Churchill y la Gran Niebla de Londres en 1952: una lección por aprender

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Vida y milagros

El 5 de diciembre de 1952, sobre el Londres de la época de Churchill cayó un manto de niebla inesperadamente oscura. No era la típica niebla londinense de todos conocida en esos años. En el aire había algo distinto y por lo mismo, amenazador, extrañamente suspendido sobre la ciudad. El humo verdoso y amarillo de la niebla londinense que admiraba el pintor Monet cayó sobre todos. En los ojos del primer ministro Churchill había otra nube peor que la que nublaba el paisaje y era la que le nublaba la mente.



La Gran Niebla de 1952 fue un periodo de extrema contaminación ambiental que se aposentó sobre la ciudad desde el 5 hasta el 9 de diciembre. Al contrario de lo que se piensa, Londres no era una ciudad de niebla constante, se volvió así y sus habitantes se acostumbraron a eso después de la revolución industrial. Hubo mariposas blancas que mutaron a gris oscuro para evitar que las vieran sus depredadores en los muros de la ciudad. Los humanos no vieron las señales de peligro o no las quisieron ver. Fue después de que las grandes plantas eléctricas se construyeron en los alrededores de Londres que la niebla adquirió estatus de romántica y permanente.

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El fenómeno de 1952 sería considerado después como uno de los peores desastres ambientales conocido hasta entonces, producto del uso de combustibles fósiles en la industria y el transporte. Ocho meses antes, 8 mil autobuses de motor diésel habían sido incorporados al servicio de transporte público y las plantas eléctricas se alimentaban de carbón de segunda. Las consecuencias mortales de la gran niebla la ubican como una de las grandes catástrofes de salud ligadas formalmente a la contaminación del aire. En esos días se combinaron varios factores, entre ellos un descenso de la temperatura más allá de cualquier pronóstico y un inesperado estancamiento de los vientos. No se movía una hoja. Era el fenómeno climático llamado inversión térmica, aire frío abajo, caliente arriba. Una tapadera de gases atrapados sobre una ciudad. Siempre van a existir eventos climáticos inesperados, pero la combinación de varios de ellos sumados a la actividad industrial, la ignorancia acerca de sus efectos, la ilusión de que toda modernidad es buena y las malas decisiones políticas de esos días, construyeron la catástrofe perfecta. No estoy exagerando: en cinco días murieron miles de personas, hoy estimadas de manera oficial en 12 mil, 30 mil en los siguientes tres meses y además un saldo de 100 mil enfermos crónicos. Más muertos que en los bombardeos alemanes a Londres de la Segunda Guerra Mundial, en que murieron 20 mil civiles. Así lo consignan los últimos registros de Wikipedia, y a la neumonitis, inflamación química de los pulmones, como la causa directa de esas muertes. El aumento de la mortalidad en esos días aumentó un 80% en relación con el año anterior. Las autoridades sanitarias de entonces, como lo hacen hoy muchas autoridades necias del mundo, manipularon las cifras y solo reconocieron 1,200 muertes por el fenómeno y cerca de 3 mil se las achacaron a la gripa. La verdad es que quizás nunca se sepa con exactitud cuántos murieron a causa del coctel mortal que se construyó en el aire: se liberaron a la atmósfera mil toneladas de dióxido de carbono, 140 toneladas de ácido clorhídrico, 14 toneladas de flúor y 370 toneladas de óxidos de sulfuro que, al combinarse con el oxígeno y el agua se convirtieron en ácido sulfúrico. Literal, en medio del congelado Londres, el aire quemaba. Pero era tal la ignorancia que el primer día solo se suspendió la ópera La Traviata. ¿Porqué? ¡Porque el público no podía ver el escenario! Ese día murieron 500 personas.



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Al segundo día se debió de haber decretado una emergencia de salud, se debieron suspender las actividades industriales, se debieron cerrar las escuelas, cerrar las fábricas y parar el transporte, pero sobre todo, se debieron detener las plantas de luz que funcionaba con carbón. ¿Parar la ciudad? ¿Suspender el trabajo? Suena terrible, pero ya los londinenses habían hecho eso y más durante la guerra. Sus líderes no supieron lidiar con esta no tan inesperada crisis, cuyas señales de alerta ignoraron por prejuicios y por conveniencias políticas. La ciudad se detuvo cuando la gente ya no pudo salir a la calle y no por una decisión gubernamental.

¿Qué inmovilizó a Churchill tantos días y le impidió tomar mejores y más oportunas decisiones para lidiar con la Gran Niebla? Primero que nada era un hombre terco, para bien y para mal, crecido por los resultados de su liderazgo durante la guerra, soberbio, que si acaso oía un consejo era de su esposa, pero hasta que a él se le pegaba la gana registrarlo. Yo defiendo a la sabiduría que puede traer la vejez, pero parte de la sabiduría de esa edad consiste en reconocer que hay muchas cosas nuevas que aprender y que poco es lo que sabemos. Ser viejo no garantiza la sapiencia ni la falta de terquedad. Churchill no creía en los daños al ambiente porque se cerró a su entendimiento. Confió más en su instinto que en las claras señales de alarma que ya había enviado la naturaleza. Y sobre todo, le preocupaba más tener razón que reconocer un error. Churchill había sido el gran promotor de las plantas de luz dentro de la ciudad, a las que el rey Jorge se había opuesto. Por cierto, el rey murió de cáncer de pulmón y siguió fumando hasta la víspera de morirse. Churchill fumó durante todo el evento de inversión térmica, prueba también de que no aceptaba el humo como causante de daños a la salud. No pudo aceptar que la era del carbón como fuente central de energía estaba llegando a su fin. Después de la guerra, la debilitada Inglaterra exportaba el carbón refinado al resto de Europa y se quedaban con el de alto contenido de azufre, al que no le reconocían, a pesar de las pruebas que ya existían, que causaba graves daños a la salud. Decretar un estado de excepción era reconocer su error de cálculo en varios asuntos y también afectar a las clientelas políticas de los trabajadores del carbón. El inteligentísimo Churchill despreció la información, culpó al clima y se aferró al carbón, a sus creencias y al pasado. No fue hasta que cientos de cadáveres quedaron tirados en las calles que entendió la catástrofe. Por poco y le cuesta el cargo. Para su suerte y la de todos, el 10 de diciembre una suave brisa empezó a soplar sobre Londres. Se llevó la nube tóxica y les despejó el escenario para contar sus muertos.

Los eventos naturales eran inevitables, las conductas humanas no.

*Cuatro años después Inglaterra modificó sus leyes e impuso la Clean Air Act, la primera ley a favor del aire limpio. En 1968 se modificó con más restricciones.

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Sobre el autor

Verónica Mastretta

Verónica Mastretta. Ambientalista, escritora. Encabeza desde 1986 la asociación civil Puebla Verde y promueve con la OSC Dale la Cara al Atoyac la regeneración de la Cuenca Alta del Río Atoyac en Puebla y Tlaxcala.