Literatura

Hoy, Dios

Revista Sin Permiso. Starr Davis se graduó en el City College of New York. Editora de no ficción del TriQuarterly Magazine, vive en Houston, Texas.

“Escribí este poema en medio de las elecciones de 2016 [que llevaron a Trump al poder]. Había un hedor en el aire, muy fétido, allá donde estuviera (fuese mi oficina o el metro), de odio y prejuicio. Me acuerdo de que al día siguiente de los resultados de las elecciones tenía mucho miedo de salir de mi estudio, en el Bronx, sobre todo porque fuera estaba todo demasiado tranquilo, y el sur del Bronx nunca está tranquilo. Este poema empezó como un ruego, ‘Hoy, Dios’. Me iba preparando para enfrentarme a la oficina de la empresa en la que trabajaba de administradora, con dos encargados que eran entuasiastas seguidores de Trump, al objeto de armarme de coraje para combatir el miedo que sentía por dentro, el temor de que vivía ahora en un mundo en el que tendría que luchar más duramente de lo que había luchado nunca”. Starr Davis

Hoy, Dios



Estoy liberada y centrada hoy
En lo que significa gobernarme.

No estoy viendo las noticias
Ni llevo sostén.

No pondré en cuestión a Norteamérica
Ni preguntaré anoche dónde estaba.

Me fui a la cama con un dato frío
Sin acurrucarme luego.

Hoy, Dios, no quiero nada
ni siquiera el amor que te he rogado.



En el tren no ofreceré
a nadie mi asiento.

No me mueve ya más nadie
Algunos días, ni siquiera el viento.

Hoy seré igual que la bandera
que jamás ondea.



En el trabajo seré negra
y actuaré de esa manera.

Pronunciarán mi nombre mal
Y esta vez no responderé.

Me sentaré en mi mesa, las piernas abiertas,

la mente cerrada.

Starr Davis se graduó en el City College of New York. Editora de no ficción del TriQuarterly Magazine, vive en Houston, Texas.

Fuente:

Poem-a-day, Poets.org, 31 de agosto de 2020

Traducción:Lucas Antón

Literatura

El Jesucristo revolucionario de Kazantzakis | Cataluña | EL PAÍS

Nikos Kazantzakis



Cristo de nuevo crucificado (Alianza Editorial, 1984) del poeta y novelista griego Nikos Kazantzakis (Creta, 1883-Alemania, 1957) se publica originalmente en 1948. La historia se desarrolla en Licovrisí, un pequeño pueblo campesino de Grecia, en 1922 todavía bajo el dominio turco.

El pope y los notables eligen a los ciudadanos que en Semana Santa van a representar a los personajes de la Pasión de Cristo conforme a una costumbre del lugar.

En ese mismo tiempo ocurre que los sobrevivientes de otro pueblo, devastados por las fuerzas turcas, huyen y llegan al sitio.

Vienen a la cabeza del pope Fotis. Al llegar dicen que ellos también son griegos y cristianos. En su huida piden ayuda, para rehacer su vida. Han perdido todo.

Grigoris, el párroco de Licovrisí, se niega a recibirlos y levanta al pueblo para que los rechace. Se van entonces a la montaña agreste a comenzar de la nada.

A partir de entonces, la novela seguirá a los elegidos para representar la Pasión. Cada uno vive un proceso de transformación. Asumen en su vida cotidiana al personaje que van a representar.

La novela, entonces, se estructura a partir de dos experiencias paralelas: La historia de lo que ocurre en el pueblo rico que lidera Grigoris y en el pueblo pobre que encabeza Fotis.

En el marco del mensaje evangélico quien tiene a su cargo la representación de Cristo y los que actúan como los apóstoles, que son sus seguidores y amigos, entran en conflicto con su comunidad.

Ante la negativa de los pobladores de Licovrisí, para ayudar a los recién llegados, los personajes de la Pasión asumen su causa y se solidarizan con ellos.

Con su actitud cuestionan el formalismo religioso, que es incapaz de la misericordia y el apoyo al que lo necesita. Su planteamiento cuestiona el orden establecido.

El pope Grigoris, el sacerdote de la comunidad, el representante de Dios, pide que se mate al pastor de ovejas Manolios, que hace el papel de Cristo y se solidariza con los más pobres.

Manolios es conducido ante la autoridad, el agá turco de la localidad. Él, como Poncio Pilatos, se lava las manos y lo entrega al sacerdote y a su pueblo, que reclaman su sangre por subvertir las costumbres y las reglas del juego.

La muchedumbre, dirigida por Grigoris, dentro de la iglesia del pueblo lo matan con particularidad crueldad. El pope dice: “¡Que su sangre caiga sobre todas nuestras cabezas!”

El texto se publica tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. El autor en la novela plantea la existencia de dos cristianismos; uno que defiende el status quo y otro que se propone cambiarlo.
Uno y otro cristianismo son irreconciliables; se opta por uno o por el otro. No hay espacios intermedios. La historia y el lenguaje es directo, crudo y dramático.

Cristo de nuevo crucificado
Nikos Kazantzakis
Alianza Editorial
Madrid, 1984
pp. 447

Versión original. Traducción del griego al español de José Luis de Izquierdo Hernández. De 1954 es la primera edición en castellano de la editorial argentina Carlos Lohlé.

Literatura



Carlos Sánchez: La literatura en el infierno

Gilberto S. Botello Montañez y Óscar Alarcón

Lo conocí en Cholula durante el Festival Vaniloquio 2015. Carlos Sánchez presentó La ciudad del soul, un libro publicado por Nitro Press. Otros periodistas también estuvieron presentes, Javier Valdez, Wilbert Torre. Con Carlos entablé una profunda amistad. Todavía recuerdo que durante la charla-presentación de su libro le pregunté qué le diría si tuviera a Enrique Peña Nieto delante de él. Yo esperaba que hiciera un comentario agresivo o que se mofara de él. Su respuesta fue contundente, sin poses y me sorprendió: “No le diría nada. Le daría un abrazo porque debe de ser un hombre muy solo. No me lo imagino llegando a su casa con el deseo de abrazar a sus hijos. No debe poder hacerlo. Le daría un abrazo.”

Crónicas desde el infierno, es un libro que publica Ediciones Proceso en este 2020, con un prólogo de Javier Aranda. Es una versión ampliada del que publicara Nitro Press en 2013. Este libro obtuvo el Premio del Concurso de Libro Sonorense, en el género de crónica.



El ejercicio periodístico que realizó Sánchez para este libro es un documento invaluable: ha entrevistado a gente que se encontraba en prisión por asesinato y nos trae su testimonio. Carlos nada en las aguas profundas y oscuras del alma de quien se atreve a arrancar una vida por la fuerza. Sus diálogos tendrían que alejarnos del morbo por saber qué es lo que pasa por la mente de un criminal y acercarnos a nuestro lado más humano a veces perdido, a veces olvidado.

En esta charla la hicimos a dos manos. Gilberto S. Botello Montañez participó en el curso de Periodismo que organizó Fábrica de Historias, que dirigen Yuyú Fernández y Carlos René Padilla. Se trata de un acercamiento a la vida de un escritor de cepa. Carlos Sánchez es fundador de Ediciones La Cábula en Hermosillo, Sonora, lugar donde Sánchez nació. Autor de más de diez libros, obtuvo el Premio del Concurso de Libro Sonorense, en el género de cuento por Hazlo por mi corazón.



“El barrio es carne de cañón. Siempre me han obsesionado los nacidos para perder. Quiero ser un puente entre esa persona etiquetada, confinada, y el posible lector que no conoce esos orígenes para contarle la otra historia”.

Aquí más que el lobo, lo que importa es sus motivos. El autor no se engolosina con el plato de sangre como ocurre con la narrativa simplona. Nos abre la puerta del subsuelo para vislumbrar, desde el fondo oscuro, la realidad de esos monstruos. Sus historias nos cuentan la otra historia, la otra realidad antes del crimen.

Carlos Sánchez (Hermosillo, 1970), escritor y periodista. Autor de varios libros en diversos géneros: crónica, novela, cuento, dramaturgia. En su vocación de reportero se ha especializado en trabajos de investigación periodística, en los que las voces suburbanas adquieren relevancia a través de la publicación de sus historias en diversos medios estatales y nacionales. Ejerce también el periodismo cultural e imparte talleres de escritura en diversos penales de Sonora. La descripción morosa del acto brutal no es el centro de sus crónicas sino los porqués, por grotescos que resulten. Matar, el libro de crónicas de Carlos Sánchez, nos acerca a la absurda psicología del monstruo. (Proceso Ediciones)

Conversar con los asesinos

Después de hablar con Carlos Sánchez uno no puede ser el mismo. Su sonrisa te contagia, pero algo hay en las palabras de este autor que siempre queda rebotando en la cabeza de quien lo escucha. Matar no es un libro fácil de leer, hay que tener mucho estómago para acercarse a las entrañas de la otra realidad de México. Una realidad que devora hombres y mujeres mientras llueve plomo en las calles.

Gilberto S. Botello Montañez. ¿Cómo describirías la influencia de Abigael Bohórquez en tu vida y en tu obra?

Carlos Sánchez: Inevitable pensar en su autoridad moral. Imposible agradecer el contenido y compromiso de su obra: la poesía, la dramaturgia, el periodismo. Abigael siempre buscó y creó espacios para la proyección de escritoras y escritores.

Si algo me legó Abigael es la actitud ante la vida, el creer que la literatura es un oficio que hay que defender con el arma más poderosa que es la dignidad, decir las cosas de frente, lo que duele o felicita. Bohórquez me enseñó que para vivir no se necesita más que lo que se trae puesto, algunas monedas para un trago y un lápiz para reconstruir los días. Insisto: con dignidad.

Óscar Alarcón. Platícanos, ¿qué es el miedo para ti? ¿Sentiste miedo en algún momento al realizar las entrevistas con algunos asesinos para escribir las crónicas?

Carlos Sánchez. El miedo es una camisa de fuerza que a veces nos impide caminar. Lo he vivido y lo sigo sintiendo. Al reencontrarme con las páginas de Matar, por ejemplo, muchas veces las voces se convierten en los rostros de los protagonistas, los veo con sus rictus de violencia, me salpican de sus impulsos.

Esto me hace cuestionarme: ¿Quién soy yo para que interrogue, atisbe, sobre las vidas de los otros? Sin embargo, el oficio me eligió desde la infancia, preguntar es mi vocación. Y asumir los riesgos, procede. Tengo miedo de la convivencia tan de cerca con la violencia, no obstante, la violencia la presenciamos todos en algún momento de nuestras vidas y hay que tener las agallas o la suerte, de salir avante.

Respecto al miedo por las conversaciones con asesinos, me tocó que, al revisar el material con uno de los entrevistados, porque ese era el compromiso, verificar datos antes de publicar, y al estar ahí, en una de las celdas, él empezó a tachar datos, lugares, “Esto no lo pongas porque van a saber que yo fui el asesino del restaurante”, me dijo, entre otras cosas. Sentí miedo porque él sabía que yo sabía.

No pasó nada porque al salir de la cárcel lo mataron en un hotel de Culiacán.

GSBM. En otra entrevista dices que las premisas para escribir el libro Matar, fueron: “¿Qué pasa por la mente de un asesino?” “¿Por qué una persona mata?” “¿Si una persona mata, yo también podría matar?”, según tu propio juicio, ¿cuál de ellas es la que mejor abordas en el libro?

CS. Pienso precisamente en el protagonista que les acabo de mencionar, Nahuel. Y pienso en él porque es un asesino que se fue construyendo desde la infancia, viendo a su padre que torturaba a sus víctimas.

Pero también pienso en lo que me comentara Rafael Ramírez Heredia cuando lo llevé a la prisión y conoció a Nahuel. “Ese es un asesino –me dijo al salir de la cárcel-, ¿viste la forma de su cráneo, su mandíbula, la manera de mirar?, así miran los asesinos”. Rafael no quiso regresar, se escandalizó. Y ya en la convivencia con él pude constatar los por qué de un asesino, lo que pasa por su mente, cómo elucubra.

En el caso de Nahuel nació en el contexto de la delincuencia, de los homicidios, no pudo hacer otra cosa, y me lo ratificó cuando le pregunté que si al quedar libre recompondría el camino de su vida: “No puedo, esto es un asunto de familia”, me dijo.

Entonces si tú creces en ese contexto, ya con el simple hecho de pertenecer a una familia con esas características, pues es obvio que tú o yo, también podemos ser asesinos.

ÓA. ¿Cuál es la crónica a la que más afecto le tienes, con la que más te identificas?

CS. Hay una en el libro La ciudad del soul, que se intitula “Porque no los labios”, es la historia de una chavita a la que un vato mata porque ella no dejó que la besara. Tomé la historia de un parte policiaco, indagué algunas cosas, y le di estructura citando Angelita, una canción de Jaime López, entrevero las estrofas con la narración.

Le tengo un lugar especial en mis notas por la historia de la chavita, siento que al nombrarla es como devolverle la existencia, pienso que la palabra es un acto de justicia, sin caer en el panfleto, decirla una y otra vez, al releer el texto, me hace sentir que su nombre no habita en el sepulcro. Aunque duela, es mejor nombrarla como una oración su nombre que emerge del subsuelo y levita en el universo.

GSBM. Hagamos un ejercicio: imagina que solo tuviste la oportunidad de escribir uno de estos libros: Linderos alucinados, Hazlo por mi corazón, La ciudad del soul o Matar, ¿cuál eliges y por qué?

CS. Me quedo con Matar, porque es un libro que se deja leer, conmueve, porque allí están las voces de esas personas que también cayeron en desgracia, víctimas o victimarios. Me quedo con Matar porque me ha dado la oportunidad de encontrarme con lectores que a la postre se convierten en mis amigos. También porque ese título se ha convertido en referencia de lo que he escrito.

ÓA. Daniel Sada decía que los temas se le imponían a él como novelista, ¿le ocurre lo mismo a un cronista, el tema por sí mismo se te impone como un ente que tuviera vida?

CS. En mi caso tiendo a escribir sobre lo que me ha tocado vivir, desde siempre supe que quería decir las otras historias de la gente, la vuelta de tuerca a un parte policiaco reproducido en un medio. Los temas eligen, así lo creo, la imposición de la que hablaba Sada.

He vivido la experiencia de diversos temas que me halan de la camisa, me ordenan fluir en el teclado. De pronto me siento utilizado por la literatura, como si yo solo fuese un instrumento, un lápiz de este alud de acontecimientos que ocurren en una historia, ese lápiz al que se le dita desde la memoria, desde ese lugar inexplicable donde las voces ordenan, construyen, y no se quedan quietas hasta llegar al punto final.

GSBM. ¿Matar es una forma de vivir?

CS. Para muchos, sí. Me he topado con personas que me han mirado y no pueden evitar el llanto, y se cuestionan, y se maldicen, y conjeturan: “¿Por qué no aprendí un oficio, como tú?” Los he visto ir por la vida con un puñal enclavado en la cintura, con una pistola como la herramienta para hacerse de lo más básico para sobrevivir.

También hay quienes gozan del oficio –si así se le pudiera llamar– la mente es a veces indescifrable.

ÓA. ¿Qué fue lo que te llamó la atención de la temática de Matar como para decir “Yo quiero escribir un libro así”?

CS. Parafraseo a Daniel Sada: el tema me eligió. Carnalito, estaba allí, desde niños, yendo a las cárceles, conviviendo con asesinos, en el barrio, en el mismo taller de carrocería donde por un tiempo viví. Estaba allí, los veía forjar sus cigarros de mota, servirse en la bolsa el solvente, inhalar. Los escuchaba contar sus historias de asaltos a domicilios, las narraciones de sus actos, de cómo violaban a las mujeres en los asaltos. Estaba allí y me tocaba mirar el cuchillo, escuchar el disparo.

La consecuencia no pudo ser otra más que conversar con asesinos para escribir, con un designio de la vida, tal vez.

ÓA. ¿Qué significa para ti la vida y obra de un periodista como Javier Valdez?

CS. Me duele el nombre de Javier, me duelen sus huérfanos. Converso con Sariiah, su hija quien tiene un hijo de nombre Javier.

La obra me significa desolación, a veces lo fatuo que representa el oficio del periodismo que significa también denuncia y que parecería ser que de nada sirve más allá de ir cavando tu propia tumba. Javier nos deja como enseñanza que el oficio del periodismo es un propósito en el cual se necesitan cojones.

Le pregunté a Javier varias veces el por qué y para qué los temas que trataba, narco, violencia, me respondió que tenía qué decirlo, y lo decía por su capacidad de empatía, porque amaba el oficio, el cual, supongo, también lo eligió a él. Javier me significa que si la vida te pone en el camino de escribir hay que tomar el toro por los cuernos, como lo hizo él.

GSBM. Sabemos que te interesa contagiar tu pasión y emoción por las artes ¿Qué mensaje final te gustaría que llegará a quien pueda leer esta entrevista?

CS. Me gustaría decir que las artes pueden salvarnos de esa camisa de fuerza que es la desolación que hemos vivido en la infancia, supongo que todos porque a todos nos ahorcan la mula de seis. El arte en cualesquiera de sus facetas tiene aristas que nos permite encontrarnos con nosotros mismos, reconocer lo que somos.

Decir arte me significa la emoción más reveladora, el deseo de permanecer en la butaca o morir abrazado de las páginas de un libro mientras el alma se vuelca hacia un bosque o un río o la mar o los trenes…

Voces en los días del coronavirus

Carlos Figueroa Ibarra, sociólogo

En estas vacaciones de mi trabajo universitario, en realidad he estado agobiado con el trabajo domiciliario. La pandemia ha hecho cotidianas las reuniones virtuales de trabajo, las conferencias y eventos por zoom, las clases y asesorías por esta y otras aplicaciones. La única entretención que he tenido ha sido leer dos novelas de Leonardo Padura, "Herejes y "La transparencia del tiempo". Estoy comenzando "La novela de mi vida". Hace un tiempo "El hombre que amaba los perros" me dejó boquiabierto. En estas últimas dos semanas confirmé mi admiración por este enorme novelista cubano, una suerte de Balzac injertado en Kundera, un escritor que en realidad termina siendo un gran sociólogo. Debe leer a Padura cualquiera que quiera saber las múltiples contradicciones y paradojas que ha generado en Cuba su condición de isla, el bloqueo, el periodo especial, el derrumbe soviético y el asedio imperialista.



No me gustan mucho las novelas policíacas, pero estas de Padura son distintas, son verdaderos exámenes sociológicos de la reaparición en mi amada isla de las clases y barreras sociales, de la pobreza y los nuevos ricos, de los barrios marginales y de las casas y aún zonas residenciales lujosas, de la corrupción y oportunismo en las distintas esferas políticas, de las creencias religiosas, los inmigrados y sus secuelas, la migración hacia afuera y hacia el norte así como la interna del oriente de Cuba, hacia La Habana. Y en medio de todo eso, se encuentra Mario Conde, un ex-policía convertido en un detective informal, desencantado y desordenado, fuerte fumador y bebedor empedernido de ron y café. Viviendo en las entrañas de la patria de Martí, Conde ve desde afuera mucho de lo que en su país acontece. Distante del discurso oficial, es lo suficientemente inteligente y ético como para ser un vulgar reaccionario. Cómo policía y después como investigador freelance, Mario Conde se mete en las cañerías y bajo mundo de la sociedad cubana y tiene incursiones ocasionales en su élite política y en su naciente élite económica. Y con ello nos ofrece un retrato estremecedor de la Cuba de ahora.

Les comparto mi reflexión y dos fotos de tres Paduras, un desayuno y una taza de café. Ese café y desayuno que con un cigarrillo suele disfrutar Mario Conde en las páginas de las novelas de la zaga policiaca. El cigarrillo se los debo porque a diferencia de él, yo detesto fumar.

Mundo Nuestro.Este texto de la escritora poblana Ángeles Mastretta fue publicado originalmente en la revista Nexos en la edición de julio de 2001. Lo presentamos en el marco del Día Internacional de la Epilepsia.

“Esa es una enfermedad de genios”, me dijo hace mucho uno de los escasos pero intensos amores imposibles y al mismo tiempo entrañables, con los que he dado en la vida. Tenía casi sesenta años más que yo. Podía haber sido mi abuelo, o un padre tardío, si yo hubiera salido de él. Pero fue mi amigo-amigo, como pocos he tenido, y aún lo lloro de sólo recordarlo. Desde sus ochenta y siete, aquel hombre siempre guapo, me dijo eso de los genios para consolar la zozobra que me daba ir, cuando joven, con un mal que a la fecha, es a mí, como sugiere un poeta excepcional al que tengo el privilegio de haber vuelto mi hermano, lo mismo que es a Miguel Hernández la pena: “Siempre a su dueño fiel, pero importuna”.

—¿De qué color tendría los ojos tu epilepsia? —quiso saber este poeta.



—Grises —dije.

—¿Como los de quién?



—Como los de un diablo perdiéndose entre el paraíso y el olvido.



—¿La muerte tendría sus ojos?

—Ojalá, porque sería una muerte casi sorpresiva, pero me daría tiempo suficiente para dejarle dicho al mundo y a quienes amo en él, cuánto los echaré de menos cuando mi cuerpo se haya mezclado con las raíces de un árbol casi azul de tan verde y amarillo, o las de una bugambilia acariciada por aires que no conoceré jamás.

—¿Da tiempo de decir algo?

—Muchas cosas. Sobre todo si uno supiera que en vez de ir a perderse en un abismo del cual hay un retorno extenuante y una especie de vergüenza triste por haber asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador, uno pensara como cuando la muerte avisa, que se está diciendo adiós en esa despedida sin más regreso que las marcas que hayamos podido dejar en la memoria de los demás.

—¿Da tiempo de ver algo, de oír algo?

—Hay quien ve luces o fantasmas o sueños. Yo no. Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que acarician, siento una música que parece un sueño, que podría ser el envío excepcional de un clarinete imaginado por Mozart o tres acordes de Schubert o un trozo de la voz inaudita de María Callas. Sería un júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí que le tema tanto como me agrada. Por eso siempre preferiré escuchar a Mozart con la Filarmónica de Budapest o cualquier otra, a Schubert cantado por María Callas y a María Callas cantando lo que haya querido. Pero esa música viene de adentro y es como es y no como uno quiere. Sin embargo, es hermosa. Te aseguro que si otros pudieran oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de compositor se creería que hay en un vericueto de mi cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos aún. sobre su corazón.

—Escríbele un poema.

—No sabría cómo. Mirarla puede ser un poema atroz. Para decirla habría que ser Sabines. Yo la siento. Y sólo sé que llegaría a gustarme si un poema de Sabines fuera. Pero no fue un poema. Puede ser un temor, pero también un desafío. Yo he querido verla como un desafío. Así supieron verla quienes me crecieron y quienes han ido viéndola conmigo. Así me ayudaron a buscarme la vida en lugar de temer sus desvaríos.

DE ÁNGELES MASTRETTA: VIVIR CON EPILEPSIA

Cuando murió mi padre, en el naufragio de su escritorio encontré unos papeles que por primera vez le pusieron un nombre a lo que siempre se llamó vagamente “desmayo”. Tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de amanecer. Haría entonces unos cinco años que habían empezado los “desmayos” y yo no les temía, porque simplemente no sabía lo que eran. Sí me daban tristeza, pero luego aprendí que tristeza dan aunque uno sepa que otros los llaman epilepsia. Y eso es parte del juego todo. Del extraño juego que es vivirla como una dádiva inevitable.

Cuando encontré los papeles, me había mudado a vivir a la ciudad de México. Esta ciudad aún no era el monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso. Porque uno podía perderse en sus entrañas, recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de prisa por calles con nombres tan magníficos como “Niño Perdido”.

No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a los epilépticos al Hospital General. Los encontré. Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían crisis cada cinco minutos; eran, de seguro, personas que fueron abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias que terror. De cualquier modo en muchos meses no volví a subirme a un Insurgentes-Bellas Artes sin un tubo de “Salvavidas”, esos caramelos de colores que no sé si aún existan pero que me ayudaban a iniciar conversación con mis vecinos de banca o de manos asidas a un tubo, para decirles que podría pasarme algo raro que luego describía tan de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba como me habían nombrado. Lo único que conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada nunca.

Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de pasiones nuevas como la vida misma y en menos de un año volví a perder hasta la precaución, ya no se diga los temores. Más tarde encontré para mi paz un médico que no sólo conoce los devaneos del demonio con ojos grises, sino que me ha enseñado a olvidarlos de tal modo que no acostumbro hablar de ellos, que duermo menos de lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de unas burbujas como si pudiera ser siempre mío.

¿Qué otros nombres le pondría, que tipo de conocimientos, de intimidad, de frustración, de dicha incluso, me ha dado? Eso, poeta, te lo digo otra tarde. Cuando tengamos tiempo y silencio para oírlo. Tiempo para saber de este ángel siempre fiel, pero importuno.

Mundo Nuestro. El 11 de mayo de 1971 murió en la ciudad de Puebla el periodista poblano-italiano Carlos Mastretta Arista. Apenas del 26 de abril pasado conmemoramos el natalicio de María de los Ángeles Guzmán Ramos. Ambos se casaron el 11 de diciembre de 1948. En su memoria, publicamos un extracto del libro Memoria y acantilado, publicado en el año 2008 por Sergio Mastretta con una antología de textos de su padre, Carlos Mastretta Arista.



Del libro Memoria y acantilado, el capitulo "Geles".

A sus 22 años, María de los Ángeles Guzmán Ramos, joven poblana hija del Doctor Sergio Guzmán y de la teziuteca María Luisa Ramos Sauri, cambió la vida de Carlos Mastretta Arista. “El italiano”, como identificaban entonces al recién repatriado hijo de don Carlos, cayó inerme ante la fuerza de la mirada de Geles, cuyos ojos, dice él, le arrebataron el alma y le devolvieron la vida. Cada martes, desde que la conoció, Carlos le entregaba una carta apasionada, “con una pluma alegre”, confiesa, para ganar así, poco a poco, la serena confianza de la mujer más bella de Puebla. Con la fuerza de las palabras, entonces, el amor y la construcción de un matrimonio y una familia, en una historia de vida con una profundidad apenas revelada en este libro.



Jueves Santo 1947

María de los Ángeles:

No sé si estas letras llegarán a ser leídas por tus ojos –esos ojos tuyos apacibles y serenos––, o si solamente constituirán una gota más de sueños en el océano de mi fantasía. No importa. Hace sólo unos minutos que escuchaba yo tu voz, que tanta fuerza deposita en mi alma, y parece absurdo que yo aún intente hablarte sirviéndome de un cándido papel destinado a recibir cifras y cuentas, y no una confesión surgida de una mente enamorada y de mi corazón invadido de ternura por ti.



Una frase tuya de esta noche es la que me obliga a seguir a través del hilo tenue de mi fantasía, una conversación interrumpida por la lógica necesidad de la convenciones sociales y familiares. (...) Me has dicho que pensando en mí te invade la tristeza, porque temes, y no quieres, que yo sufra. Temes que, no pudiéndome llegar a querer, yo pruebe un dolor tal que me hará infeliz por el resto de mi existencia, hasta ahora tan errante y bohemia. Y yo te he contestado que no debes preocuparte pues tu presencia en mi vida ha señalado una nueva ruta, haciéndome para siempre abandonar un camino de luchas y de errores que terminaría con dar fin a mis últimas fuerzas, constituidas por la voluntad y el deber que con el simple hecho de haber nacido Dios nos destina. En otras palabras me has conducido nuevamente a la luz y la verdad sin las cuales todo esfuerzo es vano y todo logro amargo. (...) Y lo que ahora te escribo, lo hago con la mano en el corazón, extrayendo de él lo que en él hay, sin cálculo alguno, sin más esperanza que la de sentirme feliz por haber hallado en ti la mujer soñada en todas mis horas –y fueron tantas– amargura, de decepción, de profundo sufrir. Porque, como te he dicho, yo soy un solitario y lo fui moral y materialmente. Sólo quien conoce la profunda amargura de una soledad moral y material puede formularse un ideal de mujer como yo me lo formé; una mujer que hoy, física y espiritualmente, he tenido la felicidad inmensa de encontrar, cuando ya mi triunfante escepticismo me decía que mis sueños eran tales que mi ilusión de encontrarla debía de terminar, para que así mi amargura se transformara para siempre en la hiel diabólica de un cinismo agobiador.

Cuando en la indiferencia de mi vida apareciste, yo te miré intensamente: lo extraño es que probé la sensación de no hallarme frente a una mujer desconocida, sino de frente a una mujer que ya vivía en mí, que aun antes de encontrarla me había ya acompañado y me ayudaba a sobrellevar las penas sinsabores de la vida. Fue ese día, en el campo de Foot–Ball, cuando entregaste un ramo de flores a no sé qué equipo. Desde entonces tuve sed de aquella mirada que no podía ya descifrar aun conociéndola. ¿Qué tenía aquella mirada que no me miraba? Te seguí sin saber el porqué, y otro día (la noche de la cena en casa de Abelardo) me atormenté mirándote acurrucada cerca del fuego de la chimenea, escuchando las notas de la música. ¡Qué lejos te vi, pero qué cerca! (...) Desde entonces vivo como viven los delfines, que siguen la estela de un barco meciéndose en las ondas en pos de un sueño, de una quimera. (...)



FOTO / De novios. Paseo en el parque “Los viveros de Santa Cruz”. 1948.

Por estas razones, Geles, no debes de entristecerte por mí y por mi futuro. Por todas estas razones debes, con esa bondad infinita que tu corazón alberga,, consentir que yo esté en tu vida sin pedirte nada: ¿qué daño puede hacer al soberbio bajel de tu existencia el que un pobre y soñador delfín siga tu estela? Seré el amigo discreto, el compañero fiel, el trovador oportuno que se haga la ilusión de ayudarte a vivir. (...) Y recuerda, siempre recuerda, que quien mucho ha sufrido sabrá comprenderte, sabrá sin una queja alejarse de ti si así lo quieres, y podrá, no obstante, llevar en adelante la vida más real y digna, luchando siempre por elevarse sobre toda ruindad, porque lleva para siempre en su corazón el amor hacia ti que lo enaltece.

Carlos

X. Geles. Parte II
María de los Ángeles a los 14 años de edad.

10 de abril de 1947

María de los Ángeles

(...) Te pedí la lágrima que ahogaste en tus párpados encantadores la tarde aquella de Valsequillo. Y en vez de tu lágrima –una vez más–derramaste en mi corazón la dicha indescriptible de tus palabras que han invadido todo mi ser en una felicidad que ni mis sueños de vagabundo del pensamiento habían imaginado (...) Perdóname Geles, pero mis sentimientos han sido muchos y ahora, ahora que me has dicho que te gusto, ahora que con estas palabras has definitivamente rescatado del abismo a mi alma y mostrársela a Dios, y decirle, como ya dijera el Santo de Asís “Bendito seas Señor por esta criatura tuya tan incomparable que me ha devuelto a ti”.

Y yo añadí: “Dios mío que todo lo puedes, hazme digno de ella”.

Carlos

30 de abril de 1947

(...) Corre la pluma, corre veloz sobre el papel porque sabe que escribe para ti. Parece una fábula, pero hasta las cosas inanimadas adquieren ante tu nombre una rara y misteriosa vitalidad. Corre la pluma sobre el papel, y corre feliz para ti, mientras llega el rumor de los millares de gotas de lluvia que se estrellan contra las lajas del patio y parece que susurran una canción interminable dedicada tu belleza, a tu ternura, a tu incomparable bondad. (...)

Mientras estábamos por dejarnos esta tarde me miraste fijamente, y entre uno de tus encantadores “Me apenas, Carlos”, y otro, me dijiste: “Por qué te has enamorado tanto de mí?” Y yo te contesté que si nunca te habían mirado como yo te miraba, a lo que tú me replicaste que a los otros no los habías nunca mirado.

Estos versos de un poeta quizá te indiquen hasta qué punto estabas ya en mi vida:

“Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento”

Carlos

5 de mayo de 1947

María de los Ángeles, querida:

Llueve a torrentes. Un huracán excepcional. He visto el mar y te extraño. TE extraño porque te amo y porque el mar por profundo y misterioso que sea no lo es tanto, cuanto son profundos y misteriosos tus ojos,, esos ojos que me han dado la vida nuevamente, el sueño tan ansiado, el porqué de mi existencia... Y te extraño tanto porque, al igual que las grandes montañas, sólo con la distancia se aprecia tu sublimidad.

Carlos

7 de julio, lunes

María de los Ángeles querida:

(...) Y esto es lo que más te debo y te deberé cualquiera sea la ruta de mi destino: tú me has hecho encontrar el significado y la esencia real de la vida. Por eso yo te contemplo como el peregrino contempla la salida del sol, después de una larga noche pasada a la intemperie en medio de infernal tormenta. Y tú en mi vida, cuando ésta era un absurdo e insensato teorema, fuiste el anuncio de la aurora, Ella, y ahora eres la auroma misma. (...) Anoche, cuando las notas de una extraña música de ese gran soñador que fuera Wagner, caían como gotas de rocío sobre la flor de mi ternura por ti, repentinamente se presentó ante mi alma toda entusiasmo y ensueño la rígida fi gura del implacable mañana, son sus incógnitas y sus fantasías, y pensé: ¿Podrás tú, que no la mereces, hacerla feliz...?

Carlos

17 de noviembre, lunes, 1947

María de los Ángeles querida:

Pasé tres horas en Valsequillo, tristes y felices al mismo tiempo: tristes por tu ausencia y felices porque pude una vez más constatar que cualquier cielo, todo celaje maravilloso y cada belleza de la naturaleza adquieren una tonalidad especial cuando tú las iluminas con tu presencia. (...)

El otro día, hojeando una revista que tenía fotografías de Roma cayó bajo mis ojos la fotografía de la Basílica de Santa María de los Ángeles. Encuéntrase este templo en la Calzada de las Termas de Dioclesiano y fue precisamente en el lugar donde dicha calzada forma una vasta plaza llamada de las Esedre. En el centro de la plaza se halla la fuente de las Náyades que Bernini esculpió con rara y absoluta genialidad. Frente a tal relicario está situada la iglesia de estilo clásico romano pues era el antiguo templo de los baños del Emperador Dioclesiano y que en tiempos de Pío IV se transformó en la iglesia de los Cartujos.

Lo que más me extrañó de esta basílica cuando la visité por vez primera en 1930 fue su nombre raro y musical. Después entré en busca de paz y serenidad en los años tristes de la guerra cuando mi oscura y peligrosa misión me conducía periódicamente a la capital de Italia. Cerca de este templo se encontraba el edifi cio del Estado Mayor del cual yo dependía. Y muchas veces entré más que otra cosa para buscar soledad y silencio, y en ese olor de cirios y de incienso que me hacían recordar mi infancia y pubertad que velozmente se alejaban de mi desolada existencia. ¿Fue acaso una coincidencia aquella de haber buscado en ese templo de nombre encantador y musical los recuerdos de una niña inquieta y lejana? No fue coincidencia puesto que ahora encontrado una criatura que tal nombre lleva y que todo me ha dado: luz, fe, tranquilidad, esperanza, ternura y amor. (...) Entraba yo en el inmenso y semiobscuro templo de Santa María de los Ángeles en busca de soledad y silencio mientras la vida me obligaba a vivir en la colectividad absurda de un ejército en armas y en el estruendo de una guerra cruel y despiadada. Ese olor de cirios y de incienso me conducían con la imaginación a una época lejana y quizás feliz, a la época de mis años de colegio, a los años que hoy en son de burla llamo los años de “Campeche, capital Campeche”. Cerraba yo los ojos y veía yo a un muchachillo caminar perezosamente con los libros bajo el brazo por la calzada polvosa del Paseo Bravo a eso de las siete de la mañana. Me gustaba la hora aquella en la cual el sol medio adormecido comenzaba a besar con sus rayos las copas de los árboles. Veía yo a la naturaleza despertarse lentamente al nuevo día y olvidaba yo la hora y la preocupación por las lecciones medio aprendidas... Sólo llegando a la esquina del colegio llegaban a mi cerebro en vacaciones la realidad de la hora y sus consecuencias inevitables: entonces la emprendía yo a correr y entrando a toda prisa no descuidaba yo de dar un manazo a la pingüe barriga de

Nicanor el portero, penetrando después de puntillas hasta el lugar de la capilla donde el padre prefecto me esperaba con una mirada de todo un programa de reproches. Con cara adecuada a las circunstancias, y mientras ya los demás puntuales colegiales en coro murmuraban sus oraciones de media misa, me arrodillaba yo en el centro entre las dos filas de bancas ocupadas por los mayores que sentados y mustios se complacían de mi incómoda postura. Pero no me importaba nada: con una mueca todo quedaba arreglado, y entonces me olvidaba yo de mi condición de castigado para recrearme en mi capilla. Los ventanales laterales con dibujos de vidrios de colores reproducían a algunos de los santos jesuitas más destacados; al frente, el altar principal de mármol rodeado por los menores dedicados a la Virgen Purísima y a San Luis Góngora; sobre el altar mayor una ventana a nicho albergaba a la estatua del Sagrado Corazón en tamaño mayor del natural; atrás el coro donde en las grandes ocasiones en compañía de otros chicos y bajo la dirección del siempre enojadísimo padre Canal entonábamos el Tantum Ergo recibiendo en premio una canica de caramelo pintada con fuchcina; y hacia el cielo subía con mi ensueño de chamaco díscolo... Eso recordaba yo apoyado en una columna del templo romano...

Mi pasado lejano que no regresaría jamás. Pero también recordaba yo con sordo rencor que el amor que tenía por mi capilla de escolar había sido bruscamente destruido por un día por la odiosa humanidad a la que yo también pertenecía... Fue una mañana lluviosa del mes de julio de 1926 cuando después de haber atravesado el Paseo rumbo al Colegio y hecho la tradicional carrera hacia él en los últimos cincuenta metros, en vez de tropezar con la figura obesa de Nicanor me encontré con un soldado absurdo y andrajoso con tanto de fusil y bayoneta cerrando el camino que me separaba de la puerta de la capilla, de mi capilla, cuyo portón estaba cerrado y atravesado por los sellos de un inicuo juez cateador. Me retiré cabizbajo e impotente pero poseído de un odio atroz y pidiendo al cielo poder u fuerza para volver a abrir esas puertas y penetrar en ellas como en un tiempo díscolo y bullicioso pero con fe intacta y sin sombras de recelo. Siempre lloré mi colegio. A través de sus ventanales mis miradas en las horas de distracción siempre sorprendieron el vuelo fugaz de una golondrina en las tardes de verano. Era entonces el presentimiento de encontrarte así como eres, María de los Ángeles, mi vida.

Pero lo que más extrañé y aún extraño, fue la capilla de mi colegio. Desde aquella mañana triste de hace 21 años no la volví a ver, y jamás quizás la vuelva a ver, como no volverá jamás mi infancia despreocupada. Y no penetraré en ella aunque el coro del padre Canal haya sido sustituido por las notas no culpables y no pecaminosas de Chopin o Bach, cierto, más melodiosas que nuestras voces de chiquillos en busca de una canica de caramelo con fuchina... Por eso, amor mío, no puedo ir esta noche contigo al concierto de Angélica Morales, perdóname y compréndeme. Yo quiero que tú vayas y pienses mientras escuchas a Bach o a

Chopin, en un escolar soñador incado en medio de la nave de la excapilla. Y piensa que ese escolar es algo tuyo, muy tuyo...

Carlo

X GELES Parte 3

La boda, el 11 de diciembre de 1948.

6 de enero, lunes 1948

María de los Ángeles, amor mío:

Gran suerte ha tenido mi corazón en estos días; y muchas cosas son las que tanta felicidad me han dado que anoche, volviendo del teatro, permanecí largo tiempo inventariando, y nuevamente gozando los instantes incomparables que en menos de 48 horas había vivido; he quedado perplejo ante tanta y tan inmensa bendición del cielo, otorgada con tanta liberalidad a mi alma, un tiempo tan ansiosa y ahora tan insaciable de ternura. (...) Pero de todos los hechos, dos sobresalen en mi recuerdo, y quiero en esta carta para ti, y sólo para ti, recordarlos para que mejor te expliques cuán sublime es la melodía de amor en la cual vivo, y más que vivir sueño con los ojos abiertos. El primero de tales sueños está rodeado de silencio y embelezo.

Probablemente, Shao–Sin, ya no lo recuerdes... Se trata del instante en el cual, mientras volvíamos de Valsequillo, acurrucándote en el asiento apoyaste delicadamente tu cabeza en mi hombro. Cuando sentí el amoroso y delicado rasgo tuyo volví los ojos hacia ti y tuve celos de los rayos que tenuemente iluminaban tu cabello. Cerré los ojos y pensé en el sueño aquel y en mis palabras cuando te decía que tú eres el águila y yo el peñasco duro en el cual ella descansa. (...) Y magistralmente este hecho se une a otro que tanto recuerdo con ternura: a un poeta inmenso de tiempos lejanos, Tarso, y un compositor de más recientes épocas, Rachmaninoff los unió mi amor en sus transportes espontáneos que tanto son para ti. Y las palabras que el inmortal bate del monasterio de San Onofre, situado en la colina llamada Gianicolo –que el Tiber acaricia en su base y la campiña circunda en el poniente–escribiera hace cuatrocientos años, quisiera haberlas yo escrito para la música del genial báltico que tan bien describe la belleza de tu alma incomparable: “Eres de la vida toda flor y cada flor, y del universo el amor y todo amor”. (...)

Te quiere y es tuyo

Carlos


Sept.16/1948

Amor mío:

Ha pasado un día más sin la dicha de verte, aunque siempre subsiste la felicidad de saberte feliz. Hoy tuve la inmensa sorpresa de leer el papelito que reenviaste con Cato: ¡gracias amor mío de mi vida! Y así pasó el día de hoy, un día más en el cual me ha tocado constatar cuán grande es el vacío de mi vida cuando tú no estás:

8 horas: Llegada a Valsequillo, solo. Arreglé el motor, preparé la lancha y me fui solo hasta San Antonio del Puente buscando en la naturaleza de un día maravilloso el reflejo de tus ojos. ¡No lo encontré, mi Geles! 12 horas: Llegada a Puerto Guzmán. Ahí encontré a tu Papá con tu tía Margarita, los niños y Nico también. Visita a la casa y lista de materiales que faltan. Despedida y regreso a Puebla a comer. 15 horas: Retorno a Valsequillo donde encontré numerosa compañía (doña Isabel, Maícha, Abelardo, Nica, Alice, aparte de tus papás y Cato... y tu recado). Gracias amor. Bridge en pareja con Abelardo contra Maru Villar y tu mamá. Yo en jornada de suerte loca. Me levanté azorado y cedí el lugar a Maícha. Llevé a pescar a tu tía Margarita, a quien la belleza de una rara tarde le hizo un poético efecto. Después me fui sólo con Nico en la lancha por todos los sitios que tanto me hablan de ti. Llegué a tiempo para echar a caminar la planta de luz. En el trailer de Nicho gran asamblea de Nichos–Panchos y Señoras y relativas ruidosas y molestas proles. A las ocho y media retorno a Puebla, solo, en mi renovado Ford.

21 horas: Cita con el matrimonio Sánchez Guzmán para ver a Cantinflas en el Coliseo. Plancha del matrimonio y tarea inútil del cómico para quitar mi cuento de Chichén Itza.

12 horas: Atravesada de zócalo y portal rumbo a casa en medio de solita sudorosa y encopetada muchedumbre atareadísima en torno a vendimias. Combate de barruntos de flores y postreros y tímidos cohetes que festejan la libertad... ¿Cuál?

12.30 horas: Por fi n pluma y papel y una charla con mi amor, el amor más bello, único e incomparable de la tierra.

Te quiero y te beso, tuyo

Carlos

Sept. 29, lunes, 1948

María de los Ángeles, querida:

...Y rompí cuanto hace media hora –antes de hablarte–

– había escrito era unan página surgida de las cenizas de mi tristeza vespertina que no quiero unir a la luz que tus palabras –la melodía inefable de tu voz–me han dejado en el alma. Te quiero María de los Ángeles, y soy tuyo. Tuyo antes de encontrarte y tuyo para siempre. (...)

Anteanoche, en la casa de Maícha, cuando el fuego y el ambiente invitaban a las confi dencias, hablé de nuestro amor con un cariño tal que ni yo mismo imaginaba. (...)

Hace dos o tres semanas, mientras me encontraba de visita en tu casa, tu tia Elena llevó a la sala un retrato que tu mamá deseaba mostrarnos. Es aquel donde están todos ustedes retratados, ¿recuerdas? Lo contemplé dedicando mi atención a una serena fi gura de mujer joven, muy joven, toda paz y dulzura... Te pregunté una fecha: “1942”, me respondiste... Y voló mi pensamiento saltando las páginas desastrosas de mi vida pasada en la búsqueda de aquella época, y leí rápidamente: Marsella, Lyon, Konlovatz, Spalato, Sección IV Contraespionaje, Roma, Estado Mayor, Viena, Budapest, Varsovia, Gomel; unm obscuro ofi cialillo vagabundeando por mil lugares, luchando y soñando una mujer joven, muy joven, toda luz y dulzura... Ella. Cuatro años después esa ella está a mi lado y veo la fotografía suya de aquella época y reconozco a la mujer soñada aquel entonces. No es poesía ni es romanticismo el mío: es auténtica relación de hechos. (...) No quiero, después de tus lágrimas de hoy, aumentar tus tristezas con mis molestas tristezas. (...)

Incomparablemente te quiero y soy tuyo

Carlos


Caros y Geles se casaron el 11 de diciembre de 1948.

27 de Oct. Lunes, 1948

...pues bien, mi amor, ¡sea como tú quieras! Me has dicho que cuanto ocurrió el jueves pasado no debemos festejarlo y así será. No lo festejaré, aunque mi alma ha por fi n probado lo que es la alegría profunda e impenetrablemente misterioso de la vida. No lo festejaré, pero no por eso no debo decirte cuántos y cuáles fueron los pensamientos, las sensaciones raras y únicas, que he experimentado, y experimento, a raíz de un pequeño e imperceptible suceso que si bien –lo confieso––, deseaba yo ardientemente, en aquél momento se encontraba y aconteció fuera del alcance de mi voluntad... Fue algo que ni tú, María de los Ángeles, ni yo podemos satisfactoriamente explicar. Aconteció, y sólo el firmamento impasiblemente observó y estoy seguro de que si las estrellas hablaran no nos condenarían, puesto que ello se debió quizás al mecanismo que sabiamente rige y controla todos los hechos visibles e invisibles del universo, o sea, a la Fuerza Divina. ¿No lo crees tú así? Fue un momento fugaz, como sólo lo es la felicidad, y sin embargo dejó, y para siempre en mi vida,, una huella imperecedera.

Soy, y tú lo sabes, uno de esos sujetos que en términos marineros la humanidad define como “navegados”.

A través de mi no sonriente camino encontré y probé infinidad de sensaciones. Para ser más explícito, debo decirte que en un afán de conocer de la vida todo sendero, afán ridículo y absurdo, hoy lo compruebo, bebí en muchas aguas, aunque jamás en ello haya yo descendido a la trivialidad y la abyección. Tú me conoces. Es por todo esto, que tan torpemente mi pluma pretende exponerte que, cuanto en un espacio de pocos segundos se verificó hace cuatro noches ha causado a mi corazón una felicidad jamás experimentada, una extraordinaria y sublime sensación de ensueño y de embelezo... (...)

Y comprendí cuanto sobre un beso de amor, el único hasta ahora de mi vida, han escrito en prosa, en verso y en música todos los artistas en el lento correr de los siglos. Y te confieso que cuando entré en su Sala y tú me dijiste si acaso estaba loco, porque al parecer hablaba solo, lo primero que se me ocurrió decir fueron los versos de Dante en su canto al amor que sustentó por Beatriz precisamente el Poeta arrastrado por su empeño describe el beso que jamás dio a su amada y que termina en estos términos:

“Has, o Dios, que esto jamás se ofusque”

(...) Podrás en tu destino luminoso alejarte de mi vida y yo volverme el peregrino de tu amor incomparable. Pero ese instante, ese beso, que Dios quiso, lo llevaré para toda la eternidad como un símbolo de paz y de ternura, como la realidad de un ensueño alcanzado, como la certidumbre de toda la belleza divina de la vida.

¡Y no te digo más! Sólo te repetiré una vez todavía que mi amor que ha alcanzado esa meta vive de ti y para ti. Y que en ese instante como nunca fui tuyo, solamente tuyo, amor mío.

Te quiere,

Carlos

Diciembre 1/lunes, 1948

Hoy ha sido uno de esos días en los cuales hubiera sido de gran consuelo e inmensa felicidad poder pasar a tu lado unos instantes para poder encontrar en la luz de tus ojos la certeza de un mañana, unido en la certeza de un amor que jamás se extinguirá. Fue una jornada de esas que se suelen llamar negras por la concatenación de sucesos desagradables que atenazan el alma y amenazan con sumirla en un frío escepticismo. Primero tuve que constatar que quizás por haber vivido bastante, pude certeramente prever cuanto ayer aconteció. Vino después una carta con la mala noticia que sabes… Después otra noticia no buena y otra y otras más que vinieron como el tamborileo frenético de un jazz a desconcentrarme bastante... A las cinco fui a

la cantera a efectuar una prueba de sondeo en el fondo de la veta calcárea; verifiqué la profundidad de los taladros, preparé las cargas de dinamita, asistí y dirigí su colocación,

y ya sonadas las seis encendí la mecha,, después de lanzar los cohetes rojos de peligro. Ronco fue el bramido de la explosión, tan semejante a otros millares de explosiones que en un tiempo constituyeron las notas macabras de una sinfonía de destrucción y de muerte en la cual fui actor y espectador más o menos voluntario. Detrás de la protección de piedras en la que me encontraba vi contra la rojiza luz de una puesta de sol maravillosa el polvillo menudo ascender al cielo seguido por una estela plateada que a la luz se teñía con los colores del sol moribundo. Fantasía de luces verdaderamente única, pero desgraciadamente tanta belleza me anunciaba claramente un nuevo fracaso: bajo la veta de piedra caliza había una vasta corriente de agua sulfurosa; tal era la plateada estela que se teñía con los colores de un ocaso de diciembre. Quedé amargado, desconcertado, dos meses de trabajo perdidos y el anuncio de buscar otra dirección al mineral. Pero cuando disipados los últimos polvos de la explosión ya sobre mi corazón bajaba la sombra de la tristeza, alcé los ojos hacia el horizonte y sobre él, en dirección del volcán, cuya sombra se recortaba contra la franqueza del cielo, brillaba una lucecita toda ternura y belleza, esa luz que tantas veces desde la orilla del lago he visto junto a ti, y que es un pálido reflejo de la luz de esperanza que eres tú en mi vida, María de los Ángeles. ¡La luz de mi esperanza!, eso eres en mi vida, amor mío. Vista la estrella, olvidé mis luchas, mis cuitas y pensé en ti. Y así como las flores brotan espontáneas sobre las verdes praderas, así brotaron sobre la pradera de mi corazón miles de ternuras inefables, para ti y por ti. (...) Estas y otras miles de cosas pasaban por mi mente cuando la voz brusca de un cantero que me dijo

“Mi jefe, tantísima agua” me recondujo velozmente a la realidad. Dos minutos y quizás antes mi respuesta hubiera sido de desaliento, de amargura. No fue así: “No importa, mañana volveremos a comenzar”, repliqué calmadamente eso porque mi alma, mi corazón, mi vida se hallaban y se encuentran inundados, iluminados por la luz de mi esperanza, por ti María de los Ángeles. (...)

Amor mío, dime, ¿qué será de mi vida sin ti? Es noche y no quiero pensarlo, porque como nunca me siento y soy incomparablemente tuyo. Te quiero

Carlos



Sus ojos le arrebataron el alma.

Del absurdo cotidiano /Ángeles Mastretta

(Ilustración de Gonzalo Tassier, tomada de revista Nexos)

Me lo pidió mi amigo Daniel Herrera, cantante y pianista. Cómplice de mi obstinada voluntad de cantar y de la desfachatez enfática con que suelo hacerlo, cuando la fiesta ya perdió el juicio. Que lo dijera, sólo que lo hablara: Quién dice que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón. Lo repetí cuarenta veces. Y simplemente no me salía. Sonaba cursi, forzada, triste, petulante,falsa, o estridente. No conseguí decir algo sereno y sencillo, que es lo que tendría que salir, hablado, ni de chiste cantado, para unirme a la voz de cuatro verdaderos cantantes que están haciendo un video clip con la canción de Fito Páez. Por el Whats, lo grabé, lo oí y lo borré como veinte veces, luego me di por vencida.
*Escribí:
Hoy es día del niño. Lo leo y me toma algo como la tristeza. Día de mis niños. De mis hermanos, de mis hijos, de mis nietos y de los dos viejos que se empeñan en no perder la inocencia que los hace vivir seguros de que no todo está perdido. Día de mis amigas. Y de mi amigos. Porque yo tengo esta debilidad o esta fortaleza que me hace vivir creyendo que está en mí una parte de la paz o la felicidad de quienes me rodean. A los que por lo mismo, dentro de mí, tengo como si fueran niños.
Punto: No sabía qué regalarles a mis nietos que, como ya he dicho, juegan en el jardín lejos de mí, pero bajo mis ojos. Hace más de cinco semanas que nadie pone pie en la calle y que ellos vienen en coche desde su casa. Pero, “por si las dudas”, decimos. Busqué en el cajón de mis guardados y lo más que encontré fueron unos cepillos de dientes. Eso sí, con historia detrás. Son dos y vienen en uno de eso absurdos empaques de plástico que contaminan el polo norte. ¿Qué se puede hacer? si sólo así los venden. Un cepillo amarillo con rosa y el otro gris con negro. Pensé que los colores les gustarían. Pero, ¿regalarles unos cepillos de dientes? Ni remedio, pensé, así son las cuarentenas. Y bajé al jardín con mi regalo. “¡Miren los que les traje!” dije y se acercaron un poco. No les parecerá a ustedes creíble, -como no se lo parecía a su mamá-, la ilusión que les hicieron. A Lucio le gusta el amarillo y a Héctor el negro. El regalo ideal. Ahora ¿cómo se los doy?, me pregunté. Tenía las manos recién lavadas, puse en los escalones la caja abierta y me alejé. Cada uno se acercó, pescó su color y salió corriendo. Vivos de risa y con más entusiasmo que si fueran los coches que les trajo la navidad. No puede ser. La compra más burra que he hecho me dio esos resultados. Fueron a presumírselos a su mamá. “Son para jugar”, le advirtieron.
Yo no lo podía creer. Tanto así que he tenido que venir a contarlo. Es cierto: la felicidad no se busca, se encuentra.
¿Quién me lo hubiera dicho? Dos cepillos de dientes. Sin duda, originales. Por eso los compré, porque me llamaron la atención en una ida al super, hace meses, como al pasar, porque tenían cerdas extra suaves y de colores. Uno con cerdas negras y otro con cerdas azules. Qué cosa más rara. Compras de consumista: de una vez, dos paquetes de dos. Uno lo abrí al llegar. Y ¿qué fui viendo? Marca Colgate, muy normal, ni siquiera de esas que recomienda el dentista. Una marca tan de toda la vida que me remitió a nuestra casa de los años cincuenta. Jabón, pasta de dientes, cinco cepillos chicos y dos grandes, todo: Colgate. Más local imposible. ¿Qué otra marca? Buena compra. Como las de antes. ¿A quién se le ocurría entonces que todo eso no se fuera mexicano? La Colgate Palmolive, fabricante de Fab, parecía tan local como La Azteca que, decía la voz del locutor, era “la marca que ha dado fama al chocolate en México”. Nada más inescrutablemente cercano. ¿Y qué fui viendo? ¡Hecho en Suiza! Increíble ¿Qué tienen que hacer en el Superama de la Condesa, unos cepillos hechos en Suiza? ¡Una aberración! me dije digustada. Y los guardé. Nunca sabe uno. Cuatro meses después, semejante absurdo me hizo la fiesta.
Punto y aparte: Subí luego a responder una entrevista por Zoom. Todo fuera como platicar. Y esto de practicar la modernidad me hizo sentir cepillo de dientes de tres colores.
Punto final: Después de comer, conseguí cierta naturalidad. ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón. Y tantán. Como si hubiera yo escalado el Everest. ¿Por qué me costaría tanto trabajo? Mandé mi deber. “Bien muchacha, gracias”, dijo Daniel, el cantante. “Ahora, hazme otra favor: igualito, pero filmado, mándamelo mañana.”

Mundo Nuestro. El 16 de abril pasado murió víctima del coronavirus en un hospital de Asturias el escritor chileno Luis Sepulveda. Tenía 70 años de edad. Sobreviviente del terror del golpista Pinochet en los años setenta, se hizo escritor en el exilio. Su novela Un viejo que leía novelas de amor, publicada en 1993, una extraordinaria fábula sobre la modernidad y la destrucción de la selva marcó un punto de inflexión en mi trayectoria como lector y periodista. Escribiría después, entro otros libros, un texto entrañable, "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar". (Sergio Mastretta)

Como un homenaje mínimo en estos tiempos aciagos, presentamos el camítulo 3 de la historia de Antonio José Bolívar Proaño, el viejo que leía novelas de amor.

“La buena novela a lo largo de la historia ha sido la historia de los perdedores, porque a los ganadores les escribieron su propia historia. Nos toca a los escritores ser la voz de los olvidados”. Luis Sepúlveda



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Capítulo tercero

Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.

A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejem­plo en época de elecciones, pero como tales suce­sos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.



Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase comple­ta, y de esa manera se apropiaba de los sentimien­tos e ideas plasmados en las páginas.

Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara ne­cesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.

Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadu­ra postiza.



Habitaba una choza de cañas de unos diez me­tros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sos­teniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos po­sible.

Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.

La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.

Junto a la puerta colgaba una deshilachada toa­lla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los ties­tos de cocina, el cabello y el cuerpo.

En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, ves­tía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rinco­nes porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.

Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje ve­getal hacia la espalda. De las orejas pendían zarci­llos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban va­rias vueltas de cuentas también doradas.

La parte del pecho presente en el retrato ense­ñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.

Se conocieron de niños en San Luis, un po­blado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insufi­cientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la pro­piedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada pe­ríodo menstrual aumentaba el aislamiento.

—Nació yerma —decían algunas viejas.

—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra.

—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.

Antonio José Bolívar Proaño intentaba conso­larla y viajaban de curandero en curandero pro­bando toda clase de hierbas y ungüentos de la fer­tilidad.

Todo era en vano. Mes a mes la mujer se es­condía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.

Decidieron abandonar la sierra cuando al hom­bre le propusieron una solución indignante.

—Puede que seas tú quien falla. Tienes que de­jarla sola en las fiestas de San Luis.

Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borra­chera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo ti­rados en el piso de la iglesia, hasta que el aguar­diente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.

Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prome­tía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anorma­lidad padecida por uno de los dos.

Poco antes de las festividades de San Luis reu­nieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.

Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminan­do, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.

Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de ca­laminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.

Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de sel­va, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la prome­sa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.

La pareja se dio a la tarea de construir preca­riamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo.

Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas esco­petas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlar­se saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.

Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desespera­ción de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.

Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, ata­cados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa que­brantahuesos que primero los envolvía, los tritu­raba, y luego engullía en un prolongado y horren­do proceso de ingestión.

Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con lle­varles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad impa­rable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales ham­brientos que merodeaban en el monte poblán­dolo de sonidos estremecedores que no deja­ban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acerca­ban a echarles una mano.

De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a le­vantar chozas estables y resistentes a los vendava­les, a reconocer los frutos comestibles y los vene­nosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva.

Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtién­doles que todo eso era en vano.

Pese a las palabras de los indígenas, sembra­ron las primeras semillas, y no les llevó demasia­do tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y mo­rían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos.

Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se desliza­ron ladera abajo con el primer aguacero.

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramen­to Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

Antonio José Bolívar Proaño supo que no po­día regresar al poblado serrano. Los pobres lo per­donan todo, menos el fracaso.

Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengar­se de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonia entera en una pira.

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla.

Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatu­sas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de car­ne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Apren­dió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efec­tiva en la caza, y de la lanza frente a los velo­ces peces.

Con ellos abandonó sus pudores de campesi­no católico. Andaba semidesnudo y evitaba el con­tacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos, rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambia­ba de opinión.

Al caer la noche, si deseaba estar solo se tum­baba bajo una canoa, y si en cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.

Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eter­na fogata de tres palos.

—¿Cómo somos? —le preguntaban.

—Simpáticos como una manada de micos, ha­bladores como los papagayos borrachos, y grito­nes como los diablos.

Los shuar recibían las comparaciones con car­cajadas y soltando sonoros pedos de contento.

—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?

—Frío. Las mañanas y las tardes son muy he­ladas. Hay que usar ponchos largos, de lana, y sombreros.

—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.

—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como uste­des, cuando quieren.

—¿Los monos de ustedes también llevan pon­cho?

—No hay monos en la sierra. Tampoco saí­nos. No cazan las gentes de la sierra.

—¿Y qué comen, entonces?

—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las fiestas. O un cuy en los días de mercado.

—¿Y qué hacen, si no cazan?

—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.

—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.

A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secre­tos se encargaron de transmitirle el mensaje.

De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de ba­lancear el machete en ningún momento. En un instante de descuido lo clavó en el suelo para aco­modar la carga de frutos, y al intentar asirlo nue­vamente sintió los colmillos ardientes de una equis entrando en su muñeca derecha.

Alcanzó a ver el reptil, de un metro de largo, alejándose, trazando equis en el suelo —de ahí le viene el nombre— y él actuó con rapidez. Saltó blandiendo el machete en la misma mano ataca­da y lo cortó en varias lonchas hasta que la nube del veneno le tapó los ojos.

A tientas, buscó la cabeza del reptil, y sintien­do que se le iba la vida marchó en pos de un ca­serío shuar.

Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miem­bros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada. Parecía que iba a reventar de un mo­mento a otro, y alcanzó a enseñar la cabeza del reptil antes de perder el conocimiento.

Despertó pasados varios días con el cuerpo to­davía hinchado y tiritando de pies a cabeza cuan­do lo abandonaban las fiebres.

Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo.

Brebajes de hierbas lo aliviaron del veneno. Baños de ceniza fría atenuaron las fiebres y las pe­sadillas. Y una dieta de sesos, hígados y riñones de mono le permitió caminar al cabo de tres se­manas.

Durante la convalecencia le prohibieron alejar­se del caserío, y las mujeres se mostraron riguro­sas con el tratamiento para lavar el cuerpo.

—Todavía tienes veneno dentro. Tienes que bo­tar la mayor parte y dejar sólo la porción que te defenderá de nuevas mordeduras.

Lo atosigaban con frutos jugosos, aguas de hier­bas y otros brebajes hasta hacerle orinar cuando ya no lo deseaba.

Al verlo totalmente repuesto, los shuar se le acercaron con obsequios. Una nueva cerbatana, un atado de dardos, un collar de perlas de río, un cintillo de plumas de tucán, palmeteándolo hasta hacerle comprender que había pasado por una prueba de aceptación determinada nada más que por el capricho de dioses juguetones, dioses me­nores, a menudo ocultos entre los escarabajos o entre las candelillas, cuando quieren confundir a los hombres y se visten de estrellas para indicar falsos claros de selva.

Sin dejar de homenajearlo, le pintaron el cuer­po con los colores tornasolados de la boa y le pi­dieron que danzara con ellos.

Era uno de los contados sobrevivientes a una mordedura de equis, y eso había que celebrarlo con la Fiesta de la Serpiente.

Al final de la celebración bebió por primera vez la natema, el dulce licor alucinógeno prepara­do con raíces hervidas de yahuasca, y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innega­ble de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensan­do y sintiendo como un shuar, y se descubrió de pronto vistiendo los atuendos del cazador exper­to, siguiendo huellas de un animal inexplicable, sin forma ni tamaño, sin olor y sin sonidos, pero dotado de dos brillantes ojos amarillos.

Fue una señal indescifrable que le ordenó que­darse, y así lo hizo.

Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda, re­cuerdo de una expedición civilizadora de los mi­litares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi de­sangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva.

Los shuar de Shumbi lo curaron y, una vez repuesto, le permitieron quedarse, pues la herman­dad de sangre así lo permitía.

Juntos recorrían la espesura. Nushiño era fuer­te. Dotado de una cintura estrecha y anchos hom­bros, nadaba desafiando a los delfines de río, y estaba siempre de excelente humor.

Se les veía rastreando una presa grande, medi­tando acerca del color de las boñigas dejadas por el animal, y al estar seguros de tenerlo, Antonio José Bolívar esperaba en un claro de selva mientras Nushiño sacaba a la presa de la espesura obligándo­la a marchar al encuentro del dardo envenenado.

A veces cazaban algún saíno para los colonos, y el dinero que recibían de ellos no tenía otro valor que el de cambio por un machete nuevo o por un costal de sal.

Cuando no cazaba en compañía del compa­dre Nushiño se dedicaba a rastrear serpientes ve­nenosas.

Sabía rodearlas silbando un tono agudo que las desorientaba hasta acercarse a ellas, hasta te­nerlas frente a frente. Ahí, repetía con un brazo los movimientos del reptil hasta confundirlo, hasta pasar de la repetición a efectuar él los movimien­tos que el reptil repetía, hipnotizado. Entonces el otro brazo actuaba certero. La mano cogía por el cuello a la sorprendida serpiente y la obligaba a soltar todas las gotas de veneno enterrando los colmillos en el borde de una calabaza, hueca.

Caída la última gotita, el reptil aflojaba sus ani­llos, sin fuerzas para seguir odiando, o entendien­do que su odio era inútil, y Antonio José Bolívar lo arrojaba con desprecio entre el follaje.

Pagaban bien por el veneno. Cada medio año aparecía el agente de un laboratorio, donde prepa­raban suero antiofídico, a comprar los frascos mor­tales.

Algunas veces el reptil resultó ser más rápi­do, pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días, pero luego vendría el momento del desquite. Es­taba inmune, y gustaba de fanfarronear entre los colonos enseñando los brazos cubiertos de cica­trices.

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque —le explicaban— era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaban verlo, tenerlo, y tam­bién deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo.

Las estaciones de lluvias y de bonanza se su­cedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario ho­menaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los de­seos de una paz duradera.

Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada la hora de «marchar­se», y cuando éstos se adormecían bajo los efec­tos de la chicha y de la natema, en medio de feli­ces visiones alucinadas que les abrían las puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a lle­varlos hasta una choza alejada y a cubrir sus cuer­pos con la dulcísima miel de chonta.

Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas, ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir huesos blancos, limpísimos, los innece­sarios despojos de los ancianos transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas añango.

Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.

No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus muje­res para mayor orgullo de su casta y de su casa.

La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adorna­ba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún mo­mento de entonar anents, poemas nasales que des­cribían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.

Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.

—Nadie consigue atar un trueno, y nadie con­sigue apropiarse de los cielos del otro en el mo­mento del abandono.

Así le explicó una vez el compadre Nushiño.

Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podi­do pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas len­guas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.

Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándo­se de los extraños que aparecían ocupando las ri­beras del Nangaritza.

Llegaban más colonos, ahora llamados con pro­mesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ri­tual y, por ende, la degeneración de los más débi­les. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los bus­cadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.

Los shuar se movían hacia el oriente buscan­do la intimidad de las selvas impenetrables.

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. Tam­bién le llegaba el momento de marcharse.

Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.

El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni lejanía alucinada.

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que ha­bría de precipitar su partida.

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención don­de desovaban los peces.

Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, ner­viosos ante la llegada de más shuar, dispararon al­canzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación.

El supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura.

Recién entonces se preocupó de los shuar caí­dos.

Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro ago­nizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño.

—Mala manera de marcharse —musitó, en una mueca de dolor, Nushiño, y con mano tembloro­sa le indicó su calabaza de curare—. No me iré tranquilo, compadre. Andaré como un triste pá­jaro ciego, a choques con los árboles mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre.

Los shuar lo rodearon. El conocía las costumbres de los blancos, y las débiles palabras de Nu­shiño le decían que llegaba el momento de pagar la deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente.

Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre.

No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación, dejaba huellas tan níti­das que ni siquiera precisó buscarlas.

A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida.

—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon?

El hombre le apuntó con su escopeta.

—Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros?

—Al otro lado. No te siguen.

Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para acertarle un golpe con la cerbatana.

Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin lle­gar a desplomarse, y no tuvo más remedio que echársele encima.

Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la escopeta.

Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el dedo y la detonación provocó un revo­loteo de pájaros asustados.

Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había recibido la doble perdi­gonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin hacer caso de los alaridos le ató por los tobi­llos, lo arrastró hasta la orilla del río, y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto.

En la ribera opuesta lo esperaban los shuar. Se apresuraron en ayudarle a salir del río, mas al ver el cadáver del buscador de oro irrumpieron en un llanto desconsolado que no atinó a expli­carse.

No lloraban por el extraño. Lloraban por él y por Nushiño.

El no era uno de ellos, pero era como uno de ellos. En consecuencia, debió ultimarlo con un dardo envenenado, dándole antes la oportunidad de luchar como un valiente; así, al recibir la pará­lisis del curare, todo su valor permanecería en su expresión, atrapado para siempre en su cabeza re­ducida, con los párpados, nariz y boca fuertemen­te cosidos para que no escapase.

¿Cómo reducir aquella cabeza, aquella vida de­tenida en una mueca de espanto y de dolor?

Por su culpa, Nushiño no se iría. Nushiño permanecería como un papagayo ciego, dándose golpes contra los árboles, ganándose el odio de quienes no lo conocieron al chocar contra sus cuerpos, molestando el sueño de las boas dor­midas, ahuyentando las presas rastreadas con su revoloteo sin rumbo.

Se había deshonrado, y al hacerlo era respon­sable de la eterna desdicha de su compadre.

Sin dejar de llorar, le entregaron la mejor ca­noa. Sin dejar de llorar lo abrazaron, le entrega­ron provisiones, y le dijeron que desde ese mo­mento no era más bienvenido. Podría pasar por los caseríos shuar, pero no tenía derecho a dete­nerse.

Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa.

Capítulo tercero

Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.

A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejem­plo en época de elecciones, pero como tales suce­sos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.

Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase comple­ta, y de esa manera se apropiaba de los sentimien­tos e ideas plasmados en las páginas.

Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara ne­cesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.

Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadu­ra postiza.

Habitaba una choza de cañas de unos diez me­tros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sos­teniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos po­sible.

Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.

La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.

Junto a la puerta colgaba una deshilachada toa­lla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los ties­tos de cocina, el cabello y el cuerpo.

En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, ves­tía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rinco­nes porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.

Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje ve­getal hacia la espalda. De las orejas pendían zarci­llos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban va­rias vueltas de cuentas también doradas.

La parte del pecho presente en el retrato ense­ñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.

Se conocieron de niños en San Luis, un po­blado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insufi­cientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la pro­piedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada pe­ríodo menstrual aumentaba el aislamiento.

—Nació yerma —decían algunas viejas.

—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra.

—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.

Antonio José Bolívar Proaño intentaba conso­larla y viajaban de curandero en curandero pro­bando toda clase de hierbas y ungüentos de la fer­tilidad.

Todo era en vano. Mes a mes la mujer se es­condía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.

Decidieron abandonar la sierra cuando al hom­bre le propusieron una solución indignante.

—Puede que seas tú quien falla. Tienes que de­jarla sola en las fiestas de San Luis.

Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borra­chera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo ti­rados en el piso de la iglesia, hasta que el aguar­diente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.

Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prome­tía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anorma­lidad padecida por uno de los dos.

Poco antes de las festividades de San Luis reu­nieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.

Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminan­do, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.

Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de ca­laminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.

Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de sel­va, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la prome­sa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.

La pareja se dio a la tarea de construir preca­riamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo.

Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas esco­petas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlar­se saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.

Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desespera­ción de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.

Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, ata­cados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa que­brantahuesos que primero los envolvía, los tritu­raba, y luego engullía en un prolongado y horren­do proceso de ingestión.

Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con lle­varles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad impa­rable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales ham­brientos que merodeaban en el monte poblán­dolo de sonidos estremecedores que no deja­ban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acerca­ban a echarles una mano.

De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a le­vantar chozas estables y resistentes a los vendava­les, a reconocer los frutos comestibles y los vene­nosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva.

Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtién­doles que todo eso era en vano.

Pese a las palabras de los indígenas, sembra­ron las primeras semillas, y no les llevó demasia­do tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y mo­rían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos.

Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se desliza­ron ladera abajo con el primer aguacero.

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramen­to Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

Antonio José Bolívar Proaño supo que no po­día regresar al poblado serrano. Los pobres lo per­donan todo, menos el fracaso.

Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengar­se de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonia entera en una pira.

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla.

Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatu­sas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de car­ne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Apren­dió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efec­tiva en la caza, y de la lanza frente a los velo­ces peces.

Con ellos abandonó sus pudores de campesi­no católico. Andaba semidesnudo y evitaba el con­tacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos, rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambia­ba de opinión.

Al caer la noche, si deseaba estar solo se tum­baba bajo una canoa, y si en cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.

Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eter­na fogata de tres palos.

—¿Cómo somos? —le preguntaban.

—Simpáticos como una manada de micos, ha­bladores como los papagayos borrachos, y grito­nes como los diablos.

Los shuar recibían las comparaciones con car­cajadas y soltando sonoros pedos de contento.

—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?

—Frío. Las mañanas y las tardes son muy he­ladas. Hay que usar ponchos largos, de lana, y sombreros.

—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.

—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como uste­des, cuando quieren.

—¿Los monos de ustedes también llevan pon­cho?

—No hay monos en la sierra. Tampoco saí­nos. No cazan las gentes de la sierra.

—¿Y qué comen, entonces?

—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las fiestas. O un cuy en los días de mercado.

—¿Y qué hacen, si no cazan?

—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.

—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.

A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secre­tos se encargaron de transmitirle el mensaje.

De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de ba­lancear el machete en ningún momento. En un instante de descuido lo clavó en el suelo para aco­modar la carga de frutos, y al intentar asirlo nue­vamente sintió los colmillos ardientes de una equis entrando en su muñeca derecha.

Alcanzó a ver el reptil, de un metro de largo, alejándose, trazando equis en el suelo —de ahí le viene el nombre— y él actuó con rapidez. Saltó blandiendo el machete en la misma mano ataca­da y lo cortó en varias lonchas hasta que la nube del veneno le tapó los ojos.

A tientas, buscó la cabeza del reptil, y sintien­do que se le iba la vida marchó en pos de un ca­serío shuar.

Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miem­bros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada. Parecía que iba a reventar de un mo­mento a otro, y alcanzó a enseñar la cabeza del reptil antes de perder el conocimiento.

Despertó pasados varios días con el cuerpo to­davía hinchado y tiritando de pies a cabeza cuan­do lo abandonaban las fiebres.

Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo.

Brebajes de hierbas lo aliviaron del veneno. Baños de ceniza fría atenuaron las fiebres y las pe­sadillas. Y una dieta de sesos, hígados y riñones de mono le permitió caminar al cabo de tres se­manas.

Durante la convalecencia le prohibieron alejar­se del caserío, y las mujeres se mostraron riguro­sas con el tratamiento para lavar el cuerpo.

—Todavía tienes veneno dentro. Tienes que bo­tar la mayor parte y dejar sólo la porción que te defenderá de nuevas mordeduras.

Lo atosigaban con frutos jugosos, aguas de hier­bas y otros brebajes hasta hacerle orinar cuando ya no lo deseaba.

Al verlo totalmente repuesto, los shuar se le acercaron con obsequios. Una nueva cerbatana, un atado de dardos, un collar de perlas de río, un cintillo de plumas de tucán, palmeteándolo hasta hacerle comprender que había pasado por una prueba de aceptación determinada nada más que por el capricho de dioses juguetones, dioses me­nores, a menudo ocultos entre los escarabajos o entre las candelillas, cuando quieren confundir a los hombres y se visten de estrellas para indicar falsos claros de selva.

Sin dejar de homenajearlo, le pintaron el cuer­po con los colores tornasolados de la boa y le pi­dieron que danzara con ellos.

Era uno de los contados sobrevivientes a una mordedura de equis, y eso había que celebrarlo con la Fiesta de la Serpiente.

Al final de la celebración bebió por primera vez la natema, el dulce licor alucinógeno prepara­do con raíces hervidas de yahuasca, y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innega­ble de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensan­do y sintiendo como un shuar, y se descubrió de pronto vistiendo los atuendos del cazador exper­to, siguiendo huellas de un animal inexplicable, sin forma ni tamaño, sin olor y sin sonidos, pero dotado de dos brillantes ojos amarillos.

Fue una señal indescifrable que le ordenó que­darse, y así lo hizo.

Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda, re­cuerdo de una expedición civilizadora de los mi­litares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi de­sangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva.

Los shuar de Shumbi lo curaron y, una vez repuesto, le permitieron quedarse, pues la herman­dad de sangre así lo permitía.

Juntos recorrían la espesura. Nushiño era fuer­te. Dotado de una cintura estrecha y anchos hom­bros, nadaba desafiando a los delfines de río, y estaba siempre de excelente humor.

Se les veía rastreando una presa grande, medi­tando acerca del color de las boñigas dejadas por el animal, y al estar seguros de tenerlo, Antonio José Bolívar esperaba en un claro de selva mientras Nushiño sacaba a la presa de la espesura obligándo­la a marchar al encuentro del dardo envenenado.

A veces cazaban algún saíno para los colonos, y el dinero que recibían de ellos no tenía otro valor que el de cambio por un machete nuevo o por un costal de sal.

Cuando no cazaba en compañía del compa­dre Nushiño se dedicaba a rastrear serpientes ve­nenosas.

Sabía rodearlas silbando un tono agudo que las desorientaba hasta acercarse a ellas, hasta te­nerlas frente a frente. Ahí, repetía con un brazo los movimientos del reptil hasta confundirlo, hasta pasar de la repetición a efectuar él los movimien­tos que el reptil repetía, hipnotizado. Entonces el otro brazo actuaba certero. La mano cogía por el cuello a la sorprendida serpiente y la obligaba a soltar todas las gotas de veneno enterrando los colmillos en el borde de una calabaza, hueca.

Caída la última gotita, el reptil aflojaba sus ani­llos, sin fuerzas para seguir odiando, o entendien­do que su odio era inútil, y Antonio José Bolívar lo arrojaba con desprecio entre el follaje.

Pagaban bien por el veneno. Cada medio año aparecía el agente de un laboratorio, donde prepa­raban suero antiofídico, a comprar los frascos mor­tales.

Algunas veces el reptil resultó ser más rápi­do, pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días, pero luego vendría el momento del desquite. Es­taba inmune, y gustaba de fanfarronear entre los colonos enseñando los brazos cubiertos de cica­trices.

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque —le explicaban— era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaban verlo, tenerlo, y tam­bién deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo.

Las estaciones de lluvias y de bonanza se su­cedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario ho­menaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los de­seos de una paz duradera.

Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada la hora de «marchar­se», y cuando éstos se adormecían bajo los efec­tos de la chicha y de la natema, en medio de feli­ces visiones alucinadas que les abrían las puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a lle­varlos hasta una choza alejada y a cubrir sus cuer­pos con la dulcísima miel de chonta.

Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas, ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir huesos blancos, limpísimos, los innece­sarios despojos de los ancianos transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas añango.

Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.

No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus muje­res para mayor orgullo de su casta y de su casa.

La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adorna­ba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún mo­mento de entonar anents, poemas nasales que des­cribían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.

Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.

—Nadie consigue atar un trueno, y nadie con­sigue apropiarse de los cielos del otro en el mo­mento del abandono.

Así le explicó una vez el compadre Nushiño.

Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podi­do pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas len­guas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.

Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándo­se de los extraños que aparecían ocupando las ri­beras del Nangaritza.

Llegaban más colonos, ahora llamados con pro­mesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ri­tual y, por ende, la degeneración de los más débi­les. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los bus­cadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.

Los shuar se movían hacia el oriente buscan­do la intimidad de las selvas impenetrables.

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. Tam­bién le llegaba el momento de marcharse.

Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.

El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni lejanía alucinada.

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que ha­bría de precipitar su partida.

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención don­de desovaban los peces.

Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, ner­viosos ante la llegada de más shuar, dispararon al­canzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación.

El supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura.

Recién entonces se preocupó de los shuar caí­dos.

Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro ago­nizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño.

—Mala manera de marcharse —musitó, en una mueca de dolor, Nushiño, y con mano tembloro­sa le indicó su calabaza de curare—. No me iré tranquilo, compadre. Andaré como un triste pá­jaro ciego, a choques con los árboles mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre.

Los shuar lo rodearon. El conocía las costumbres de los blancos, y las débiles palabras de Nu­shiño le decían que llegaba el momento de pagar la deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente.

Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre.

No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación, dejaba huellas tan níti­das que ni siquiera precisó buscarlas.

A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida.

—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon?

El hombre le apuntó con su escopeta.

—Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros?

—Al otro lado. No te siguen.

Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para acertarle un golpe con la cerbatana.

Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin lle­gar a desplomarse, y no tuvo más remedio que echársele encima.

Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la escopeta.

Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el dedo y la detonación provocó un revo­loteo de pájaros asustados.

Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había recibido la doble perdi­gonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin hacer caso de los alaridos le ató por los tobi­llos, lo arrastró hasta la orilla del río, y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto.

En la ribera opuesta lo esperaban los shuar. Se apresuraron en ayudarle a salir del río, mas al ver el cadáver del buscador de oro irrumpieron en un llanto desconsolado que no atinó a expli­carse.

No lloraban por el extraño. Lloraban por él y por Nushiño.

El no era uno de ellos, pero era como uno de ellos. En consecuencia, debió ultimarlo con un dardo envenenado, dándole antes la oportunidad de luchar como un valiente; así, al recibir la pará­lisis del curare, todo su valor permanecería en su expresión, atrapado para siempre en su cabeza re­ducida, con los párpados, nariz y boca fuertemen­te cosidos para que no escapase.

¿Cómo reducir aquella cabeza, aquella vida de­tenida en una mueca de espanto y de dolor?

Por su culpa, Nushiño no se iría. Nushiño permanecería como un papagayo ciego, dándose golpes contra los árboles, ganándose el odio de quienes no lo conocieron al chocar contra sus cuerpos, molestando el sueño de las boas dor­midas, ahuyentando las presas rastreadas con su revoloteo sin rumbo.

Se había deshonrado, y al hacerlo era respon­sable de la eterna desdicha de su compadre.

Sin dejar de llorar, le entregaron la mejor ca­noa. Sin dejar de llorar lo abrazaron, le entrega­ron provisiones, y le dijeron que desde ese mo­mento no era más bienvenido. Podría pasar por los caseríos shuar, pero no tenía derecho a dete­nerse.

Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa.

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