Acción civil

Mundo Nuestro. La revista española Sin permiso publica este texto del articulista del Washinton Post Harol Meyerson, a quien así presenta: "Meyerson es editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America. y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont)." Fuente: The American Prospect, 12 de abril de 20. Traducido para Sin Permiso por Lucas Anton.

Si bien los videos de guardias de seguridad arrastrando a un médico ensangrentado por el pasillo de un avión de United Airlines conmocionaron claramente a los millones de personas que lo vieron, mi impresión es que, en cierto plano, no les sorprendió. Ciertamente, la razón por la que los videos le han resultado tan perjudiciales a United— y en cierto sentido a todo el sector de líneas aéreas — es que todo el mundo que ha viajado en clase turista durante las últimas décadas sabe que el bienestar de los pasajeros de líneas aéreas, salvo en el caso de quienes viajan en primera clase - o “business-class” -, es la menor de las preocupaciones de las compañías.



El abuso sistemático de quienes vuelan en clase turista se ha convertido en el sine qua non del modelo de negocio de las líneas aéreas, como atestigua claramente el incesante achicamiento de los asientos y el espacio para las piernas permitidos a los pasajeros. “Los asientos más espaciosos de clase económica que pueden reservarse en las cuatro mayores líneas aéreas del país”, de acuerdo con Bill McGee, de Consumer Reports, “son más estrechos que los asientos económicos más apretados ofrecidos en los 90”. Las compañías aéreas que disienten y tratan de vender su amabilidad con el cliente se han visto obligadas a retornar a la deplorable norma del sector.

JetBlue ofreció de hecho más espacio a los pasajeros de clase turista, debido en parte a que muchos de sus aviones no reservaban espacio a una cabina de primera clase. Cuando los analistas de Wall Street condenaron a los gerentes de la compañía por ser “excesivamente conscientes de la marca y atentos al cliente”, la compañía aérea destituyó, sin embargó, a estos ejecutivos y entró un nuevo equipo, dispuesto a instalar alojamiento de primera clase en la parte de delante, aunque eso significara estrujar a los tontos de clase turista.

El estrujamiento de pasajeros continúa a buen ritmo. La semana pasada, funcionarios de Airbus anunciaron que habían encontrado el modo de reconfigurar los asientos de clase turista en su gigantesco modelo sentando a los pasajeros de once en fondo, en lugar de los diez habituales en clase turista. Así se consigue más espacio, por supuesto, destinado a los pasajeros de primera clase para los que ninguna comodidad es demasiado lujosa y ninguna tarifa demasiado elevada. Por unos cuantiosos 32.840 dólares Emirates Airlines te llevará rápidamente de Los Ángeles a Dubai en un compartimento privado con asiento desplegable y todo con colchón, baño propio con ducha, televisión de pantalla plana y minibar. Lufthansa ha construido una terminal separada en Frankfurt (centro de la industria financiera alemana) para sus pasajeros de primera clase e incluso asigna la calidad del aire dependiendo del tipo de tarifa. En primera clase, Lufthansa ha instalado humidificadores que eleven la humedad al 25%, mientras que en la clase turista se mantiene en un nivel como del Valle de la Muerte de entre el 5 y el 10%.



La verdad es que hay sólo dos clases de viaje en avión: la nobiliaria y la tercera clase. Viajar largas distancias ha vuelto al modelo que prevalecía antes de la II Guerra Mundial, con lujos para unos pocos y un acomodo de los de “suerte tienes de estar aquí, más vale que te estés callado” para todos los demás (vean Titanic si lo quieren un curso que refresque rápidamente la memoria). El nivel decente de comodidad y servicio permitido a todos los pasajeros en los tres decenios posteriores a la introducción de reactores comerciales, a finales de los 50, parece haber sido un subproducto de la clase media masiva que surgió en los países occidentales durante la prosperidad ampliamente compartida del auge de postguerra. Desde entonces, las economías de los países occidentales se han vuelto cada vez más bipolares, y lo mismo vale para las actitudes del sector de líneas aéreas respecto al servicio al cliente y los asientos.

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Las compañías aéreas no sólo han aceptado esta bipolaridad, sin embargo; la han exacerbado. Para empezar, han aumentado enormemente sus márgenes de beneficio y han reducido enormemente su necesidad de proporcionar un servicio adecuado, eliminando la competencia y las opciones de los clientes por medio de un flujo regular de fusiones. En 2005, tal como contó Justin Elliott en ProPublica, había nueve compañías aéreas principales; hoy no quedan más que cuatro. Esta es una de las principales razones por las que boicotear United Airlines es mucho más fácil de decir que de hacer). La debilidad de la aplicación de las leyes antitrust en las administraciones tanto demócratas como republicanas constituye una gran razón por la que la mayoría de los norteamericanos no está deseando volar en avión.

En segundo lugar, como la mayoría de las grandes empresas norteamericanas, las compañías aéreas se han reestructurado para recompensar a los inversores a expensas de todo y de todos los demás. No es que les dé mi palabra: se la da Rick Schifter. El veterano socio administrador de la compañía de capital riesgo TPG, miembro de la junta de American Airlines, Schifter tuvo la dudosa idea de escribir en el Wall Street Journal un artículo de opinión hace dos años en el que se jactaba de que el capital riesgo constituía una pieza clave, si no la pieza clave, para darle la vuelta a lo que denominaba “la ejecutoria del sector”. Las innovaciones clave, seguía, además de beneficiarse de precios de combustible más baratos, consistían en “nuevos” flujos de ingresos como tarifas por equipaje [y] la consolidación o liquidación de algunas líneas aéreas”.

Cualquiera que dude de que existe una línea directa que enlaza la redefinición del capital riesgo de la misión de las compañías aéreas con el que el Dr. Dao acabe arrastrado como un saco de patatas por el pasillo central del aparato podría querer comprobar la lista de mejoras de las prácticas de las líneas aéreas:

“No es casualidad que los presidentes de las tres mayores compañías aéreas llegaran a la cumbre mientras sus empresas las controlaban firmas de capital riesgo. Tras la desregulación de las líneas aéreas en 1978, muchos ejecutivos de las compañías se vieron motivados por el crecimiento de los beneficios, y se mostraron renuentes a acabar con ineficiencias que eran vestigios de compañías reguladas. Sólo después de que cambiara su mentalidad, cuando el éxito se medía en términos de ingresos netos y no por el número de aviones, equilibró el sector la oferta con la demanda.

Ah, esas ineficiencias: comidas calientes, espacio para las piernas, no pagar por llevar equipaje: ¿en qué estaban pensando esos trogloditas? Probablemente no en la recompra de acciones, como los 2.000 millones de dólares en recompras que la junta de United autorizó el verano pasado, al mismo tiempo que anunciaba que recortaría su crecimiento previsto para el próximo año de un 2 % a un 1,5 %. O los 9.000 millones de dólares en recompras de acciones que American Airlines llevó a cabo entre 2014 y 2016.

Esa es la mejora de rendimiento del sector de la que habla Schifter. Y si se pueden conseguir mayores beneficios reduciendo el servicio de comidas complementario a pan y agua, y el conjunto de la experiencia de volar a una forma de encarcelamiento móvil, bueno, ¿adónde van exactamente a ir esos prisioneros —perdón, pasajeros — que busquen mejor servicio? ¿A Pan Am? ¿A TWA? ¿A North by Northwest? ¿Qué opciones tienen los viajeros de hoy?

No es probable que les den coscorrones en la cabeza y los arrastren por el pasillo, pero tampoco lo es que vayan a tratarlos como si hubiera una forma mejor de volar.

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Mundo Nuestro. Sergio Mastretta ha escrito este texto para la revista Nexos. Los hechos del 3 y 4 de mayo pasado dan una idea del grado de violencia al que se ha llegado en el estado de Puebla por la acción de las bandas criminales dedicadas al robo de combustible, de la bAse social que el crimen organizado ha logrado generar en decenas de pueblos de la región que cruzan los ductos de PEMEX, y de la errada solución militar que los gobiernos en México quieren darle al conflictivo proceso que se vive en regiones como la de el llamado Triángulo Rojo. A la vista los soldados muertos. En el suelo el cadáver de un hombre sometido al que un soldado ejecuta de un disparo en la cabeza. En los hechos unos gobiernos federal, estatal y municipales fallidos que ahora rasgan sus vestiduras y lanzan a la guerra al ejército. En el horizonte una realidad que hace tiempo nos ha rebasado a todos.

Presentamos el arranque de la crónica sobre esta compleja región del centro del estado de Puebla.



De todo se puede ser en la tierra del huachicol si has nacido en algún pueblo plantado entre Tepeaca y Tecamachalco.

Lavador de cebollines para los horticultores de Palmarito. Asociado de una cooperativa que empaca brócoli para Walmart y su programa “Pequeño Productor Cuentas con Nosotros”. Tal vez obrero de la cementera Cruz Azul en el cerro que pelan frente a Palmarito y Xaltepec. Bracero por contrato en los campos de riego de Canadá, y para eso puedes ser de cualquier pueblo. Madre soltera asalariada empacando huevos en uno de los corralones de Bachoco en Tecamachalco. Productor de maíz si eres de la Colonia Rubén Jaramillo y tienes riego del canal de agua contaminada que viene desde la presa de Valsequillo. Costurera para la maquiladora coreana en Quecholac. Peón en los campos de San Pablo Actipan y ganar 120 pesos más la comida. Cucharero en una obra de Lomas de Angelópolis en Puebla si naciste en San Mateo Parra. O mariachi en San Francisco Mixtla y en tus ratos libres sembrador de frijol. Y si no, tejedor de gabanes en San Simón Coatepec. O productor de colchones de pobre en Tlanepantla. O vendedor de los espejos que producen en Santa Isabel Tepetzala. También chofer de ADO si eres de San Nicolás Zoyapetlayocan, pueblo donde no hay familia que no haya acomodado como chofer a alguno de los suyos. O productor de flores en La Candelaria Purificación. O próspero propietario de una bodega en la Central de Abastos de Huixcolotla, y además tener una en las centrales de Puebla y México. Y qué tal si cantero en Santiago Acatlán, además de artesano fabricante de niños dios y borreguitos y hasta santos reyes de yeso monumentales para los nacimientos. En un descuido, hasta un reluciente obrero oculto entre los robots de los alemanes de Audi en San José Chiapa.

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Ilustración: Víctor Solís



De todo puedes ser. Esa mezcla de mil empleos en la que se convirtió el mexicano al que ya no tiene sentido llamarle campesino.

O simplemente el halcón de a 12,000 pesos en motoneta y en cualquiera del medio centenar de pueblos que en ratos tiene a sus familias metidas en el huachicol. Porque cualquier día aparece un tipo al que luego bautizarán como “uno de los señores”, que llega, observa, analiza, identifica, compra una casa, invita, paga una deuda, se hace compadre, regala una motocicleta, propone un trabajito, facilita una pistola. Y encuentra una familia en apuros, a un hombre sin chamba y ya tiene 53 años, y la mujer enferma, y tres hijos casados y todavía en casa y con salarios de 120 pesos.



Y ya entiendes el camino que algunos han seguido en estos pueblos. Porqué están en guerra.

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Mundo Nuestro. La revista nexos del mes de mayo nos regala una memoria de Juan Rulfo, 1917-2917, con textos de Ángeles Mastretta, Roberto García Bonilla, Alejandro Toledo, José Carreño Carlón, Juan José Reyes, Ricardo Bada, Santiago Roncagliolo y Margarito Cuéllar. Presentamos aquí el Puerto Libre con el que la escritora poblana narra los malabarismos rulfianos del inicio de su carrera como novelista, y por ahí, su semblanza del hombre que nos dejó la mejor de nuestra literatura mexicana.

He de llegar a él, como de él aprendimos, empezando por mí. Vine a Comala. Todo lo que me sucedía en esos años era extraordinario. El orden de lo que habrían podido ser mis días, si me hubiera quedado en un mundo previsible, se volvió un caos brillante por el que todo se deslizaba con naturalidad. Después del primer asombro: la Ciudad de México, los demás sucedían como si todos fueran parte de la misma condición imprevista y milagrosa de cuanto me ocurriera. Igual que cuando llueve con sol y nos echamos a caminar, yo, expuesta al lujo de lo imprevisto, al gozo de que todo riesgo trajera un hallazgo, me dejaba llevar por la duda de las madrugadas con la certeza de que habría luz al anochecer.



Por tal destino, ahí sí para su paz, la cautela de mi padre sólo me acompañó unos meses. El valor de mi madre, por años como un desconocido, anduvo siempre ahí, aún sin entender de dónde salía esa yo con la que no contaba.

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Ilustración: Gonzalo Tassier



La libertad que no necesita pregón, me vivía entre los pies y la cabeza discurriendo qué hacer conmigo. Así fue como tras algún tropiezo llegué a Ciencias Políticas y ahí a una carrera llamada Periodismo y Comunicación Colectiva. Al poco tiempo, además de las seis horas en la universidad, tenía un trabajo. Y como parte de mis varios quehaceres cometía tropelías para que el tiempo me rindiera. Una de ellas fue discurrir las entrevistas y las crónicas que era mi deber entregar en la clase de redacción a cargo de —cuando caí en el tribunal de la verdad— el escritor Gustavo Sainz.

Creo que ya he contado algo de esto, pero he de repetirlo para llegar a donde voy. Impensable que a un maestro gitano pueda leerle la mano una escueta aprendiz. Así que hube de confesar que todo aquel accidente carretero, escrito con un detalle tal que ahí no sólo se daba cuenta de los cinco autos que quedaron abismados en el fondo de un barranco, sino hasta del número de cabras que un pastor perdió por su causa, lo había yo inventado del mango a la punta. No temí confesarlo porque bien sabido estaba que el profesor era devoto de las fantasías. Tanto que cuando yo le conté el desbarajuste de mis diarias actividades y mi breve peculio, en vez de un regaño me dio un consejo: “Pide la Beca del Centro Mexicano de Escritores”.

Como el miedo no andaba en burro sino en mí, quise espantármelo. Era viernes. Volví a la Puebla del fin de semana y le pedí a mi abuelo su máquina de escribir eléctrica. Era verde pálida, con las líneas curvas que marcaron el diseño de los años setenta. Tenía una cinta plástica con la que se imprimían las letras labradas en una esfera que giraba siguiendo las órdenes del teclado. La describo con cariño porque fue la herramienta de mi siguiente imaginería. La solicitud para obtener una remota prebenda para escritores, cuando lo que más cerca estaba de una profesión a mi alcance era divagar, resultó un acto de tal malabarismo que me dieron la beca.



Prometí a cambio un libro que aún me gustaría escribir. Uno sobre la yo que me intrigaba entonces. La curiosa, la sedienta, la desaforada, la, no sé si decir, promiscua, en que se había convertido esa perpleja que fui.

Era 1974. Pagaban dos mil pesos al mes para que los probables escritores pudiéramos gozar de lo que siempre será un lujo: “tiempo de ocio creativo”.

Y aquí es donde aparece por primera vez el bien amado Juan. ¿No oyes cómo rechina la tierra? Sí que lo oía. También vi, como su primer fantasma, en la mitad de una plaza: un vuelo de palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día.

Nada mejor pudo darme la providencia. Un vuelo. Una dote para escribir como quien se desprende del día. Caminé hasta la calle de San Francisco. Y luego sentí miedo. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas en la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. No necesité más que la primera reunión para temblar.

¿Tú crees en el infierno, Justina?

Sí, Susana. Y también en el cielo.

Yo sólo creo en el infierno —dijo.

Junto conmigo habían ganado la beca José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, Carlos Montemayor y Francisco Serrano. Y eran nuestros maestros Salvador Elizondo y Juan Rulfo.

El lleno de silencio, el agua de azahar, el querido Juan. Todos me daban miedo menos él. Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo o qué?

No hubiera yo podido responderle tal pregunta a esa ánima sagaz que había inventado Rulfo, pero me arrimé a su cobijo. Robé la silla junto a él. Y nos hicimos amigos. No sé si amigos, es mucho presumir. ¿Cómplices de tortura? Esas reuniones lo eran. Al menos para mí. Después del primer día en que me tocó leer, no volví a ser la misma. Salvador Elizondo me tomó por su cuenta con un implacable discurso del que aún no me repongo. En pocas palabras me dijo ignorante y de seguro tenía razón. Lo que no lo indulta, jugué después con él, de haber presidido el grupo de las ánimas que me quitaron el famoso vuelo que iba desprenderme del día. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos.

Mis compañeros levantaron los hombros. Los sentí decir: qué cosa más necia está escribiendo esta mujer. Sé qué está asustado porque tiembla. Cambié el género al decírmelo. No perdieron su tiempo en opinar demasiado. Tengo la boca llena de tierra.

No lo dije antes, pero para mi salvación presidía las sesiones don Francisco Monterde, el dueño de las normas gramaticales y la ortografía. Con él no tuve nunca sino un quizás. De repente me sugería un punto y coma, en vez de un punto y seguido. Sabía como nadie descifrar los misterios de la gramática y era un encanto oírlo corregir un párrafo. No sé cuántos años habrá tenido, pero muchos. Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre. —¿Adónde va usted? —le pregunté.

“Creo que es mejor un punto y aparte”, dijo desde la cabecera de la mesa. Lo suyo no era descalificar sino hacer compañía. Sólo se detenía en los detalles. Ahí en donde se esconden los dioses.

Después de él hablaba Rulfo, como un bálsamo. Se limitaba a decir me gusta o no. Sin dar explicaciones, sin perder el tiempo de sus fantasmas haciéndolos bajar al cónclave. —Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenido.

Dijo siempre que le gustaba lo que yo escribía, pero nunca una palabra más. ¿Para qué molestar? Lo suyo era saber que esto de escribir es un asunto de cada quien. No tenía él por qué meterse en nuestro andar. Ya él había estado suficiente entre caciques y muertos de miedo. Allá nosotros. Tenía las manos muy blancas y los dedos largos, tenía los ojos instalados en el horizonte y me parecía inerme. ¿Nos hicimos amigos? De repente jugamos ahorcados en las tarjetas color sepia puestas ahí para apuntar algún comentario. ¿Qué más quería yo? —No vayas a pedirle nada. Juan tenía un coche medio tartamudo y en él me llevaba hasta la esquina de Insurgentes a la que llegaba la punta de mi calle.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris.

Idéntica a esa llanura, esta ciudad. Un día chocamos. Y lo digo en plural porque aunque él manejaba yo me sentía responsable del viaje. El golpe lo asustó. Detuvimos el tránsito. “Usted no se mueva”, le dije. Del otro auto bajó un hombre enardecido, echando víboras y sapos. “Ha tenido usted la suerte de chocar con el maestro Juan Rulfo”, le anuncié. “Y ¿a mí qué? ¿Quién es ése?”, preguntó como quien blasfema. Nos hicimos de palabras. Me sobraron. “Es el mejor escritor que se haya podido imaginar”. “Yo no imagino escritores ¿A mí quién me paga mi golpe?”. “Quién sea, pero no se meta con el maestro”. Luego seguí hable y hable cuantas cosas pude. Adivinar qué habré dicho, pero el caso es que el hombre se silenció por fin. Antes de que se arrepintiera volví al coche. “¿Qué tanto averiguaban?”, me preguntó el ánima de Juan. “No se preocupe, entendió todo”, dije. Y vi en sus ojos una gota de confianza.

Creo que sí nos hicimos amigos. Yo necesitaba un papá en toda ocasión y él aceptó oírme hablar de eso. De escribir no decíamos nada. Ni había para qué. A las águilas no se les pregunta. Aunque lo sepan todo. Nada más lejano a la soberbia que la voz de Juan Rulfo hablando de cualquier cosa. La sencillez no estaba sólo en su nombre. Sino en todo lo suyo. Sin duda en su presencia sucinta y clara.

En las tardes de mis primeras lecturas llegué a entregar hasta veinte páginas. Un año después, en la última sesión, leí un párrafo seco que no iba a ningún lado. Nadie dijo nada. Juan preguntó si me acercaba a mi casa. Fuimos hablando de cualquier cosa y nos despedimos hasta no sé cuál miércoles.

Encontré un buen trabajo en un diario y no volví a pensar en escribir un libro sino diez años más tarde.

Entonces leí a Rulfo como si lo escuchara: Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón.

Los libros y las bicicletas siempre han andado al parejo en Profética, la Casa de la lectura.



A partir de este viernes 28 de abril, BiciPuebla (el sistema de bicis públicas que ya opera en la ciudad de Puebla) instalará un módulo de información y venta de membresías en la casona de la 3 sur 701.

El módulo estará en funciones todo el mes de mayo, de 10 a 17 horas todos los días.

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A quines compren en Profética su membresía de BiciPuebla se les incluirá un vale por $100.00, válido en la compra de un libro.



Mayo en Profética: libros y bicicletas