Literatura

El ruido del tiempo/Julian Barnes Editorial Anagrama. México, 2016.pp. 199

Es una novela histórica sobre la vida del gran compositor ruso Dimitri Dmítrievich Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975) que se queda a vivir en la Unión Soviética en los años del estalinismo y luego en los del gobierno de Nikita Jruschov mientras que otras de las glorias de la música rusa huyen del régimen comunista. La vida de todos los días para el genial compositor no es fácil. Lo que haga o deje de hacer está a la vista de todos.



En enero de 1936, Stalin asiste a una presentación de la ópera Lady Macbeth en Mtsensk, compuesta por Shostakóvich y que estrena en 1934. La obra no le gusta. Días después en el periódico Pravda aparece un artículo que la califica como un ejemplo del arte fromalista, decadente y desconectado del arte popular que promulga el socialismo. Se rumora que el mismo Stalin escribió el texto. Las representaciones se prohiben.

A partir de entonces el músico se enfrenta a la disyuntiva entre ser un héroe que se enfrenta al aparato soviético y seguramente a la muerte o acomodarse a las exigencias del régimen a cambio de conservar la vida. Elige esto último. Sabe del alto costo que debe pagar. Así, se protege a sí mismo, pero también a su esposa e hijos.



La novela se estructura en tres capítulos. En el rellano, el primero, se habla del tiempo de su juventud. Todas las noches las pasa sentado afuera del elevador de su edificio, frente a su departamento, en espera de que las autoridades vengan por él. Así, la familia no tendrá que ser molestada y tampoco ser testigo directo de lo que pueda ocurrir. La suya no es una situación excepcional sino la viven miles de otras familias en el régimen de terror implementado por Stalin.

En el avión, la segunda parte, se da cuenta del tiempo de la madurez. Shostakóvich es enviado a los Estados Unidos como parte de una delegación de artistas soviéticos. Es una gira de propaganda controlada por el partido. Él se sujeta al libreto que le han dado y nunca se puede salir del mismo. El viaje es un “premio” por haberse rehabilitado. Ahora es un compositor que hace música, para el pueblo. Es consciente de la humillación que sufre, pero no puede hacer otra cosa. Es el precio a pagar si quiere vivir.



El tercero, En el coche, narra el tiempo de su vejez. Es el tránsito del gobierno de Stalin al de Jruschov. Los funcionarios son los mismos. En esa época goza, entre otros privilegios, de un coche oficial y de un chofer. Es la recompensa que el sistema ofrece, por haberse disciplinado. En esos años “solicita” su ingreso al Partido Comunista y lo nombran presidente de la Asosiación de Compositores de la Unión Soviética. Reflexiona sobre lo que ha sido su vida. Sabe que el fin está cerca.

Barnes construye un relato que nos hace ver el drama interno que vive Shostakóvich. Se alinea a las directrices del poder, para que él y su familia no sean víctimas de las brutales purgas impulsadas por Stalin. El compositor se dobla y aparece como un ser humano dominado por el miedo. En más de una ocasión desea la muerte, para salir de la angustia permanente en la que vive. “El terror es la esencia de la dominación totalitaria” decía Hannah Arendt.

Lo que pasó a Shostakóvich lo vivieron miles de soviéticos en los años del stalinismo. Es la experiencia de la impotencia absoluta. La autoestima se quiebra. Lo que siempre está presente es el miedo a ser arrestado y luego asesinado. La única posibilidad de sobrevivir es someterse a los dictámenes del partido y de las autoridades que siempre tienen la razón. Ellas nunca se equivocan y siempre saben cuál es el camino que debe de seguir la patria y cada uno de los individuos que la integran.

El gran músico nunca se engañó, siempre entendió lo que pasaba, y de manera consciente se plegó a las exigencias de las autoridades. Compuso la música que cumplía con los cánones del arte socialista. Hizo, entre otras cosas, múltiples bandas sonoras para películas de propaganda. No había de otra. Su trabajo fue reconocido y premiado con distintas órdenes del ceremonial soviético. Pero en ese espacio asfixiante pudo crear grandes obras de arte que hoy seguimos escuchando.

En esta novela Barnes se adentra al conflicto siempre presente que se da entre el arte y el poder. Al poder le cuesta admitir la libertad del arte y sus creadores. Lo intenta acotar y poner a su servicio. Corteja a los artistas y si no puede los somete por la fuerza. Presenta también la lucha interior del artista entre la autocensura o la expresión totalmente libre. Y esto en el espacio político donde no auto contenerse lleva a la muerte. ¿Qué hacer?

Versión original: The Noise of Time, Editorial Jonathan Capa, Londres, 2016. Traducción del inglés al español de Jaime Zulaika. Primera edición en España y México, 2016

Mundo Nuestro. Las ilustraciones de este texto son del artista visual Nicolás Marín, Mr. Poper, y fueron tomadas de la revista digital LadoB. Dice de su obra este joven artista plástico: “No puedo pasar por alto ni puedo ignorar el amor entre iguales. Es algo con lo que vivo, y finalmente me gusta el amor que se da entre hombres o entre mujeres. Si yo lo pasara por alto, regresamos a lo mismo, dejaría de ser honesto”.

I

En las conversaciones con su nuevo grupo de amigos de la universidad, Alejandro era el que más hablaba y el que parecía haber vivido de todo. Vania y Alejandra, aunque menos, ya tenían sus buenos kilómetros recorridos, sobretodo la última. Sin embargo Alam, Yasmín y él sólo hablaban de fantasías, inventando historias, ya que estaban interesadísimos en los temas y se morían de curiosidad, pero él, que a pesar de que se sabe homosexual desde que tiene uso de razón, nunca había tenido relaciones sexuales de ningún tipo. Yasmín y Alam estaban en una situación poco distinta.



Cuando entró a la preparatoria se encargó de nutrir el prejuicio que sus compañeros crearon de que básicamente era una máquina de coger y para el tercer año ya todos lo reconocían como el hombre más experimentado en el amor y en el sexo. Contados eran los que sabían la verdad: él, Xhuncu Casiviany, fue desde siempre y hasta ese tiempo un chico solitario y callado. Tanto así que durante una temporada de su infancia visitó al psicólogo porque su madre estaba segura de que padecía autismo. Ni autismo ni mudez, sólo la prematura certeza de que hablar sobra cuando las personas no saben escuchar. Los prejuicios y la fama que fabricó para sí en la preparatoria fueron como una segunda oportunidad. Ahí, contrario a los grados escolares anteriores, generó verdaderas amistades y brotó la voz que había guardado con tanto celo.

Pero fue hasta la universidad cuando decidió dar el paso que faltaba para salir definitivamente del capullo y las historias de Alejandro fueron como un faro para él. Alejandro contaba que habían sido muchos y muy variados los hombres con los que se había acostado. Desde muchachos de la misma universidad hasta cuarentones casados y con hijos. ¿De dónde sacaba tantos hombres para coger? Que Facebook puede servir para eso fue el primer dato que sacó en claro. Grupos secretos para establecer contacto con el que más te convenga y llevártelo a la cama. El día que se enteró de eso, corrió a su casa para crear una cuenta falsa y meterse a la mayor cantidad de grupos que pudo encontrar. Rápido y sin hablarlo mucho concertó una cita con el muchacho con quien tuvo sexo por primera vez. Su nombre ya no lo recuerda.

Nada sintió. Ni dolor ni placer. Solamente una amarga decepción. Alejandro le había hablado de las maravillas del sexo con tanta seguridad y emoción, que no haber sentido nada lo sorprendió y lo molestó mucho. Quiso pensar que fueron los nervios y la inseguridad de hacerlo con un extraño. Naturalmente no habló del tema con nadie y como siempre, se limitaba a escuchar las historias de sus amigos y se inventaba las propias, pero la experiencia empezaba a remorder su consciencia y a medrar sus ganas.

Una vez, Alejandro habló de unas cabinas de cibercafé que servían como lugar de encuentro sexual. Su curiosidad volvió a encenderse, pero ahora de manera insana. Tratando de ocultar lo más posible su interés, intentó sacar de Alejandro toda la información acerca ese lugar. ¿En dónde? Una casa por la Facultad de Medicina. ¿Sí, pero más o menos por dónde? A unas calles del panteón, con dirección al sur, pero eso no importa, lo que importa es que ahí conocí a un cabrón que me la chupó como nadie lo ha hecho.



II

La visita a las cabinas se le estaba volviendo una adicción. Dejó de hacer muchas cosas por ir y a veces iba desde las ocho de la mañana que abrían hasta las ocho o nueve de la noche. Más de doce horas que, multiplicadas por los siete pesos que al principio costaba la hora y los nueve que llegaron a costar, y sumando lo que gastaba en aguas, refrescos y galletas, hacían de esos días un peligro para su cartera. Pero de las más de cuarenta veces que tocó en ese zaguán, siguió al recepcionista hasta el interior de la casa, dejó sus cosas en los estantes, registró su entrada, tomó su ficha y buscó su cabina, sólo unas cinco tuvo sexo.



La primera vez que asistió al lugar sintió como si estuviera traicionando una dinastía milenaria de pureza y dignidad, un legado familiar. Subió las escaleras al segundo piso, donde estaban las cabinas, cargando con ese peso. En las escaleras se topó con un par de hombres solos, nada atractivos, que tuvo que ignorar con aplomo, ya que en esas circunstancias una mirada que apenas se postergue más de dos segundos te compromete por lo menos a una propuesta. Él no estaba para aceptar ni rechazar a nadie, sólo para pensar en los pecados que estaba cometiendo. Hasta ese momento, la cosa pintaba mal. Sus pulmones se llenaron con el olor de la humanidad en su punto cúspide. Sintió repulsión.

Más de 10 puertas de cada lado en los dos pasillos de la pieza dificultaron el hallazgo de la suya. Antes de dar con ella, vio a algunos hombres rondando los pasillos y a otros con las puertas abiertas, esperando. Apenas la encontró y se encerró con seguro. La cabina era de poco más de un metro cuadrado. Vinieron a su mente los baños públicos portátiles. Había dentro una mesa con una computadora y una silla. Las cabinas estaban separadas con paredes de tablaroca bien empotradas en el suelo y el techo para soportar embestidas de una intensidad considerable. La computadora estaba prendida y en ella había una ventana de chat que intercomunicaba todas las computadoras del lugar. El chat estaba desierto y nunca fue distinto. Se sentó en la silla. Era un mal momento para reflexionar, pero no pudo evitarlo.

Su hermano Alex también es homosexual, pero más bien es una señora mocha y machista que sueña con casarse con un hombre rico que la golpee cuando haga las cosas mal. A diferencia de Casiviany, Alex está convencido de que ser homosexual es como una tarjeta de presentación ante la sociedad. De más jóvenes discutían sobre salir o no salir del clóset. Alex decía que sí, que debían ir preparando a su familia para que los aceptara. Él, por el otro lado, sostenía que no tiene sentido hacerlo, que él es quien es sin importar su orientación sexual y que, en todo caso, su familia se enteraría el día que le presentara a algún novio.

A pesar de esa convicción suya, creció con ideas que en ese momento, sentado ahí escuchando los jadeos aledaños, respirando sexo, lo estaban torturando de manera que comenzaba a sentirse saboteado definitivamente. El templo que era su cuerpo ya había sido profanado anteriormente y estaba por volver a serlo de una manera que se le antojó asquerosa. Y si el templo perdía valor, el alma mucho más, porque lo permitió sin tener el más mínimo derecho de hacerlo. Los azotes estaban ya rasgando su moral cuando tocaron la puerta de su cabina.

Giró en la silla y abrió. Era un tipo algo feo, pero con cuerpo atlético y grande. Entró sin decir nada y se sacó el pito. Él tampoco dijo nada, se quedó sentado y lo metió en su boca. Afuera, el señor de la cabina de enfrente los miraba y se masturbaba. Casiviany prefirió cerrar la puerta, no fuera a pensar que lo estaban invitando. Terminó y el tipo le prestó un klinex que sacó de su bolsa trasera del pantalón, él lo usó para escupirlo todo y cuando quiso buscar el bote de basura encontró que debajo de la mesa estaba lleno de bolas de papel higiénico y condones usados. Se limitó a aventar el klinex junto con la demás basura. Pasado un rato, el tipo le pidió penetrarlo. Él sólo asintió con la cabeza, se volteó y se bajó los pantalones. Escuchó un jalón con la nariz y volteó. Le ofreció una pequeña ampolleta y le indicó cómo debía inhalar los vapores que salían de ella. Se llama Popper, con esto vas a sentir más rico. Él lo intentó, pero inhaló mal y sólo le causó dolor de cabeza. Otra vez no disfrutó del sexo.

Después de un largo rato en silencio, intercambiaron números. El tipo se fue después de invitarlo a su casa sin éxito. La cabina de enfrente estaba vacía ya. Se quedó otro rato sentado en su silla, pensando. Dentro de él, la excitación y la culpa empezaban a trabajar juntas, haciéndolo sentir ruin. Además, comenzaba a sospechar que el sexo nunca iba a complacerlo.

Nicolás Marín Mr Poper. S/T
Acrílico sobre madera
90 x 60 cm
Febrero 2010 (Tomado de LadoB)

III

-Ven, siéntate en la mesa.

Un señor de unos 45 años, menudo y bajito, pero con el rostro apuesto pasó y se sentó en la mesa. Casiviany cerró la puerta de la cabina y se sentó en la silla.

-Hola. Me llamo Ernesto, tengo 17, pero ya voy a cumplir 18.

-No me digas eso, mijo, cómo le vamos a hacer si ya me dijiste que no eres mayorcito, cancha reglamentaria pues. Casi estás tan chiquillo como mi hijo.

-¿Cómo, tienes hijos? ¿Ellos saben de esto?

-No, no, hombre, cállate. Ni mi mujer ni ellos deben saber. Como trabajo un taxi ni se las huelen, nunca saben dónde ando. ¿Apoco tu familia sí sabe que bateas chueco?

-No… No tengo papás. Vivo solo.

-No la chingues, perdón. Bueno, por lo menos así no te tienes que andar escondiendo de nadie. No, hombre, si mi familia se enterara...

-¿Nadie sabe que eres puto?

-No.

-Pero no importa, siempre he pensado que uno es quien es sin importar que te gusten los del mismo sexo, ¿no?

-Pues eso sí, pero mírame, escondiéndome a los cuarenta y tantos. Yo amo a mis hijos y quiero mucho a mi vieja, pero como que no más nunca le perdí el gusto a esto.

-¿O sea que sabías que te gustaban los hombres desde antes de casarte?

-Sí, pero nunca se lo dije a nadie. Pensé que con casarme se me iba a quitar. Qué pendejo, ¿no? Ahora tengo que venir aquí. Dejo el carro por el panteón y me vengo caminando para que no haya bronca. Pero, chingados, es la primera vez que entro con uno tan joven como tú y resulta que no más quieres platicar.

-Es que como me dijiste que así no se iba a poder…

-Chingados. No, por más que se vea que eres un cabroncito, mejor no. A ver si te veo después. Ya me voy. Chingados.

El señor salió de la cabina, frustrado y caliente. A Casiviany ya se le había hecho costumbre conversar con todos los que llegaban a su cabina. Podía hacerlo todo el día: observaba a los fulanos que anduvieran por ahí, la mayoría hombres de treinta a sesenta años, aunque también llegó a ver varios pubertos de hasta trece años aproximadamente. Ni a esos ni a los que aparentaban más de cincuenta les prestaba atención, pero sí vio algunas parejitas compuestas por estos y aquellos saliendo de las cabinas muy colorados. Su rango era de veinte a cincuenta, pero los elegía después de estar seguro de que tenían la historia que necesitaba escuchar. Invitaba al que más lo convencía, lo sentaba en la mesa y comenzaba a hablar.

Siempre contaba una historia distinta y siempre escuchó lo que quería escuchar: hombres que tenían problemas con vivir abiertamente su sexualidad. De alguna manera, saber que él estaba en ese lugar nada más para satisfacer sus ganas, su curiosidad y su autosabotaje moral, y no porque necesitara ocultarse, lo hacía sentir superior. Eso justamente era lo que más le gustaba de las cabinas. A diferencia de todos ahí, él tenía opciones menos áridas, pero reafirmarlo se le volvió vicio. Si de por sí generalmente sólo aceptaba dar o recibir sexo oral y raramente ser penetrado, cada vez eran menos las veces que lo hacía.

IV

Era sábado en la tarde. Él estaba en un restaurante con sus amigos de la universidad, celebrando el cumpleaños de Alejandra. Como a las siete de la tarde se fue, dando la excusa de que tenía que ver a su hermano en otro lugar. Alam, por su parte, dijo que tenía una entrevista de trabajo y también se fue.

Llegó como media hora después, tocó la puerta y le abrió un chico diferente al de la última vez, tres días antes. Recordó que los recepcionistas ahí duraban pocos días antes de ser reemplazados. Era un día tranquilo en las cabinas. Sin señores y sin pubertos, pocos jóvenes sentados con sus puertas abiertas y más pocas parejas con puertas cerradas. En vista de esto, prefirió hacer lo que nunca: ir a rondar los pasillos buscando algún tipo guapo o alguien con cara de tener una historia triste. Al doblar en una esquina de los pasillos, vio a un muchacho delgado, bajito y de piel clara, muy bien vestido. Ambos intercambiaron miradas mientras se acortaba la distancia entre ellos. Al estar a pocos centímetros, lo abrazó muy fuerte y los dos comenzaron a llorar. Era Alam.

Nicolás Marín Mr Poper. “Por los amores eternos que duran poco”.
Acrílico sobre madera. 90 x 60 cm.
Enero 2011 (Tomado de LadoB)

V

Por Alam supo varias cosas:

  1. Que había otras cabinas en el centro, frente al museo del Tec de Monterrey.
  2. Que también existe un lugar más refinado en donde va gente que es abiertamente homosexual. Se trata de unos baños de vapor con cuartos privados, mucho más cómodos y limpios que las cabinas, conocido como “Las termas”.
  3. Que hay muchos sitios de encuentro sexual en la ciudad. Por ejemplo, los baños del segundo piso del Paseo San Francisco a ciertas horas, la esquina sur-poniente del Paseo Bravo, cuando anochece, el cine porno El Colonial y el cuarto oscuro del bar Garotos. Además de Grinder, una aplicación para celulares que sirve para establecer contacto virtual con personas cercanas a ti.
  4. Que su amigo estaba seguro de sufrir satiriasis.

El encuentro con Alam de alguna manera le sirvió para romper con la costumbre. Se contaron todo: ambos llevaban muchos meses frecuentando ese lugar, pero por el azar nunca habían coincidido. Alam iba menos que él, porque había formas más baratas de conseguir sexo. A Casiviany no le importaba el dinero y no le importaba el sexo, aunque la curiosidad de saber de los nuevos lugares aumentó su libido. Dejó de ir a esas cabinas.

Días después, aunque sólo por no dejarlo pasar, visitó las cabinas del centro. Entró en la vecindad con el número que le dieron de la calle 4 norte, subió las escaleras hacia la izquierda y vio el letrero con las letras de cibercafé y una diminuta bandera de arcoíris abajo. El recepcionista hablaba demasiado: lo invitó a unirse al grupo de Facebook del lugar, le dio una tarjeta de presentación y guardó en un estante su mochila.

Ni niños, ni ancianos, ni mal olor, ni condones usados en el piso. Todo era muy luminoso debido al gran ventanal de la habitación y muy limpio. Las cabinas, por otra parte, eran aún más pequeñas, lo cual imposibilitó que el muchacho guapísimo que acababa de seducir lo pudiera penetrar.

-Ven, arriba hay un cuarto.

-Vamos.

Subieron unas escaleras en el interior de la casa y entraron a un cuarto con luz tenue en donde estaban tres españoles y dos mexicanos en una orgía. El muchacho lo invitó a unirse, pero él sólo quiso ver. Se dio cuenta de que así disfrutaba más.

VI

Tiene casi tres años que Casiviany conoció las casetas. Ahora su opinión es diferente. Asegura que disfruta mucho de su sexualidad. Incluso bromea mientras cuenta sobre la angustia que sentía de estar haciendo cosas obscenas y perversas. Sabe que estuvo mal haberse castigado moralmente. Está seguro de que, si volviera a ir, ya no sería con culpa y la pasaría muy bien.

VII

En febrero del 2016, los sitios web de Diario Cambio y Periódico Central reprodujeron una suerte de reportaje que habla sobre unas cabinas de encuentro sexual en la unidad habitacional La Margarita. Casiviany me cuenta que por esas fechas le contaron que clausuraron varias cabinas, no sólo esas, a causa de que un periodista publicó una investigación y se le ocurrió poner fotos de los lugares, aunque de todos modos ya no las frecuentaba. El reportaje no dice nada sobre los menores de edad.

El Día Mundial de la Diabetes se celebra — ¿esto se celebra?— el 14 de Noviembre desde 1991. Yo nací en 1996 y fue hasta este año, 2017, que presté atención a la fecha. Podría haber vivido otros diez, veinte o treinta años más sin saber nada al respecto de no ser porque en enero fui diagnosticada con diabetes.

Al ser estudiante de universidad pública, tengo derecho al seguro médico. Hice provecho del servicio de salud desde que supe que lo necesitaba. He leído y visto muchos testimonios acerca del Instituto Mexicano del Seguro Social y eso me hizo llegar con miedo, además de las muchas otras cosas que dan miedo cuando se tiene una enfermedad crónica. Sorprendentemente a mí no me fue tan mal: no me hicieron esperar meses para darme una cita, me programaron análisis muy pronto y me mandaron con los especialistas. Quisiera decir que ser una muchacha joven, pequeña y blanca (¡y diabética! ¡pobrecita!) no me ayudó a conmover a los servidores públicos, pero la verdad es que no lo creo.

Aun así, no me escapé de las deficiencias del sistema. Por ejemplo, las citas de quince minutos en donde el médico dedica noventa por ciento del tiempo a capturar datos en la computadora. “Bueno, pues te voy a recetar insulina, no comas jugos, ni refrescos, ni harinas, ni naranjas, ni mangos, ni piña...” y otra larga lista incierta que me dejó sin opciones para comer. Decidí, al principio, sobrevivir con pollo, verduras y agua simple, y lo de la insulina… acudí a un consultorio privado para que me enseñaran a inyectarme y lo hicieran por mí hasta que agarrara valor.

Me hicieron análisis sanguíneo después de muchos años que algo así no sucedía (cuando era niña sucedía mucho porque también me tocó ser asmática). Otra vez tuve miedo: por las agujas, por el dolor, por el resultado, porque la larga fila estaba repleta de personas de la tercera edad y ahora resulta que yo estaba en su posición.



Por suerte, para la interpretación de mis análisis me asignaron a un médico más competente. Quiso explicarme muchas cosas, pero los quince minutos de consulta no le dejaron hacer mucho. Me dio cita con el dentista, con el oftalmólogo, con nutrición, con trabajo social y me redirigió a “diabetimss”, o sea, un consultorio específicamente para diabéticos (sí, tantos somos), en donde tendría que asistir a pláticas sobre el tema durante doce meses. Se me ocurrió que era una especie de alcohólicos anónimos, pero para diabéticos. Después del año seremos diabéticos rehabilitados.

Los especialistas me dijeron que estoy bien, que no hay daños todavía. La nutrióloga, con obesidad por cierto, me dijo que debía subir de peso, ya que la diabetes me había hecho bajar unos ocho kilos, y entonces me dio una carpeta nutricional con menús completos — ¡con todos los grupos alimenticios! — con la cual aprendí que podía comer de todo, pero en las porciones adecuadas. Gracias a toda esta atención rápida y a internet, pude llegar a los niveles adecuados de glucosa en sangre en poco tiempo.

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Como lo pensé, en diabetimss las pláticas eran para decirnos que habíamos hecho todo mal y que sucede que nos pusimos en riesgo por ser obesos, sedentarios y mal alimentados. Yo sólo era lo último, pero por mi cuenta aprendí que no son las únicas razones para desarrollar la enfermedad. La herencia genética y mi estilo de vida me hicieron diabética: el estrés, los desvelos, la mucha comida, el mucho alcohol. Después puse atención y creo que así es la vida de las personas de mi edad, pero en fin, al que le toca, le toca.

Las primeras consultas tuve muchas expectativas que poco a poco se agotaron. Algunas veces tuve que corregir a la nutrióloga con el conteo de hidratos de carbono o voltear para otro lado cuando la “plática” se basaba en videos de pies diabéticos en carne viva. Aprendí más yo sola, aunque me daba cuenta que mis compañeros diabéticos (del doble de mi edad para arriba) no tenían mucha idea sobre el tema.

Después de unos meses, por ser una paciente controlada (y güera y joven), la nutrióloga me invitó a dar mi testimonio en la clínica el Día Mundial de la Diabetes. Dije que sí, pensé de inmediato que era una gran oportunidad para hablar sobre esto que ahora me parece muy importante, de decirle a todos los diabéticos de la clínica que se puede vivir bien, que no es difícil, que hay que ser constantes y un montón de cosas más.



Preparé mi discurso desde muy adentro, escribí sobre mis síntomas, diagnóstico, tratamiento y cuidados. Escribí acerca de cómo me sentí, la importancia de la familia y los amigos en este tipo de enfermedades, la actividad física, el automonitoreo, el permitirnos estar tristes, pero también hacernos responsables de nuestra salud. En fin, dije todo lo que creí que un diabético, o familiar de diabético o posible diabético debía saber de mi experiencia, que aunque no es mucha, podría ser de ayuda.

El 14 de noviembre llegué al auditorio de la clínica. En la entrada vi las caras conocidas de la doctora, la enfermera y la nutrióloga encargadas del módulo de diabetimss y del evento del Día Mundial de la Diabetes. Estaban programadas pláticas de especialistas acerca de nutrición, sexualidad, salud bucal, activación física, cuidado de los pies y todo tipo de temas dedicados a la diabetes. Cuando entré, las dos primeras filas estaban ocupadas por estudiantes de medicina de una universidad privada quienes se tomaban selfies para comprobar que estaban en el evento, la fila de atrás estaba ocupada por algunas enfermeras de la clínica. Sólo unos cinco o seis asientos eran ocupados por pacientes.

Di mi testimonio y se me salieron unas lágrimas al recordar lo que sentí y lo que siento a veces. Fue casi un ejercicio de valentía, nada más. Al parecer no había muchos derechohabientes interesados en escuchar acerca de la enfermedad, su enfermedad. Escuché algunas de las pláticas y la información era valiosa, lamentablemente, las personas a las que iban dirigidas, no estaban. Me fui cuando un estudiante invitado de Chiapas comenzó a hablar del amor real en las familias de antes (?).

Fue conmovedor, me dijo una enfermera después. A mí también me conmovieron cosas ese día. Me conmueve que nadie escuche, porque sé que actualmente hay 415 millones de personas con diabetes y cada vez somos (seremos) más, que se encuentra entre las primeras causas de muerte en México y que somos el sexto lugar mundial en número de personas con diabetes, que la mitad de las personas con diabetes no son conscientes de su condición, que afecta más a las mujeres, que genera cardiopatías, amputaciones, insuficiencia renal, ceguera cuando la enfermedad no es controlada, que el 70% de los casos pueden prevenirse y que a pesar de todo, se puede vivir bien.

Hay muchos mitos y mucha desinformación sobre la diavetis: que se puede curar con hierbas extrañas, que la insulina te deja ciego, que sólo le da a la gente mayor y obesa (mea culpa), que la única causa es la mala alimentación y el sedentarismo, que su diagnóstico es equivalente a la muerte, entre muchas otras cosas que ahora me parecen absurdas.

Las campañas del gobierno (véase en cruceros las fotografías de niños gordos) no están haciendo mucho para informar, solucionar o aminorar el problema, pero los pacientes diabéticos en México tampoco. Sé que me quedan muchos años de diabética y he de entender que no está en mis manos explicarle a todo mundo lo que he aprendido, pero creo y siento que es parte de mi responsabilidad hablarlo y compartir mi experiencia, porque sé que no todos tienen los privilegios y la información que yo, y que de algo ha de servir.

Levántate temprano. Desayuna. Guarda la botella de agua. Afina tu guitarra y cuélgatela. Sal a la calle. Lo primero es establecer una ruta de acuerdo a tus necesidades. Ubica los puntos importantes. Yo ya tengo la mía: empiezo en el Boulevard Norte, por el antiguo hospital San Alejandro. A las diez de la mañana debo estar en la parada del camión para no perder tiempo y que todo cuaje. Cargo la guitarra, la funda de tela y el agua. Debo tomar la ruta 10 o el Libertad Cuauhtémoc que van hacia la 31 poniente. Suena mucho más planeado de lo que en realidad es, no te espantes. Llego a este lugar porque aquí se detienen los camiones por el alto o para subir pasaje, aparte vienen con gente porque ya pasaron la CAPU. Siento el humo que sacan los camiones, bueno pa’l frío. ¿Lo sientes?

¿Me da chance? Dijo que no. Ni modo. Los choferes a veces no te dejan. Están en su derecho: a veces se sube cada cabrón a cantar que… Bueno, pero ese no es el tema. Para pedir chance cuando no te oyes hay que alzar la guitarra. Así. Ellos ya saben qué pedo. Ahí viene otro. Tienes que subirte rápido, pasar hacia atrás para recargarte y comenzar.

Muy buenos días, vengo a interpretarles unas canciones, esperando sean de su agrado.



Que se quede el infinito sin estrellas

O que pierda el ancho mar su inmensidad

Pero el negro de tus ojos que no muera…

Dos canciones. A veces hay que tocar una más. Son aproximadamente seis minutos y no molestas mucho a la gente.

Bueno, espero que estas canciones hayan sido de su agrado y, si gustan colaborar con una moneda que no afecte a su economía, se los agradeceré mucho. Muchas gracias y hasta la próxima, que tengan buena tarde.



Ese es mi discurso, prefiero no mentir, la verdad. Y ya vas pasando a cada uno de los asientos.

¿Gusta colaborar? Gracias. Gracias. Muchas gracias.

Me caen muy bien los choferes, ¿sabes? Casi siempre son empáticos contigo. ¿Cómo va, eh? Bien, bien. Apenas empecé, pero ahí va. Vientos. Oye, ¿tienes cambio? Si traigo, se los doy. Anota esto: procura que tu pantalón traiga bolsas grandes, nunca sabes cuándo te pescará la suerte. Además, como estoy todo flaco los pantalones se me caen con la morralla. Listo. Gracias, Don, ahí la vemos.



Hay que tratar de bajarse en una parada donde haya gente por dos razones: 1) si no hay semáforos cerca, los camiones se detendrán para subir pasaje. O sea: una oportunidad. Y 2) Siempre es bueno que la gente te escuche, sobre todo en esta chamba.

-¿Qué toca, joven?

- Pues ya ve, de todo. ¿A usted qué le gusta?

- Tssss… pues de todo, la verdad. Los boleros me gustan mucho.

-Perdón, vida de mi vida…

-Perdón, si es que te he faltado…

-Perdón…

-Cariñito amado…

-Ángel adorado…

-Dame tu perdón. Esa es muy buena, eh.

- Sí, muy buena. Ahí viene uno, a ver si me da chance.

- Sale, joven, que le vaya bien.

Muy buenas tardes, vengo a interpretarles unas canciones esperando sean de su agrado.

Vete ya.

Si no encuentras motivos

Para seguir conmigo

¿Para qué continuar?

Hay que saber de música. No ser estudiado, sino lo que se siente escuchar y tocar. Porque si una canción te hace sentir algo seguro lo transmites al tocarla. ¿Que si toco lo que a la gente le gusta? Pues sí, pero me concentro en sentirme mejor, aunque es porque yo no vivo de esto…

Ya casi es la una. Llevamos… setenta pesos. En total hemos tomado como cuatro o cinco camiones, pero ahorita viene lo bueno. Lo chido de una ciudad como Puebla es que siempre hay turistas. ¿Sabes qué les encanta? Probar comida nueva ¿Y qué cosa es lo que más prueban? Cemitas. El Carmen es la mejor para ir a botear. Sí, así se dice: botear. Bueno pues hay al menos dos locales donde se puede tocar.

¿Ya viste? Está lleno. A huevo. Aquí, en medio, para que toda la gente te escuche. Fuerte.

Muy buenas tardes, vengo a interpretarles unas canciones, esperando sean de su agrado.

¿Qué más quieres de mí

Si ya todo te di?

Te di mi cariño

Te di mi confianza

Te de mi calor

-Joven, ¿se sabe El Andariego?

-Claro.

-¿De a cómo la canción?

-De a veinte pesitos.

-Venga, pues.

Yo que fui del amor ave de paso…

Ya no pasamos al otro. ¿Viste al tipo que me saludó? Pues ese iba a tocar al local de al lado. Se llama Arturo. Yo lo conocí cuando empecé a tocar en los camiones, a los catorce años. Yo iba en la secundaria, quería ir al D.F. a ver a Caifanes y en ese entonces recién había dejado un trabajo que tenía en un café internet. Así empezó todo.

En los molotes es más sencillo, pero siempre hay que pedir chance. Hay mucha gente porque están cerca de catedral y en el centro siempre hay turistas. Es con esa señora que despacha. ¿Me da chance? Gracias.

Muy buenas tardes vengo…

A ver. En total, sacamos $170 pesos y son las tres de la tarde. Por hoy, el día ha terminado. Aquí acaba. Si hace falta, te regresas tocando a tu casa o vas a otras fondas, restaurantes o hasta las plazas. Pero hoy fue un buen día y no es necesario. Hay que moverse, tomar agua, cuidarse. Como yo no vivo de esto, ya puedo volver a la casa. Tomo la ruta 3. Cien pesos son para mi madre y el resto es para mí. Cuando llegue, debo ayudarla con el puesto de molotes. También debo hacer la tarea. Y leer. También debo descansar un poco.

Bueno, esto ha sido todo. Y si estas canciones han sido de su agrado…

33 revoluciones

33 revoluciones/Canek Sánchez Guevara. Editorial Alfaguara.México, 2016.pp. 257

Es obra póstuma del escritor que muere en 2015, a los 40 años en la Ciudad de México, y se integra de siete relatos: 33 revoluciones, La espiral de Guacarnaco, Los supervivientes, Confesiones de un artista ensangrentado, El misterio del dedo ausente, La casa gana, La llamada de Cristo, La veintidós y Los Frikis. En buena medida son textos de carácter autobiográfico.



La mayor parte tratan sobre la vida cotidiana en la Cuba socialista. El autor, nieto del Che Guevara, hace una crítica ácida y mordaz a la manera en cómo la gente vive en la Isla y en la forma que la nomenklatura del Partido Comunista, que goza de múltiples privilegios, gobierna el país. Son relatos que muestran la frustración de la gente en la lucha del día a día por sobrevivir en medio de grandes carencias.

Los otros relatos hablan de sus vivencias y viajes por México y Centroamérica. Recogen experiencias y recuerdos. Hay descripciones del ambiente y sus personajes, él mismo, se mueven en espacios marginales. En todo los casos hay una referencia al habla y los modismos del lugar. El libro incluye un Glosario de ocho páginas, que resulta clave para poder entender los textos.



En la Introducción, el padre del autor, afirma que “33 revoluciones fue el texto más acabado: dedicó varios años a esculpir cada imagen, cada sensación de todos los hombres que se juegan la vida por la vida”. El texto que da nombre la obra es una narración lúcida de la lucha cotidiana por la sobrevivencia de los cubanos en el régimen de la Revolución.

Este relato, sin duda el más acabado y el de mayor fuerza, cuenta la vida, día a día, de un burócrata de bajo nivel en la Cuba de hoy. El común denominador de los 33 pequeños relatos es el “disco rayado” de los discursos de los burócratas de la alta jerarquía que aseguran que todo está bien y también el “disco rayado” de la gente que siempre dice lo mismo.



El personaje vive en la inercia cotidiana y sabe como sobrellevar la situación, que tiene certeza no va a cambiar. En un largo proceso toma distancia de aquello que lo rodea y decide, como cientos de miles de otros cubanos, buscar una salida a la vida cotidiana que no tiene ninguna perspectiva. Lo que sigue es arriesgar la vida en un bote que lo saque de la Isla en busca de un nuevo futuro.

Jon Lee Anderson, el periodista y escritor, dice que “Canek Sánchez Guevara fue un escritor brillante y apasionado que murió demasiado joven. Esta imborrable novela póstuma es un rechazo visceral al patrimonio político que le tocó por ser el nieto del Che, y también un grito de socorro personal” y Jacoba Casier, editora de los Países Bajos, que 33 revoluciones “tiene un ritmo perfecto, una musicalidad y una poesía que te atrapa como lector. Deja entrever sin que sobre ni una sola palabra el día a día cubano y a la vez tiene una sabiduría sobre la vida por lo general y una profundidad que asombra. Es una novela redonda que deja sin aliento y empuja en cada página a reflexionar. Hace mucho tiempo que no había tropezado con un texto de tal nivel”.

Concuerdo con que 33 revoluciones es un gran texto. Es la crítica demoledora a un régimen como sólo lo puede hacer la literatura. Los demás textos son difíciles de leer, algunos por la abundancia de modismos, y también por un rebuscado lenguaje que en ocasiones resulta un ejercicio que calificaría de culterano o incluso vanidoso.

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Canek Sánchez Guevara. Nació en La Habana, en 1974, y murió en la Ciudad de México, en 2015. Nieto del mítico “Che” Guevara, ejerció diversas disciplinas como la escritura, la música, la fotografía y el diseño gráfico. Durante cuatro años, escribió en la revista Milenio Semanal sus columnas “Diario sin motocicleta” –compiladas en el volumen del mismo título (Pepitas de Calabaza, 2016)–. En México publicó el libro de poesía Diario de Yo y en Barcelona hizo una investigación de la que resultó el libro Diario de Bolivia. Ernesto Che Guevara, edición comentada por Canek y Radamés Molina. En Francia, publicó junto con Jorge Masetti –hijo de un compañero de lucha del “Che”– el libro Les héritiers du Che (2007) donde ambos hacían un recuento de su adolescencia en Cuba, país al que Canek volvió después de haber vivido durante años en Italia, España y México y desde donde comenzará a relatar el permanente choque de una juventud, briosa y creativa, frente al dominio del Partido, cuyas actitudes dogmáticas y policiales le permitirán reconstruir los ambientes y personajes de 33 revoluciones.

Mundo Nuestro. En días pasados se presentó en el edificio de la Aduana Vieja el libro Solón Argüello, Antología poética, elaborado para el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP por la novelista e investigadora Beatriz Gutiérrez Müller. Recuperamos de ese evento el texto escrito por la poeta poblana Valeria Guzmán (Ciudad de Puebla, 1990), quien nos ayuda a comprender la profundidad de uno de los personajes trágicos de la revolución mexicana, el poeta de origen nicaragüense Solón Argüello asesinado en 1913 por soldados del régimen huertista.

La antología elaborada por Beatriz Gutiérrz Müller es un compendio de poemas que pertenecieron a los tres libros publicados por Argüello en México: El grito de las islas (1905), El libro de los símbolos e islas frágiles (1909) y Cosas crueles, además de una veintena de piezas inéditas que fueron rescatadas de periódicos y revistas por la investigadora del ICSyH.

El poema Y prosiguió su signo con el que Valeria presenta su valoración de la poesía de Solón Argüello es de una fuerza estremecedora.



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Y prosiguió su signo

Pasó lleno de polvo

su traje asaz roído,



con sus viejas sandalias que conocen

cien valles, cien desiertos, mil caminos.



Pasó, con su melena

que desgreñaba el austro,

con su triste mirada pensativa,

que escruta, siempre fija en el arcano.

Pasó, como una sombra,

callado, obscuro, solo,

con sus laxos camellos de tristeza

doloridos. Pasó lleno de polvo...

Miró hacia atrás en busca

del ya lejano predio

y aun oyó reproches que venían

traídos por la parva de los vientos.

Y se bebió sus lágrimas

y prosiguió, en su signo,

con sus viejas sandalias que conocen

cien valles, cien desiertos, mil caminos.

Anoche soñé que me disparaban en la pierna. Sabía que no debía moverme aunque no sentía ningún dolor, ni siquiera angustia. A otra mujer le disparaban en el vientre frente a mí, y eso me preocupaba más; sabía, por sus gestos, que a ella sí le dolía.

En la carrera de Letras te enseñan a desligarte de la empatía pues ése es el grado más básico de la lectura, identificarse con un personaje, con una situación. No sé si por eso casi dejé de leer narrativa. Para la poesía no hay otra alternativa más que el involucramiento. La poeta santianesa Olvido García Valdés escribió una biografía de Santa Teresa en la que explica su corazón. El corazón del poeta místico es como una cúspide, como el punto de una montaña que se alcanza después de muchos trances, hasta llegar al de la unión real. Para mí, el poeta debería buscar siempre su propio corazón.

Cuando Miguel me dio el libro de Solón Argüello no sabía quién era él, sólo sabía que yo estaba triste. Sentí que él también había estado triste. Todo el tiempo habla de la​ ​isla​. Leo que Justo Sierra le facilitó a Argüello dar clases en Ensenada. Yo fui por primera vez el año pasado. Me sorprendió ese O​cénao Pacífico que se puede ver desde las rocas, y la lejanía que desde ahí se siente con el mar​. No vivir en el mar, no ser del mar, causa un distanciamiento del cual no se tiene consciencia sino hasta que se convive mucho con alguien que sí viene de una ciudad marítima o, me hace pensar Solón, hasta que se llega a vivir a una ciudad con playa.

Además las playas de Baja California no son tan alegres, tienen algo de nostalgia. Quizá porque el sol no te invade como en las céntricas. Las islas del poeta son metafóricas, pero esa insistencia en el símbolo quizá no es tan común en alguien que no está en diálogo constante con el agua.

Dice Jules Michelet en su libro sobre el mar:

“¡Qué triste es ver, al caer de la tarde, el sol, alegría del mundo y padre de todo lo criado, ir desapareciendo, eclipsarse entre las ondas! Es el cotidiano duelo del Universo, particularmente del Oeste. En vano es que todos los días presenciemos el mismo espectáculo; siempre ejerce en nosotros igual influjo, idéntico efecto melancólico.”

En efecto, no hay manera de estar al lado de la playa a la hora del arrebol (que en el norte aparece casi diario) sin sentir que perdemos algo. Me imagino que esta sensación se intensifica cuando se tiene la rutina de vivir junto a ese fenómeno diario.

Creo que la tristeza de Argüello lo llevó a buscar cosas. La primera cosa es el amor romántico, la que está más al alcance. El amor es una posibilidad de llenar el vacío propio de estar vivos. Bataille asegura que el hombre nace y muere en soledad (tengamos en cuenta, sin embargo, que era un filósofo occidental). Pero la relación amorosa se acaba, el poeta se queda solito en su isla. Es tristísimo ver cómo el otro se aleja, y quedarse con el propio corazón que late y late y late. Parece que no hay una escapatoria de eso. Sí la hay. Es lenta, es igual o más complicada. Se puede llenar el vacío que deja un amor romántico con la búsqueda de profundidad del ser. El ser está solo pero, al mismo tiempo, está acompañado del todo y él mismo es el todo. Una trascendencia que ​buscan las grandes doctrinas místicas.

Dice Nietzsche que cuando el ser llega a este verdadero encuentro del corazón, el artista se despersonifica. Escribir de esto es complicado, el lenguaje se vuelve simbólico. Para Solón Argüello, se vuelve fantástico. Hay bosques que acechan y criaturas maravillosas que aparecen, corporeizando lo trascendental​. También están entre estos paisajes los santos y los dioses. En la poesía de Marosa di Giorgio sucede igual: en medio de una realidad fantástica, aparecen entidades sagradas.


Podría parecer contradictorio que un poeta místico, como definitvamente considero a Solón Argüello, haya dejado de escribir para luchar por una causa política. Pero creo que es una entrega con disciplina que distingue a las personas que se entregan a una idea, sea religios a o no. Hay algo que podríamos llamar “romántico” ahí, o sólo propio de un ser lleno de pasión trascendental.

(La fotografía que ilustra la pordatilla de este texto pertenece al Sistema Nacional de Fototecas del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, Cortesía de la editora Beatriz Gutiérrez Mueller.)

Era una friega transitar cientos de kilómetros en el desierto de la meseta central, pero era mandatorio al menos una vez al año. Los abuelos paternos, además de ser menos frecuentados que los maternos, tenían esta propiedad gigantesca. Incluía un corral, no para ganado sino para los camiones de mi abuelo que era concesionario de refresqueras y cerveceras. Además era el dueño del único teléfono público. Esto no es poca cosa. Tenía su centralita de madera, manivelas y este sistema de cables y luces y auricular separado del parlante con forma de copa negra invertida. También tenían una posada alrededor de un frondoso patio español y una tienda de abarrotes. El abuelo tenía también un proyector y hacía funciones de cine callejeras.

Todo esto fue el anclaje a la vida que mis abuelos necesitaron para dejar atrás el caos que la revolución les impuso. Es la historia de mis abuelos y la de los abuelos de muchos más, que vivieron la desolación de las armas, el fuego y el desarraigo. Y ahí, en Galeana, Nuevo León, acabaron sus días. Las visitas a esta pacífica Villa de Labradores, como era descrita en la cédula virreinal de su fundación, son un hato de recuerdos que huelen a cocina, tierra y provincia.

Ese hato se desmorona con facilidad y los recuerdos caen a diestra y siniestra. Los abuelos decidieron comprar un burro para pasear a los nietos en el pueblo. En su lomo cabíamos los seis primos mayores. Lo atestigua una foto y el recuerdo del tacto tieso y polvoso de su pelambre.



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Ciudad de México: la vida guardada en La Lagunilla



El pueblo está en al pie de un cerro que no cabía en el azul intensísimo del horizonte. Se respiraba una aridez interplanetaria. En uno de tantos paseos en el cerro, mi papá encontró un fósil de alguna criatura acuática. Nos dijo que en alguna época aquel paraje era el fondo de un océano y eso bastó para crear una obsesión que sobrevive hoy en día con las piedras, los fósiles, las gemas, los cristales, joyas inanimadas que los milenios legan.

El desierto es un paraje íntimo. Nada que ver con la apacible montaña, la ensoñación acuática o el histérico bosque tropical. Eran las ocho horas más largas, eras las rectas más rectas, eran las yucas y sahuaros más tristes. La llegada al pueblo se anunciaba con una hondonada surcada por un antiguo lecho que la mayor parte del año estaba seco. A la vera del camino, los manzanos eran el paseo alternativo al cerro. En uno de esos paseos, mi hermano comentó que las manzanas en el D.F. se encontraban en el súper no en los árboles.

Las vacaciones eran en verano o navidad. La navidad me gustaban más porque mi papá buscaba la forma de brincarnos a San Antonio para visitar a los parientes chicanos. La familia Luna, naturales de Monterrey emigrados hace tres generaciones a Texas, primos segundos de mis parientes Villarreal nacidos en San Antonio y emigrados a México hace tres generaciones.



Una de esas navidad fue especial. No por lo regalos, ni la reunión extraordinaria de todos los primos. Hacía mucho frío y jugábamos el patio. Ingeniándonos en convertir la caja vacía de un camión en un patio de juegos, donde trepar, brincar y colgarse.

Recuerdo mirar desde abajo a mi hermano colgado de un tubo. Su silueta a contraluz rodeada de una pelusa extraña. Se soltó y cayó delante de mí. Nuestras miradas, fijas en las cabelleras de uno y de otro, descubrieron la entropía suspendida de la nieve. Posando su blancura con elegancia, en las manos, en el aire y en el suelo curtido y aferrado del norte de México.

Del absurdo cotidiano

El blog de Ángeles Mastretta en la Revista Nexos

Los conversadores nos descubrimos hasta por teléfono. Yo sé de una mujer que en busca de una clase marcó un número equivocado y dio con una conversación en caída libre que empezó más o menos como sigue:
–¿Es ahí donde dan clases de gimnasia?–le dijo al hombre que levantó el auricular al otro lado de la línea.
–¿Usted quiere tomar clases de gimnasia?–le contestó una voz de animal fino.
–¿Por qué me lo pregunta como si lo dudara?–dijo la mujer.
–Porque cuando uno quiere tomar clases de gimnasia marca el número del lugar donde dan clases de gimnasia.
–¿Entonces no es ahí?
–¿Donde damos clases de gimnasia? No. Pero ¿usted por qué quiere tomar clases de gimnasia?
–Porque me están engordando las caderas.
–¿De verdad?
–Aunque usted no me lo crea.
–¿De dónde saca que yo no se lo creo?
–De que ustedes los hombres nunca nos creen a las mujeres cuando decimos que nos están engordando las caderas.
–Yo a las mujeres les creo todo lo que dicen.
–¿Es usted gay?
–No, pero podría yo ser.
–Se atreve a decirlo. ¿De qué planeta viene?
–Del único que usted y todos los demás tenemos la fortuna y el infortunio de conocer.
–Es bonita la Tierra ¿verdad?
–Menos cuando se vuelve horrible.
–Sí. A veces se vuelve horrible.
–¿A usted lo han asaltado?
–Todavía no. Pero ha de ser cosa de tiempo. Ya ve que últimamente el que no viene de un asalto va a un asalto. No se puede ni hablar de otra cosa.
–Hay quien habla de política–dijo la mujer.
–O de horrores. De lo que ya no habla mucho la gente es de amor. ¿No se ha fijado que hasta las telenovelas están abandonando el amor como tema central?
–No veo telenovelas–presumió la mujer.
–¿No ve telenovelas? ¿Cómo es que le han crecido las caderas?
–Me gusta demasiado lo dulce. Le pongo tres de azúcar al café. Me fascinan los tlacoyos de haba, las papas a la francesa, el pollo empanizado, los gusanos de maguey, la leche sin descremar, los quesos fuertes, el pan del que me pongan enfrente.
–Son una delicia los panes y el azúcar.
–¿Le parece? Dicen que esas cosas nos gustan más a las mujeres ¿Está seguro de que no es gay?
–Nunca hay que estar seguro de eso. Hay ratos en que me comería a besos a un hombre. Aunque siguen siendo más frecuentes las veces en que me comería a besos a una mujer.
–¿Por qué es más fácil?
–Nada es fácil con ustedes las mujeres.
–Vendernos cosas es fácil.
–Viera que no. Se lo digo yo que soy vendedor.
–¿Qué vende usted?
–Departamentos en condominio.
–De verdad. Yo me quisiera comprar uno.
–Tengo uno de ciento veinte mil dólares.
–Por eso le dije: quisiera.
–¿Cuánto tiene usted?
–Nada. Qué importa.
–Importa donde lo dice en ese tono.
–No me hable usted como mi papá.
–Que más quisiera yo que hablarle a una mujer como su papá.
–Pues usted habla como mi papá.
–Y usted habla idéntico a una novia que me quitó el sueño durante todos los años de carrera.
–¿Se casó con ella?
–No.
–¿La extraña?
–Sí.
–Dice una amiga mía que el amor de nuestra vida siempre es con el que no nos casamos. Yo digo que es porque en lugar de pedirle al cielo que nos calláramos se fue a otra parte para no oírnos. Siempre es más agradecible. ¿No cree?
–No sé bien qué creo.
–¿Me cree si le cuento un prodigio? Mi vecino dió con una mujer de la que estuvo enamorado cuando tenía quince años y a la que aún no podía olvidar a los cuarenta.
–Ya sé. Y cuando la vió se preguntó cómo era posible que hubiera estado perdiendo su tiempo en recordar a alguien que estaba así de gorda y arrugada.
–No. Ahí es donde aparece el prodigio. La vio y todo en él la quiso con más fuerzas que nunca.
–Y cada uno fue con su pareja y le dijo: encontré al amor de mi vida y ya me voy.
–No. Tú si que has visto telenovelas. Cada uno se quedó casado con quien estaba casado. Sólo se encuentran cada mes un lugar distinto.
–Eso es como de película francesa.
–Es mejor. Porque aquí hay sol y todo pasa más rápido.
–¿Ni siquiera han tenido el mal gusto de poner un departamento?
–Créeme que ni eso.
–Con razón no vendo condominios. ¿Me hablaste de tú?
–Es que hablas como mi papá.
–¿Cómo hablaba tu papá?
–Así–dijo mi amiga–con la seguridad de que todo lo importante ya estaba dicho. De modo que uno podía hablar sin tregua ni recato de todo lo trivial como si fuera muy importante. Me tengo que ir. Van a venir por mí.
–¿Cuál es tu teléfono?
–Uno que siempre está ocupado.
–¿Lo podrías usar para volver a llamarme?
–No sé qué número marqué.
–El de la gimnasia.
–¿No dijiste que ahí no dan clases de gimnasia?
–Ya no dan, pero dieron. Ahora estoy adatando el lugar para que sea oficina.
–¿Oficina para vender condominios?
–¿Qué quieres que haga? Estudié ingeniería y me gustaba la literatura. He tenido que acabar trabajando en algo más cercano a los sueños que a los cálculos. ¿Tú en qué trabajas?
–Otro día te digo.
–¿Me llamarás?
–Cuando tenga para el condominio.
–Puedo buscarte uno a plazos.
–Quieres decir, de plazos hasta siempre. No me interesa.
–Tonta. No hay como las cosas a largo plazo.
–Adiós.
–Si me llamas mañana te cuento una historia–dijo el hombre con una sonrisa que ella casi pudo ver.
Por supuesto, mi amiga quiso llamar. Ahora, se hablan a diario para contarse cosas entre las cinco y las seis de la tarde. Se conocen mejor uno al otro de los que los conocen sus parejas, sus hijos, sus padres, su fantasía de sí mismos o su espejo.



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