El gato profeta/El Puerto Libre de Ángeles Mastretta Destacado

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Vamos en el coche rumbo a la laguna de Bacalar. Platicamos. Los jóvenes que me oyen se ríen, un poco incrédulos, como a mí me pasaba con los cuentos de otros, cuando yo tenía la sabia edad que ahora poseen mis descendientes.

Yo no puedo argüir que sé más que ellos porque certezas tengo muy pocas, en cambio historias tengo y me empeño en recordarlas aunque ni yo pueda entender de qué resquicio salen, cuando en mitad de la carretera Rosario esquiva un perro despistado y lo salva a él de morir y a nosotros de matarlo. Ella es una mujer inteligente y drástica que se deja felicitar mientras niega que haya hecho algo excepcional.

—Una vez me tocó distinto —digo movida por la espiral que dispara el anochecer en que al padre Nuño, Prelado Doméstico de su Santidad, como escribía siempre bajo su nombre, se le atravesó un gato sobre el que pasó el automóvil pachorrudo y trastabillante que era su Packard negro. Se oyó primero un golpe seco y luego se sintieron dos tropiezos cruzando sobre el alma y los huesos del pobre gato. Habíamos ido de México a Puebla, no sé bien a qué, pero iba con nosotros la extravagante belleza de María Inmaculada T. Con sus ojos azules como la mayólica con que hacían los de las muñecas. Grandes y atónitos preguntando si alguna vez monseñor iba a conseguir su libertad.

—No, Inmita, lo que sentimos fue una piedra.



—Padre, lo mató usted, nos va a castigar Dios. Nos va a salir todo mal.

Dejo el intento de imitar la voz juguetona de Inmaculada y sigo contando que a su fiesta de quince años nos invitaron con la advertencia de que sería una reunión de niñas en calcetines, porque aún ella no estaba en edad de usar medias, ni tenía por qué vestirse como una señorita.

Les explico a los chicos que antes las mamás, las abuelitas y las niñas no podían usar la misma ropa, no como ahora que todo se puede y cada quien se viste como mejor le conviene y usa los zapatos que se le antojan.

Tras semejante derivación queda claro que Eugenia se quedará con los míos plateados sin ningún remilgo de mi parte.

Y volvemos a Inmaculada.



Aunque ellos no lo puedan creer, les aseguro a mis oyentes cautivos que sólo un año después de esa fiesta ella se casó con el inescrutable y arisco Íñigo P, en la gran iglesia que está en la punta del Cerro de la Paz. La ceremonia fue oficiada por el distraído conductor y Prelado Doméstico de su Santidad, título que según alguno de los escépticos entre los que crecí quedaba en “baciniquero del Papa”.

El padre Nuño era rechoncho, ingenuo y bondadoso como un niño que está aprendiendo a andar en triciclo. Tenía la voz de un trueno y el corazón de un canario. Era un encanto de inocencia y bondad. Con ambos atributos declaró marido y mujer a la desarreglada pareja que hacían Inma y Cayetano. Ella boba como un dulce de anís, él, dijeron las lenguas, cabrón y grande como un desdén. No se la merecía, pero se la buscó y se la consiguió y no hubo nada que alegar. Así que se fueron a la luna de miel. Yo no recuerdo haber estado en la gran comida, pero la hubo y fui porque así estaba previsto.

Quince días después corrió por la ciudad, no el rumor, la certeza de que ese matrimonio había sufrido un descalabro irremediable. Algo tremendo sucedió entre los integrantes en mitad de la travesía en que cruzaban el mar para ir a España. En un puerto de Galicia se encontraron las madres de ambos. Una guapa y altiva, la otra altiva y fea. Se miraron con un odio recién adquirido y siguieron el camino al encuentro de sus vástagos.



Inma abrazó a su madre hecha un Atlántico de lágrimas. Íñigo caminó junto a la suya con el ceño fruncido como el de ella. Y volvieron a Puebla.

Yo nunca supe bien a bien qué pasó en aquel barco, pero el cuento era que Íñigo se había encelado de un mesero italiano con el que creyó que su mujer coqueteaba. Y le había pegado. Pero en aquel “le había” no estaba claro si el golpe fue para el italiano o para Inma. Se decía que para ella, aunque nos pareciera inconcebible que un hombre le pegara a una mujer. El caso es que volvieron a Puebla, cada uno en cada cual. Ella al encierro de una casada en espera de la anulación de su escaso vínculo matrimonial, el otro para vivir en la fiesta de su libre albedrío.

Lo que no he dicho es que Inma estaba tocada por la gracia de una lengua dicharachera y rápida con la que desmenuzaba el mundo y su mundo mientras se moría de la risa. Ella era el primer motivo de sus burlas. La anulación parecía tan remota como Júpiter. Y ella estaba encerrada, sin poder ir a fiestas, sin salir más allá de la esquina sino con su mamá que era en sí misma la fragua de un arrepentimiento agazapado. No pasaba por su gesto un ápice de la culpa que según la certeza de nuestras madres tenía completa. Porque en qué cabeza cabía que una mujer con un dedo de frente y otro de cordura permitiera semejante matrimonio. Una criatura boba con un hombre quince años mayor y veinte vueltas más al mundo de extravíos que parecían caber en su cabeza. Amarillo y huesudo, hosco como toda su estirpe, se decía. A leguas se notaba que eso iba a ser un desfalco y que doña Ifigenia había corrido el riesgo, a cambio de que su hija quedara puesta de una vez cerca del patrimonio que heredó aquel hijo de un señor cuyo mérito empresarial había sido el de poner una fábrica de corcholatas en la época aquella en que cada ciudad tenía su propia marca y la Coca Cola no era una hábito nacional.

Íñigo, su mamá y su hermana vivían en una casa de muros altos y ventanas pequeñas, que resultaba amedrentadora. Allá regresó él tras el lío del barco.

Mientras, el caso de Inmaculada quedó por escrito ante una institución llamada La Rota a la cual fue llevado por la ingenuidad del padre Nuño.

Ahora sé de quién sabe cuántos matrimonios anulados por causas tan nimias como que no fueron en una iglesia sino en un jardín. Pero entonces ni cuándo. ¿Por golpes? Por favor. Si los curas violaban a los niños ¿de qué los hombres no iban a golpear a sus mujeres? Entonces, digo, como si aún no pasara lo mismo muchas veces. Sólo que entonces ni quien hablara de eso. No existía. ¿Permiso para divorciarse? ¿Para volver a comulgar? ¿Para otra boda? Era tan imposible como lo avizoró la pobre de Inmaculada mucho antes del día en que de buenas a primeras desapareció.

Que se robaron a Inma, oímos. Que no se sabía quién ni en dónde estaba. Rarísimo. La preciosa Inma con sus piernas largas, sus rodillas como dos círculos rosados y perfectos, su vientre terso y plano como un juramento, sus hombros como los dos lados de un triángulo cuyo vértice terminaba en una cabeza de rizos rubios engendrados en Puebla, por un hombre alto de origen catalán que se había ido muy joven al otro mundo y una mamá que aunque se hubiera quedado parecía ida, de tan fatua.

La cabeza de Inmaculada aún gira dentro de la mía cuando la recuerdo tan contundente como si dentro estuvieran las ideas de sor Juana y tan vacía como un vaso de cristal en la luna. Pero preciosa. ¿En dónde estaba? Una aflicción desconocida tomó al puño de gente que se creía “la gente” en la pequeña ciudad.

No pasaron más de tres días cuando se supo. Aburrida de tan aburrimiento, Inmaculada se había escapado con Íñigo.

—¿Cómo voy a creer? —dice Rosario.

—Como tuvimos que creerlo nosotros. Inma no pudo seguir esperando a que La Rota le devolviera la libertad siquiera de volver al colegio, de ver por la ventana sin esperar una censura. Los encontraron en una granja sobre el camino a Tlaxcala. Al parecer, ¡felices!

¿De qué extraña materia estaría hecho el matrimonio que se podía ir y venir con todo y cuerpos de un lado a otro?

Yo entonces no tenía la menor idea. Ahora lo sé perfectamente. Quien no pudo entenderlo jamás fue el pobre padre Nuño. Él que sólo confiaba en Dios Todopoderoso y la virgen del Socorro, no podía concebir que Inmita hubiera perdido la paciencia y estuviera perdiéndose en los brazos de un muchacho que ni rezar sabía. Pero no le quedó otro remedio, de repente tuvo que creer en la fortuna y sus desarreglos, en el caos que puede ser el mundo a pesar del esfuerzo que él y la Santa Madre Iglesia ponían en regularlo, en la pasión por algo que no fuera la buena comida. Entonces, quizás habrá pensado que las aprehensiones de Inmaculada podía ser ciertas, y que la culpa de todo ese desarreglo era del gato aquel que aplastó en la carretera.

—¿Eso pensó? —preguntaron los niños.

Dije: quizás.

—¿Y luego qué paso con Inmaculada?

—Lo lógico —dije. Y llegamos.

La laguna de Bacalar extendió ante nosotros sus nueve colores y nada sino el presente nos tomó por su cuenta.

Ilustración: Gonzalo Tassier/Revista Nexos.

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Sobre el autor

Ángeles Mastretta

Novelista poblana. Entre sus principales libros están Arráncame la vida, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes, y los más recientes La emoción de las cosas y El viento de las horas. Publica todos los meses su Puerto Libre, además del blog Del absurdo cotidiano.