Literatura

Siempre volvía cargando un dolor que me aplastaba los ojos, como si la cabeza fuera un bola de acero a la que le hubieran inyectado un aire venenoso que la hacía crecer empujando desde adentro para ocuparlo todo. No sólo la cabeza, sino también los hombros, los brazos, el estómago, los pies.

Primero era ver a mis papás o a mi hermana y luego ponerme a llorar, porque sí, porque me moría de penas. De las dos penas: la de vergüenza y la de tristeza.



Yo había sido una niña dócil y alegre, no me gustaba incordiar, la pura palabra desacuerdo me asustaba. Y de repente, salidos de ninguna parte, aparecieron mis desmayos. Así se les llamó, en mi casa, durante mucho tiempo a lo que ahora se llama, si se nombra con naturalidad, crisis de epilepsia.

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Ilustración: Gonzalo Tassier



Mundo Nuestro. Este texto del filósofo poblano Juan Carlos Canales fue leído por su autor en el homenaje que la BUAP le rindió al pensador argentino Raúl Dorra, miembro ya de la Academia Mexicana de la Lengua. , Avecindado en Puebla luego del golpe de estado del 25 de marzo de 1976 que sumió a aquella entrañable república en el horror de la dictadura militar es Dorra un pensador en el exilio que encontró su lugar en Puebla. Y desde nuestra universidad pública ha construido un pensamiento original y profundo alrededor del lenguaje poético, la semiótica y la literatura.



Esta es simplemente una carta escrita desde la urgencia que exige la admiración

Ningún homenaje, ningún premio, ningún reconocimiento puede darnos cabal cuenta de la magnitud de una obra y, en nuestro caso, de la magnitud de la obra de Raúl Dorra. Y al hablar de magnitud, no sólo me refiero a la cantidad de libros publicados por él, sino, fundamentalmente, al radio, la densidad y la voz de esa obra.

Radio que abarca desde los estudios medievales, el Martín Fierro, el tango, la poesía de Gloria Gervitz, el fenómeno de la lectura en el mundo contemporáneo o el verbo chingar. Pareciera que nada humano le fuera ajeno a Raúl.



Densidad, por la cantidad de líneas interpretativas que esa obra articula y resume para ofrecérnoslas con una luz renovada y lejos de cualquier ortodoxia, a la vez que es una apuesta por la inteligencia del lector en el espacio común y polifónico del texto donde dos subjetividades se encuentran y desde ese encuentro amparado por el azar y la necesidad, por la voz y el silencio se reinventan.

Y sobre todo la voz, gracias a la que, un discurso, sea cual sea, se hace único, singular, irrepetible

Cierto, ya se ha dicho muchas veces, aunque nunca sobre repetirlo: Raúl Dorra es uno de los más importantes escritores hispanoamericanos vivos. Junto a ello, afirmo, sin temor a equivocarme, que Raúl es, también, uno de los más singulares pensadores de nuestro continente. Si el ensayo continúa siendo un género relativamente marginal respecto a otros, Raúl Dorra ha dignificado como pocos esa tradición que arranca con Montaigne, pasa por Ezequiel Martínez Estrada o una figura más próxima a nosotros, como Roger Bartra, devolviéndole el lugar que merece en la literatura.



Cierto también, en el caso de Raúl Dorra es inútil pretender separar los puentes que unen --y separan-- la obra propiamente creativa con la ensayística, convirtiéndose, la primera en una permanente indagación sobre las posibilidades y límites del lenguaje, al mismo tiempo que de las posibilidades y límites de la construcción narrativa. En tanto el ensayo es la más clara impronta de la pasión. Raúl Dorra es una de esas extrañas aves del mundo intelectual, capaz de mezclar la más puntual erudición y rigor académicos con la propuesta de una aventura por vastos e insospechados territorios.

Con motivo de este encuentro, de esta celebración que es también nuestra celebración porque Raúl de muchas formas ya nos pertenece, he vuelto a uno de sus más fascinantes trabajos: La casa y el caracol, publicado en 2005. No me detendré en los detalles del libro; la más escueta reseña nos obligaría a permanecer aquí varías horas para desentrañar su riqueza, pero a lo largo de su lectura --lectura que es siempre una interrogación y no sólo un don-- me he preguntado una y otra vez qué es lo que permite a Raúl Dorra sumar en un solo texto, como el referido, un complejísimo mundo teórico que va de la lingüística a la antropología y el psicoanálisis para alumbrar la relación entre la voz y el cuerpo, al tiempo que la observancia enamorada, morosa, de un molusco como el caracol. Y me respondo que esa erudición, ese espíritu aristotélico que posee Raúl, sólo pueden estar alimentados por una fuente de carácter eminentemente ético: el asombro, Thamazein, que los modernos hemos olvidado por las exigencias de un mundo dominado por la técnica, el éxito, la eficiencia y la prisa. Asombro de estar en el mundo y frente al mundo, porque los hombres no sólo estamos en él sino frente al a él, confrontados con él y con nosotros mismos, lo que nos permite ser siempre otros, definirnos como una otredad radical, una diferencia, un resto que escapa y escurre de nuestra mismisidad, de nuestro ensimismamiento. Entonces es el cuerpo lo que verdaderamente nos apertura al mundo y permite una posición determinada frente a él. En este sentido, habría que rastrear en la obra el intento de Raúl por dar un paso más allá de, al menos, la fenomenología husserliana, cuyo edificio descansa en el yo y la conciencia. Al mismo tiempo, si el cuerpo es un discurso y el discurso un cuerpo, los lazos que los unen y que nos unen a ellos son los del habla y la escucha por las cuales el mundo es un acontecimiento polisémico y polifónico, no una fijeza, y el texto, una mandala de ese mundo definido por la diferencia, y por la producción infinita de otros acontecimientos.

A la par de su tarea como autor, tarea que implica un distanciamiento y a veces un diálogo con los muertos, hay que destacar la importante labor que Raúl Dorra ha desarrollado como profesor y difusor de la literatura. Señalo apenas su aporte en el aula para profundizar en los estudios de nuestra tradición hispánica o ampliar el horizonte de lo que suele llamarse “ciencias del lenguaje”. Si es cierto que a finales de los 70s --con lo que se ha llamado, no sé si con precisión, generación de la ruptura-- Puebla vivió una importante transformación en el modo de entender y hacer literatura, se lo debemos, en gran parte a Raúl Dorra; otra parte, no menos importante, a Miguel Donoso Pareja, recientemente fallecido.

El próximo 24, se cumplirán 40 años del golpe de Estado en Argentina. Nuestra universidad recibió una parte importante de exilio argentino, particularmente el proveniente de Córdoba. Figuras como Oscar del Barco, Raúl Dorra, Juan Carlos Grosso, Rodolfo Santander, Alberto Sladogna y Oscar Terán, entre otros, vinieron a cambiar el perfil humanístico de nuestra institución. Hoy, como un gesto de gratitud, los universitarios poblanos deberíamos extender el homenaje a Raúl Dorra hasta el de los múltiples exilios con los que nuestra universidad se ha visto beneficiada a lo largo del siglo XX. Nuestra mayor riqueza debería continuar siendo la pluralidad y el reconocimiento de la diferencia: no el lugar que ocupemos en las estadísticas educativas nacionales sobre eficiencia y eficacia. En un mundo dominado por la lógica del capital, el pragmatismo, la homegeneidad, la intolerancia, los odios raciales, la brutal violencia como la que se ha desatado en México en general, y en Puebla en particular, y la pauperización de la vida política e intelectual, debemos recoger el testamento del exilio, el de los exilios, y el de Raúl Dorra, de modo singular, para repensar nuestro lugar como universitarios de cara a ese mundo que parece deshacérsenos entre las manos, luego de la crisis de la utopías.

Mundo Nuestro. Raúl Dorra nació en 1937 en San Pedro de Jujuy, Argentina. Es uno de los muchos exilados argentinos que llegaron a Puebla tras el golpe de Estado del 25 de marzo de 1976. Aquella tragedia nos legó a uno de los más importantes pensadores sobre la lengua y la literatura en el mundo.

En el marco de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en agosto pasado presentamos este texto que forma parte de su discurso de aceptación, y que bien revela la ruta mexicana que siguió la construcción de su pensamiento por el análisis del lenguaje poético.



Aquí una perspectiva de sus principales publicaciones:

Los extremos del lenguaje en la poesía tradicional española (1981), De la lengua escrita (1982), La literatura puesta en juego (1986), Hablar de literatura (1989), Profeta sin honra (1994), Entre la voz y la letra (1997), La retórica como arte de la mirada (2002), Con el afán de la página (2003), La casa y el caracol: para una semiótica del cuerpo (2005/2006), Aquí en este destierro, (1967), Sermón sobre la muerte (1977), Los trabajos y las horas de Damián (1979), La canción de Eleonora (1981), La tierra del profeta (1997), Ofelia desvaría (1999) y La canción de Eleonora (nueva versión 2002).

A mí, que llevo exactamente cuarenta años de vida en México, lo que nunca deja de sorprenderme es que esta suerte de continuo regodeo en la producción de giros idiomáticos y piruetas argumentativas esté tan extensamente repartido en su población y alcance prácticamente por igual a todas las clases sociales que la integran. Yo podría decir que casi no he encontrado mexicano o mexicana despojados de agudeza verbal, aunque muchas veces la posición social que ocupan, o la profesión en que se desempeñan, los obligue a una conducta retraída y un habla cautelosa o protocolar. Me explico mejor: en los medios en que me muevo he encontrado a menudo, y por causas diversas, a personas cuya comunicación se muestra afectada por la inhibición o la timidez. Y sin embargo, por los años que llevo de observar conductas y sobre todo modalidades de habla, yo estoy siempre seguro de que esa persona –funcionario, estudiante o prestador de servicios– en cuanto se encuentre en una situación en la que se sienta relajado, en cuanto se afloje la corbata o aun encorbatado se beba algunas copas, se convertirá en una fuente de dichos ingeniosos y argumentaciones invencibles…

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