México en vilo: el papel del periodismo

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Mundo Nuestro. ¿Con qué preguntas iniciar un mínimo análisis sobre lo ocurrido en Culiacán el jueves pasado? Hay dos fundamentales.

La primera aborda el conflicto en lo inmediato: ¿hizo bien el gobierno de Andrés Manuel López Obrador al liberar a Ovidio Guzmán López cuando, como todo parece fundarlo, el cártel amenazó con matar a civiles si no se cumplía su exigencia? La respuesta de mi parte, desde el propio jueves por la tarde en que se sucedieron los acontecimientos, es de contundente respaldo a la decisión tomada por López Obrador.

La segunda apunta al fondo: ¿cómo fue posible que se intentara una detención de un delincuente como éste, sin que que se respaldara por una muy compleja logística que asegurara el cumplimiento del objetivo? Esta respuesta obliga a contemplar con herramientas de información y crítica el largo plazo de la existencia de las mafias de narcotraficantes en Sinaloa y lo que en este 2019 significan para la estructura del crimen organizado en el mundo.

Entre ambos cuestionamientos se ha producido una marea de posiciones encontradas, muchas de ellas en crítica absoluta a la decisión tomada por el llamado Gabinete de Seguridad y respaldada el mismo jueves por la noche por el presidente de México. Y más allá, el hecho concreto de la consternación general por lo ocurrido en la capital de Sinaloa.



La primera, sin más, obliga a un sí o un no fundamentado, y no puede dejarla sin respuesta cualquiera que sobre este tema externe una opinión, pues esta tragedia mexicana, para decirlo fríamente, lo que ha dejado en los últimos quince años son más de un cuarto de millón de muertos. Para los que alistan los tambores de guerra y afirman que la salida militar es la correcta, hago un recuento de los frentes de guerra generalizada que están a punto en nuestro país:

Sinaloa-chihuahua-Durango.

Jalisco, el vecindario montañoso de Guadalajara y la frontera con Michoacán.

Michoacán, la tierra caliente y sierra.

Guanajuato, la región automotriz.



Guerrero: todo el estado, incluyendo Acapulco.

Tamaulipas, su frontera entera.

Veracruz, norte y sureste.



Puebla, el corredor huachicol.

La segunda obliga a un conocimiento de fondo de una realidad histórica que al país le estalla en las manos, exige mirar para atrás para entender una jornada en la que, por un operativo equivocado del ejército, pudimos constatar la capacidad bélica que la mafia encabezada por el Mayo Zambada y los hijos del Chapo Guzmán ha logrado construir en Sinaloa. Fui para un reportaje a Surutato en 1984, una aldea kilómetros arriba de Badiraguato, en las inmediaciones de la sierra del narco. Era todavía plena Operación Cóndor. Los helicópteros rociaban los montes con herbicidas. Decían los muchachos del pueblo: "El ejército controla todo, sólo quema los campos de amapola de los que se salen del huacal". Y luego me contaban sus padres cómo treinta o cuarenta años antes ellos lazaban a las mujeres indígenas en las cañadas, como vacas. Esos rancheros criollos del tipo que hoy aparece fotografiado como Ovidio Guzmán. Esa trayectoria larga es la que tenemos que entender para analizar el narco-estado que sí existe en Sinaloa.

Pero las dos preguntas, para mí, de profesión periodista, llevan de manera radical a una tercera: ¿cual es el papel del periodismo en un proceso tan complejo como el que vive nuestro país en esta coyuntura? Las opiniones sobran. Los hechos investigados, bien narrados, comprendidos en su dimensión histórica y en su complejidad coyuntural, dispuestos para ayudar a construir un mejor país. Esos faltan.

Hoy estamos muy lejos de ese periodismo. Y sí muy adentro, en el abismo.

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...