Literatura

Vida y milagros

Una tarde en que cambié de planes acabé entrando al cine sin más compañía que mi suéter. Tuve la suerte de encontrar una película inglesa titulada El Rechazo. En los créditos ví que la película estaba dirigida por una mujer, Martha Fiennes, quien basó su guion en la novela del venerado escritor ruso Alexander Pushkin titulada Eugenio Oneguin. La historia fue escrita en verso entre 1824 y 1831 y Pushkin la envió por entregas a los periódicos de la época; se volvió muy popular pues su rima accesible facilitaba memorizar las partes más emocionantes. Imagino a los lectores esperando el siguiente capítulo con la misma avidez y curiosidad con la que ahora esperamos la continuación de una serie.



Había oído la música de la ópera que Thaikovsky compuso inspirado en la obra, pero no conocía la trama, así que la película me atrapó porque gira alrededor del rechazo y el desencuentro amoroso. Dos personas que para el espectador son una pareja evidente no lograrán estar juntos.

Tatiana, una joven de 17 años perteneciente a la nobleza rural rusa, se enamora de Eugenio, un hombre de 27 años que visita la provincia para hacerse cargo de la finca de un tío que también era dueño de una extraordinaria biblioteca. El difunto tío solía prestar libros a Tatiana y ella conocerá y hablará por primera vez con Eugenio cuando lo visita para devolverle los libros. Eugenio es un hombre de mundo, engreído y hastiado de todo, procedente de las élites de Moscú. Tatiana es una joven inteligente y sensible pero ingenua, inexperta y fantasiosa, con demasiada influencia de las novelas francesas que han modelado su educación sentimental. Ella queda cautivada por la personalidad y la conversación de Eugenio, quien también es un apasionado lector. Volverán a verse varias veces con el pretexto de los libros y poco a poco se va trenzando una relación interesantísima pero ambigua, mucho más intensa de lo que Oneguin está dispuesto a aceptar. Aburrido de todos los placeres, porque los ha tenido todos, no es capaz de valorar a esa joven a la que considera una provinciana de poco lustre.

Una noche Tatiana decide escribirle una larga y apasionada carta diciéndole todo lo que siente por él. La carta es preciosa. La madrugada la sorprenderá con los ojos febriles y las manos y el camisón blanco cubiertos de tinta. Ella se atreve a enviar la carta, una acción inusual y audaz para una joven de la Rusia de 1820. Al día siguiente los dos se encontrarán en una fiesta en la casa de Tatiana, pues un amigo cercanísimo de Eugenio es el prometido de la hermana mayor de ella. En esa fiesta, cuando Eugenio se encuentra con Tatiana a solas en el jardín, no hará ninguna alusión a la carta y actuará como si no la hubiera recibido, pero indirectamente le responde y la rechaza con palabras crueles pronunciadas con el tono de superioridad propio de quien se cree por encima de quien lo ama. Como parte de su desvarío se dirigirá al salón e invitará a bailar a la hermana, a quien decide cortejar de manera descarada e impertinente, a tal grado que su amigo lo reta a duelo al amanecer del día siguiente. El orgullo impide a Eugenio disculparse y evitar un duelo absurdo en el que acabará matando a su amigo. Ese mismo día abandona la finca para no volver.



Tatiana se hunde durante meses en un mutismo inexplicable, pues nadie sabe lo sucedido entre ella y Oneguin. Preocupada por su futuro, su madre decide llevarla a Moscú con una influyente tía, famosa por sus habilidades como casamentera. La tía la revisa como quien estudia a una yegua que se pondrá a la venta. Poco después le presentará a un poderosísimo y rico general que quedará rendido ante Tatiana.

La siguiente escena sucede siete años después en otro baile al que asistirá Eugenio, aún soltero, quien se ha dedicado a recorrer Rusia intentando acallar su tedio existencial. Ahí quedará intrigado por la belleza y personalidad de una mujer de rojo a la que admira desde lejos. El anfitrión de la fiesta es el general, quien es primo de Eugenio. A él le preguntará quien es la enigmática mujer de rojo y él le dirá alegre y orgulloso que es su esposa. Al acercarse, Eugenio reconoce en esa mujer a Tatiana, que lo mira con un desprecio helado y fulminante. Él, en cambio, la mirará asombrado. La naturalidad e inteligencia de ella provocarán en Eugenio un hondo arrepentimiento, quien comenzará un asedio hacia la mujer que un día lo adoró.



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Desde ese momento él lo intentará todo para poder hablar con ella a solas. Adivina sus pasos, averigua su vida y su rutina, le envía cartas y se aparece en los lugares que ella frecuenta para verla de lejos o de cerca. En cada encuentro la pasión de él crece al parejo de la mirada de furia y hielo de los ojos de ella. Finalmente él consigue que ella acepte recibirlo en su casa cuando sabe que su primo estará de viaje.

Tatiana lo recibe en una estancia fría donde no habrá lugar para la intimidad porque ella se ha encargado de dejar junto a la puerta de cristal a un sirviente que todo el tiempo pueda verla, aunque no pueda escuchar lo que hablará con Eugenio. Intocada debe de quedar la reputación de su marido al que le es absolutamente leal en sus actos, aunque en algún lugar oculto de su cerebro aún reine Eugenio Oneguin. Los papeles se han invertido. Él ahora es sensible y vulnerable y ella ha aprendido a controlar sus emociones. Con los mismos argumentos y tono condescendiente con los que él la rechazó años atrás, ella lo rechazará sin piedad. Él cree llevar un as bajo la manga: como valiosa prueba de amor le entregará a Tatiana la apasionada carta que ella le escribiera cuando tenía 17 años y que él ha conservado todos esos años. De nada servirá. El rechazo de ella es tajante e irrefutable y se separarán para no volverse a ver nunca.

Martha Fiennes logró transportar la novela al cine de manera conmovedora. La película tiene una banda sonora divina y magistral y una composición novedosa hecha por Magnus Fiennes, quien mezcla su composición con música de la época de Pushkin.

Dos rechazos, dos desencuentros y la imposibilidad de coincidir de dos personas que en otras circunstancias hubieran podido ser felices en el corto o largo rato que dura el amor.

¿Son muy distintos los mecanismos del desencuentro y el rechazo dos siglos después? Si recuerdo esta película ahora es porque creo que no. Lo difícil sigue siendo coincidir.

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Leonardo Da Vinci - La batalla de Anghiari (detalle) 1503-05

A mi modo de ver, el ser más genial, maravilloso, extraño y; por supuesto, extraordinario que haya podido producir la especie humana se llamó Leonardo di ser Piero da Vinci o, sencillamente, Leonardo (Vinci, 15 de abril de 1452 – Ambroise, 2 de mayo de 1519). Fue pintor, escultor, arquitecto, paleontólogo, botánico, científico, escritor, filósofo, ingeniero, inventor, músico, lutier, poeta, urbanista, cocinero y etcétera. Leonardo; quien pintaba los rostros más sublimes de ángeles y madonas, y salía al mercado a comprar pájaros cautivos para luego liberarlos, asistía también a las ejecuciones públicas para captar las expresiones de los rostros de los moribundos y recorría las calles para retratar los monstruos humanos que encontraba. Leonardo; el humanista, el vegetariano, escribe una carta de presentación, un curriculum vitae para Ludovico il Moro, Duque de Milán, que por momentos parece redactada por ese pequeño gran monstruo de Piccolino, el demoníaco enano protagonista de la novela homónima de Pär Lagerkvist, que odia al género humano y solo desea y busca su exterminio.

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Una carta de presentación que seguramente objetarán pacifistas a ultranza y aplicados practicantes de las posiciones y actitudes “políticamente correctas”. Aquí va:

A Ludovico Sforza, regente de Milán.

Ilustrísimo Señor mío, después de ver y considerar suficientemente las pruebas de todos aquellos que se dicen maestros en el arte de inventar instrumentos bélicos, y toda vez que la invención y operación de dichos instrumentos no difieren de las conocidas, me animo, sin deseo de perjudicar a nadie, a solicitar a Vuestra Excelencia una entrevista para llevar a efecto y demostrar cuando lo estime oportuno aquellas cosas que en parte brevemente se anotan a continuación:



  1. Puedo construir puentes muy livianos, fuertes y portátiles, con los cuales es posible perseguir y derrotar al enemigo; y otros más sólidos que resisten el fuego o el asalto y sin embargo son fáciles de colocar en el lugar adecuado; y también puedo quemar y destruir los del enemigo.
  2. En caso de sitio puedo cortar el agua de las trincheras y hacer pontones y escalas, así como otras invenciones similares.
  3. Si, debido a su elevación o a la fuerza de su posición no es posible bombardear un sitio determinado, puedo demoler cualquier fortaleza, siempre que sus cimientos no estén asentados sobre piedra.
  4. Puedo también construir cierto cañón que es liviano y fácil de transportar, y con el cual se pueden arrojar piedrecillas como graniza y cuyo humo causa gran terror al enemigo, por lo cual no solo sufren grandes bajas, sino que se sienten confundidos.
  5. Puedo construir en cualquier lugar determinado y en el mayor silencio, pasajes subterráneos ya sean rectos o tortuosos, y si resultan necesarios, bajo las trincheras y bajo los ríos.
  6. Puedo construir carros acorazados para llevar artillería, los cuales podrán irrumpir entre las filas del enemigo abriendo paso a la infantería.
  7. la ocasión se presenta, puedo construir cañones, morteros y artillería liviana de forma y utilidad diferente a la que se usa generalmente.
  8. Cuando resulta imposible emplear cañones, puedo suplantarlos por catapultas, trabucas y otros instrumentos de eficacia admirable y poco usados. En una palabra, cuando así lo requiere la ocasión puedo proveer infinidad de medios de ataque y de defensa.
  9. Y si la lucha se desarrollara sobre el mar, puedo construir máquinas que pueden servir tanto para el ataque como para la defensa y buques que pueden resistir el fuego del cañón más pesado y de la pólvora u otras armas.
  10. En tiempos de, creo poder daros tan completa satisfacción como cualquier otro en la construcción de edificios públicos o privados, y en la conducción del agua de un lado a otro. Puedo también, esculpir en mármol, bronce y yeso, y respecto a la pintura, me es posible competir con cualquiera, sea quien sea.
  1. Además podría encargarme de la ejecución del caballo de bronce que asumirá con gloria inmortal y eterno honor la auspiciosa memoria de vuestro padre y la ilustre casa de Sforza.

Y si alguna de las cosas mencionadas le pareciesen a alguien imposibles o no factibles, me declaro dispuesto a hacerle una demostración en su parque o el lugar que prefiera. Vuestra Excelencia,

NOTA: Leonardo obtuvo el trabajo que deseaba, y durante 16 años sirvió a Ludovico Sforza.



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ÑAPA 1:

Me parece asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio. A quienes callan les faltan casi siempre finura y gentileza de corazón” F. Nietzsche; Ecce homo, pág 29, Alianza Editorial,

ÑAPA 2

A todas las artes, oficios y “profesiones arriba mencionados, Leonardo hizo trascendentales aportes. Por ejemplo; como cocinero, luego de que Ludovico el Moro le nombrara maestro de festejos y banquetes de la corte, Leonardo elabora una lista con las principales necesidades que se tenían. A continuación, algunas de estas necesidades y sus geniales y a veces extravagantes soluciones:

"En primer lugar, es necesaria una fuente de fuego constante. Además una provisión constante de agua hirviendo. Después un suelo limpio. También aparatos para limpiar, moler, rebanar, pelar y cortar. Además, un ingenio para apartar de la cocina los tufos y hedores y ennoblecerla así con un ambiente dulce y fragante. Y también con música, pues los hombres trabajan mejor y más alegremente allí donde hay música. Y, por último, un ingenio para eliminar las ranas de los barriles del agua de beber."

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A esta época se le atribuyen variados inventos relacionados con la gastronomía:

La máquina para formatear spaguetti (a la que llamó spago mangiabile o"soga comestible")

Una máquina de cortar berros y, posiblemente, el sándwich o emparedado.

En este último caso, él escribió que "la rebanada de carrillo de buey debe ir entre sendos pedazos de pan y no al revés (...) Se podrá disponer toda suerte de cosa entre los panes: ubres, testículos, orejas, rabos, hígados. Los comensales no podrán ver el contenido al atacarlo con sus cuchillos. Lo llamaré, por esto, pan con sorpresa."

Cuentan que cuando aceptó pintar "La Última Cena" para el Priorato de Santa María delle Grazie, Leonardo se tomó su tiempo de inspiración, durante el cual colocó sobre la mesa los mejores manjares del priorato en busca de la expresión de los comensales que deseaba pintar, al mismo tiempo que registraba por escrito todo lo que acontecía.

Y todo lo que anotó- "comentarios acerca de los modales, inventos y recetas"- se convirtió en el "Códice Romanoff" (descubierto en 1981) y correspondería a los quince años que Leonardo estuvo bajo el mecenazgo de Sforza, en Milán.

También se le atribuye la invención de la servilleta y el haber logrado otro diente al tenedor de entonces.

Narran las historias que Leonardo decía que "la costumbre de mi señor Ludovico de amarrar conejos a las sillas de los convidados a su mesa, de manera que puedan limpiarse las manos impregnadas de grasa sobre los lomos de las bestias, se me antoja impropia (..) He ideado que a cada comensal se le dé su propio paño". Por ello, inventa una secadora de tambor giratorio, de unos 6 m de alto y que necesitaba ser manejada por seis miembros del servicio de cocina. Le obsesionaba descubrir la manera de mantenerlas limpias, junto con los manteles.

Más invenciones:

Diseña un asador automático para que el personal no estuviera todo el día dándole vueltas al espetón sobre el fuego, inventando algo tan ingenioso como el introducir en la chimenea una hélice que dará vueltas impulsada por la corriente de aire ascendente y esta a su vez movería el espetón, haciendo que gire lento o rápido dependiendo de la cantidad de fuego que se tenga.

Buscaba la manera de simplificar las tareas en la cocina y muchas veces consiguió todo lo contrario. Pero sus ingenios sirvieron para posteriores diseños y algunos de ellos se han mantenido en el tiempo:


Ideó un prensador de ajos, que también servía para triturar perejil. El diseño que Leonardo hizo apenas ha sufrido variaciones hasta la fecha y se sigue empleando en las cocinas italianas con el nombre de "el Leonardo".


Inventa una cinta transportadora de troncos para llevar al fuego, una vez cortados por una sierra circular, de ese modo ya no se necesitaba una persona encargada de mantener el fuego en la cocina (olvida que son necesarios ocho caballos y cuatro hombres para hacer funcionar la sierra fuera de la cocina).


Diseña un calentador de agua alimentado con carbón, aunque no está seguro de que sea más útil y eficaz que la vieja mujer que mantenía los pucheros hirviendo sobre el fuego, hasta ese momento.


El suelo de la cocina se mantendría limpio gracias a dos bueyes enganchados a un cepillo giratorio de un metro y medio de diámetro y dos metros y medio de ancho, con una pala detrás que recoge lo reunido por el cepillo. Todo ello ocupa más espacio y es más complicado que el viejo encargado de esta labor con una escoba.


Para sustituir a la mano y el mortero tradicional ideó una "pala mezcladora" accionada por un mecanismo de ruedas dentadas. No se aplicó mientras vivió, pero años después de su muerte se utilizó un ingenio similar en una fábrica de salchichas milanesa.

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Su invento más descomunal es una picadora de vacas que precisa un ejército de hombres para funcionar. Al parecer cuenta con una serie de accesorios muy similares a los de las máquinas mezcladoras y picadoras de carne, de la actualidad.
No le faltó tampoco una máquina rebanadora de pan accionada con aire, que corta las rebanadas y las envasa en largas cañas.


Para la música que creía que debía estar presente en la cocina pretende emplear unos tambores mecánicos con manivelas de mano que ya había inventado, acompañados por 3 músicos.


Y para terminar con los malos olores recurre a unos grandes fuelles fijados al techo y que se mueven con un mecanismo de martillos conectados a una manivela movida por un caballo.


El problema de las ranas en los barriles de agua lo soluciona con una trampa de muelle que, al saltar la rana, descarga en su cabeza unos martillazos hasta que la rana queda inconsciente y por tanto no accede al interior del barril.


Otro de sus revolucionarios inventos es el de un sistema de lluvia artificial que empaparía todo en caso de incendio.


Diseñó un molinillo de pimienta inspirado en el gran faro de Spezia.


Dado que él era zurdo, ideó un sacacorchos para zurdos. A continuación se puso a trabajar en la forma de introducir tapones de corcho en las botellas (hasta entonces se sellaban con cera).


Uno de sus primeros diseños fue una máquina para transformar la lasaña en largos y delgados espaguetis. El resultado no fue el esperado porque la lasaña se partía en cuanto se sometía a tensión.

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Mundo Nuestro. Manuel Espinosa Sainos y su poesía totonaca. El poeta serrano escribe contra la ausencia de la lengua escrita. Nos obliga a mirar los vocablos largos, a probar su sonido en nuestra voz. El poeta nos lanza al abismo de un mundo extraordinario, como el que se abre a la vista en las cañadas serranas. El poeta nos invita a sumergirnos en los sonidos de su identidad antigua. Nos pone a prueba. Luego, en su versión en español, las palabras desenredan ámbitos universales; una jauría de perros como imagen absoluta del poder que ha borrado por siglos los pueblos indígenas. Pero también el horizonte insondable o el rumor del río. O el deseo. Los cuerpos desnudos. El amor, por el que también hablan los muertos.

Más de 200 mil personas en México hablan totonaco. Y sin embargo, es una de las lenguas madres en riesgo de desaparición. La poesía y la narrativa de Manuel Espinosa Sainos alumbran el camino de su recuperación.

Aquí su voz en el poema: Los muertos hablan de amor



Presentamos entonces, primero en totonaco y después en su traducción al español por mano del propio poeta, uno por uno, esta selección de poemas de una de las voces de nuestra literatura poblana más importantes.

Literatura totonaca.



Aya minkgoyacha chichí’



Aya minkgoyacha chichí’,

lakgtsakgatilhakgó lukut,

luxa tsinksnín tasiyakgó.

Patsatilhakgó kkatalimaxkgat,

liwat antaní nitu anán,

tli’iki minkgoyachá’,

makgawanitilhakgó xakgtsiskán.

Akgsananantilhakgó,

lu aya tlajanampatankgó,

na’ankgo kikgó kpulilhuwa

wantu niláy tatamaway.

Aya minkgoyachá nchichí’,

mamitilhakgó xkgalhxtajatkan,

kgankgawanantilhakgó

xliwat limaxkganiya kachikín.

Nitu wampatan xatamanín

ka paks chichinín likatsikgó,

lixkanit kaxkatilhakgó.

Winti lapekwa nkaknikgó,

skintilhakgó xatapixnu xanat,

kaxkatilhakgó chichinín,

lu malanampatankgó kkachikín.

Wanti natamastay

nalakgamakglhtikán xchu,

naankgó kkalimaxkganiya kachikín,

mitsi mitsi natawantayakgoyachá’.

Aya minkgoyacha chichí’,

kinkamapakawatilhakoyan,

lu aya makaxkapatankgokan

wantí tawanankgo makgpalha’.

Ahí vienen los perros

Ahí vienen,

ladrando tras el hueso,

no tienen llenadera.

Buscan en la miseria,

en la esperanza mutilada,

en manada vienen

sacudiéndose las pulgas.

Con la mentira enredada

entre los dientes,

irán a las plazas públicas

a comprar lo incomprable.

Ahí vienen,

babeando por las calles,

olfateando

la comida del pueblo.

El color no importa

siguen siendo perros

y van tras el mismo hueso.

Como en una procesión,

esperan collares de flores,

vienen ladrando los perros

hambrientos de poder.

Le quitarán la tortilla

al primero que se deje,

irán a las casas más humildes,

estarán echados en la puerta.

Ahí vienen

ladrando nuestros nombres,

dispuestos a morder la mano

de quien les da de comer.

Lilakgastán

(inédito)

Lhputut klakawan akxní klhatá,

klilakgastanán kintamanixni’.

Lulakatsú tasiyú katukawá,

lustlan tasiyú katukawá’,

lustlan maní kintamanixní’

katukawá lilakgastán.

Tasiyú lantla tlawan kgalhtuchokgo,

tasiyú lantla aknú kintankgaxekg,

takgaxmata xtatlín kataxawat,

paks antá talhkatawalá kkintamanixni’.

Lustlan tliy kintamanixni kkakiwín,

max xkilhtamakujá xanat ukú’.

Paisajes

(inédito)

Duermo con los ojos abiertos

para contemplar mi sueño.

Nada queda lejos,

todo lo contemplo,

y en el silencio blanco

mi sueño pinta paisajes.

El tránsito libre de los ríos,

las raíces profundas,

los cantares de la tierra,

todo queda plasmado.

Ha llegado la primavera,

mi sueño canta en el bosque.

Tamakglhtastín

(inédito)

Kkilatamalh kxkachikín lawan pala niksmanilh,


xaklhakgapatan klhakgat lawan luspupulu kimakgkatsika,


kiaktalamilh xtachiwin lawan akxní xaklichiwinampatán.

Xakmaxanatlipatán kintalakapstakni tsalakgolh tachiwín,

xkixapakanitá akxní kpatsalh kilatamat kxlikgalhtawakga lawan
chu akxní kpatsalh kinklilhtsukut naxmasipanikanitá’.

Como ellos

(inédito)

Quise vivir en su pueblo y me sentí ausente,

quise usar su ropaje y me sentí desnudo,

quise hablar su lengua y su lengua me lapidó,

Quise escribir poemas y las palabras huyeron,


abrí su libro para buscarme y me sentí borrado,


busqué mi identidad y mi identidad sangraba.

Takgalhkgalhín

(inédito)

Wa imá tlanka jaka

akgtlakgwantayalhá’,

kgalhkgalhimakú mpatokgtokg

ti katsisa tsik tsik tsik

litliy min takuwaní’,

nipaxawana takgamanan

La espera

(inédito)

Aquel árbol de mamey

aun espera el pájaro

que en las mañanas

tsik tsik tsik canta tu nombre,

impaciente,

juega a pelotazos con su sombra.

Ka xaleemakgat

(inédito)

Kaslipi kintsikit, kaslipi’,

kalitlawa minchujut,

makglhuwa nkaslipi’,

kmakgkatsipatan kkimakni

xtawakat mintamakgaxtakgni’,

kilistiputlawa xlisakgsi',

kaslipipala nkintsikit, kintuksti’,

nitu tlawaá maski ni unu wala’,

akglhakgwa kinkilhtsukti’,

kgachakgx kaxkat nkinkilhpín

maski tani staknan chiwix lapat,

liya liya kintuksti’, kintuksti’,

kixama maski kamilh kinkgalhni’,

kilikilhtlawa minchujut,

katalakgxtamiw, kintsukti’,

maski ni unu lapat.

A Distancia

(inédito)

Cubre mis pezones

con la saliva de tu ausencia,

lámelos una y otra vez,

quiero sentir en mi piel

el fruto de tu abandono,

vierte su néctar en mi espalda,

lámeme otra vez,

bésame bruscamente

con los labios de la soledad,

muerde mi boca desde allá

donde las piedras despiertan,

acaríciame todo,

hasta sangrar mi cuerpo,

hazme el amor

con toda la rudeza de la distancia.

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín

lilakgastakgwanankgoy kiwi,

nachiwinankgo likaxtlawan kgalhpuxum

tipalhuwa tachiwín lichiwinankgó.

Lantla lamakgolh ti katsekg lapaxkikgó,

lantla mastay xtapaxkín kgalhtuchokgo,

lata chan kpupuná’.

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín

niakxnikú niy xnakukán,

jalhanankgoy kxpulakni kataxawat,

makgawanikgoy xaspinini kgalhni’,

xlakata wa lapaxkit xaxlipán.

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín

lapulakgoy makgwananín,

likankalay talakgxtamit putaknún,

tachayaway latsukat kkakapeni’,

kkapuxkgán, kkasekgnán,

tachayaway latsukat.

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín,

lalipaxkikgó xasasti tapaxkín

antani likaxtlawanankanit kgalhpuxum.

Lichiwinankgoy lapaxkit ninín,

mapixnukgó xanat xtalakapastakanikán,

nilinipatankgóy lantla

xakstukán taakgxtakgtamakgonít.

Los muertos hablan de amor

Los muertos hablan de amor

de sus carnes resucitan árboles

cuentan miles de historias

las cruces de zempoalxochitl.

De los amantes clandestinos,

de los ríos que penetran y se secan,

de los que se entregan al mar.

Los muertos hablan de amor

su corazón nunca muere

late en el vientre de la tierra,

bombea la sangre color ciruela

porque el amor es perenne.

Los muertos hablan de amor

deambulan los deseos,

los panteones huelen a sexo,

evaporan los besos

en la humedad de los cafetales,

en las barrancas, en los platanares.

Los muertos hablan de amor

inventan caricias nuevas

en el altar de sempoalxochitl.

Los muertos hablan de amor

le ponen collares de flores al recuerdo,

los muertos

se niegan a morir abandonados.

Tantliy mimakni’

Walapí lustlan tatsawí mi makani’

walapí machichiwí mintankilhni’palhka’,

walapí matantliniya mimakni akxní skitiya’

walapí aklhpipitawakaya kxwati’.

Walapí lakum laktsu spun tlikgoy mintsikit,

walapí limapasiya xlichich mimakni pumalhku

pus chu kit, kum mimakán kimalakatsikilh,

lakum stlan pakun chu kmakgkatsí kxkgonayán.

Tu cuerpo es la danza

Si todo tu cuerpo tiene ritmo,

si tus caderas calientan el comal,

si eres la danza cuando mueles,

y si tiemblas en la boca del metate.

Si son tus pechos pájaros cantores,

si lúbrico tu cuerpo enciende el fogón,

entonces, yo, nacido entre tus manos,

soy una rotilla que se esponja de ganas.

Kalamapaklhaw

(inédito)

Kum ni achin kilininkán, kintalapaxkin,

kalamapaklhaw,

kalalikilhtsukmiw kintalhtsikán kkasekgatni,

katatampiliw,

kalalikilhtsukmiw kisakgsitawakatkán,

skan kalalimaktlawaw

kintapaxkinkán.

Lakum xpipilekg kxakgan kiwi kin,

lakum sakgsi kxakgstán simakgat kin,

kalamapaklhaw, kintalapaxkín,

Kapulhtakikgolh xanat kkimaknikan,

kapulhtakikgolh xakiwi patokgtokg,

kalhuwalh nkintatlinkán,

kalamapaklhaw, kintalapaxkin,

Polinicémonos

(inédito)

Antes de que la muerte nos lleve, amor,

polinicémonos,

llenemos de polen nuestras bocas,

nuestros frutos,

que ni un poro de nuestro cuerpo

se quede sin polinizar.

Somos mariposas en la hoja,

dulce miel en la punta de la lengua,

por eso amor, polinicémonos, amor,

polinicémonos.

Que en cada parte de nuestro cuerpo

nazcan flores, árboles de pájaros,

que se fecunde nuestro canto,

polinicémonos, amor,

polinicémonos.

Lakampi namin sen

Kamakukani kstun kimpaxkatsikán

kamapixnu xaskakni xanat,

nakamakgkatsilh lantla kgalhputikgo lokgaxanat,

nakakilhskaklh kimpaxkatsikán.

Kalipi tani skaknit puchuchut,

ka ukxilh lantla kaskakma.

Kamatakgchokgonilh kstun kimpaxkatsikan

kamapixnu xa skakni xanat

kakimaxkgatni ktxutuna`

nakamakgkatsilh kgalhputit kimpaxkatsikán.

Para que llueva

Ponle un cántaro a la virgen

un collar de flores marchitas,

que sienta la sed de los alcatraces,

que se le sequen los labios.

Al pozo seco llévala,

que vea la tierra partida.

Ponle un cántaro en su espalda

un collar de flores marchitas

llévala a beber la última gota,

haz que llueva en sus ojos.

Nuestros ancestros totonacos dicen que el agua tiene dueños, en nuestra lengua se llaman xmalananín chuchut. Ellos, junto con el viento y los truenos, así como el espíritu de las personas que se asustaron en el agua trabajan para hacer llover a lo largo y ancho de la tierra para que los cultivos puedan crecer de manera abundante.


A medio día, los dueños del agua se reúnen para platicar sobre su trabajo, sobre las actividades que habrán de realizar en los próximos días, por eso no es bueno acercarse a esa hora porque uno puede interrumpirlos y entonces pueden molestarse y capturarnos. Nuestras abuelas nos advierten:


--No vayas al agua a medio día, porque a esa hora están los malananín, los dueños del agua, si quieres ir ve temprano.




La sabiduría totonaca dice que nosotros no tenemos permitido interrumpir su conversación. A esa hora, los dueños del agua planean junto con el viento y los truenos los trabajos que van a realizar, nunca pueden estar quietos.


En la reunión convocada por los dueños del agua están también los que fueron llevados por el agua, es decir, los que no mostraron respeto y su espíritu fue detenido porque se acercaron a medio día. Los dueños también platican con esas personas y les dan a conocer la forma en que serán castigadas por haberles faltado el respeto. Generalmente el castigo consiste en trabajar para ellos.


Cuando los dueños del agua realizan su trabajo los espíritus de esas personas que se asustaron cerca del agua e interrumpieron la conversación, son llevados junto con el viento y con los truenos a diversos rincones del cielo para hacer llover. Pero como ellos no están acostumbrados a volar ni andar dando vueltas en lo alto como si fueran pájaros al poco rato se sienten mal y se marean.


Por eso cuando se nubla esas personas les duele todo el cuerpo, les da sueño y tienen nauseas, pero es porque andan allá en el cielo junto con los dueños del agua y el viento trabajando, por eso sudan, sienten como si no estuvieran en vida y hasta se quedan dormidos.


Pero no tienen permitido quedarse dormidos porque es la hora en que están trabajando junto con los dueños del agua, hasta que ellos se les olvide que alguna vez fueron interrumpidos y de esta manera ocasionado su enojo.



Del absurdo cotidiano

Mi abuelo materno nació el 13 de abril del 1890. Hoy cumpliría 127 años. Por eso dejo aquí algo que escribí sobre él cuando aún vivíamos en el siglo XX

Sergio Benigno Guzmán tenía diez años cuando empezó el mil novecientos. Murió a los ochenta y cuatro, con la misma paz y la misma alcurnia con que supo conducirse a lo largo del siglo XX. Le había tocado ver cambiar el mundo con tal rapidez que una parte de su vida y sus emociones dependía del gozo que le daban los descubrimientos sucediéndose como milagros.
Al principio del siglo, los científicos creían que todo lo que podía saberse de física se sabía ya. Sin embargo, intentando descifrar una de las escasas y pequeñas incógnitas que le quedaban a tal ciencia, surgió la teoría de la relatividad y el genio de Einstein como una luz de bengala. A mi abuelo lo deslumbraba el siglo veinte. Tenía razones. Cuando él era niño no había en Puebla sino carros jalados por caballos y medicina de analgésicos lentos. Para mi abuelo las aspirinas y los automóviles, ya no se diga los aviones, la televisión y los tocadiscos de alta fidelidad, eran un lujo que gozaba en lugar de un asunto del demonio, como lo vieron por la época tantos otros viejos. Quizá por eso, el siglo pasó por él manteniendo su espíritu inquieto y su confianza en los humanos tan brillantes como en su primera juventud. No tenía miedo: ni a los cambios, ni al elocuente futuro, ni al soberbio pasado. Con su misma pasión por los descubrimientos, la imaginería de los seres humanos, la precisa destreza de sus palabras, quisiera yo envejecer como quien se hace joven.
Cuando apareció la primera máquina de escribir eléctrica, mi abuelo fue a comprarla como si se hubiera propuesto ser novelista. Y cuando supo que habían llegado al mercado las televisiones a color, fue por una y el domingo se bebió la corrida de toros, luminosa y vehemente, como debió estarse viendo en la barrera de la Plaza México, ese diciembre.
Nunca se preguntó si había congruencia entre su arrebato por los hallazgos de la modernidad y su entrega a la ancestral locura de matar toros entre aplausos. Aún ahora, cuando pienso en Islero, el toro que acribilló a Manolete, me estremezco con el fervor de mi abuelo y no sé cómo deshacerme de la propensión a celebrar los delirios de la fiesta brava que me heredó su eterna idolatría por los toreros. Muchas veces, cuando le pido a la computadora que me dé entrada al Internet y sin más abro unas cartas entrañables, imagino el gozo que tal milagro hubiera provocado en mi abuelo, y en su nombre le hago una reverencia al mundo cibernético en que llegué a los cincuenta.
Cuando mi abuelo cumplió dieciséis años, su papá, que era otro ávido del mundanal ruido, tuvo a bien mandarlo a Chicago a estudiar para dentista. Ahí lavó trastes y ventanas, mientras entendía inglés y lo aceptaban en la universidad. Luego aprendió lo que los últimos adelantos de la medicina les enseñaban a los dentistas y siete años más tarde, regresó a ganarse la vida recorriendo la sierra de Puebla en busca de la no muy difícil clientela que vivía encaramada entre cerros y nubes, lejos de cualquier adelanto, más aún de las manos prodigiosas y los delicados utensilios de un dentista que, por primera vez para ellos, no era también un peluquero. Un dentista que usaba guantes y los domingos practicaba el salto de garrocha en el mismísimo parque de Teziutlán por el que solía pasearse la joven de bordado sutil y francés aprendido en el colegio del Sagrado Corazón que cayó presa de su perfume y su extravagancia, la primera tarde en que se cruzó con sus ojos.
Mi abuela tenía la mirada azul aguamarina, la nariz con la punta hacia arriba y el dedo meñique entrenado para sobresalir. Quizás fue la única debilidad por lo antiguo que estremeció a mi abuelo durante toda su vida. Esa especie de alhaja del diecinueve que decía a Amado Nervo ruborizándose. Memoriosa y beligerante, se casó con el dentista a pesar de las contrariedades que provocó en su madre y la desazón que puso en su padre. A ninguna de sus hermanas le fue mejor que a ella.
“¿Quién hubiera podido dar con un hombre más guapo?”, se preguntaba desde su silla de ruedas, el día en que cumplieron cincuenta años de casados. Le tenía devoción. Y sólo quiso amenazarlo con abandono un día en que él, inmerso como siempre en las buenaventuras del futuro, aceptó, como pago de una deuda, la verde franja frente al mar de unos terrenos en la entonces inhabitable bahía de Acapulco.
“Si no cobras en dinero, me voy con tus cinco hijos”, dijo la abuela.
“Y en vez de dejarla ir con su ignorancia a cuestas, perdí el negocio del siglo”, le contaba el abuelo a la niña estupefacta que era yo a los siete años. Caminábamos por el centro de la ciudad en busca de una tienda en la que comprar el mercurio con el que él hacía las amalgamas, tras regalarme una pequeña esfera de espejo que uno podía romper en decenas de pequeñísimas esferas y volver a reunir y volver a romper, en un juego sin tregua, ni tedio.
El abuelo no creía en Dios y por lo mismo tampoco lo intimidaba el diablo. Sin embargo, no hacía proselitismo para contagiarnos su falta de fe y dejó a su señora esposa disponer en el ánimo y las creencias de toda la familia. De ahí que entonces todos fuéramos católicos y dedicáramos parte de las misas a rogar que el Espíritu Santo bajara sobre su desorientado corazón. Siempre pensé que debía tener motivos para dejarnos creer en la Divina Providencia, de cuyo cauce él vivía desprendido. Y cuando poco después de su muerte, a mí me abandonó la dulce fe en que me crecieron, y supe para siempre de la congoja que es vivir sin el diario sustento de la protección divina, entendí que sólo había caridad y resguardo en sus silencios y su juego:
–¿De dónde sacan ustedes que es más respetuoso comulgar en ayunas y después aplastar al cuerpo de Cristo con el chocolate y los tamales, en vez de comer bien primero y luego comulgar como quien le pone la cereza al pastel o acuesta al niño en una cuna blanda?
–No oigas las irreverencias de tu Tito, pedía mi abuela. Sergio eres un insensato.
–Nunca he pretendido otra cosa, contestaba el abuelo como quien encuentra un elogio.
Era un sueño ese abuelo. Nos sentaba alrededor de la mesa del desayuno y hacía concursos de todo. Ninguno tan frecuente como el que premiaba a quien consiguiera batir por más tiempo la mezcla de azúcar y café soluble que iba volviéndose blanca entre más durara la paciencia de quien la movía.
“La paciencia es un arte. Apréndanla que premia siempre.”
Y había que tener paciencia para esperarlo toda la jornada en el consultorio, con tal de oír por la noche, camino de su casa, un cuento del “Caballo alas de oro”.
El día en que vimos llegar el primer hombre a la impávida luna, lo pasamos oyendo el recuerdo de sus viajes en tren, en carretela, en barco, en autos a los que había que darles cuerda y aviones que parecían de papel. Luego, frente a la televisión, su silencio reverencial fue de tal modo elocuente que nadie se atrevió a interrumpirlo.
“Hemos pisado la luna, que era sólo para soñarla. ¡Qué maravilla!”, celebró. Después fue hasta el jardín en busca de una caja con hormigas caminando sobre la arena que había traído del campo esa mañana. “Habría que dejarlas pasearse por un pedazo de queso, y preguntarles qué sienten”.
Siempre fue un atleta y hasta el final conservó los brazos fuertes y los hombros erguidos. Tenía un andar fácil y una curiosidad sin rivales. Nadie como él para oír penas de amores y convertirlas en olvido. El recuerdo de sus abrazos largos aún me alegra en mitad de una tarde, muchos años después de haberlo visto cabalgar entre palmeras, seguro de que no tenía ochenta años, mientras se empeñaba en hacerme entender que lo importante es la llama, no el bien amado.
“La gente siempre irá y vendrá como le parezca. Tú quédate contigo. En paz y sin agravios. Verás que viene mejor de lo que se va.”
Nos vio crecer como quien nos veía irnos. Sin alterarse ni exigir más presencia de la que íbamos dándole.
“Los nietos son como veleros. Nada más les pega el aire y desaparecen.”
Volvíamos a conversar en el cuarto azul que mi abuela convirtió en su recinto y al que el abuelo entraba y salía incapaz de quedarse quieto mucho tiempo.
“Juéguenle una canasta a su Mané mientras voy a hacer unos negocitos”, pedía liberándose del ajedrez.
Mi abuela llevaba veinte años paralítica y no recuerdo haberle oído una queja. Pero su valor será recuento de otro día. Hoy trato del abuelo y he de decir que tampoco me acuerdo de haberle oído una queja. Lo cual resulta otro prodigio, si uno piensa que la mayoría de los hombres se ponen de muerte cuando a su mujer le da un catarro.
Acostumbrados a desgranar nuestras obsesiones en presencia del abuelo que no entendía de juicios y prejuicios, quién sabe cómo, durante aquella célebre canasta, sembramos en Mané, como desde niña se llamó a sí misma nuestra abuela, una duda ineludible en torno al uso y desuso de la palabra orgasmo.
“Canasta de sietes”, dijo la abuela y el juego siguió como si nada.
“¿Ustedes por qué le andan hablando de tecnicismos a Mané?”, preguntó el abuelo. “Que no sepa el nombre de una sonata no quiere decir que no la haya tocado bien. Estén tranquilas”.
“Nunca he tocado una sonata. No las engañes” dijo Mané.
“No las engaño, María Luisa. Ten por seguro que las desengaño. Creen que son las primeras en vivir. Y no. O quizá sí. Pensándolo bien, uno siempre es el primero en vivir. No estoy yo para decirlo, pero me siento el primer hombre que llega a viejo y padece nostalgia. Entre otras cosas de ésa música. Así que a buscarla niñas, que hay menos tiempo y menos vida de lo que piensan”.
Cuánta razón tenía, me digo ahora que ando siempre litigando con los minutos, pidiéndole a la noche que no me toque el sueño, buscando como quien borda estar en paz conmigo, con el año dos mil, con mis amores. Y cuánta suerte tuve, yo, de verlo tantos años, preso en la vida como en un enigma, dispuesto siempre al gozo de estar vivo por encima de cualquier contrariedad, cualquier milagro, cualquier abismo, cualquier luna.



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"Lo único que me duele de morir, es que no sea de amor". Gabriel García Márquez

Leí el libro de Gabriel García Márquez "Cien Años de Soledad" cuando tenía 20 años, y no pude soltarlo hasta que lo terminé. Fui adicta a la lectura desde que aprendí a leer, sin más orden ni concierto que el de los libros que había en mi casa. El libro me lo regaló alguien a quien amaba y creyó que me gustaría. Al terminar la última hoja de ese libro, uno sabe que acaba de tocar y leer algo extraordinario. Luego leería otras obras perfectas como "El Amor en los Tiempos del Cólera " o "Crónica de una Muerte Anunciada", cuyo título te dice de entrada que la muerte de alguien llegará de cierto, y sin embargo esperamos que no suceda conforme vamos leyendo y entendiendo el mal entendido que conducirá a una muerte absurda e injusta pero que así va a ser, porque desde el título lo sabemos. El autor juega con nosotros como gato con ratón. García Márquez fue un genio, un escritor universal que aborda la condición humana y sus relaciones con el poder, el sexo, la política , el amor, la violencia y la muerte de tal manera que sus lectores siempre encontramos en sus personajes algo que nos explica también a nosotros mismos.





Hace dos años llegó a mis manos un libro extraordinario relacionado con él. La biografía escrita por Gerald Martin, un inglés que hace más de 21 años empezó a investigar la vida de García Márquez, fascinado por sus libros y sus temas universales pasados por el cristal del realismo mágico que da a toda su narrativa una luz nueva y especial. La de Martin es una biografía "tolerada", no autorizada. Trescientas entrevistas y tres mil páginas de borrador derivaron en una biografía conmovedora. García Márquez y su familia le abrieron al autor no solo las puertas de su casa, sino las de la Colombia en dónde creció y vivió el escritor. Decía Picasso que uno hace arte con lo que es. Y es cierto. Una obra de arte lleva la esencia del espíritu de quién la crea. Dieciocho años le llevó a Martin escribir esta biografía, y al irla leyendo, uno tiene todo el tiempo la necesidad de regresar a los libros ya leídos, para leerlos de nuevo con un entendimiento distinto. La biografía de Martin está hecha con una buena dosis de genio también. Escrita con una narrativa perfecta, además de una minuciosidad asombrosa, nos cuenta cosas que nos iluminan y enriquecen para disfrutar y releer a García Márquez. Transcribo un pequeño ejemplo de algo que vivió García Márquez contado por él mismo a Gerald Martin:

"A mi abuelo le dieron la noticia del suicidio de su amigo "el francés", que en realidad era un belga, un domingo de agosto cuando salíamos a la misa de ocho. Me llevó casi a rastras a la casa del muerto, donde lo esperaban el alcalde y dos agentes de la policía. Lo primero que me estremeció en el cuarto desordenado fue el fuerte olor de almendras amargas del cianuro que El Belga había inhalado para morir. El bulto del cadáver cubierto con una manta estaba en un catre de campamento. A su lado, sobre un banquillo de madera estaba la cubeta donde había vaporizado el veneno y un papel con un mensaje en letras dibujadas a pincel: "No culpen a ninguno, me mato por majadero". Nada perdura en mi memoria con tanto ahínco como la visión del cadáver cuando mi abuelo le quitó la manta de encima: estaba desnudo, tieso, torcido y amarillo, y sus ojos de aguas mansas me miraban como si estuvieran vivos. Mi abuela, Tranquilina Iguarán, lo predijo cuando vio la cara con que regresé a la casa: ‘Esa pobre criatura no volverá a dormir en paz por el resto de su vida’. Así fue."- .

García Márquez tenía entonces ocho años y llevaba viviendo con sus abuelos desde su nacimiento en Aracataca, a quien en su novela el rebautiza con el nombre de "Macondo". Su amor y conexión con el abuelo marcarían de manera indeleble su vida y su obra.

Y es con el relato del suicidio de un extranjero con el que arranca la novela de "El Amor en los tiempos del Cólera”. Y es con el relato de un niño al que su padre lleva a conocer el hielo que arranca "Cien años de Soledad". En el libro es su padre, pero en la vida real fue su abuelo quien lo llevara, el "abuelo-padre", su verdadera figura paterna.



"A comienzos de Agosto de 1966, en la ciudad de México que era entonces su hogar alterno, después de 18 meses de encierro escribiendo una historia que había dado vueltas en su cabeza 17 años, García Márquez acompañó a Mercedes su esposa a la oficina de correos para mandar a Buenos Aires el manuscrito terminado de "Cien Años de Soledad". Parecían dos supervivientes a una catástrofe. El paquete contenía cuatrocientas noventa páginas mecanografiadas. Tras el mostrador, el funcionario de la estafeta, anunció: "Ochenta y dos pesos". García Márquez observó a Mercedes rebuscar en el monedero. No tenían más que cincuenta pesos, de manera que solo pudieron enviar nada más que la mitad del libro. Volvieron a casa, empeñaron la estufa y la licuadora. Regresaron a la oficina de correos y enviaron el segundo bloque. Al salir, Mercedes se detuvo y comentó a su esposo: “Oye Gabo, ahora lo único que falta es que esa novela sea mala".

La obra de Gerald Martin es una crónica magistral y sensible, equilibrada y juiciosa, pero al mismo tiempo amorosa y emocionante. Nos logra mostrar de manera muy eficaz el proceso de vida y trabajo por el que transitó García Márquez para construir su rico mundo literario, hermoso, inquietante, feroz, entrañable y lleno de sentido del humor. Solo pudo hacerlo quien rinde un tributo a quien admira. Los ingleses son excelentes biógrafos. "Todo escritor con principios,- decía García Márquez de broma-, debería tener un biógrafo inglés". Martin es un maestro hablando de otro maestro de las letras, el más querido y emblemático de los escritores latinoamericanos de hoy. Premio Nobel de Literatura en 1982, fue una leyenda en vida, con una familia sencilla y discreta y una mujer a su lado, Mercedes Barcha, que no solo le dio apoyo, sino le hizo en muchos sentidos un sano contrapeso. Gabo y Mercedes, su esposa y cómplice de toda la vida, siguieron juntos hasta el viernes pasado.

Aceptar mi tiempo

(Fotografía de portadilla, Günter Petrak)

Sentado en el umbral de la vejez, al que he llegado sin morir, viviendo, miro hacia adelante, hacia atrás, y cuento las canas, los años, las pecas en mis manos. No quiero hacer la lista de mis amigos muertos, de las oportunidades perdidas, de los sueños derrotados, pero me afligen los huesos de ese pasado desolado, desierto pantano de recuerdos… No quiero, no quiero… escribir la lista de mis domicilios pretéritos, de los gestos amables de olvidados nombres, de inolvidables rostros. No hay álbum que pueda guardar las mudanzas, las maletas, la lluvia en la ventana, el pan enmohecido. Quiero ese amor que nunca fue, ese amor de siempre, el que escogí como último, el que se desvaneció en el tiempo, quiero, solamente, simplemente quiero, aceptar mi Tiempo.



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Quiero jugar

(Texto tomado de la revista Nexos, publicado originalmente en octubre de 2009.)

Quiero jugar a las montañas, a los pájaros, a que soy un perro con una mosca en la oreja: trémulo y enojado: olvidadizo. Ya no se acuerda qué lo molestaba, ahora intenta salir a la calle y olisquear las orillas de los árboles, en busca de no sé qué aroma inolvidable.

Quiero jugar a que no pasa nada, no pienso nada, nada recuerdo, nada temo y todo me da risa.



Quiero jugar a que el tiempo no se ha ido como arena, a que voy al colegio, ando descalza, no son mentira las tardes en el río. Jugar a que no sé sino este canto, este lamento, esta gana de ser lo que sí soy.

Quiero jugar a que aprendí a coser, a que sé cómo se toca una sonata de Beethoven, cómo se escucha a Mozart, cómo se teme al mar, cómo se tatúa el viento, el sembradío de gladiolas, las noches junto al lago, el fuego en esa hoguera que prendimos cuando aún no hacía frío.

quiero

Quiero jugar a que no es mi cumpleaños, a que fue mi cumpleaños, a que mi madre me regaló un burro gris que rebuznaba al jalarle un resorte.

Quiero jugar a que íbamos donde vendían las luces de bengala, jugar a que un globo de papel prendía por fin su luz llena de abejas, y se iba para el cielo sin voltear hacia atrás.



Quiero jugar a que un día no sabré mi nombre. Ni el de mis más queridos. Quiero, como a ninguno, temerle a semejante juego. No quiero jugar al olvido, a ése le tengo miedo, a eso juega mi tía con casi noventa años, diciendo que, en su familia, nadie hace huesos viejos. Olvidando que tuvo dos hijas, muertas como verdades infalibles.

Quiero olvidar así, para no recordar lo que no quiero.

Quiero jugar a que vive mi padre y anda conmigo y mis hermanos esperando que su mujer traiga la sopa. Jugar a que no fue a la guerra, como sí fue Mambrú, el héroe con que dormí a mis hijos tantas noches. Quiero cantar: no sé cuándo vendrá. Quiero jugar al cine, a los seis años, a que forro los libros en quinto de primaria. Y quiero desnudarme y ser divina. Que me manden las rosas de los años sesenta, la música y el alma de aquel músico. Quiero jugar a que me arrastra el viento, me hunden las olas, me recobra un pez. Quiero dulce de coco y un volcán y tres noches, como tres carabelas. Quiero que vuelva el sueño en que soñó Mateo que yo era azul marina.



Quiero jugar a que si está nublado nos quedamos en cama viendo la tele, a que la diosa Cati se pone los anteojos en Los Ángeles para mirarnos desde allá, mirándola desde aquí.

Quiero jugar a que me quiso quien no me supo y saber que me quiere quien me sabe.

Quiero jugar a que no existe el mes, ni estoy para escribir nada cuando sólo quiero escribir: no sé, no entiendo.

Quiero jugar a que el mundo tiene alas, resuelve crucigramas, bendice los enigmas de quienes se preguntan qué hacer con sus finanzas y sus penas.

Quiero jugar a que sabía de rimas y poesía lo que sabe quien escribe sin firma en la página que antecede mi página. Quiero que un novelista me recuerde y que no haya en el mundo ni en mi patria, menos aquí en mi patria que en ninguna, una sola mujer capaz de concederle su elección a un señor. Y no quiero jugar a que no me da pena que existan estas hembras y estos hombres. Quiero, sí, irme de compras a la luna y encontrarme una tienda en la que vendan voluntad, síntesis, concentración, premura, certidumbres. Todo lo que no tengo para jugar a eso que juegan esos que sí tienen todo eso.

Quiero quedarme quieta, con el aliento en vilo, bajo la sombra de quienes me abrazan. Quiero jugar a que no es octubre, a que vivo viva, sin arrepentimiento y sin angustia. Como viven el sol y los cometas, como duermen los animales y las plantas, la espada de Damocles y los años que sigan a estos años.

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