantes y profesores. Aun así, ahí funcionaba la universidad más importante del país. En la calle de Donceles estaban Jurisprudencia y Economía, y a una calle, la Escuela Nacional Preparatoria; Medicina en la plaza de Santo Domingo, Odontología en la Calle de Primo Verdad, Ingeniería en la calle de Tacuba y Arquitectura en la Academia de San Carlos. Altos Estudios incluían las escuelas de Ciencia y Filosofía, las bases de la cultura, en la calle de Mascarones. La más alejada de todas era Ciencias Químicas, establecida entonces en el pueblo de Tacuba. La clase política y empresarial se movía también en el centro histórico, juntos, pero no revueltos, alrededor del Zócalo y el Palacio Nacional.

Con solo decir estos nombres uno se puede imaginar a los jóvenes dando vida a las calles y parques del centro, a sus fondas, papelerías, casas de huéspedes, mercados y centros de diversión. De todo el país llegaban estudiantes de otros estados con su particular forma de hablar y las costumbres de cada región, lo que le daba al barrio universitario una diversidad riquísima. El centro histórico estaba habitado por los jóvenes y las ilusiones que suelen acompañar a la juventud, observados de lejos por quienes ejercían el poder desde su supuesta edad, saber y gobierno. Lo que fue una mezcla rica y diversa se fue convirtiendo en una mezcla explosiva. Los viejos edificios tenían capacidad para tres mil estudiantes, pero la UNAM contaba ya con 20 mil alumnos. No solo existía el riesgo de que los edificios se vinieran abajo, también los ánimos juveniles se caldeaban con facilidad, y una disputa podía derivar en una pelea campal en la que podían acabar involucrados hasta las marchantas de los mercados y los policías de la zona. Mudar a la UNAM se volvió impostergable. El sitio elegido fue el Pedregal de San Ángel, parte de un ejido que por sus condiciones era imposible de arar. En 1946 se creó una Comisión de la Ciudad Universitaria que fue resolviendo todos los problemas que traería consigo el nuevo plantel a través de una campaña de fondos en todo el país. Inauguraciones parciales fueron y vinieron, ya ven que eso se da mucho por aquí. Hasta que llegó la hora de la verdad, el inicio de cursos en la nueva CU en marzo de 1954. Aunque todo fue paulatino, pues no todas las escuelas se fueron al mismo tiempo, hubo un testigo clave, un político en particular que registró el hecho como una sola mudanza: "¡Se fueron los jóvenes, ya no hay estudiantes!", exclamó un día de 1959, cinco años después, el presidente Adolfo López Mateos durante un recorrido por el Centro Histórico al inicio de su mandato.



Dicen, cuentan, o quizá yo lo recuerdo mal, que se puso muy triste. Si así fue, tuvo razón. La despreocupación y la energía del espíritu universitario del día a día se había ido con ellos. El ambiente del Centro Histórico no volvió a ser el mismo.

Vida y milagros

Desde hace años conozco a una señora que vende productos derivados del maíz a las puertas del banco, todo perfectamente empacado y de gran calidad. A veces la acompañaba otra señora que durante mucho tiempo pensé que era su hermana, pero no, era su hija. Este año me contó que cumpliría 100 años y la hija 83. La última vez que la vi fue en marzo, de muy buen humor y con la boca llena de bendiciones para sus clientes. No he vuelto a verlas desde entonces, cuando muy poco sabíamos de este virus y dejé de ir al banco. - ¿Qué harán? ¿Cómo estarán viviendo? ¿La opinión de quién las guiará en todo esto? ¿Creerán en la utilidad del tapabocas o no?



Leí ayer un artículo acerca del manejo de la pandemia en México, escrito por Nathaniel Parish Flannery y publicado en la revista Forbes: "Why are so Many Young People Dying of COVID-19 in Mexico City" *. Tiene muchos datos duros e interesante, pero el autor se sorprende al leer que el 24 de julio, en Oaxaca, el presidente López Obrador cuestionara una vez más si el uso del cubre bocas realmente aportan algún beneficio para protegernos del contagio del Covid. Menciona también que el vocero y responsable de la pandemia Hugo López Gatell está enfrentando una creciente crítica por su negativa a enviar un mensaje claro y contundente acerca del uso de esta herramienta barata y accesible a todos. Los científicos de todo el mundo, incluido el Dr. Anthony Fauci, a quien Trump descalifica continuamente, han insistido en que el cubre boca protege y salva vidas. La imagen de Fauci lanzando una bola mientras inaugura la temporada de béisbol en un estadio vacío es muy elocuente.

Para quienes no trabajan en el sector salud, las mascarillas no tienen que ser las que sí requiere el personal médico, y, según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) uno de tela de algodón protege a una persona que hará actividades en la calle y funciona bien si se suma a la sana distancia y las medidas de higiene recomendadas, aplicando las excepciones para menores de tres años y discapacitados. Los protocolos de su uso se han explicado en casi todo el mundo con claridad. ¿En qué momento se volvió el uso de esta herramienta barata y eficaz un motivo más para disentir políticamente? ¿El no usarlo es un acto de poder, de fortalecimiento de la imagen o una simple necedad? ¿Máscaras contra escépticos? Vuelvo a pensar en estas dos mujeres mayores, que dependen de lo que venden en la calle, sin la mínima protección del cubre bocas a las puertas de un banco, pero también pienso en tantos jóvenes que trabajan en las calles sin ninguna protección. Si nuestro sistema de salud público es débil, porqué negar una herramienta que podemos fabricar desde casa. El usar el cubre boca es incómodo, sí. No nos gusta, es cierto. Pero la información acerca del beneficio que acompaña esta práctica tiene un gran consenso mundial. Contener la carga viral es fundamental. El 39% de las personas que mueren de Covid en México tienen entre 40 y 60 años, y el 8% son menores a 40 años. En México muere más gente joven que en otros países.

He leído y oído muchas veces los cuestionamientos al sistema de salud pública. Sin duda que no se hizo lo necesario en el pasado, cierto que no se ha fortalecido en el presente. Si lo que hay, por múltiples razones, no alcanza, ¿Por qué negarse a aplicar una política pública que es prácticamente gratuita?



El artículo de Parish termina con lo que dice un epidemiólogo mexicano entrevista do en Nueva York:

"Hablé con el Doctor Oscar San Román, un médico que está terminando su especialidad en salud pública en la Universidad de Nueva York. Él dice que, al estudiar la evolución de la epidemia en México, observa que el problema central no está en las condiciones de trabajo y capacidad de los médicos ni en el limitado equipamiento en los hospitales, sino en el desempeño estratégico de la comunicación gubernamental para difundir las políticas públicas que contienen el virus de manera clara y sencilla. Hacer conciencia en la gente de que la carga viral que se difunde en las gotas de saliva puede contenerse, en particular si se está en espacios públicos cerrados o donde puede haber cercanía; promover desde las instancias gubernamentales la importancia de la mascarilla y guardar una distancia de dos metros para evitar el esparcimiento del virus es fundamental."



La mascarilla salva vidas y es una útil protección para quienes tienen que salir a trabajar, ya sea en la calle o en espacios concurridos.

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Del fogón a la boca

La humana necesidad de consumir líquidos es inherente a nuestra naturaleza y guardarla para tiempos de sequía, casi la primera urgencia de cualquier familia.

Es muy probable que tanto el consumo de alimentos y a la par almacenar agua, haya sido algo muy avanzado y distintivo de las primeras civilizaciones; por ello, el desarrollo de recipientes para depósito y después servir bebidas durante las comidas, fue algo que cobró importancia para artesanos, que se ocuparon en diseñar y crear verdaderas bellezas, con tamaños, formas y materiales muy diversos.

En nuestra Puebla, artesanos del barro y la talavera, de los metales como el cobre, el peltre y la hoja de lata, pero también del vidrio, tuvieron sus máximos representantes. De hecho, la primera fábrica de vidrio soplado de todo el continente se estableció en nuestra Ciudad, tan temprano como 1542 y el dominio de los vidrieros poblanos se mantuvo hasta bien entrado el S.XIX, llegando a exportarse a Guatemala y hasta el Perú.



De la antigua tradición alfarera en Puebla, la comunidad de Agua Mezquite, en Los Reyes Metzontla, Puebla.



Fue en el período de la historia nacional conocido como Porfiriato, donde jarras provenientes de Europa trajeron la moda de representar personajes en los recipientes, naciendo en Puebla las famosas jarras ‘con carita’ tanto en talavera como en vidrio.

En este último material, además, hábiles artesanos produjeron verdaderas obras de arte del diseño, como las ‘cacarizas’ y las ‘catrinas’.

Debemos de aprender a valorar los objetos de la vida cotidiana, pues los materiales y técnicas empleadas para su fabricación, su elaborado diseño y sobre todo, la especificidad de su uso en los elaborados procesos de la Cocina Tradicional nos dan una idea la enorme diversidad de artesanos que todavía laboran por toda la geografía de Puebla: comunidades que se dedican a la fabricación de objetos de palma, como los hermosos ‘aventadores’ y canastas de Santa María Chigmecatitlán, otras que por sus tradiciones en alfarería se dedican a producir todo tipo de cazuelas, jarros y ollas como San Miguel Tenextatiloyan; metates y molcajetes de San Salvador Cuayehualulco hoy ‘El Seco’; jarros y cuencos de San Marcos Acteopan.


Incluso dentro de los antiguos barrios de nuestra Ciudad, todavía quedan algunos muy pocos – en grave peligro de desaparecer – artesanos del barro y del vidrio en La Luz, de la hoja de lata y la forja en el antiguo Mercado de Santa Rosa, hoy muy cerca del Museo Nacional de los Ferrocarriles en la once norte. En el trastero de la cocina de la bisabuela Valito había diversas jarras de mesa para escanciar agua, pulque, chocolate o leche y sus órdenes eran claras: nunca debías mezclar líquidos, so pena de un buen coscorrón.

Las de vidrio soplado se usaban solamente para agua de sabor o para pulque; las de talavera para leche o chocolate; las de peltre para café. Había también una consentida: la de cerámica con carita de viejito, que la bisabuela decía se parecía a su papá y que solo se bajaba del trastero para limpieza y advertirnos de no tomarla nunca para jugar.

A casi 125 años del nacimiento de Valito, reflexiono que, gracias a su afán por mantener estos sencillos objetos de la vida cotidiana, podemos ahora admirar lo que manos poblanas de antaño fabricaron con esmero y dedicación. ¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’! #tipdeldia: Busquemos estas magnificas piezas de diseño y artesanía nacional en los mercados.



Voces en los días del coronavirus

Verónica Mastretta / Vida y Milagros

En el pueblo por donde vivo de repente empecé a oír cohetes o campanas a horas muy raras. Creí que ya iban a regresar las fiestas o que las iglesias ya habían abierto. Dice Juan, quien trabaja en mi casa y lo sabe todo de estos rumbos, que es la forma de despedir a los que se mueren de Covid, ya que solo les están dando dos o tres horas para enterrarlos. Nada de velorio. Si les toca turno a las tres de la mañana, pues aunque sea a esa hora les echan sus cohetes -Se les está despidiendo de esa manera -me informa-, porque al panteón solo pueden ir dos familiares. Los que se mueren del Covid, pero sin registro, ésos sí hacen su velorio largo y como se acostumbra, con comida y todo lo de siempre.



De sus hermanos y parientes se han enfermado y recuperado tres. De la calle larga en donde viven sus hermanos se han muerto varios. ¿Cuántos? Difícil saber, porque ha dejado de ir a ese lado del pueblo, dividido en dos por la carretera desde hace décadas. No va del lado donde no se creyó en el virus, entre otras cosas porque corrió el rumor de que era un invento de los gobiernos para que no salieran de sus casas. Por aquí muchos tienen Facebook y ahí se va uno enterando de cómo piensa la gente. Dos de sus hermanos se celebraron sus cumpleaños en abril, también como se acostumbra, con mucha gente, y por aquí cerca anduvieron los sonideros haciendo de las suyas, aunque sí empezaron a llegar las patrullas a callarlos y a acabar con las fiestas. Desde mayo no hay festejos grandes. Más tardan en sacar las bocinas que en llegar a callarlos. Juan no ve a ninguno de sus hermanos desde marzo, por la razón de que no querían creer en el asunto, aunque ahora ya creen. Abandonó también la mayordomía de la iglesia desde entonces. Y cuidado que ha sido un buen mayordomo cuando le ha tocado serlo. La iglesia cerró y por eso no se habían tocado las campanas; no ha habido ni misas, ni rosarios, ni ningún santo celebrado, nada a qué llamar, hasta apenas, en que decidieron que con cohetes y campanas se podía decir adiós a los difuntos. Hoy le mandaron decir de la iglesia que abrirán parcialmente el 26 de julio. Él ya mandó decir que no cuenten con él, porque además de que su hija está embarazada y no quiere dejar de verla, también él ve por su mamá desde que se murió su hermano, el xocoyote, el hijo menor, que por costumbre son los responsables de cuidar a los papás y de vivir con ellos. Él ha asumido esa responsabilidad. El problema ahora es ir buscando clínica para el parto de su hija, porque ahorita no están atendiendo embarazadas, les dicen que mejor se busquen su partera y tengan a los niños en su casa. No atienden muchas cosas que antes sí se atendían en las clínicas de por aquí. Desde abril cambió por completo su rutina. Por eso no me sabe decir a detalle las cosas que siempre sabía, no solo por la mayordomía, sino porque es un comunicador y líder natural. Es compadre de medio pueblo y sus predicciones y dichos son más certeros que una casa encuestadora profesional. Como a todos, esto del virus lo agarró desprevenido, pero muy rápido se dio cuenta de lo que era lo más conveniente. Usa la mascarilla para salir desde hace semanas. En su familia sufren de diabetes, por eso no ha ido a bodas, ni fiestas, ni velorios. Ni irá. No hasta que vea que el virus tome su rumbo. Un verdadero sacrificio para alguien tan sociable y querido en su comunidad. No se guía por lo que dice el gobierno sino por lo que él deduce de todo lo que oye y mira. Sería un magnífico asesor del gobierno.

El Centro de Control y Prevención de Enfermedades del gobierno de los Estados Unidos emitió esta semana un comunicado diciendo que, si todos los estadounidenses se pusieran mascarilla en espacios públicos, el coronavirus estaría bajo control en ocho semanas. Trump se niega a decretar el uso obligatorio porque quiere que la gente tenga una cierta libertad. En México la política pública al respecto es igual. En ambos países los fríos números indican que el virus sigue al alza.



Son las doce de la noche, el sonido de tres cohetes seguidos despide al que se va.

Voces en los días del coronavirus

Polo Noyola, escritor, guionista, productor de radio

Se dice que cada vez se lee menos, discrepo; lo evidente es que, como nunca, existe la necesidad de leer y escribir para hacer funcionar las redes sociales y el internet. Cada institución, empresa o individuo tarde o temprano se enfrenta a la vital necesidad de expresar sus heterogéneos estados a través de plataformas de telecomunicaciones en donde todavía se necesita un ser humano.



En esta larga cuarentena es la primera vez que soy consciente de que la electricidad ha provocado en mí necesidades de una era de la que no sé ni su nombre, pero es nueva y nos obliga a comunicar, a transmitir, a escribir; decir, ver, escuchar, recortar las palabras y las imágenes, signos, ruidos y música que van formando una especie de huella individual o institucional que convertimos en mutuo entendimiento, lenguaje, hipervínculos, intelecto. No sé siquiera si estoy conforme, si eso me gusta.

La parte física de esta operación, dependiendo de la edad histórica, va desde pesados cables de fierro a la filigrana milimétrica de la fibra óptica, por donde viaja un estímulo eléctrico –la electricidad en sí–, transformada por nuestra civilización en signos que vamos interpretando con naturalidad y algo de socarronería; todo comenzó con una señal de puntos y rayas que un telegrafista transmitía al otro lado de un cable, era necesario otro telegrafista que lo interpretaba con una rústica clave. Transmitían sentados ante sus mesas de trabajo, operando la llave con la mano derecha, raya punto punto raya, raya raya, en realidad idénticos a los modernos internautas sentados con una mano sobre el mouse. En lugar de la clave telegráfica ahora enviamos signos, imágenes y sonidos a través de los mismos impulsos eléctricos que generamos con códigos, números y letras por medio de un teclado.

En estos meses de encierro comprendí que esa multimedia a la que accedo en internet se ha apoderado de casi toda mi atención la mayor parte del día; por primera vez en mi vida he permanecido conectado a la red de una u otra forma; al menos disponible: ora música, ora correo, ora chat, video, documental. Observo que la era digital me interpreta como individuo –me clasifica, me escribe, me desentraña, me expone–, me indica cosas que necesitaba ver o que alguien me hizo creer que me interesaba o veo por obligación profesional.

Así ha estado nuestra pequeña comunidad familiar de cuatro miembros comunicada a través del signo eléctrico, neo-morseano, binario, el bit, la telecomunicación, comunicando palabras, imágenes, grabaciones, videos, emoticones, likes, películas, series y cualquier cosa a la que podemos acceder desde nuestra democrática condición de usuarios del paquete estándar Telmex Infinitum.

Transmitimos también humores, reclamos, estímulos sensoriales, educación, cultura, risas, doble sentido, bromas de toda índole y más emoticones –ahora con la forma de mano, de carita sonriente, de animales, gente, pies; balones, figuritas humanas que corren, se sientan, caminan y asumen posiciones que nos envían mensajes; nos van marcando rutas, caminos que seguimos obedientemente (tal vez los deseamos) y no hace falta recordarlos porque, al poco, Google nos lo recuerda: “a ti te gusta esto”. Es verdad que me gusta, soy consciente de que fui bastante fácil de clasificar; así se me han ido definiendo también una multitud de nuevos gustos, de placeres, ahora que permanezco conectado todo el día esa comunicación resulta ser una parte esencial de mi vida, de mi trabajo, mis relaciones humanas; sin ella transcurrieron dos tercios de mi vida, un pasado para el que debemos remontarnos a una época que ya no existe ni existirá jamás. La de los seres pre-conectados, para bien y para mal.



Durante la cuarentena las habitantes de esta casa, en este sentido, estuvimos pegadas a nuestros aparatos todo el tiempo, cada quien con su respectivo cada cual, respondiendo mensajes, enviando señales, recibiendo correos, platicando por WhatsApp; sin horario específico de trabajo, disponible las 24 horas del día; en poco tiempo nos hemos convertido en humanos eléctricos, en seres enchufados, sin una pila bien cargada no llegamos ni a la esquina. Soy de la generación de los que hicieron un gran esfuerzo y aprendieron a los 45-50 años a moverse en Word –con eso me hubiera confirmado, sinceramente– y ya de ahí fuimos agregando otras aplicaciones a nuestras habilidades, tan útiles y sorprendentes para aquellos que hicimos la licenciatura con fichas bibliográficas de cartulina. Ahora edito sonido en Mixcraft 8 Pro Studio, un programa de edición; aprendimos. Una vez tuve que escribir cien cápsulas sobre nutrición; conseguir la información me costó días, terminé en una pequeña biblioteca de la colonia Roma. Imagino que hacer esas mismas cápsulas hoy sería pan comido. En los años ochenta éramos tan pobres, tecnológicamente hablando, que escribíamos un borrador interminable, hacíamos copias intercalando hojas de papel cabrón entre el papel bond, escribíamos en ruidosas máquinas de escribir y entregábamos tareas y guiones impecables.



Cada investigación implicaba tiempo, viajes, consultas en periódicos de la hemeroteca nacional sobre noticias de la instalaciones de líneas telegráficas, hacia 1850, cuando llegó la electricidad que entonces producían con dínamos y concentraban en enormes baterías; crearon entonces al tatarabuelo del internet, pero básicamente lo mismo –comunicación eléctrica–, bautizado como telégrafo; una vez trabajé en el archivo histórico de Telégrafos Nacionales en la ciudad de México, iba dos o tres veces a la semana hasta la casona que lo albergaba a tres cuadras del zócalo de Tlalpan; removía cajas humedecidas porque había goteras y sacaba –y secaba– expedientes sobre los detalles de las instalaciones de líneas en todo el país, de México a Toluca, a Querétaro, a Guanajuato; cuánto costaba cada línea, quién era el constructor, cuántos postes había que disponer, cuántos kilómetros de cable, cuántos peones; cuántos muertos de cólera en cuadrillas que se internaban en las selvas de Tabasco para la instalación de postes que soportarían cables para llevar la comunicación eléctrica. Por entonces el conocimiento, el proceso de la investigación, de la disponibilidad de datos trocaba nuestra comprensión y asumía otras vías. Lo cierto es que nuestra cuarentena sería mucho muy diferente sin la existencia de esta telecomunicación –novedad del último tercio de mi vida–, no necesariamente para bien, pero tampoco para mal. Gracias a nuestros chocantes y temperamentales aparatitos las habitantes de esta casa (son mayoría absoluta), hemos podido mantener separados nuestros intereses vitales (vemos películas juntos pero escuchamos diferente música y trabajamos cada quien lo suyo); en ocasiones veo a cuatro mamíferos deambulando todo el día por la casa comunicada; convivimos en paz y así hemos podido seguir con nuestras labores, asistiendo a reuniones virtuales, dando clases; trabajando casi de modo normal, sin horario; conectados con nuestros comensales cibernéticos y sosteniendo prolongadas juntas de trabajo y reuniones sociales a través de Zoom –la novedad– o de otras aplicaciones como hangouts –la postnovedad– que condescienden tales excesos, como el festejo de los setenta de mi hermano en plena cuarentena (CDMX) organizado por su primogénita (Austin) a la que asistimos todos los hermanos (Tlalmanalco, Chihuahua, Puebla) en un alarde de tecnología festiva. Me gustaría que lo hubieran visto mis papás. Solo la música faltó.

En e-consulta leo que del total de jóvenes que tomaron sus cursos en línea, el 13 % lo ha hecho a través de Facebook; el 8 % lo hizo por Drive, repositorios o YouTube; mientras que el 6 % lo hizo por mensajería instantánea; el grueso del total, el 73 %, usó las plataformas Balckboard, Gclassroom, Mteams y Edmodo (28/05/2020). Pues ni modo.

Nuestros hijos y amigos millennials y zetas (las postmilennials, también llamados posmilénicas​ o centúricas, porque ahí también son mayoría las mujeres); bueno, decía que estos jóvenes de hoy no sospechan que este tema de la electricidad comunicante que hemos añadido a nuestras vidas, esta perenne comunicación multimedia que ahora nos gobierna, comenzó aquí en Puebla hace muchísimos años, concretamente el 20 de mayo de 1854, cuando se transmitió el primer telegrama desde la ciudad de México a la estación de Nopalucan, Puebla; desde ese momento, hasta la actualidad, la comunicación eléctrica nunca ha dejado de evolucionar, ha ido mejorando en cada generación y transmitiendo con un uso más eficiente de la electricidad; por si fuera poco, los mexicanos siempre hemos estado cerca del mitote, que en cuestiones tecnológicas representan los Estados Unidos; cuarenta años después del telégrafo (1853) se logró el habla a través del teléfono (1878), después el cable subacuático (1902), que permitió la comunicación transcontinental Londres-NY; la radiotelegrafía (1914), sin el uso de cables, de Cabo Haro, Sonora a Santa Rosalía, B.C.; se consumó la radiotelefonía (1919) desde un avión hasta una estación de Balbuena; la radiodifusión (1921), con el doctor Gómez en la ciudad de México y el Ing. Constantino de Tárnava en Monterrey, que transmitieron los primeros programas de radio; el teletipo (1930), en pleno Maximato, que arrolló impetuosamente a la clave Morse, tras 82 años de existencia, que ahora resultaba obsoleta; Miguel Alemán, el primer civil en la presidencia de ese siglo, inaugura la televisión (1950) con un informe presidencial; la radiotelefonía (1955), que comunicó a las ambulancias y las patrullas; luego el satélite “Pájaro Madrugador” (1968), que permitió a los ingenieros mexicanos transmitir las Olimpiadas; en los años ochenta dos discretos y utilísimos sistemas denominados télex y fax (1980), muy importantes en la administración de gobiernos y empresas; en los años noventa usamos unos eficientes radios “Nextel” en el equipo de reporteros, hasta llegar al internet (2000) y la transmutación de la telefonía celular a esa pequeña computadora desde la que puedes hacer básicamente lo que te dé la gana. Ir o quedarte, estar y no estar.

La era smart. Nuestro control remoto era como una caja de zapato, con palanquitas; ahora mi control toma decisiones sobre mi futuro inmediato –shhh, descansa en la mesita de la sala–. Leonard Kleinrock, que contribuyó en la creación de la red ARPANET, dice que el internet será tan común como la propia electricidad, que estará en todos lados, en las calles, las paredes, los coches y en las personas. Lo que yo digo es que eso ya ocurrió. Al menos aquí, en mi entorno, en mi ciudad, con mi gente. En You Tube podemos ver las condiciones vergonzosas en las que viven tantos habitantes de nuestro planeta, el vacío humano que ha provocado la prolongada corrupción del sistema capitalista que nos tocó vivir, que ya ha gastado hace tiempo sus reservas racionales y humanistas ilustradas para convertirse en un adefesio asesino e insaciable, que defiende la propiedad sin ningún límite al maltrato y la explotación.

No hay manera de imaginar un mundo feliz, es demasiado larga la cauda de imbecilidad que ahora se demuestra con pesimista evidencia científica. Sabes a qué me refiero, océanos contaminados, ríos y lagunas muertos. Stephen Hawking, por ejemplo, alertaba de que el internet podría terminar en un sometimiento de la especie. ¿No lo ha hecho ya? El propio Kleinrock prevé un peligroso futuro en el que ciudades o regiones enteras podrían quedar sin conexión, “creando un caos indescriptible”.

El artista de medios y curador con intereses en poética digital, sistemas autogenerativos e interactivos, Simon Biggs, piensa que la evolución del internet podría encaminarnos a la extinción. Y que el mundo estaría mejor si nuestra especie no sobreviviera, como lo hemos podido comprobar en esta cuarentena con la tranquilidad de las ciudades, las calles apacibles, sin tráfico, sin smog, con el retorno de la fauna silvestre. ¡Bueno, hasta el río Atoyac ha tenido días con aguas transparentes! La única verdad de todo esto es prueba de que la naturaleza no nos necesita, por más que nos creamos los irremplazables del planeta. La enseñanza de esta cuarentena fue constatar que la naturaleza se sentiría mejor sin nuestra presencia, que no somos dignos habitantes de este noble entorno que depredamos sin piedad. Todos los seres humanos estamos involucrados. Tenemos la información para entender que cada vez que realizamos ciertas acciones, como consumir agua y tirar la botella –así de simple–, contribuimos a la destrucción del medio ambiente, a la contaminación de los ríos y los océanos; contamos también con la formación educativa para aceptar que no tenemos idea a dónde van a dar las llantas que sustituimos de nuestros vehículos. El plástico duro que sustituye al plástico blando ahora, en la era del ecologismo tupperware.

Como se ha comprobado en esta cuarentena, no se trata de dejar de contaminar, porque tendríamos que estar muertos para eso, sino de contaminar con cierto grado de conciencia; de bajar nuestra huella ecológica, de contribuir al esfuerzo mundial para combatir el calentamiento global que ya no es ningún futuro ni mucho menos. En casa descubrimos que necesitamos pocas cosas para estar bien. Aunque somos conscientes de que lo que tenemos –así sea el modesto Netflix–, es mucho frente a un mundo con tanta necesidad. No necesitas ir muy lejos para comprobarlo.

Mi “activismo” ciudadano deja mucho que desear porque no existe en realidad, pero tal vez así comienza, con una angustia como la que me causa el deterioro del medio ambiente, la contaminación; muchas de nuestras costumbres y otras cosas imprácticas de los gobiernos de las ciudades; por ejemplo, hay mucha basura. A los gobiernos municipales parece no molestarles que existan lugares sucios y abandonados de las ciudades sin que nadie, ni autoridades, ni vecinos, ni ongs resientan que existen esos vergonzosos basureros que forman parte, además, del proceso de calentamiento global. En mis caminatas semanales en las que subo por avenida Nacional hasta la plaza Crystal, hay por lo menos dos basureros banqueteros estables (el puente del río San Francisco un kilómetro antes de unirse al Atoyac, tierra de nadie) y otros tantos espontáneos que aparecen cada semana.

Más penoso pensar en el sistema agrícola y ganadero que hace posible el bestial consumo de carne a escala global; esos sistemas que producen cantidades bestiales de alimento para alimentar a multitudes surrealistas de ganados vacunos y porcinos que terminamos comiéndonos los carnívoros. Se consumen 75 hamburguesas cada segundo, 15 mil millones al año. De tacos mejor ni hablamos. El panel intergubernamental sobre cambio climático, IPCC, asegura que la agricultura, la ganadería y la silvicultura generan 23 % del total de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) cada año.

“¡Nos vemos en el bar de las alitas de pollo!” Una orden de alitas estándar de diez piezas equivale a cinco pollos que fueron descuartizados para mi deleite personal. Las alitas de pollo representan un mercado anual de 4,500 millones de dólares a la industria avícola. “¡Otra orden, por favor!” Me incomoda mi participación en el trato cruel y la triste vida de los animales sacrificados; los pobres pollos sin plumas y miles de adefesios biotecnológicos animales y vegetales para mantener mi dieta colonizada cada día de mi vida, desde que nací hasta que muera. También produzco desechos orgánicos a diario.

Nadie gana mientras el virus errante se difunde por nuestra patria en donde nada es demasiado importante para que lo discutamos con seriedad republicana, pero cualquier chisme puede adquirir una dimensión apocalíptica y desatar pasiones irracionales.

Mi conclusión es sombría, pero gracias por invitarme.