Acción civil

Mundo Nuestro. La revista Sin permiso publica estas dos crónicas sobre lo sucedido en Venezuela en días pasados: un apagón mortal de más de cien horas que expone con claridad el extremo de la crisis social y política que sufre ese país sudamericano.

Humberto Márquez es periodista, corresponsal de la revista uruguaya Brecha en Venezuela.
Simón Rodríguez Porras es activista social y militante del Partido Socialismo y Libertad de Venezuela.
Humberto Márquez

Un sorpresivo apagón de 100 horas afectó simultáneamente a todo el territorio, dejando a sus 30 millones de habitantes sin electricidad ni agua potable, casi incomunicados e impotentes ante la muerte de decenas de hospitalizados. Venezuela descendió algunos peldaños más en el foso de la crisis donde se encuentra: hiperinflación, escasez, desplome de los servicios públicos, migración masiva y un bloqueo político e institucional, lo que enfrenta al presidente que efectivamente tiene el gobierno, Nicolás Maduro, con el líder opositor Juan Guaidó, quien busca desplazarlo con un vasto respaldo internacional que encabeza Washington. El servicio de electricidad se restablece, pero hay presagios de más horas oscuras.

¡Se fue la luz! Sucedió minutos antes de las 17 horas del jueves 7 de marzo, y millones de venezolanos acudieron a balcones, ventanas y teléfonos para comprobar si se trataba sólo de su vecindario. No, todo el país quedó al mismo tiempo sin electricidad, por 48 horas unas regiones, otras por 72 o 90 con intermitencias, algunas casi una semana, y sin los servicios asociados: agua potable, transporte subterráneo, aeropuertos, operaciones bancarias, Internet, radios, tevé; centros de salud desprovistos de sistemas de contingencia; fábricas, tiendas, escuelas y oficinas cerradas.



Falló el sistema interconectado a partir de Guri, un complejo hidroeléctrico erigido en el río Caroní, a más de 500 quilómetros al sureste de Caracas, con capacidad nominal máxima de 15.400 megavatios-hora, pero que desde hace años genera mucho menos fluido. El parque termoeléctrico debería aportar otros 15 mil megavatios-hora, pero sólo un tercio está operativo, y el país a lo largo de toda esta década padece un déficit que se traduce en apagones y racionamientos que afectan sobre todo a los estados del occidente.

Esta vez el apagón fue nacional, y casi de inmediato cayó el suministro de agua, también ya deficitario al punto de que alienta numerosas pequeñas protestas en pueblos de provincia y barriadas humildes de las principales ciudades. En Caracas se paralizaron el metro y los trenes que llevan a las ciudades-dormitorio, lo que abarrotó y colapsó el transporte de superficie, que es deficitario tras dos años de escasez y carestía en repuestos, neumáticos y acumuladores.

Cerraron puertos, aeropuertos, fábricas, escuelas y oficinas, pero también comercios grandes y pequeños, impactados por otro fenómeno venezolano: el dinero en efectivo es escaso, los billetes son de baja denominación en un contexto hiperinflacionario, y transacciones diminutas como comprar un café y un panecillo deben pagarse con tarjetas de débito o crédito, las que no funcionaron porque la falta de electricidad imposibilitaba las transacciones bancarias.

Mermaron las trasmisiones de radioemisoras y la posibilidad de ver televisión, se afectó la telefonía fija y móvil, y cayó Internet. La incomunicación afectó a los 30 millones de habitantes del país y a los cerca de 4 millones de venezolanos que viven en el exterior.

Casos de familia



La vida cotidiana se pobló de historias, de emergencias, prácticamente una por familia. La comida comenzó a descomponerse en los refrigeradores. En unos hogares se cocinó apresuradamente cuanto se pudo. Otros, más pobres, acentuaron su propio racionamiento. Gente con más recursos regaló alimentos antes de que se dañasen. Vecinos con estufas a gas las prestaron a los de cocinas eléctricas. Donde hay parientes diabéticos se precipitaron a comprar hielo para conservar la insulina. Nada nuevo para quienes viven en el occidente del país, una novedad para los sectores acomodados de Caracas.

Las estaciones de servicio dejaron de suministrar combustible, las pocas con plantas eléctricas atendieron largas filas de vehícu-los. Las velas se agotaron en supermercados y tiendas de abasto que abrieron sus puertas. Usuarios de telefonía móvil ocuparon calles y tramos de autopista frente a las sedes de las empresas que proveen el servicio, para poder acceder a la señal. En los edificios residenciales los vecinos subían escaleras con bidones de agua. Nervios al caminar por las calles, hacerlo antes de que oscurezca: en Venezuela hay más de 20 mil homicidios por año. Miedo en el transitar nocturno de los vehícu-

los por calles completamente a oscuras. De vez en cuando un disparo, unas cacerolas vacías o unos gritos en contra del gobierno hendían la noche. Hubo fogonazos al estallar algunas subestaciones eléctricas urbanas.



Bajas y daños

El gobierno despachó camiones cisterna con agua para centros de salud y varias zonas populares residenciales. Otro tanto hizo con algunas plantas eléctricas para atender emergencias hospitalarias. La fuerza armada contribuyó con unos cuantos de sus camiones. No obstante, al menos 26 personas, entre ellos recién nacidos, murieron en hospitales durante el apagón, al quedar inutilizados equipos de asistencia, según la organización Médicos por la Salud.

La primera noche de apagón no se reportaron mayores saqueos, pero luego surgieron, sobre todo en Maracaibo (noroeste), la segunda ciudad del país, a plena luz del día, incitados por cabecillas civiles armados y ante una Guardia Nacional que más de una vez se cruzó de brazos. Un registro provisional da cuenta de al menos seis fallecidos en refriegas.

Los gremios reportaron saqueos en más de 460 establecimientos, de los cuales 100 ocurrieron en un solo centro comercial de Maracaibo. Polar, el mayor grupo privado y gigante agroalimentario y cervecero del país, reportó saqueos en cuatro de sus depósitos en esa ciudad, con centenares de individuos que se llevaron desde botellas de agua hasta neumáticos de sus camiones, con pérdidas estimadas en seis millones de dólares.

Según Fedenaga (gremial de los ganaderos), se perdieron o dejaron de producir cinco millones de litros de leche, mil toneladas de queso y tres mil toneladas de carne. “El país ha perdido 875 millones de dólares, casi un punto del producto interno bruto”, estimó Asdrúbal Oliveros, de la firma de consultoría Ecoanalítica.

El apagón y sus secuelas presagian más escasez o mayores precios, sobre todo de alimentos, pues el país ha sembrado en el último año apenas el 25 por ciento de la superficie cultivada a comienzos de la década, y Venezuela tradicionalmente ha importado hasta dos tercios de los alimentos que consume. Para adquirirlos, esta vez las reservas, la disponibilidad de divisas están exangües, y las perspectivas de ingresos petroleros han mermado con la aplicación de sanciones sobre la petrolera estatal Pdvsa por parte de Estados Unidos, otrora su principal cliente.

Vuelta a la política

El súbito regreso a la iluminación con velas impactó de inmediato la lucha política, cada vez más más marcada por pruebas de fuerza y amenazas, y alejada de todo entendimiento entre oficialismo y oposición. Los seguidores del mandatario, Nicolás Maduro, y de su rival, a quien los opositores consideran presidente, Juan Guaidó, apelaron a su invariable libreto: la culpa es del otro.

Maduro sostuvo que el apagón “fue producto de un ciberataque desde Houston y Chicago, ordenado por el Comando Sur (del Pentágono). Mike Pompeo (secretario de Estado) y el gobierno de Estados Unidos están detrás del ataque electrónico y electromagnético” al centro de control de Guri, al que siguió un sabotaje a líneas de trasmisión. El gobernante pidió ayuda de Rusia, China, Irán y Cuba para investigar el atentado, advirtió que “la oposición está jugando sucio, por lo que debe haber justicia”, e instó a manifestarse a los grupos de base del oficialismo entre los más beligerantes colectivos de barrios, porque “llegó la hora de la defensa”.

La oposición se apoyó en asociaciones profesionales de ingeniería para afirmar que “la falta de mantenimiento, corrupción y robo de los recursos destinados a mantener y desarrollar la infraestructura eléctrica” es la raíz del apagón. Según su versión, un incendio de vegetación, producto de la sequía y la falta de poda y mantenimiento, dañó la principal línea de trasmisión sobre las llanuras centrales y provocó el desplome del sistema.

La Asamblea Nacional de mayoría opositora declaró “estado de alarma” ante la emergencia eléctrica, de valor retórico dentro del país, pues ese parlamento que preside Guaidó –reconocido además por los suyos como jefe provisional del Ejecutivo, pues consideran a Maduro un “usurpador”– no controla los resortes del poder doméstico. Pero, en cambio, va tomando en sus manos los activos y negocios de Venezuela en el exterior, al amparo de más de cincuenta gobiernos que lo reconocen y apoyan.

Un detalle no menor es que Guaidó y la Asamblea decretaron suspender el envío de petróleo a Cuba (en teoría hasta 98 mil barriles de 159 litros por día, pero recientemente no más de 25 mil) para subsanar con ese combustible la emergencia eléctrica. Elliott Abrams, designado por Washington para manejar el tema Venezuela, advirtió a las empresas navieras y de seguros que tomen debida nota.

Estados Unidos acompaña el presagio de nuevas horas y días difíciles para Venezuela, pues aunque insiste en presión diplomática y económica contra Maduro, mantiene que “todas las opciones están sobre la mesa”, incluida la militar, una expresión que Guaidó no desdeña. Y un presagio más: rotas hace mes y medio las relaciones entre Caracas y Washington, se marchan este viernes los últimos diplomáticos estadounidenses que permanecían en la capital venezolana.

Brecha, 15 de marzo de 2019

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El colapso eléctrico: ¿sabotaje imperialista o crimen boliburgués?

Simón Rodríguez Porras

El 7 de marzo en la tarde colapsó el suministro eléctrico en más del 80% de Venezuela. Fue el punto más agudo de toda una década de crisis eléctrica, un colapso sobre cuyo riesgo habían advertido reiteradamente los trabajadores de la industria a lo largo de los años, pese a los intentos del gobierno de silenciar las denuncias mediante la represión. En la mayor parte del país no se restituyó el servicio en más de 36 horas y en algunas zonas la interrupción duró más de 100 horas. En algunas regiones, como el estado Zulia, no se normalizó el servicio todavía una semana después. El colapso eléctrico, sobre todo en el interior del país, se superpuso a problemas ya agudos de suministro de agua, gas y gasolina; a la escasez de alimentos y la debacle de los hospitales públicos. Debido al ajuste hiperinflacionario aplicado por el gobierno, el dinero en efectivo es prácticamente inservible y el colapso de las comunicaciones anuló la posibilidad de realizar compras con tarjetas de débito o crédito, paralizando el comercio. El gobierno suspendió todas las actividades laborales entre el viernes 8 de marzo y el miércoles 13. Se multiplicaron los saqueos y disturbios espontáneos en gran parte del país. Entre las víctimas del apagón se encuentra un número no precisado de fallecidos en hospitales como consecuencia de fallas en equipos de sostenimiento vital.

El ministro de energía eléctrica, el militar Motta Domínguez, aseguró inicialmente que el apagón duraría tres horas. La mentira quedó rápidamente en evidencia, pero el gobierno huyó hacia adelante y sacó a relucir la coartada habitual del “sabotaje”, bajo una nueva formulación: la “guerra eléctrica”. El ministro de comunicación, Jorge Rodríguez, aseguró que se trataba del mayor ataque terrorista en la historia del país y que Maduro personalmente encabezaba las operaciones para restituir el suministro de electricidad. En un intento por mostrarse como autoridad en medio del caos, Maduro publicó un video el lunes 11, en el que da órdenes por radio y denuncia que serían tres los ataques sufridos. La mayoría de los venezolanos quedaron totalmente incomunicados durante varios días y tardarían en enterarse de las versiones oficiales.

La tesis del sabotaje es refutada por dirigentes obreros del sector e incluso por altos ex funcionarios del gobierno de Chávez. El ex ministro de energía eléctrica, Héctor Navarro, respondió a las versión gubernamental de un “ataque cibernético” explicando que la represa de Guri funciona con equipos analógicos. Atribuyó el colapso a las consecuencias de la corrupción y la falta de mantenimiento. Alí Briceño, secretario ejecutivo de la federación de trabajadores eléctricos (Fetraelec), explicó que los trabajadores reportaron un incendio que afectó la transmisión de energía en tres líneas que comunican a Guri con subestaciones en el centro del país. Los gerentes militares no llevan a cabo desde hace años las podas preventivas para impedir que la vegetación invada las torres y, como consecuencia de un incendio forestal, una de las de las líneas se recalentó y dejó de transmitir energía. Las otras dos líneas cayeron por efecto dominó, al resultar sobrecargadas con la caída de la primera línea. Briceño alega además que hubo malas decisiones gerenciales por falta de pericia de los militares al intentar restablecer el servicio, lo cual prolongó la caída.

Una tesis oficial sin evidencias

Ante la falta de evidencias de sabotaje, el gobierno procedió a inventarlas, al peor estilo de las farsas judiciales fascistas o estalinistas. Según el ministro de comunicación, Jorge Rodríguez, tuits emitidos luego del apagón por funcionarios yanquis y el presidente de la Asamblea Nacional, Guaidó, “demuestran” que sabían con antelación acerca del apagón. Rodríguez incluso aseguró que el martes 12 de marzo, seguidores de Guaidó planearon sabotear la restitución del servicio aumentando el consumo eléctrico en los hogares, prendiendo varios aparatos electrodomésticos simultáneamente (!). En otro de los esfuerzos disparatados por sostener la tesis de la “guerra eléctrica”, el 11 de marzo el periodista Luis Carlos Díaz fue detenido por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) por declaraciones emitidas el 27 de febrero de este año, en las que establecía una analogía entre una hipotética interrupción del acceso a internet por parte del gobierno y un apagón eléctrico. El número dos del gobierno, Diosdado Cabello, aseguró que esas declaraciones indicaban que el periodista sabía de antemano acerca del apagón. Finalmente, hasta para las autoridades judiciales chavistas esa versión resultó insostenible y el periodista no fue acusado de “sabotaje” sino “incitación a delinquir”, en un nuevo ataque a la libertad de expresión.

Simultáneamente se desató una persecución contra los trabajadores eléctricos. Cabello, al referirse a los trabajadores detenidos, dijo que “es por una investigación seria que se está haciendo por la forma como atentaron contra la vida de los venezolanos”. El trabajador Geovanny Zambrano, sometido a una jubilación forzada como retaliación por haber denunciado el 18 de febrero de este año las desmejoras laborales y fallas en la infraestructura eléctrica, fue secuestrado el 11 de marzo por el Sebin y estuvo desaparecido por 11 horas. Lo liberaron y volvieron a apresar el día siguiente. Se le persigue por sus denuncias de febrero y al momento de escribir estas líneas se desconoce su paradero. Angel Sequea, otro trabajador de Corpoelec, jefe de despacho y operaciones en Guayana, fue detenido por el Sebin el 7 de marzo y asesinado el día siguiente. Según sus captores, el asesinato ocurrió en el marco de un “motín” en el sitio de reclusión. Otro preso político asesinado.

El pueblo venezolano es en estos momentos rehén tanto de una dictadura cívico-militar como de una campaña de injerencia y cerco económico por parte del gobierno imperialista de EEUU. Mientras transcurría el apagón, el gobierno de Trump anunció la salida de su personal diplomático de Caracas y el gobierno de Maduro respondió “expulsando” a los funcionarios retirados. La condenable escalada injerencista continúa. Sin embargo, ello no constituye en sí una prueba de que el colapso eléctrico haya sido provocado mediante una acción de sabotaje cibernético por parte de los yanquis. Sería anticientífico invertir el peso de la prueba y asumir que hubo sabotaje, aunque no haya evidencias, hasta que se compruebe lo contrario. Eso es lo que se conoce como conspiracionismo.

No sería la primera vez que el gobierno miente sobre supuestos sabotajes para evadir sus responsabilidades, el expediente es muy amplio. El caso más notorio es el de la explosión del 25 de agosto de 2012 en la refinería de Amuay, en la que murieron más de 40 personas y más de 150 resultaron heridas. En 2013 el gobierno dio por confirmada la “sospecha” expresada desde el primer momento, de que se trataba de un sabotaje terrorista. Pero contradictoriamente, el supuesto ataque terrorista más grave de nuestra historia nunca se conmemoró oficialmente como tal, ni se publicó jamás un informe con las conclusiones definitivas de la investigación. Antes de la explosión, los trabajadores petroleros encabezados por los revolucionarios de C-cura y el PSL también venían denunciando el descalabro operativo de las refinerías y la cada vez mayor frecuencia y gravedad de los accidentes, obteniendo por única respuesta gubernamental despidos y persecuciones. La “guerra eléctrica” posiblemente tendrá el mismo destino que el “ataque terrorista” de Amuay: el olvido oficial.

El saqueo boliburgués creó las condiciones para el colapso

La represión del gobierno no podrá ocultar lo que numerosos trabajadores y expertos venían denunciando desde hace muchos años: que la corrupción, la incompetencia y la desinversión hacían inevitable un colapso del servicio eléctrico.

El ex viceministro de energía eléctrica del gobierno de Chávez, Víctor Poleo, entrevistado por el periodista Víctor Amaya en 2016, aseguraba que desde 2005 se advertía el deterioro del sistema y que desde 2007 la oferta de energía no cubre la demanda, lo que obliga a aplicar racionamientos. La corrupción engulló los proyectos de generación de energía, como la represa Tocoma en el río Caroní, que se debía construir entre 2002 y 2012 con un costo de dos mil millones de dólares. El contrato otorgado a la empresa brasileña Odebrecht se fue inflando hasta llegar a un costo de diez mil millones de dólares y nunca se culminó.

Los proyectos de parques eólicos en Falcón y el Zulia también fracasaron y generan menos del 1% de la energía consumida en el país, pese a los cuantiosos millones de dólares licuados en ellos por el aparato corrupto del chavismo. La generación termoeléctrica también ha caído, dejando al país dependiendo en enorme medida de la represa del Guri. Así fue como el chavismo, durante los años de la mayor bonanza petrolera de su historia, conquistó el deshonroso mérito de destruir la industria eléctrica, llegando al año 2010 con una declaratoria de emergencia eléctrica que se convertiría en una de las operaciones de saqueo y corrupción más bestiales de nuestra historia.

El año 2009, una fuerte sequía causó una caída importante de la generación de energía en la represa de Guri. El deterioro de las plantas termoeléctricas impidió suplir la demanda de energía y la situación degeneró en un severo racionamiento, a lo que respondieron grandes protestas populares en regiones como Mérida y el Zulia. En febrero de 2010, Chávez decreta la emergencia eléctrica y procede a entregar sin licitación decenas de contratos para la importación de plantas y equipos. Uno de los conglomerados más beneficiados por estas contrataciones excepcionales fue la empresa Derwick y Asociados, una obscura empresa dirigida por jóvenes burgueses caraqueños sin experiencia en el ramo eléctrico. Habrían recibido una docena de contratos por un valor superior a los 2.500 millones de dólares para importar equipos. Compraron a una empresa yanqui equipos usados con un sobreprecio que se estima en más de 1.400 millones de dólares, según investigaciones realizadas por periodistas de varios medios de comunicación venezolanos, entre ellos Armando.info. Estas investigaciones demuestran que Derwick realizaba diligencias relacionadas con la importación de equipos eléctricos hasta un año antes de la declaratoria de emergencia eléctrica, un indicio de que hubo concertación con el gobierno chavista para las operaciones corruptas.

Ha sido escandalosa la ostentosidad de los llamados “bolichicos”, mientras el país padece las consecuencias mortíferas de la crisis eléctrica. Por ejemplo, uno de los propietarios de Derwick, Alejandro Betancourt, compró una finca de 1.600 hectáreas en el Estado español con todo y un castillo medieval, mientras la mayor parte de la chatarra importada en 2010 está fuera de servicio. Algunos equipos nunca llegaron a funcionar. El anunciado “blindaje eléctrico de Caracas”, en el que se dilapidaron millones de dólares, fue una farsa completa.

Pdvsa fue uno de los compradores de equipos eléctricos revendidos por Derwick. Tal fue el nivel de imbricación de los “bolichicos” con boliburgueses como Rodolfo Sanz o Rafael Ramírez, que la empresa se incorporó al negocio petrolero en asociación con empresarios rusos de Gazprombank y el gobierno venezolano, en la empresa mixta Petrozamora, que explota un yacimiento en el estado Zulia. Allí también estallaron escándalos de corrupción. Gran parte del dinero de la “emergencia eléctrica” se habría lavado a través de la banca suiza, otra parte fue a parar en paraísos fiscales como Barbados.

Tal fue el “legado eléctrico” de Chávez. En octubre de 2012, el sindicato eléctrico de Lara (Sitiel) denunciaba la muerte de 7 trabajadores por violaciones a las condiciones de seguridad industrial por parte de las autoridades así como una escalada de la represión: “Los trabajadores reciben constantes visitas y citaciones del Sebin, e incluso, cuando un trabajador no asiste a su labor, con causa justificada o no, quien hace las averiguaciones es el Sebin”. La campaña del gobierno para ocultar los efectos de la corrupción y la desinversión, culpando a los trabajadores de supuestos actos de sabotaje, llegó a generar linchamientos y secuestros de trabajadores en sectores populares azotados por los apagones. El Sitiel menciona el caso del asesinato de un trabajador en el estado Aragua por linchamiento en 2012. Ese año, mientras hacía campaña por su reelección, Chávez reconoció que persistían los problemas eléctricos, pero dijo que de no ser por su gobierno la gente cocinaría con leña y se alumbraría con faroles.

Como la crisis empeoró, en abril de 2013 Maduro ocupó militarmente la industria. Se crearon zonas militares de seguridad para restringir la libertad sindical de los trabajadores eléctricos. Se habló de una “Gran Misión Eléctrica”, una nueva farsa. Los problemas seguirían agravándose con la desinversión y se declararía una nueva militarización en abril de 2017, luego de grandes y recurrentes apagones en 2015 y 2016. Otro gran apagón nacional ocurrió en agosto de 2017. La situación era tan grave que dirigentes sindicales del chavismo rompieron la disciplina partidista y criticaron la gestión militar.

Elio Palacios, dirigente del sindicato de trabajadores eléctricos del Distrito Capital, Vargas y Miranda, emitió una declaración a comienzos de febrero de 2018, en momentos en que seis estados se mantenían sin luz, denunciando la inminencia de un colapso eléctrico generalizado. Entre las causas mencionaba la “estampida de técnicos”, debido a los míseros salarios y las vejaciones laborales, el mantenimiento deficiente y la incompetencia de las autoridades militares, comenzando por el ministro Motta Domínguez, a quienes calificó de técnicamente analfabetos. El déficit de personal calificado, calculado por Palacios en un 60%, obligaba a trabajadores a cumplir turnos de hasta 30 hora seguidas. “Tenemos un caldo de cultivo para un apagón… no se va a tratar de un sabotaje ni de una mala operación por parte de los trabajadores… Las telecomunicaciones se van a afectar, se van a afectar todos los servicios básicos, como el agua potable, porque las bombas funcionan con energía eléctrica, el bombeo del petróleo, en pocas palabras se va a paralizar el país. Esta es una situación que prácticamente es inevitable que ocurra, por todos los escenarios que se están viendo”, alertaba Palacios. Además, denunciaba el uso de elementos lumpen por el gobierno para asaltar a los sindicatos y las maniobras de los tribunales e instituciones oficiales para impedir la realización de elecciones sindicales. ¿Cómo respondió el gobierno de Maduro a estas graves denuncias? Con sus métodos habituales, enviando a la policía política a secuestrar al dirigente sindical el 14 de febrero de 2018. Decenas de dirigentes obreros y trabajadores han sido despedidos y perseguidos por denunciar el descalabro operativo.

La respuesta de Guaidó al apagón lo mostró en todo su oportunismo e incapacidad. Se limitó a plantear que la luz llegaría cuando “cese la usurpación” y otros mensajes en la misma onda demagógica. La única respuesta en el terreno de la movilización la dieron espontáneamente las comunidades populares. Tampoco dijo claramente lo que su “Plan País” propone para salir de la crisis, que es la privatización de los servicios públicos. La oposición de izquierda plantea un camino opuesto a los planes de Guaidó: recuperar la industria eléctrica apoyándose en la organización de los trabajadores y realizar importantes inversiones con los recursos obtenidos del no pago de la deuda externa y la nacionalización del petróleo. En vez de la amnistía para los funcionarios civiles y militares corruptos, incluyendo a los que destruyeron la industria eléctrica, como plantean Guaidó y la AN, es necesario confiscar las propiedades de los corruptos y adoptar medidas para la repatriación de sus capitales.

El gran apagón de marzo marca otro hito en el proceso de destrucción económica impulsado por políticas gubernamentales burguesas y mafiosas, como la apropiación de la renta petrolera mediante sobrefacturación de importaciones, la amputación de la producción nacional para pagar deuda externa, o la entrega de la industria petrolera y concesiones mineras a grandes transnacionales. Esa política ha sido más destructiva que mil sabotajes. La conspiracionista “guerra eléctrica” no es otra cosa que el intento propagandístico del gobierno de ocultar las verdaderas causas de la crisis, victimizándose para justificar la profundización de la represión y los crímenes contra los trabajadores y el pueblo venezolano.

Mundo Nuestro. La revista Nexos publica en su número de marzo este texto de Julio Ríos Figueroa --Investigador de la División de Estudios Políticos del CIDE-- este texto sobre el papel que las fiuerzas armadas en América Latina cumplen actualmente, y las diferencias con épocas pasadas en las que los soldados han participado en golpes de Estado que cortan de cuajo procesos democráticos como los de Guatamela en 1954 o Chile en 1973. "

“El ‘nuevo militarismo’ tiene formas más sutiles que los golpes de Estado y las intervenciones forzosas, pero puede ser igualmente desestabilizador dice Ríos Figueroa--. “Sigue pendiente en nuestra región la construcción de ‘fuerzas armadas democráticas’, es decir, fuerzas armadas cuya misión principal sea la protección de la democracia constitucional que les da legitimidad y que actúen siempre bajo los principios constitucionales de protección a los derechos humanos".

Los Estados modernos requieren de fuerzas armadas con la suficiente solidez para proporcionar seguridad ante las amenazas externas y para garantizar la paz interna. Sin embargo, algunos ejércitos han demostrado ser una amenaza para sus gobiernos y, en concreto, para la estabilidad democrática, lo cual debilita a los Estados y perjudica a miles de personas. De aquí que la existencia de ejércitos poderosos subordinados a gobiernos civiles y democráticos resulte paradójica, más la excepción que la norma, ya que implica que aquellos que tienen el poder de las armas obedezcan a personas que no las tienen.1 La cuestión que surge es: ¿cómo crear fuerzas armadas limitadas por el Estado democrático de derecho sin exponer su poder, su esprit de corps, o su eficacia?



La disyuntiva planteada por la necesidad de contar con fuerzas militares poderosas al mismo tiempo que limitadas por la ley, permea las relaciones entre civiles y militares en todos los regímenes democráticos, y no se refiere tan sólo al riesgo de golpes de Estado que son un fenómeno bastante raro en estos días. No existe una solución fácil y permanente para este entuerto, por lo que las democracias han buscado diversos enfoques para conciliar ambos objetivos —incompatibles en apariencia— según el contexto y las circunstancias específicas. En algunas ocasiones se ha priorizado un lado de la ecuación, tener poderosas fuerzas militares, mientras que en otras se ha inclinado la balanza hacia el otro, contar con fuerzas limitadas por la ley. Lograr el equilibrio es un acto que demanda un alto grado de precisión: si se transfieren demasiados poderes a las fuerzas armadas, la democracia puede caer herida de muerte; por el contrario, demasiados límites al ejército pueden exponer a la democracia a una serie de riesgos en términos de seguridad. En resumen, encontrar un equilibrio entre los límites democráticos y la autonomía de las fuerzas militares es una tarea difícil pero fundamental para las democracias.

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Jazzcical Trío en Spotyfy



¡Qué concierto este viernes en La Casa del Mendrugo!

Jazzical Trío, lo mejor del jazz europeo, presentado así para su presentación en México por el Centro Nacional de las Artes:

Los arreglos que han hecho a piezas clásicas, las han convertido en una forma completamente nueva de jazz. Mediante el uso de armónicos, rítmicos y buen gusto, el resultado es un sonido cautivador e intrigante que crea una dimensión diferente de estas piezas clásicas.

El Trío toca su propia versión de composiciones clásicas muy conocidas en jazz como, por ejemplo: Para Elisa, Sonata y Patético de Beethoven, el Preludio en Do Mayor de Bach y 15 canciones campesinas húngaras de Bartok, en las que incorpora diferentes enfoques estilísticos y combina instrumento original con los elementos del genero sincopado.

Las actuaciones de este Trío, que ha tocado en Europa, Asia y Estados Unidos, son muy populares entre el público de jazz y los fanáticos de la música clásica.

Norbert Kael, Piano
Peter Olah, Contrabajo
Andras Lakatos, Batería



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Vamos en el coche rumbo a la laguna de Bacalar. Platicamos. Los jóvenes que me oyen se ríen, un poco incrédulos, como a mí me pasaba con los cuentos de otros, cuando yo tenía la sabia edad que ahora poseen mis descendientes.

Yo no puedo argüir que sé más que ellos porque certezas tengo muy pocas, en cambio historias tengo y me empeño en recordarlas aunque ni yo pueda entender de qué resquicio salen, cuando en mitad de la carretera Rosario esquiva un perro despistado y lo salva a él de morir y a nosotros de matarlo. Ella es una mujer inteligente y drástica que se deja felicitar mientras niega que haya hecho algo excepcional.

—Una vez me tocó distinto —digo movida por la espiral que dispara el anochecer en que al padre Nuño, Prelado Doméstico de su Santidad, como escribía siempre bajo su nombre, se le atravesó un gato sobre el que pasó el automóvil pachorrudo y trastabillante que era su Packard negro. Se oyó primero un golpe seco y luego se sintieron dos tropiezos cruzando sobre el alma y los huesos del pobre gato. Habíamos ido de México a Puebla, no sé bien a qué, pero iba con nosotros la extravagante belleza de María Inmaculada T. Con sus ojos azules como la mayólica con que hacían los de las muñecas. Grandes y atónitos preguntando si alguna vez monseñor iba a conseguir su libertad.

—No, Inmita, lo que sentimos fue una piedra.



—Padre, lo mató usted, nos va a castigar Dios. Nos va a salir todo mal.

Dejo el intento de imitar la voz juguetona de Inmaculada y sigo contando que a su fiesta de quince años nos invitaron con la advertencia de que sería una reunión de niñas en calcetines, porque aún ella no estaba en edad de usar medias, ni tenía por qué vestirse como una señorita.

Les explico a los chicos que antes las mamás, las abuelitas y las niñas no podían usar la misma ropa, no como ahora que todo se puede y cada quien se viste como mejor le conviene y usa los zapatos que se le antojan.

Tras semejante derivación queda claro que Eugenia se quedará con los míos plateados sin ningún remilgo de mi parte.

Y volvemos a Inmaculada.



Aunque ellos no lo puedan creer, les aseguro a mis oyentes cautivos que sólo un año después de esa fiesta ella se casó con el inescrutable y arisco Íñigo P, en la gran iglesia que está en la punta del Cerro de la Paz. La ceremonia fue oficiada por el distraído conductor y Prelado Doméstico de su Santidad, título que según alguno de los escépticos entre los que crecí quedaba en “baciniquero del Papa”.

El padre Nuño era rechoncho, ingenuo y bondadoso como un niño que está aprendiendo a andar en triciclo. Tenía la voz de un trueno y el corazón de un canario. Era un encanto de inocencia y bondad. Con ambos atributos declaró marido y mujer a la desarreglada pareja que hacían Inma y Cayetano. Ella boba como un dulce de anís, él, dijeron las lenguas, cabrón y grande como un desdén. No se la merecía, pero se la buscó y se la consiguió y no hubo nada que alegar. Así que se fueron a la luna de miel. Yo no recuerdo haber estado en la gran comida, pero la hubo y fui porque así estaba previsto.

Quince días después corrió por la ciudad, no el rumor, la certeza de que ese matrimonio había sufrido un descalabro irremediable. Algo tremendo sucedió entre los integrantes en mitad de la travesía en que cruzaban el mar para ir a España. En un puerto de Galicia se encontraron las madres de ambos. Una guapa y altiva, la otra altiva y fea. Se miraron con un odio recién adquirido y siguieron el camino al encuentro de sus vástagos.



Inma abrazó a su madre hecha un Atlántico de lágrimas. Íñigo caminó junto a la suya con el ceño fruncido como el de ella. Y volvieron a Puebla.

Yo nunca supe bien a bien qué pasó en aquel barco, pero el cuento era que Íñigo se había encelado de un mesero italiano con el que creyó que su mujer coqueteaba. Y le había pegado. Pero en aquel “le había” no estaba claro si el golpe fue para el italiano o para Inma. Se decía que para ella, aunque nos pareciera inconcebible que un hombre le pegara a una mujer. El caso es que volvieron a Puebla, cada uno en cada cual. Ella al encierro de una casada en espera de la anulación de su escaso vínculo matrimonial, el otro para vivir en la fiesta de su libre albedrío.

Lo que no he dicho es que Inma estaba tocada por la gracia de una lengua dicharachera y rápida con la que desmenuzaba el mundo y su mundo mientras se moría de la risa. Ella era el primer motivo de sus burlas. La anulación parecía tan remota como Júpiter. Y ella estaba encerrada, sin poder ir a fiestas, sin salir más allá de la esquina sino con su mamá que era en sí misma la fragua de un arrepentimiento agazapado. No pasaba por su gesto un ápice de la culpa que según la certeza de nuestras madres tenía completa. Porque en qué cabeza cabía que una mujer con un dedo de frente y otro de cordura permitiera semejante matrimonio. Una criatura boba con un hombre quince años mayor y veinte vueltas más al mundo de extravíos que parecían caber en su cabeza. Amarillo y huesudo, hosco como toda su estirpe, se decía. A leguas se notaba que eso iba a ser un desfalco y que doña Ifigenia había corrido el riesgo, a cambio de que su hija quedara puesta de una vez cerca del patrimonio que heredó aquel hijo de un señor cuyo mérito empresarial había sido el de poner una fábrica de corcholatas en la época aquella en que cada ciudad tenía su propia marca y la Coca Cola no era una hábito nacional.

Íñigo, su mamá y su hermana vivían en una casa de muros altos y ventanas pequeñas, que resultaba amedrentadora. Allá regresó él tras el lío del barco.

Mientras, el caso de Inmaculada quedó por escrito ante una institución llamada La Rota a la cual fue llevado por la ingenuidad del padre Nuño.

Ahora sé de quién sabe cuántos matrimonios anulados por causas tan nimias como que no fueron en una iglesia sino en un jardín. Pero entonces ni cuándo. ¿Por golpes? Por favor. Si los curas violaban a los niños ¿de qué los hombres no iban a golpear a sus mujeres? Entonces, digo, como si aún no pasara lo mismo muchas veces. Sólo que entonces ni quien hablara de eso. No existía. ¿Permiso para divorciarse? ¿Para volver a comulgar? ¿Para otra boda? Era tan imposible como lo avizoró la pobre de Inmaculada mucho antes del día en que de buenas a primeras desapareció.

Que se robaron a Inma, oímos. Que no se sabía quién ni en dónde estaba. Rarísimo. La preciosa Inma con sus piernas largas, sus rodillas como dos círculos rosados y perfectos, su vientre terso y plano como un juramento, sus hombros como los dos lados de un triángulo cuyo vértice terminaba en una cabeza de rizos rubios engendrados en Puebla, por un hombre alto de origen catalán que se había ido muy joven al otro mundo y una mamá que aunque se hubiera quedado parecía ida, de tan fatua.

La cabeza de Inmaculada aún gira dentro de la mía cuando la recuerdo tan contundente como si dentro estuvieran las ideas de sor Juana y tan vacía como un vaso de cristal en la luna. Pero preciosa. ¿En dónde estaba? Una aflicción desconocida tomó al puño de gente que se creía “la gente” en la pequeña ciudad.

No pasaron más de tres días cuando se supo. Aburrida de tan aburrimiento, Inmaculada se había escapado con Íñigo.

—¿Cómo voy a creer? —dice Rosario.

—Como tuvimos que creerlo nosotros. Inma no pudo seguir esperando a que La Rota le devolviera la libertad siquiera de volver al colegio, de ver por la ventana sin esperar una censura. Los encontraron en una granja sobre el camino a Tlaxcala. Al parecer, ¡felices!

¿De qué extraña materia estaría hecho el matrimonio que se podía ir y venir con todo y cuerpos de un lado a otro?

Yo entonces no tenía la menor idea. Ahora lo sé perfectamente. Quien no pudo entenderlo jamás fue el pobre padre Nuño. Él que sólo confiaba en Dios Todopoderoso y la virgen del Socorro, no podía concebir que Inmita hubiera perdido la paciencia y estuviera perdiéndose en los brazos de un muchacho que ni rezar sabía. Pero no le quedó otro remedio, de repente tuvo que creer en la fortuna y sus desarreglos, en el caos que puede ser el mundo a pesar del esfuerzo que él y la Santa Madre Iglesia ponían en regularlo, en la pasión por algo que no fuera la buena comida. Entonces, quizás habrá pensado que las aprehensiones de Inmaculada podía ser ciertas, y que la culpa de todo ese desarreglo era del gato aquel que aplastó en la carretera.

—¿Eso pensó? —preguntaron los niños.

Dije: quizás.

—¿Y luego qué paso con Inmaculada?

—Lo lógico —dije. Y llegamos.

La laguna de Bacalar extendió ante nosotros sus nueve colores y nada sino el presente nos tomó por su cuenta.

Ilustración: Gonzalo Tassier/Revista Nexos.

En medio de la transición Alfonso Durazo, hoy secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, afirmó que el nuevo equipo de gobierno recibía una “catástrofe” en materia de seguridad. Algo hiperbólico, pero no enteramente equivocado. El país que heredaron el primero de diciembre sufre de:

• Violencia estructural, sistémica y persistente: 275 mil víctimas de homicidio en los últimos 12 años. Y 150 mil en los 12 previos. Y unos 190 mil entre 1982 y 1994.

• Una gigantesca incidencia delictiva. En 2017 se habrían cometido 33 millones de delitos, según la más reciente Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE). Uno de cada tres hogares tiene a un integrante que ha sido víctima de algún delito en el último año.

• Una impunidad rampante: en la inmensa mayoría de los actos criminales nadie se toma la molestia de reportar nada: en 94% de los delitos no hay denuncia. O hay denuncia, pero nadie abre un expediente.



• Miedo generalizado. Ocho de cada 10 mexicanos afirman sentirse inseguros en su entidad federativa (según ENVIPE). Tres cuartas partes se percibe como posible víctima de un delito. Siete de cada 10 no permiten que sus hijos jueguen en la calle. Casi la mitad evita salir de noche.

• Desconfianza casi universal hacia las autoridades. Ni la décima parte de la población afirma tener mucha confianza en sus policías municipales. Casi siete de cada 10 ciudadanos consideran que el Ministerio Público es corrupto. Un porcentaje similar opina lo mismo de los jueces. Y la opinión sobre el desempeño es catastrófica: menos de 8% considera que su policía estatal es muy efectiva.

• Maltrato a sus policías. Nueve de cada 10 policías estatales y municipales ganan menos de 15 mil pesos al mes. La jornada laboral promedio de un miembro de una corporación policial es de 70 horas a la semana, según la Encuesta Nacional de Estándares y Capacitación Policial (ENECAP). Nueve de cada 10 policías tienen que poner de su bolsa para equipo, uniforme o hasta armamento.

• Recursos insuficientes en materia de seguridad y justicia. El presupuesto para todo —policías, fiscalías, tribunales, prisiones, etétera— no llega a 1% del PIB, menos de la mitad de lo que gastan en esos temas los países de la OCDE. Y mucho de lo que se gasta se va a fierros, a equipamiento vistoso, a cámaras y patrullas, no al personal, no a capacitación, no a cuidar a los que nos cuidan. Y eso sin olvidar la corrupción que permea a demasiadas instituciones.

Ese desastre no tiene causa única. Por una parte, nuestro patrón de inseguridad y violencia tiene raíces estructurales: la debilidad fiscal del Estado mexicano, la persistente desigualdad social, las deformaciones de nuestro federalismo.



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