Literatura

Mundo Nuestro. José Luis Pandal (Ciudad de Puebla, 1955). Comunicador, politólogo, escritor. Una de las mentes críticas más importantes en Puebla. Este texto forma parte de sus Crónicas de los abuelos, una serie que construye para dar cuenta de la memoria como mecanismo fundamental de la historia y la literatura.

José Vega López, asturiano avecindado en Tlapa, Guerrero y, para dar cuenta de esta historia, en la ciudad de Puebla.

Crónicas de los abuelos



José Vega López, mi abuelo, dejó sus montañas asturianas siendo apenas un crío, para embarcarse en un puerto lleno de lágrimas y bendiciones, con la única compañía de su fe en la Virgen de la Cueva.

Viajó en tercera clase de un barco donde abundaban las ratas marineras, acompañado del mareo constante y el recuerdo de su madre y de su aldea.

Sabía leer y escribir, con la letra preciosa que le enseñó su hermana mayor y hacer cuentas, con la precisión que le enseñó la necesidad de hacer rendir las pesetas, siempre escasas.

Llegó a un puerto ardiente de un país que no comprendía y de ahí se fue a la montaña guerrerense donde estaba su destino.

Trabajó desde el primer día y durmió debajo del mostrador de la tienda que con el tiempo hizo suya; El Esfuerzo se llamaba, con precisa denominación.



Trabajó, conoció el amor, se casó con María que lo amó toda la vida hasta su muerte, viajó incansable de la montaña a la costa y de la costa al altiplano, arreó miles de chivos, por meses, hasta llegar a la sangrienta matanza que consumaba el negocio, inventó -con ayuda de la creatividad e imaginación de un comerciante en chiles y guajes del mercado- el llamado 'mole de caderas', para aprovechar hasta 'los huesitos', como decía, de los nobles animales que lo hicieron rico.

Don José Vega López y su esposa María Tapa con sus hijos, en el mostrador de la tienda "El Esfuerzo" en Tlapa, Guerrero. Quinta de derecha a izquierda, Orfelina Vega Tapia, la madre del autor de esta crónica. (Fotografía del archivo de José Luis Pandal).



En sus montañas mexicanas prosperó, nacieron sus hijas e hijos a los que amaba sin medida, pasó de chaval a Don José y pensó en volver a la tierra de la que salió más de treinta años antes.

Pero llegó aquella carta -la conservo- que le heló el corazón:

Ruenes, Marzo 9 de1936

Mi querido Pepe: Tu buena madre... falleció ayer a las dos de la tarde. Como le habías anunciado tu viaje para el verano... estaba ilusionada por abrazarte...

Nunca volvió a España. Con el tiempo vendió todo lo que poseía en Tlapa, se estableció en Puebla -donde ya estaban sus hijas e hijos estudiando- y puso una dulcería -La Mascota, se llamaba- en la 8 Poniente, la calle del comercio.

Enfermo de tiempo atrás, en sus años finales se dedicó a leer, de todo, desde las novelas españolas de Pérez Galdós y Rafael Pérez y Pérez -que era prolífico autor de textos con la misma anécdota y diferente vestido- hasta los autores mexicanos que hablaban de la revolución que le tocó vivir y Altamirano y su 'Navidad en las montañas', que le gustaba mucho.

En la mesa del comedor de su casa conocimos España, en libros con grandes fotos de hermosos lugares -Madrid, Sevilla, Toledo, Covadonga-, que, estoy seguro, pudo ver con mis ojos muchos años después, pues recorrí su patria, casi toda, con su presencia en mi corazón.

Los domingos comía a su lado y compartía conmigo lo que, sin saberlo él, era ya difícil comprar, sólo para su gusto, porque su generosidad y confianza agotaron la fortuna; 'dejen comer a mi Pepelí todo el jamón, el queso y el pan con aceite de oliva que quiera', decía, entre castizos 'coños' y mexicanos 'chingaos'.

En la tarde dominguera veía con él la televisión en un mueble de buena madera que contenía un radio de 4 bandas -en onda corta escuchaba Radio Nacional de España- un tocadiscos de 78 a 33 revoluciones -discos de pasta, de Los Churumbeles, Los Bocheros y de Jorge Negrete, entre los que recuerdo- y un televisor -en blanco y negro- cuyos bulbos traidores nos causaron algunos disgustos.

Los toros -narrados por Pepe Alameda, "oro, seda, sangre y sol" y con la voz comercial de Paco Malgesto, "hondo y profundo", que al final de la corrida arrastraban la voz, después 'El cuento de Cachirulo', "adiooós amigos" y por último “Coros y danzas de España” --¿así se llamaría?--, que patrocinaba Aeronaves de México y usaba el tema de una zarzuela que decía -en el anuncio-: "¿Dónde vas con mantón de Manila?, dónde vas con vestido chiné?, pues me voy a Madrid de inmediato y me voy con mayor rapidez".

Yo veía un brillo especial en los ojos de mi abuelo cuando oía/veía jotas, chotis o pasodobles; ahora que el abuelo -abo- soy yo, comprendo que ese brillo es velo lacrimoso de nostalgia, de quien recuerda juventud ida y tiempos de fortaleza e ilusión.

Entre mis bienes más preciados -no soy muy afecto a los objetos, me estorban y me sobran- conservo el reloj de mesa que marcaba sus horas, su último sombrero y el bastón, desgastado por el uso, que lo sostuvo en sus últimos años y con cuyo mango me atrapaba cuando, muy pequeño aun, me quería escapar de su lado; ya más grande, era feliz con él y disfrutaba su compañía, su charla, sus historias y la atención que ponía en mis asuntos.

La muerte de mi abuelito Pepe, hace más de cincuenta y cuatro años, fue la primera pena de mi vida, un dolor inmenso que lloré a solas por mucho tiempo. Uno quisiera evitar esas penas a quienes ama, pero todos nos vamos en algún momento y alguien sufrirá por ello; bien mirado, ese dolor significa que algo hicimos bien y algo dejamos en quienes nos aman.

No se por qué, ahora que se acercan la nochebuena y la noche vieja, como se celebraba en mi casa materna, a la española, estoy recordando a mi abuelo; mi feliz niñez, en realidad.

Tal vez porque este 'annus horribilis', 2020, muchos tendrán lugares vacíos en su mesa y nostalgia por otras navidades, con reuniones familiares multitudinarias, alegres y llenas de esperanza.

Yo me acordaré de los turrones, los polvorones, las almendras confitadas y las castañas asadas de la mesa de mi abuelo; lo tendré presente, junto a mi abuela materna, mi mamá, mi papá y mi hermano Juan.

Y también recordaré a amigos ya idos y a otros, no enterrados, pero sí encerrados, a los que no sé si volveré a ver.

Comparto este texto, que en realidad escribo a mis nietos y nieta, a mi hija, mi hijo y mi nuera, por si por ahí ayuda a alguien a acordarse de mejores tiempos.

Y lo escribo para que sepa mi familia que venimos de una estirpe de gente buena, trabajadora y generosa.

Revista Nexos. En el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la escritora Ángeles Mastretta conversó ayer con la académica Paulina Morales sobre el poder redentor de la literatura en esta época aciaga. Aquí presentamos una transcripción de la plática.

Ilustración: Ricardo Figueroa

Ángeles Mastretta: Hola, soy Ángeles Mastretta. Decía una amiga mía: eso es lo que te sale muy bien, ya después viene lo demás. Y en efecto, para mí, decir “Hola, soy Ángeles Mastretta” fue una cosa que tuve que aprender desde muy chica, cuando llegué a México. Había vivido en una provincia donde la gente sí sabía que yo era Angelitos Mastretta, porque todos nos conocíamos. Entonces me acostumbré, al llegar a México, a decir “Hola, soy Ángeles Mastretta”. Así que con todo el gusto del mundo les digo a ustedes, mis oyentes, mis lectores en México, en Guadalajara, en todo el país y en América Latina: hola, soy Ángeles Mastretta y les agradezco muchísimo que estén hoy en la noche en la FIL de Guadalajara para conversar con nosotros. He invitado, y se ha dejado invitar, a Paulina Morales. Ella es una mujer excepcional de Chihuahua. Nos conocimos en la feria de Chihuahua. Ella me cobijó entre sus lectores, entre los lectores de Chihuahua, y entonces yo la invité ahora a platicar conmigo y con ustedes. ¿Qué dices Paulina, cómo estás?



Paulina Morales: Hola, muy buenas tardes, Ángeles. Estoy muy feliz de estar aquí contigo hablando nuevamente de tu maravillosa obra. Para mi, yo hablo de Ángeles y digo: Ángeles, desde que nació, nació en la ciudad del enigma, en la ciudad de los volcanes y de toda esta mística que te envuelve. Ángeles, tu obra es un tesoro: está llena de historias naturales. Hablas del corazón, de la cotidianidad, de lo más profundo, de lo fugaz, de lo bonito de las cosas, de lo eterno. Bienvenida. Muchísimas gracias, Ángeles, por esta invitación. Y pues adelante, vamos a conversar.

AM: Yo traje, no lo puedo llamar un regalito porque se oye pretencioso… Pero yo escribo todos los meses en la revista Nexos una columna bajo el nombre “Puerto Libre”, como después llamé a mi blog en El País, que también se llamaba “Puerto Libre”, y que dejé de hacer porque era todos los días y era un trabajo bárbaro. Pero fue una época muy feliz en mi vida, en la que tuve grandes conversaciones con gente de toda América y de España, y también con gente de América y España que vivía en Estados Unidos. Y como no existía Facebook, hicimos un grupo de amigos que se encontraba todos los días para contar sus historias. Digamos que yo llevaba la voz de esas historias porque ponía la historia del día, pero cada quien tenía la suya. Entonces, “Puerto Libre” me recuerda dos cosas: ese blog que tenía allí y el texto mensual que he hecho para Nexos desde —ya no quiero pensar cuando, porque tengo 71 años, pero era como 1990. No vamos a pensar en el tiempo, a pesar de que la pandemia nos ha puesto a pensar permanente en el tiempo. Los jóvenes, que muchos de ustedes son, piensan en el tiempo que están perdiendo, piensan en lo que estarían haciendo. Yo y la gente de mi edad pensamos en cómo el tiempo se va acortando. No nada más en el año. Me ha pasado este año —y la verdad acaba siendo triste, pero ha sido útil— que he pensado no sólo de qué se trata la vida, que eso me lo he preguntado mucho tiempo antes, sino cuánto tiempo de hacer esto me queda. Y si eso me tiene que tener afligida o no, o si me tiene que tener afligida unos días y feliz otros. He pasado estos meses dejando que entre a mi cabeza y a mi espíritu la idea de que nos tenemos que morir. Y al mismo tiempo he estado peleándome, no con la idea, sino con la pena que te da pensar ese tema. En eso he estado.

Y les quería leer un poquito de la columna que voy a publicar en diciembre, para darles un pequeño adelanto. Yo lo que sé hacer es escribir, más que hablar, y por eso les quería leer lo que escribo. Pero es muy pesado ponerse a leer: agobia mucho a la gente. Entonces voy a leer un poquito y luego les voy platicando. Y luego, Pau, me preguntas las primeras preguntas que tu traes y luego las de todos los amigos que tenemos de lejos y siempre de cerca.

Miren, yo escribí un texto para diciembre que empieza diciendo que yo no quiero pensar este año de 2020 como un tiempo triste y soberbio, regido por los designios de dioses descalzos de piedad —como todos los dioses—. Quiero seguir usando este año para darle tiempo a los recuerdos que andan a la deriva. Alguna vez, tras un segundo que me detuve inerme en la Avenida Juárez, apareció como de la nada un dicho de mi abuela que decía: “Cuidado, hija, en México siempre hay que cruzar la calle viendo por los dos lados”. Nunca fue tan necesaria la contundencia de mi madre, ni la de la mamá de mi madre. Aquí los coches pueden salir de cualquier parte, aparecer sin más en sentido contrario; las señales aquí son sólo sugerencias, como las leyes. Pienso en ella haciendo su recomendación y nos recuerdo detenidas en el crucero de la calle. Yo iba empujando su silla de ruedas hacia nuestra casa, que estaba del otro lado de la suya. Eran calles tranquilas como el ocio, pero las interrumpía de repente el torbellino de un camión de redilas convertido en camión para pasajeros. Remembranzas así, cuando la vida va de prisa, nos asaltan sólo por unos segundos. En cambio ahora, en todos estos meses de abigarrada lentitud, los recuerdos no necesitan estímulos. Acuden porque sí: son como la marea, los mueve la luna o el sol del invierno, en el valle sin lagos, al pie de unos volcanes que nunca vemos. Ha llegado diciembre, y con diciembre las fiestas, y con diciembre y las fiestas la certeza de que no podremos vivirlas como las vivíamos otros años, de que tendremos que decirnos que nos queremos a la distancia, a lo mejor al aire libre, en el patio, sin besarnos tanto como siempre, y en lugar de ser treinta siendo cuatro.

Lo que quiero hacer leyéndoles este texto es convocarlos a recordar. Creo que este tiempo nos ha ayudado mucho a hacer eso. Yo me quiero acordar de un hombre al que llamábamos Cristobalito. Cristobalito llegaba cargando un bulto enorme forrado de blanco y lo soltaba en mitad de mi casa. ¿Y qué era? Era un pino. En 1954 y 1960 estaba tan prohibido talar árboles como ahora. Pero Cristobalito no era un negociante capaz de arrasar un bosque. Cortaba ramas de los árboles, a veces picos —y eso era muy peligroso—, y los traía para que nosotros los adornáramos. Lo que yo digo en este texto es que hay cosas que a uno le pasan en la infancia o la adolescencia que son como destellos. Porque yo sé, si digo delante de mi familia, “es que como hubiera pasado con Cristobalito”, todo el mundo alrededor sabe quien era, cuando era una presencia de diez minutos cada año.



Quiero convocarlos, y sobre todo a quienes están aquí porque quieren ser escritores —que siempre son muchas y muchos—, a asir esos recuerdos, aunque tengan veinte años. A los veinte años yo ya era una evocadora profesional. Y creo que evocar es convocar, y creo que escribir lo que uno convoca y lo que uno recuerda es ponerse a salvo, no del olvido, pero sí de nuestros olvidos. Nadie sabe que tan a salvo está del olvido. Yo creo que somos lo que dejamos en los otros. Y creo que una brizna de nuestro infinito se irá quedando en los demás hasta que deje de estar. Pero mientras la tengamos, mientras los demás puedan acceder a ella, pues vamos dando.

PM: Muchas gracias por esta primicia, que dices que sale en diciembre en nexos, ¿no?

AM: Sí, en diciembre. Ya no se las seguí leyendo porque es mejor leerla cada quien.



PM: Retomando un poquito de lo que nos acabas de leer, en algunas de tus obras hablas de la muerte, de tus familiares, de lo que ha dolido, de tus cenizas. Sin embargo, en estos tiempos de la pandemia, hay muerte en todos lados: física, espiritual. Creo que la gente está cansada; está triste todo el tiempo. A veces entendíamos porque moría la gente, y hoy no nos queda más que escuchar y escuchar noticias. Y bueno, me trae a la mente un texto de tu libro La emoción de las cosas. No sé si me permitan leer rápidamente un párrafo de “Tristeando como un león”. Me encanta y creo que queda perfecto para esta etapa en la que estamos viviendo. Dice:

Yo, como el león, ando tristeando. La computadora me subraya tristear, no acepta la existencia de semejante verbo. ¿Cómo no me consultaron antes de hacer el diccionario? Tristear es una actitud irracional, sin duda: un estado del alma que no necesariamente es estar entristecido; es que la tristeza se meta en nosotros sin causa aparente y se ponga a conjugar su actividad sin nuestro permiso […] Tristear es como caminar al revés, como tener las rodillas mirándose una a la otra, como hacer el bizco, como no encontrar el tono de una canción. Tristear es no acordarse del nombre de alguien a quien queríamos ver.

Yo creo que hoy queremos ver a muchas personas que no hemos visto. Hemos estado en la distancia, alejados de los abrazos. Nos hemos perdido tanto tiempo, Ángeles, que creo que esta mini-historia de este libro nos queda perfecto. Dices: “Tristear es no atreverse a decir tristeza”. Tu obra, Ángeles, creo que es una gran compañera en este confinamiento porque nos permites sentir. Nos permites sentirnos más cerca de los nuestros, porque hablas de tu papá, de tu mamá, de tus hermanos. Y creo que estos vínculos son los que debemos reforzar estos días, porque si bien nos hemos cerrado al exterior en estos meses, creo que nos hemos abierto a nosotros mismos y a los nuestros.

AM:Ese texto que leyó Paulina está en un libro que se llama La emoción de las cosas, y que es un libro que escribí cuando mi mamá acababa de morir y cuando yo me quedé con la certeza de que estaba en la primera silla. Pero quiero que hoy, además de hablar de la tristeza, creo que nos merecemos y nos debemos hablar de las alegrías. Creo que diciembre tiene que ser un mes alegre. Para mí siempre lo ha sido. En los últimos años empezaba siendo alegre porque pasaba yo una semana en la Feria del Libro de Guadalajara oyendo a otros escritores, conversando, comiendo con otros, dedicando libros, conociendo lectores. Creo que tenemos que darnos ahora la esperanza. Creo que nuestro deber, sin duda, es la esperanza. Y que además tenemos muchos motivos para buscarla. Los que estamos aquí somos una pandilla de privilegiados, porque podemos estar aquí. Tenemos que dar las gracias pero no por eso sentir que la vida nos ha bendecido excepcionalmente, o que los dioses están de nuestro lado cuando no han estado del lado de los demás. Yo creo que estamos todos en el mismo barco, y que estos encuentros sirven para asirnos de la literatura. No la mía, sino de tantos prodigiosos escritores a los que muchas veces no hemos leído suficiente. Yo iba a tener una conversación hoy con Almudena Grande. Ella y yo tenemos en común que nos gusta hablar del pasado: buscar qué pasó antes para darle realidad a nuestro presente, y para contárselo a otros descifrandolo, para entenderlo mientras lo escribimos. Más grave aún: para enterarnos de qué es lo que pasó. A mi me gustaba muchísimo ese tema. Porque estábamos hablando de hurgar en nuestro pasado, pero también hurgar en el pasado de nuestro país y de nuestro mundo. Es importante, y nos ayuda a vivir.

¿De qué otro escritor quiero hablar hoy? A propósito de Almudena, una coincidencia grande que tenemos: coincidimos en Pérez Galdós. Si ustedes hoy me preguntan, ¿oiga, qué libro me recomienda usted que yo salga a comprar y leer en este momento? Compren a Benito Pérez Galdós. Los Episodios nacionales, pero, fundamentalmente, si no han leído a Pérez Galdós, lean Fortunata y Jacinta. Es una historia fantástica que los va a conmover y arrebatar y que les va a enseñar mucho a finales del siglo XIX. Si me iban a preguntar qué recomendaba, eso recomiendo.

PM: Me encantaría rescatar esto que decías sobre el pasado. En uno de tus libros dices que la nostalgia del pasado es la pasión por hurgar en lo que fue para saber quienes somos hoy en día. Creo que todo este tiempo nos va a ayudar a reflexionar sobre quienes somos. Entonces, me gustaría preguntarte: hoy, a raíz de todo el encerramiento, ¿quién es Ángeles ahora? ¿Qué piensa, qué ha cambiado en su vida? ¿Cómo visualizas la vida?

AM: Ha cambiado para mí la quietud. A mí me gusta el encierro, debo decir. Me encantan mis amigos, sobre todo mis amigas, pero también mis amigos. Y estoy muy acostumbrada a casi siempre verlos en mi casa. Entonces, de repente digo: yo no quiero salir, quiero que los demás entren. Eso es lo que extraño de estar aquí: extraño ver a los demás. Pero evidentemente soy la misma: soy una escritora, no digo que torturada, pero con falta de rigor. Entonces en eso me torturo, pero nada más. Hago otra cosa rara que es que bailo todos los días.

PM: ¿Cantas?

AM: Bailo y canto todos los días. Como ejercicio. Hay gente que extraña correr o salir al parque; yo salía mucho al parque. He encontrado que una manera de salir es bailar. Porque además sales con quienes cantas, sales con las canciones que cantas. Yo quería preguntarte, ¿tenemos preguntas? Porque quisiera pedirle a la gente que nos manden preguntas, para que valga la pena esta conversación ampliada. Porque lo que me gusta mucho de la FIL de Guadalajara es estar viendo a la gente, ver qué piensan de lo que digo, y reirme con ellos. Me decía hace poco mi hija, “oye, ¿por qué hacen esos encuentros en los que no se ve todo el mundo a todo mundo?” Pues porque es complicado. Pero vamos a pensar que nos estamos viendo y que las preguntas llegan con la mirada de alguien más.

PM: Sí, de hecho la gente empezó a hacer sus preguntas a través de los comentarios de Facebook. Ahorita me las van a comenzar a pasar. Pero antes quisiera preguntarte —me pasó ahora que estuve leyendo este libro, Yo misma, un libro encantador que invita a la alegría y a la felicidad porque retomas frases y aforismos de otros de tus libros. Y aquí mencionas que relacionas la felicidad con la escritura. ¿Cómo es esto, cómo comenzó? ¿Es desde tu padre que comenzaba en aquel tiempo en esa máquina que nos has contado en otras conversaciones?

AM: Sí, yo digo que a mí la escritura y la felicidad me fueron enseñadas como una misma cosa. Porque yo era una niña metiche y como tal me gustaba estar cerca de los adultos. Tenía yo cuatro hermanos, por los cuales tengo mucho amor. Pero todos éramos niños y vivíamos en una multitud de niños, porque éramos veinte primos en una misma calle. Entonces la cercanía con los adultos te volvía original. La historia de Arráncame la vida la arranque de la voz de los mayores. Y entonces mi papá los domingos escribía una columna que se publicaba los lunes. Y así como otros papás iban a jugar frontón o iban a correr o iban a jugar golf o a tomar café con amigos, mi papá escribía. No le pagaban. Escribía su columna por gusto. La escribía para estar contento, y yo creo que para decirnos a sus hijos: “Todo mundo cállese porque su papá está escribiendo. ¡Vayan al jardín!” Entonces yo creo que era su momento del domingo en el que podía estar en paz. Y escribía en esa máquina que hacía ruidito —que saben que yo tengo mi teléfono que hace ruido como si estuviera escribiendo a máquina cuando mando WhatsApps. Y entonces yo estaba sentada en el suelo, viendo un libro o viendo al infinito y oyendo como mi papá escribía en su máquina a toda velocidad y sintiendo en el aire una suerte de alegría. Por eso digo que me fueron enseñadas como algo al mismo tiempo.

Al mismo tiempo era muy raro porque mi mamá y mi tía montaban una obra de teatro para mi abuela el día de su santo. Y entonces ellas escribían, cambiaban las letras de las canciones, nos daban diferentes quehaceres a los veinte nietos. También de ellas aprendí que también disfrutaban escribiendo. Supongo que los matemáticos disfrutaban la clase de matemáticas; yo disfrutaba la de gramática. Sí creo que era yo una niña rara. Pero ya el colmo de mi felicidad era cuando nos decían: “composición con tema libre”. Me conmueve: quince niñas a los diez años escribiendo una composición con tema libre. No sé qué escribiríamos. Pero lo que yo recuerdo es que me divertía hacerlo. Así que esas fueron las varias maneras en las que me fue enseñada la escritura como una forma de felicidad.

PM: Cuando comenzaste a escribir, primero Arráncame la vida, luego Mal de amores, yo advierto a una mujer audaz, a una mujer del futuro que en ese momento en el que estaba escribiendo estaba pensando en la mujer de hoy en día, en esas libertades, en romper con los esquemas patriarcales, estabas pensando en una mujer que es conocimiento, que es mundo, que no es sólo la cocina ni el bordado; ¿cómo hiciste, Ángeles, para pensar en aquel momento lo que necesitamos ser hoy —porque lo somos?

AM: Yo escribí Mal de amores cuando mis hijos eran niños y yo ya venía de regreso de una búsqueda. Llegué la ciudad de México a trabajar y a la universidad, a la bendita UNAM, y tuve que ser muy distinta de lo que se había previsto que yo sería. Tuve que no casarme. Tuve que aprender otras cosas. Y sobre todo me di cuenta de que mi mundo había sido chico y, sin embargo, había sido grande comparado con el de mucha otra gente. Entonces, ¿qué quise hacer con Emilia Sauri? Emilia Sauri que es una mujer que nace en 1893 —tiene la edad de mi abuela— es una mujer que yo quise, no me di cuenta cómo, volver contemporánea. Me conmueve que tú, Paulina, e incluso las mujeres que tienen veinticinco años se puedan identificar con esta mujer que en 1910 tenía diecisiete y que lo que quería era enamorarse con libertad, seguir por donde quisiera, estudiar medicina, aunque no hubiera escuela de medicina, buscar por dónde aprender, y que tuvo unos papás que no sólo le imposibilitaron eso sino que se lo pusieron en la cabeza, se lo dieron no sólo como una posibilidad sino como un don y también como un derecho y también como un deber. Porque una mujer que había sido educada acompañada por sus papás, como lo fue Emilia Sauri, no podía haber sido una burra, tenía que haber sido inteligente, tenía que haber sido valiente. Yo tengo entre los lectores, y más entre las lectoras, una diferencia rara. Quienes probablemente han leído Arráncame la vida son un tipo de lectores, los que necesitan que alguien te atrape. Son muy buenos lectores y yo quisiera poder ser esa escritora todo el tiempo. Contar una historia y decir ven y te jalo conmigo y la leemos y nos enteramos de qué se trata en muy poco tiempo. Eso en Arráncame la vida. Yo supe, cuando concluí la voz de Catalina Ascensio, la mujer de Andrés Ascensio, y en su caso yo quería escribir la historia de cinco caciques poblanos porque estaba yo estudiando ciencias políticas y creí que mi tesis se podría tratar de ellos. Luego me di cuenta de que no: primero, yo no era una investigadora, no había estudiado historia, ni necesariamente ciencias políticas, había estudiado periodismo y cuando empecé a buscar quiénes eran y qué les pasaba yo creo que dije aquí lo que conviene es tener una voz, que sepa mucho y al mismo tiempo no sepa muchas cosas. Entonces inventé la voz de Catalina Ascensio para tener la voz de la esposa de un cacique que resuma a todos ésos. Y esa voz se volvió la importante en el libro. Se volvió la guía y lo más lógico es que la historia fundamental, como yo la veía, no la de los caciques —ella cuenta eso, pero cuando lo cuenta se cuenta a sí misma, y lo que cuenta es la historia de su educación sentimental, de cómo crece. Bueno, eso pasó con Arráncame la vida. Con las Mujeres de ojos grandes, que son treinta y ocho mujeres distintas, y viven casi todas en provincia, en algún tipo de provincia y digo algún tipo porque cuando llegué a Italia, a un pueblito precioso que se llama Conegliano, había muchísima gente esperándome y yo dije: ¿qué hay aquí en este pueblo tan distinto del mío? Yo iba a presentar Mal de amores. ¿Qué ha traído aquí a tanta gente? Y entonces se presenta un señor a la firma de libros y me muestra Mal de amores y me dice: qué bueno que ya escribió otro porque yo le regalé a mi mujer Mal de amores tres veces. Entonces ¿por qué esas mujeres, de una provincia chiquita como Puebla, permearon en una provincia chiquita italiana, y en Rosario y en Córdoba, Argentina, y en Uruguay? Porque lo pequeño, porque las historias privadas, porque lo muy personal es igual en todas partes.

PM: Me parece que en la literatura hacer que las cosas parezcan sencillas es de lo más complicado y tú lo haces en tus obras. Así nos cobijas tú. […] Están llegando muchas preguntas de toda Latinoamérica, entre ellas, Patricia Velarde pregunta ¿cómo la literatura puede rescatarnos de esta pandemia?

AM: De muchísimas maneras. Mira, incluso a la gente que no lee la literatura la ha rescatado en esta pandemia porque las series y el cine son las historias. Y no conozco a nadie que si no ha leído un libro no haya visto una serie. Y las series y las películas tienen detrás la literatura. No hay nada que se filme que no tenga una historia detrás. Entonces claro que nos han rescatado y lo han hecho regalándonos la ficción. Yo creo que los libros son un boleto de ida a un viaje y escribir un libro es eso. Y por eso de repente yo y muchos escritores nos afligimos cuando estamos escribiendo un libro. Por cómo queda contado —en mí es una aflicción grave, quiero que quede bien contado, y luego qué historia quiero contar, qué le quiero regalar a quien me lee para que por un rato se vaya a otra parte. Entonces yo creo que sí, que la literatura nos rescata de muchos modos y nos tiene que seguir rescatando si nos aferramos a ella.

PM: Siguiendo con las preguntas que llegan, dice Karen Sánchez: ¿qué es lo que más te llena de ser escritora?

AM: Dos cosas me llenan. La posibilidad de inventar. Fíjense qué maravilla: los mentirosos son acusados de sabios; los escritores, en cierto modo, mentimos. Pero hacemos mentiras nobles, contamos la historia de personas que no conocemos, de personas que inventamos y eso es una de las maravillas de ser escritor. Y justo la contraparte es el abismo de ser escritor. Yo todos los días digo: eso es una novela, esto que se ocurrió ahorita lo tendría yo que escribir y nunca me da tiempo; escribo destellos, yo querría tener como otras cinco vidas, a la mejor si viviera en quinientos años alcanzaría a escribir todo lo que quiero escribir y si me quedan si acaso veinte en esos veinte voy a escribir muy poco. Pero bueno como a mí me gustan los boleros les diré a los lectores: si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti. Yo estaría feliz de tener cuatro vidas para escribir durante esas cuatro vidas.

Mundo Nuestro. Compartimos las primeras líneas de la última novela de Héctor Aguilar Camín, titulada Plagio (Random, 2020). La novela será presentada este miércoles 18 de noviembre en una conversación virtual con Rafael Pérez Gay y el autor. Dice de este evento el propio Aguilar Camín: "Una conversación en la cual Pérez Gay y yo diremos cosas impublicables sobre el plagio y los celos, temas concurrentes de la novela." Y la anuncia así: "Todo lo que en ella se cuenta es verdadero, salvo los nombres que también son falsos."

Dice la presentación de la revista Nexos: " Quien lo lea acompañará las desgracias repentinas de un escritor acostumbrado a quitar las comillas."

Plagio



Un lunes anunciaron que me había ganado el Premio Martín Luis Guzmán, “de escritores para escritores”.

El martes, me acusaron en la prensa de haberme plagiado unos artículos periodísticos.

El jueves, me acusaron de haberme plagiado también el tema de mi novela ganadora.

El lunes de la semana siguiente, 79 escritores firmaron una carta en mi contra. Esa misma mañana, descubrí que mi mujer era el vínculo secreto de mis acusadores, la descuidada informante del escritor que había denunciado el plagio de mis artículos y el de mi novela, el verdadero instigador de todo, al que por eso en este libro he llamado Voltaire.



Los firmantes de la carta exigían que devolviera el premio y que renunciara a mi puesto en la universidad. (Yo era director de cultura en la universidad, un pequeño imperio).

El miércoles siguiente, luego de discutir con mi amigo el Ingeniero y Rector, ahora mi ex amigo, anuncié mi renuncia al puesto en la universidad. Y también mi renuncia al Premio Martín Luis Guzmán, de escritores para escritores.

Mi mujer, a quien yo había hecho conductora del noticiero universitario, no se presentó a trabajar aquella noche para no tener que leer la noticia de mi salida, según dijo. Pero esa misma noche yo supe otra cosa.



A la siguiente semana, el lunes, sorprendí una llamada de mi mujer con Voltaire. Había encargado que la espiaran, con consecuencias desastrosas.

No pude sino espiarla los siguientes días, martes y miércoles, también con consecuencias desastrosas.

El jueves, Voltaire amaneció muerto en su departamento. La noticia corrió desde temprano por la radio universitaria. Mi mujer y yo desayunábamos juntos ese día, como todos los días. Al oír la noticia, me miró espantada. Esa mañana se fue de la casa y me denunció.

El viernes me visitó la policía bajo la forma del detective Saladrigas. Saladrigas acabó descubriéndolo todo. Incluso, a su manera, quién era yo.

Todo esto requiere una explicación. Es lo que van a leer.

Cada línea escrita arriba esconde una pequeña historia y la última, un desenlace. He tratado de contar ese desenlace sin rodeos y sin vulgaridad.

Iré parte por parte.

Revista Nexos / Puerto LIbre, de Ángeles Mastretta

En medio del horizonte y el silencio, el encierro hace planes con nosotros; rompe la penumbra de a ratos con la promesa de lo inaudito y nos deja imaginando cómo ha de ser.

Ahora que esto pase, decimos en nuestra letanía de todas las mañanas. Y luego cae la cascada de quimeras que no hemos enfrentado porque la pandemia nos dio permiso de postergarlas. Hablo en plural y debería moverme al singular, al yo que es honrado y solitario, al yo que inventa lo que no sabe y se consuela con lo que inventa. Como quien cuida un faro.

Ahora que esto pase me voy hacer una cabaña en el campo, junto a mi hermana, frente a los volcanes. Desde ahí podré mirar los sembradíos, discurrir que me besó entre ellos alguien que no me quiso nunca y al que metí en una novela para que él se metiera conmigo. Es más, cuando esto pase, voy a ir a comer tierra por esos rumbos en donde hay flores naranja de las que se les ponen a los muertos. Al novio que no tuve, en mi novela lo mataron los malos y luego él murió de verdad manejando un avión con tal de seguir dirigiendo algo hasta cuando estaba de vacaciones.



Deliro en desorden porque mientras esto pasa todos los delirios y todo el caos son el amplio mundo por el que ando a cambio de no andar otros.

Cuando esto pase, como ha pasado este año la vida de tantos que no querían morirse, hemos de enterrarlos para que se termine este velorio breve y eterno como las pesadillas.

Cuando esto pase pondremos un altar de muertos con miles de panes para que todos regresen a comer con nosotros. Y hemos de tomar una copa con quienes los han enterrado a solas, sin abrazos.

Como una verdad que quiero irrevocable, cuando esto pase vamos a ir al Caribe nadando por la sierra madre oriental, y vamos a caminar en redondo por la boca de fuego del Popocatépetl y a gritar de gusto montados en los pechos de la Mujer Dormida. Hemos de acudir al gozo de los ratos de ocio y tendremos listas de series y libros que no habrá tiempo de ver. Cuando esto pase.



Ilustración: Gonzalo Tassier

Quizás habría que ir a Roma, pienso, no para quedarse porque esto de conseguir la nacionalidad italiana ya no lo hice a tiempo y aunque ahora sería bueno tener otra patria por si ésta quiere que dejemos de estorbar, ya no será ése mi destino. Como no lo fue nunca. Soy nieta de un migrante privilegiado que pudo pisar esta tierra sin que una guardia militar lo detuviera en la frontera. Hoy ya no es fácil que aquí recibamos a nadie. Más aún si llega pobre y exiliado.

Cuando esto pase voy a dejar de pensar qué nombre le hubiera yo puesto a mi primer hijo; cuál si hubiera sido mujer. ¿Florencia, Clara, Verónica, Cecilia, Inés? El aborto era entonces prohibitivo y secreto, penoso y culpable. Como sigue siendo en casi todo el país, porque este pleito de millones de años todavía no se gana siquiera en la cabeza de quienes legislan. Menos aún de quienes juzgan y gobiernan.



Nada más que esto pase iré a las cascadas de Iguazú, y me quedaré un mes en Cozumel hablando con amigas que cuentan cuentos como quien dice albures.

Voy a comer en el restorán de Arturo y en las chalupas de San Francisco. Voy a cruzar la ciudad en una bicicleta de tres ruedas. Pero, sobre cualquier encanto, volverán a comer en mi casa todos los que hambre tengan el domingo. O cualquier otro día.

Volveré a ir en un barco, a vestirme de noche para ir a una ópera en la que cantará Pavarotti con María Callas.

No. Me equivoco. Eso no será cuando esto pase. Es mientras esto pasa. Es un sueño bizco como tantos de los que he tenido. Como ése en el que me volví jirafa y otro en el que me salvé de morir ahogada en el Titanic. Hubo en octubre una luna que me tuvo aullando toda la noche. Pero cuando esto acabe voy, como el tango, a emborrachar mi corazón. Si algo he extrañado en este tiempo es besar a quienes no viven conmigo. Este gusto desmedido por dar abrazos y palmadas, por tocar a los demás con algo aún más ferviente que las palabras, me lo he perdido tantas veces. Nos hemos dado besos de cristal. Nunca tantos como ahora. Pero no es lo mismo. Al despedirnos por el teléfono juramos que cuando esto se acabe cenaremos a media calle pasta con aceitunas pensando en el hombre incauto y joven que pasó en Italia los más salvajes años de su vida.

Quizás entonces me haga al ánimo de escribir lo que ahí le pasaba. Por lo pronto y por lo que se ofrezca he recuperado sus pasaportes italianos y sí, ya lo pensé mejor, voy a hacer la larga fila de espera en busca de la nacionalidad que heredé de mi abuelo y mi padre, y que podré dejarles a mis nietos.

Pero claro, eso cuando todo esto pase. Tiempo ese que imagino de tal modo radiante que igual y encuentro vivos a mis antepasados y oigo a mi madre llamarme Boruca como cuando entraba yo a su cuarto haciendo ruido para fingir con ella que no habría ninguna pena en el futuro.

Nada más que esto pase, volveremos a Bacalar. Y a morirnos de risa cuando la felicidad nos apriete el cuerpo de tal modo que no haya sino curarse de ese dolor a carcajadas. Entonces voy a dejar que los niños se monten en mi panza tirados en el jardín y me laman la cara, me muerdan y ensaliven las copas de las que beberemos todos el mismo jugo de naranja. Claro, en caso de que ellos quieran comer naranjas. (Ahora no comen fruta, la detestan, igual que a todo lo que se nos ofrece como un deber). Y vamos a rugir siendo leones y ellos volverán a ser coches escupiendo fuego sobre mi cara libre de todo mal.

Temo, digo, que cuando todo esto pase el cielo pierda el azul de tantos mediodías, que el tiempo vuelva a medirse en jornadas que tengan nombre y que esta sensación de eterno fin de semana se termine para siempre. Temo que toda esta rara serenidad con que hemos aprendido a vivir como si afuera no hubiera riesgos, tenga que estrellarse contra lo incierto. No lloverá café ni han de apreciarnos quienes nos desprecian ni las mentiras han de parecer mentiras ni los que matan se habrán muerto de pena. Y si tenemos mucho que opinar y no nos gusta lo que vemos, habrá que decirlo aunque los cuatro vientos se vuelvan mil.

Cuando esto pase habremos aprendido tanto de quien gobierna el país en que vivimos que tal vez quiera yo seguir encerrada. Cuando esto que no pasa, llegue a pasar. Por lo pronto, ayer salí a ver la luna y dejé arriba la cortina. Así que esta mañana encontré a las violetas desmayadas junto a las palabras necias.

Si mi talante quiere fingirse práctico, digo que cuando esto pase he de quitar todas las humedades que le han brotado a la casa. Y he de conseguir un constructor compasivo que se apiade de mí y evite que todos los días de tormenta tengamos que llenar el piso con unas bandejas que el agua colma hasta arrasarlas a ellas y a nosotros.

Ha habido cosas buenas. Confieso que yo me he dado venias impensables. Ya lo digo sin temor a los enojos: hace mucho tiempo que empecé a odiar la calle, así que no mirarla en esta ciudad me lastima muy poco. Y he perdido la obligación de dar conferencias y de viajar a ferias remotas. Sí extraño el Bellas Artes de 1974, el Parque México de 2019, el bosque de Chapultepec y el ejercicio de una libertad idiota que ahora mismo me dejaría visitar todas las casas que están en venta. Como si no tuviera ya una de la que me urgiría deshacerme para tener otra en el polo sur a la que irnos a vivir en el caso de que Paco Taibo consiga hacer realidad su sueño de que los inconformes nos quedemos en un rincón o nos vayamos a vivir a otro país. Como si sobraran países. He pensado en Nueva Zelanda y en Finlandia, pero de ésta última me aterra el frío y de la primera lo lejos que está del suelo donde he nacido y del que no ha de moverse nadie de mis tan queridos.

Sigue aquí la obligación de escribir las divagaciones de cuatro mujeres que he de entregar a la editorial cuando esto acabe. Mientras eso pasa, hago planes. Sueño en ir al mar para que me revuelquen las olas. Y como a cualquier hora. Y duermo hasta cuando ando despierta por el jardín, fingiendo que algo entiendo de todo esto que nos lastima.

Porque yo no he salido, pero aquí sí han entrado el dolor y las dichas que nos provocan unos y otros. Hacemos una revista, en la que yo converso con ustedes pero muchos otros descubren, denuncian, miran lo inaudito y lo nombran sin miedo. Eso no le ha gustado a quien increpa cualquier cosa que lo ayude a olvidar el desconcierto de ser el presidente de la República. Cuando esto pase hemos de encontrar fuera la desolación que ya pronosticaron los científicos y no quedará más remedio que mirarla. Éstos que gobiernan destruyendo lo tendrán a la vista y no habrá modo de escaparse. Encerrados, hemos podido pensar que el mal está en otra parte. Cuando esto pase lo veremos de frente y no sé si habrá cabaña ni sombra de árbol ni agua que nos consuele. Ojalá, y sí. Por eso hay que hacer planes. Imaginar quimeras.

Del absurdo cotidiano

¿Escribimos para recordar o para ir adivinando lo desconocido? No sé. Tantos años y no sé. Tantos años y habrá quien diga que no importa.
Inventar mundos es querer adivinarlos: ¿quiénes son éstos?, ¿qué pensaban?, ¿qué los conmovía? Pero también tener urgencia de contarlos: Ellos, ¿a quién añoran?, ¿a qué se atreven? Yo, ¿para qué escribo? Es demasiado decir que para fijar un mundo en otros mundos.

Lo que me sucede no necesito reinventarlo. Y eso, a ustedes ¿qué les importa? Nada, tienen razón, estamos todos muy ocupados ocupándonos.

¿El arte tiene la obligación de conmovernos? Yo creo que sí, pero ya estamos conmovidos por una realidad que todo dice a gritos.
¿Qué de lo que uno inventa no le pertenece?



Es un lugar común decir que vivimos en nuestros personajes: agazapados, temerosos, audaces. Pero sí y no. Hay cosas que nunca contaré. La ella que sou yo, sólo las quiere consigo. Y no por avaricia, sino porque no se atreve a tocarlas. Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. A veces ninguno alcanza para contarlo todo. Ahí mismo está el secreto: en ese equilibrio.
Buen escribiente es quien escribe a diario, no quien habla. Yo de cómo escribir, de los trucos y los equívocos, no sé hablar bien, ni lo pretendo. Es la parte más secreta de una vida privada.

Punto y aparte: Aquí les dejo mis cavilaciones de hoy, que son las de tantas veces.

(IIlustración: Gonzalo Tassier, revista Nexos)

Mundo Nuestro

De la poeta estadounidense Louise Gluck, galadronada con el Nobel de Literatura 2020, presentamos fragmentos de su poesía.

Tres poemas de Louise Glück, la Nobel de Literatura

Puesta de Sol



En el mismo instante en que se pone el sol,
un granjero quema hojas secas.

No es nada, este fuego.
Es cosa pequeña, controlada,
como una familia gobernada por un dictador.

Aun así, cuando arde, el granjero desaparece;
es invisible desde el camino.

Comparados con el sol, aquí todos los fuegos
son breves, cosa de aficionados;
se acaban cuando se consumen las hojas.
Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.

Pero la muerte es real.



Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer,
hubiera hecho crecer el campo y entonces
hubiera inspirado la quema de la tierra.

Así que ahora puede ponerse.

(del libro ‘Una vida de pueblo’)



El iris salvaje

Al final del sufrimiento

me esperaba una puerta.

Escúchame bien: lo que llamas muerte
lo recuerdo.

Allá arriba, ruidos, ramas de un pino vacilante.
Y luego nada. El débil sol
temblando sobre la seca superficie.

Terrible sobrevivir
como conciencia,
sepultada en tierra oscura.

Luego todo se acaba: aquello que temías,
ser un alma y no poder hablar,
termina abruptamente. La tierra rígida
se inclina un poco, y lo que tomé por aves
se hunde como flechas en bajos arbustos.

Tú que no recuerdas
el paso de otro mundo, te digo
podría volver a hablar: lo que vuelve
del olvido vuelve
para encontrar una voz:

del centro de mi vida brotó
un fresco manantial, sombras azules
y profundas en celeste aguamarina.

(Del libro ‘El iris salvaje’)

Amante de las flores

En nuestra familia, todos aman las flores.
Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:
sin flores, sólo herméticas fincas de hierba
con placas de granito en el centro:
las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras
llena de mugre algunas veces…
Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.

Pero en mi hermana, la cosa es distinta:
una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi madre
a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los escalones de ladrillo.
Cada primavera, espera las flores.
Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende
que es mi madre quien paga; después de todo,
es su jardín y cada flor
es para mi padre. Ambas ven
la casa como su auténtica tumba.

No todo prospera en Long Island.
El verano es, a veces, muy caluroso,
y a veces, un aguacero echa por tierra las flores.
Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,
eran tan frágiles…

(del libro ‘Ararat’)

Revista Sin Permiso

Este artículo apareció originalmente en 2009 en American Poet, la revista bianual de la Academy of American Poets.

Louise Glück, poeta neoyorquina de reconocida trayectoria literaria, profesora del Williams College de Massachusetts y de la Universidad de Yale, ha recibido en 2020 el Premio Nobel de Literatura.
Dana Levin, poeta y profesora de Escritura Creativa en la Universidad Maryville de San Luis, Misuri, ha recibido importantes premios y becas por sus libros de poesía.

Dana Levin: Quería empezar preguntándote por tu libro, A Village Life [Una vida de pueblo] (Farrar, Straus and Giroux, 2009). El tiempo se percibe espacial en el libro, como si todas las variadas voces del libro estuvieran hablando, y sucediendo todos los acontecimientos, en un momento temporal simultáneo.



Louise Glück: Hay algo tan extraño en esos poemas que he sido incapaz de ponerles un dedo encima. No se trata, desde luego, de una cualidad a voluntad o deliberada, sino que tiene que ver con esa simultaneidad. Y me sorprende que el libro tenga algo en común con "Landscape", un poema de Averno, en el que los estadios de una vida se representan por medio de secciones individuales, pero los elementos narrativos e incluso el punto de vista se mueven de sección a sección, y sin embargo lo que se representa es el conjunto de una vida. Se me ocurrió que A Village Life implica ese horrible axioma de que, al final de tu vida, el conjunto de tu vida afluye hacia atrás. Eso es lo que se me antoja que es el libro: el conjunto de una vida, pero no progresiva, no narrativa: simultánea. Y no hay drama concomitante en la idea de morir. Va más allá del drama de la pérdida del mundo; es sólo una larga exhalación.

DL: ¿Qué te enseñó estéticamente el libro?

LG: Creo que no lo sabré siquiera hasta que intente hacer algo distinto. Me acuerdo de haber hablado con Richard Siken después de Averno. No estaba escribiendo, y estaba empezando a inquietarme por ello. Paso por periodos —periodos largos— sin escribir. Y a veces ese no es el centro de mi inquietud. No es que no tenga ansiedad, es que mi ansiedad está en alguna otra parte; luego, de golpe, me quedo preocupada por mi silencio y con bastante pánico. Estaba entrando en ese periodo y dijo Richard: 'Tu próximo libro tiene que ser completamente distinto, algo así como jugar en el barro'. Y esa fue exactamente mi sensación, que había hecho todo lo que podía en el momento con poemas que operaban en un eje vertical de transcendencia y aflicción. Y este nuevo manuscrito tenía que ser más panorámico, de algún modo, e informal, con una especie de superficie que no fuera hermosa. De modo que me enseñó a escribir una superficie no hermosa. Vaya triunfo [risa sardónica].

Sólo el ser capaz de escribir un poema más largo, creo, fue interesante…Me produjo un tremendo placer escribir esos poemas. Me encantaba estar en ese mundo. Y llegar hasta allí casi sin esfuerzo. Bueno, durante un periodo corto. Ya sabes, ahora no puedo ir …

DL: Nunca se puede volver a Brigadoon.



LG: ¡No, nunca! No puedo volver a ninguno de estos lugares, a ninguno de ellos. Nunca releo mi obra anterior, así que no sé siquiera qué pensar de ella.

DL: Cada uno de tus libros presenta una voz reconociblemente tuya, y sin embargo se pueden rastrear también cambios formales diferenciados de una recopilación a otra. ¿Han sido un propósito consciente esos cambios de enfoque?

LG: Creo que el único propósito consciente es el de querer sorprenderse. La medida en que sueno a mí misma parece una especie de maldición.



DL: [risas] Eso me recuerda a[l actor] Wallace Shawn cuando decía, 'Creo que hay algo imbécil en el yo, en que todos los días tengas que levantarte y ser la misma persona'.

LG: ¡Sí! Esa es la limitación. Me alegro de que pueda parecer también una virtud.

DL: Sé que te tomas la enseñanza como una cosa muy seria y que durante más de una década has sido defensora pública de la obra de escritores que empezaban. ¿Cómo afectan a tu vida la labor de mentor y la enseñanza?

LG: Ay, cómo empezar. Se asume que esto es un acto de generosidad por mi parte: enseñar y editar. No puedo argumentar enérgicamente otra cosa. No creo que nadie haga algo que le lleve tanto tiempo, fuera de la Iglesia Católica, sin un motivo de interés propio. Lo que hago con los escritores jóvenes lo hago porque es alimento para mí. Y a veces les digo a los ganadores de estos concursos que soy Drácula y me estoy bebiendo su sangre.

Siento de modo bastante apasionado que en la medida en que seguido viva, si es que lo he seguido, como escritora y en que he cambiado como escritora, eso le debe mucho a la intensidad con la que me he sumergido en la obra, a veces muy ajena, de gente más joven que yo, gente que crea sonidos que no he oído. Eso es lo que tengo que conocer.

Prácticamente todos los escritores jóvenes por cuyo trabajo me he apasionado me han enseñado algo. De ti he aprendido una forma de hacer que un poema siga en marcha. Versos largos. No se trata de que escribiera algo que suene a ti, pero desde luego andaba intentándolo. Cuando leí el trabajo de Peter Streckfus y caí completamente hechizada por su obra, me encontré escribiendo un poema que pensaba que le había robado. Y me sentí alarmada y leí cuidadosamente el libro entero que ganó el [premio de] Yale ese año, así como el manuscrito, y no pude encontrar lo que yo había escrito en su obra, pero sentí que tenía que llamarle y disculparme.

DL: ¿Cómo se lo tomó él?

LG: La actitud de Peter hacia lo que yo considero que es robo es muy distinta. Lo que dijo es: 'Ah, creo que esto es maravilloso. Eso es lo que hacen los escritores. Estamos en un diálogo'. Y yo le dije: 'Peter, no lo entiendes: ¡he robado!' Pero, ya sabes, no lo había hecho en ningún sentido literal. Las palabras eran mías. Pero sabía de dónde venía el impulso, el estímulo. Y luego traté de hacer cosas con eso que de hecho no había visto en la obra de Peter, de manera que sentía que era mío.

DL: ¿Esperaste o te imaginaste alguna vez el gran número de lectores y el actual éxito del que goza tu obra? Cuándo echas la vista atrás a tu carrera a la trayectoria de tu carrera pública, ¿qué piensas o qué sientes?

LG: No tengo percepción de tener muchos lectores ni mucho éxito.

DL: Yo puedo dar testimonio: es algo que está ahí.

LG: Cuando voy a una lectura, cuando hago una lectura…en primer lugar, estás de pie en la parte de delante de la sala, y ves los asientos vacíos. Y ves sólo los asientos vacíos. Se debe a que te ha criado una madre que te decía: '¿Por qué sólo 98? ¿Por qué no los 100?'

DL: ¡Yo también tenía una madre así!

LG: Sí, lo sé. De manera que ves los asientos vacíos, y la gente que se marcha durante la lectura, y ves que se van y piensas: no son sencillamente más que representaciones más francas del sentimiento de la sala entera. Que todo el mundo se quiere ir, pero sólo unos cuantos atrevidos se van. Y así es cómo se siente una. ¿Y éxito? He tenido casi las mismas reseñas terribles, condescendientes o las que te condenan con una desmayada alabanza: 'Bueno, si les gusta este tipo de cosa, aquí tienen más de ello'.

De manera que no tengo sensación de éxito. Cuando me dicen que tengo gran número de lectores, pienso, 'Ah, bien, va a resultar que soy [Henry Wadsworth] Longfellow': alguien fácil de entender, que es fácil que te guste, el tipo de experiencia diluida accesible para muchos. Y yo no quiero ser Longfellow. Lo siento, Henry, pero no. En la medida en que asimilo el éxito, pienso, ay, es un fallo de la obra.

DL: ¿Como que si supieran más no te leerían en absoluto?

LG: Cuando sepan más, no me leerán nada en absoluto.

DL: Bueno tengo ahora mismo un estudiante al que le gusta hablar de la cuota de inscripción [para participar en un premio]; ya sabes, ¿cuánto cuesta participar con este poema? Y hace poco me dijo: 'La cuota de participación de un poema de Louise Glück es como de un dólar, pero una vez te metes, el territorio es complejo'. Y es verdad: no es difícil entrar en tus poemas, pero enseguida demuestran ser muy complicados psicológicamente y complicados formalmente, en particular en cómo funcionan juntos los poemas para crear un conjunto mayor. Mi estudiante pretendía seguir la pista de todo el corpus de tu obra, pero parece que no deja de leer Ararat. Está ahí perdido, aunque no pagó más que un dólar para entrar. Voy a tener que recuperarle para que podamos seguir adelante.

LG: Bueno, eso estaría bien si fuera cierto. Espero que sea verdad.

DL: Última pregunta. Estamos viviendo en tiempos extraordinarios y lo sé por mí misma, que lidio a menudo con esto: ¿qué significa estar personal y psicoanalíticamente orientada en la página en un momento en que están pasando tantas cosas en la cultura, socio-políticamente, medioambientalmente. Muchos de mis estudiantes hacen un esfuerzo mental por ver cómo encaja la experiencia personal en la expresión pública y viceversa, en las cuestiones del público y de la oportunidad y la importación cultural. ¿Tienes algo pensado sobre esto?

LG: No creo que contestes necesariamente estas cuestiones lidiando conscientemente con ellas. Creo que pesan sobre ti, y que las soluciones se resuelven hasta cierto punto inconscientemente. Se manifiestan esas soluciones parciales en tu trabajo. Yo nunca pienso en el público. Odio esa palabra. Pienso en un lector. Creo que mis poemas buscan un lector, y que los completa el lector. Pero es el lector singular, y que esa persona exista de forma múltiple o no no establece ninguna diferencia espiritual, aunque tenga una repercusión práctica. Lo que me importa es la sutileza y profundidad de la respuesta del lector y si estas se demuestran duraderas. La idea de ampliar el público de la poesía me parece ridícula.

Creo que el poema es una comunicación entre una boca y un oído, no una boca y un oído reales sino una mente que envía un mensaje y una mente que lo recibe. Para mí, la experiencia auditiva de un poema se transmite visualmente. Lo oigo con los ojos y me disgusta leer en alto y (salvo en muy raras ocasiones) que me lean. El poema se convierte, cuando se lee en alto, en una forma mucho más sencilla, secuencial: la malla se convierte en una vía de dirección única. En cualquier caso, el conocimiento, o la esperanza de que el lector existe, es un gran consuelo.

Louise Glück, poeta neoyorquina de reconocida trayectoria literaria, profesora del Williams College de Massachusetts y de la Universidad de Yale, ha recibido en 2020 el Premio Nobel de Literatura.
Dana Levin, poeta y profesora de Escritura Creativa en la Universidad Maryville de San Luis, Misuri, ha recibido importantes premios y becas por sus libros de poesía.

Fuente: poet.org, The Academy of American Poets, 8 de octubre de 2020

Traducción:Lucas Antón

Vida y milagros

Una de las páginas más eróticas y románticas de la literatura la escribió García Márquez en El amor en los tiempos del cólera. *

La trama de esa perfecta novela ya la saben, la larga historia de amores contrariados a lo largo de más de 50 años entre Fermina Daza y Florentino Ariza, cuyas coincidencias aparentemente desafortunadas son marcadas primero por la extrema juventud de ambos, cuando se conocen y enamoran por primera vez y los separan los prejuicios de clase, y 50 años después, por un amor impedido por los prejuicios existentes hacia el enamoramiento entre viejos.



Florentino conoce a Fermina cuando ella acaba de cumplir doce años y él tiene dieciséis. Ella es una floreciente belleza de ojos almendrados, larga trenza color miel y voz ligeramente ronca. Le gustan las flores y los animales y es capaza de identificar el olor de cualquier persona en cualquier lugar. Vive cercada por los ojos vigilantes de un padre viudo y ambicioso que desea para ella un matrimonio conveniente que pueda darle la corona social que él cree que su hija se merece, no solo por su belleza e inteligencia, sino para complacerlo a él. Florentino es pobre, extremadamente flaco, miope y de vestimenta sombría, por lo que su edad siempre será difícil de descifrar. Su enorme afición a la poesía y su gusto por escribir cartas lo ayudarán a conquistar a Fermina con la ayuda de la tía que la cuida, y que acabará ayudando a que los jóvenes se escriban y se miren durante cuatro largos años. Cuando Lorenzo Daza se entera, ordena que la tía se vaya de la casa para siempre y a Fermina la aleja mandándola a una hacienda lejana. Después de muchos meses regresará, pero el tiempo ha puesto un velo en los ojos de Fermina, quien aparentemente ha perdido la pasión que sentía por Florentino. Conocerá y se casará con el doctor más célebre y rico de la comunidad caribeña, el Doctor Juvenal Urbino, con el que sostendrá un largo duelo de poder, amor, odio y control dentro del matrimonio, uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado.

Florentino, un romántico empedernido, decide esperar a Fermina y serle fiel hasta que la vida vuelva a juntarlos. Su fidelidad será solo emocional y mental, pues para superar el abandono de Fermina cultivará una sensualidad empedernida por medio de una intensa vida sexual y emocional formada por una variada lista de mujeres de todas las edades, condiciones, cuerpos y talentos, aunque en el rincón más secreto de su alma el altar es para Fermina. Durante 50 años él permanecerá soltero y desde lejos la verá vivir, tener hijos, madurar. Sabrá de su vida muchas cosas mientras él permanecerá distante y discreto. La conoce como a nadie, aunque no crucen una sola palabra. En medio de esa larga espera, Florentino prospera como empresario de la compañía fluvial del caribe y adquiere un lugar sólido, confiable y enigmático en la ciudad.

Todo esto que recuerdo y mal cuento es solo para narrarles la escena que tanto me gustó:

Una tarde, 25 años después de separarse, los dos coinciden en el restaurante más concurrido del lugar. Ella nunca lo miraba a los ojos, -"Aquella indiferencia hacia él no era más que una coraza contra el miedo". Florentino siempre está a solas en público, porque su intensa vida amorosa era secreta, al grado de que en la comunidad han llegado a creer que le gustan los hombres; esa noche se sienta en la discreta mesa que suele usar, desde donde puede observar sin ser visto. Fermina y su marido llegan acompañados por un grupo de notables y ocupan una larga mesa, que tiene como fondo un hermoso espejo antiguo. Fermina se sienta justo frente al espejo, en el que su rostro se reflejará durante toda la velada. Sus gestos, su sonrisa, la forma de mover las manos e inclinar la cabeza, todo lo que Florentino amaba en ella fueron solo para él esa noche.

Al día siguiente se presentó con el dueño del restaurante y le compró el espejo antiguo en el doble de su valor. Lo colocó en su cuarto, y desde ahí recordó a Fermina y se hizo fuerte para esperarla los 20 años que faltaban para volver a encontrarse a solas. Contra todos los prejuicios, Florentino y Fermina volverían a quererse y a entenderse, y claro, a amarse, al empezar la alta vejez. -Le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie. Fue como si hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor.



*El Amor en los tiempos del Cólera



Gabriel García Márquez

Editorial Diana, 1a. edición, diciembre de 1985

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