Memoria de Soledad Destacado

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Mundo Nuestro. Soledad fue enfermera toda su vida. La recuerdo en su mirada serena, en su voz apacible, en la sonrisa que le regala a su hijo que jueguetea en la tierra, en el aprecio por la vida cuando nos la cuenta en los avatares de su juventud.

Sol, le decíamos.

Soledad murió de Covid en el hospital del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias en la ciudad de México. El contagio fue inevitable. Como tantas otras muertes en este año de la pandemia, siempre nos preguntaremos si la suya pudo haberse evitado.

Emma y yo conocimos a Soledad y a su esposo Antonio en 1983. Los dos participaron con su testimonio en la serie testimonial Con el sudor de tu crisis, que publicamos en la revista Nexos entre 1983 y 1987 y, posteriormente como libro en una edición de la BUAP en 1989.



Esta es la memoria de sus años jóvenes. Puede ayudarnos a entender la tragedia mexicana, lo que perdemos en cada una de estas muertes anónimas.

Marzo de 1983

Soledad Gómez tiene 25 años, es casada. Hasta julio de 1982 trabajó como enfermera para el Sanatorio Coapa. Tranquila, contenta, platica como la despidieron mientras le da el pecho a su hijo de un mes de nacido.



“En el sanatorio atendía a los enfermos parapléjicos. Les enseñábamos a bajarse de la cama, a subirse a la silla de ruedas. Cada dos horas les curábamos las escaras, los movíamos, los cambiábamos de posición. El trabajo era de ocho de la noche a ocho de la mañana, doce horas completitas, ganaba 15 006 pesos mensuales. Sólo había un médico para todo el hospital. Eran 56 enfermos por piso, sólo una enfermera y una afanadora en cada piso. No teníamos descansos ni sábados ni domingos, no había días económicos. En la noche sólo nos daban una hora para comer, en la mañana ni eso, tenías que comer a escondidas. Y como los camilleros no sedaban abasto, las enfermeras teníamos que hacer parte de su trabajo: bajar a los enfermos de la cama, desvestirlos, cambiarlos, bañarlos y aguantarles sus quejas. A muchos enfermos los dejan abandonados y se pasan los últimos días de su vida tristeando, muchos por eso se mueren. El año pasado hubo un enfermo que dejó de comer porque ya no lo iban a visitar sus hijos, decía: “para qué como si ya me abandonaron, ni que tuviera yo rabia”. Le tuvimos que poner una sonda. Luego dejó de hablar y ya se le perdió la mirada. Se lo llevaron al Centro Médico y ya no volvió. Las enfermeras, sobre todo en el turno de la noche, le rogábamos a Dios que los enfermos no se murieran en nuestro turno; había que trabajar más. En el turno de la noche no había camilleros, si se moría alguno nosotras teníamos que amortajarlo, bajarlo de la cama, pasarlo a una camilla, bajarlo de piso por las escaleras (en el hospital no había elevador) y muy bien amarrados porque si se te caen es muy difícil levantarlos. Si de por sí pesan los enfermos, muertos parecen piedras. Cuando se moría alguno de nuestro piso teníamos que llamar a la enfermera y a la afanadora del siguiente piso, esperar a que terminaran de hacer su trabajo para que nos ayudaran a cargar al muerto. En mayo de 1982 empezaron los rumores de que iban a cerrar el hospital. El Seguro Social había avisado que ya no iba a mandar enfermos porque le salía muy caro el servicio. La primera despedida fue una enfermera a la que le habían dado una incapacidad: tenía problemas en la columna ocasionados por bañar a los pacientes, por cargarlos. En junio el Seguro nos dejó de mandar enfermos. Y en el hospital empezaron a dar de alta a pacientes que todavía estaban bien: supe de cuatro pacientes que se murieron a la semana de estar en su casa. Despidieron a las 80 enfermeras del hospital, ya no había enfermos. Algunas entraron a trabajar al Centro Médico con contratos mensuales, por recomendación de la hija del dueño. Yo llevaba tres años y medio de trabajar ahí, sólo me dieron 63 mil pesos. Hubo personas que llevaban más de 30 años y sólo les dieron 120 mil pesos. Nadie quiso reclamar, decían: “pues si la señora me hizo el favor de darme trabajo, ai le agradezco el dinerito que me dé”

“Cuando me despidieron fui a buscar trabajo a Salubridad. En noviembre del año pasado la trabajadora social me dijo que ya me habían aceptado, pero cuando se enteraron de que estaba embarazada se arrepintieron. Mi esposo era obrero, en enero también a él lo corrieron. Vivimos de lo que nos dieron por los despidos. Mi chamaco acaba de nacer en febrero. Nació muy chulo, muy gordito y lo tuve sin anestesia. Su papá está muy contento. Se quiere meter a hacer negocios.

"Por lo pronto vamos a vivir en casa de sus papás, las rentas están carísimas. El chamaco come de las tetas de su mamá, al rato quién sabe cómo le vamos a hacer. A lo mejor entro a trabajar a un taller de costura, a ver cómo me va. El chamaco nomás que cumpla tres meses y lo meto a la guardería. Este sexenio, con el nuevo préstamo y lo del IVA, las cosas se van a poner mejor.”



Abril de 1984

Soledad vive ahora en las afueras de la ciudad. Su hijo ya tiene un año y juega con la tierra. Soldad tiene que estar al pendiente de él, que no se coma la tierra, que no se caiga en las piedras, que no bote la comida, que no chille por el hambre. Hierve la olla de los frijoles. “Se acabó rápido el dinero que nos habían dado a mi esposo y a mí, dice. Se nos fue como el agua. Invertimos en ganado y en fruta, pero valimos gorro, en todos lados nos transaron. Busqué trabajo como costurera, en el taller de los trajes Cavallieri. Me dieron la solicitud, pero en la entrevista me rechazaron. Eso sí, fueron muy francos: “no nos convienes porque eres una gente con preparación. Si gastamos en enseñarte, como tienes otro oficio, al rato te vas y te olvidas de nosotros. La empresa necesita gente sin preparación.” Luego iba a entrar a un hospital particular, en San Ángel. Estaban pagando cuatro mil pesos quincenales. Sólo descontando los 200 diarios de trasportes, resulta que quedarían mil pesos para el gasto. Además, iba a trabajar en el turno de la noche y cuando llegara la hora de salida, en las mañanas, si no llegaba la otra enfermera que lo tenía que cubrir, tú tenías que seguir en su turno. Por eso mejor no acepté.

“Con lo de la indemnización nos venimos a vivir aquí. Construimos nuestro cuartito. Aunque sea de ladrillo, cobija. Peor aquí no hay agua, ni luz, ni drenaje. Hay que acarrear el agua que traen las pipas. Los carros vienen dos días por semana y sólo nos toca a dos tambos por familia; no ajustamos. Lo de la comida también está de lo peor. No hay leche ni carne. Sólo las señoras que vienen con sus puestos de verduras. Lo dan todo caro: tres limones por veinte pesos. Y el trasporte ni se diga: doscientos pesos de pasaje para llegar a Taxqueña. Ir a buscar trabajo sale más caro que no trabajar.

“Para sobrevivir le hacemos de todo. Nos prestan los familiares, los amigos. Vendemos cosas de pie hechas a mano, comoquiera la vamos sacando. Sin comer no nos hemos quedado: frijoles y arroz. Además, tenemos una vecina que cuando va a su pueblo nos trae pan, jitomate, nopalitos. Y nos lo regala, nomás de pura amistad. Yo también aplico inyecciones gratis aquí en la colonia.”

“Desde que vivimos aquí todo se ve polvoreado. Sólo bajamos a la ciudad cuando hay que ir a ver a los familiares, y eso muy de mañana para alcanzar el camión en lugar del pesero. De noche hay que cuidarse. Los jóvenes toman mucho y le llegan al cemento. No les importa nada: les pegan a los niños, están en pleito con sus propias familias. Todo les vale gorro.”

“No nos queda más que seguir buscando chamba. A ver si tanta platicada nos sirve para conseguir trabajo: soy enfermera, tengo diploma y cuatro años de experiencia.”

“El barquito del país va en picada. Las enfermeras desempleadas deberíamos unirnos. Y es que las cosas de plano están de la chingada. Antes no me gustaba decir groserías, expresarme de esa manera. Pero entonces cómo lo dice una, si las cosa están de la chingada.”

Hacia la ciudad, por la cuesta pedregosa, nomás se levanta el polvadero.

Diciembre de 1986

En una tarde clara como pocas, desde el Ajusco se ve todo el DF. La entrada a la colonia Belvedere cuenta ya con camino asfaltado, aunque todavía no tienen agua ni luz. La casa de Soledad ya tiene baño. A la entrada, lo que antes fueron piedras y tierra se convirtió en un sembradío. La milpa, el frijol, la lenteja, el haba, la calabaza, la col y las flores silvestres la alegran. De lo sembrado, dice Soledad, lo que se dé.

“Dos años estuve sin trabajar de fijo. Hacía de todo: morrales de cuero, vestidos de manta. Vivíamos más bien del dinero de la liquidación de mi esposo que teníamos en el banco. Pero todo por servir se acaba y la lana se acabó. Mi esposo estaba acostumbrado a ganar buen dinero cuando trabaja en la industria automotriz así es que no era fácil para él acostumbrarse a chambear en cualquier lado. Consiguió trabajo en una tienda de aparatos eléctricos, ganaba el mínimo, se salió: mejor decidió irse de mojado. Se fue en febrero de 1986, y no pudo mandarme dinero hasta junio. Así es que todo este tiempo me las vi duras. Como no conseguía chamba empecé a coser: servilletas, blusas, vestidos de manta bordados. Sólo que no era muy rápida; si bien me iba, hacía un vestido a la semana, o dos blusas. Cuando mucho sacaba doce mil pesos al mes. No me alcanzaba para nada. Mi mamá me ayudaba con algo de mandado, pero de todas formas estaba muy difícil la situación.

Hasta que conseguí chamba en una fabrica de calcetines. De veinte que solicitamos el trabajo —la mayoría mujeres—, sólo nos dieron a tres mujeres. A mí me pusieron en el control de calidad. Ocho horas de trabajo, con media hora para comer. Me pagaban 54 mil pesos por mes, o sea como 1 900 diarios. No me convenía. Sólo de peseros gastaba 420 pesos diarios; unos quince mil pesos al mes. El trabajo era muy monótono y cansado: buscar en el montón el par del calcetín en tamaño, forma y color. Además, le cortábamos los hilitos a los calcetines, los empinzábamos. Veíamos 100 pares por persona al día, éramos cinco, entregábamos 500 pares diarios. Antes de ir a trabajar pasaba a dejar a mi niño con mi suegra o con mi mamá, y eso me hacía gastar más en el pasaje: a veces hasta mil pesos diarios. Entraba a la fábrica a las siete de la mañana y salía a las tres de la tarde. Me la pasaba todo el día de pie y de tanto empinzar rápido se me hicieron unos hoyitos en los dedos. Además, hacía un calor espantoso, nuestro local quedaba frente a la tintorería. Un día estaba yo trabajando y sentí que ya no podía mover un brazo, ni una parte de la cara, me iba como a desmayar. Mis compañeras ni cuenta de dieron. Agarré y me fui a la enfermería. Sí, me dijeron, esos calambres son normales, es parálisis local. Sólo me dieron un día de incapacidad sin goce de sueldo. Fui con un acupunturista y él me ayudó a controlar la parálisis. Todos esos días me sentí muy mal. Mejor me salí de la fábrica.

“Me acuerdo del temblor. Yo salí a ver como se movían los árboles, se juntaban unos con otros, se acariciaban. Fue todo. Aquí en la colonia no pasó nada. Por la radio empezamos a escuchar que se había caído el centro de la ciudad, que no había sobrevivientes. Aquí en la colonia la gente andaba bien apurada, no sé cómo, pero empezaron a formarse comisiones para ir ayudar: todos hicimos comida en nuestras casas, y aunque tenemos poco juntamos cazuelas y cazuelas de frijoles y ollas con café. También juntamos ropa y no sé qué tanto. Nos fuimos a Tepito en una camioneta. Muchas señoras no conocían el centro. Estaban reasustadas, otras hasta se querían bajar a comprar en las tiendas. Casi no lo creíamos: a nosotros siempre nos han visto menos por vivir en la periferia, pero allí estábamos ayudando a los del centro. Los de Tepito estaban muy tristes, y nosotros ya no hallábamos cómo ayudarlos; los acompañamos a sus manifestaciones y todo. Hasta que se vino lo de la expropiación de predios, entonces ellos se pusieron felices; hicieron carnita y chicarrón para el presidente. A nosotros también nos dio gusto. Bueno, no tanto: en la colonia llevamos años y años peleando por la regularización de los terrenos y no se ve claro o no los dan muy caros. Eso de la expropiación debió haber sido parejo. Pero, en fin, yo andaba ahí en lo de la ayuda—como no tenía chamba me la pasaba ahí todos los días—, cuando me invitaron a participar en una asociación que se llama Red Internacional. Se formó a partir del temblor por embajadas y fundaciones que querían entregar directamente la ayuda a los damnificados si mediación del gobierno. Nos dieron un curso para aprender a hacer proyectos para los damnificados y organizar a la gente. Nos pagaban 36 mil pesos a la semana, ¡casi el doble del mínimo! El proyecto se llevó a cabo, la gente se organizó para la reconstrucción. En la asociación nos dijeron: “hay dinero y hay que darle salida”, decían que se contaba con 30 millones de pesos. Pero ya cuando estaba toda la gente organizada se dijo que el dinero no se iba a donar, que se tenía que pagar a plazos. Había mucha confusión sobre eso: no se sabía cómo iban a ser los préstamos, ni cómo iban a ser los pagos. Así es que la gente empezó a desconfiar, a irse para atrás. Al final llegó Habitación Popular y como ofrecía cosas claras la gente se fue con la delegación. Los meses de noviembre y diciembre estuve en eso. Después entré a la fábrica. Tenía dinerito ahorrado de los de la asociación, y con la ayuda de mi compadre hice mi baño.

“La primera carta de mi esposo me llegó en mayo. Sólo me decía que había cruzado sin problemas, que ya estaba trabajando, a mi hijo simbólicamente le mandó un dólar de regalo. No decía cuándo iba a regresar. Así es que yo seguí trabajando en la fábrica. Después se vino todo lo que ya platiqué; cuando yo me estaba empezando a escasear el dinero decidí irme al norte, con unos conocidos que tengo en Chihuahua. El mismo día que me fui, a principios de julio, llegó a mi casa una muchacha que mandaba mi esposo con una carta y 400 dólares. Me dio mucho gusto. Los metí al banco y como la carta no decía que él pensara regresar, de todas formas me fui a Chihuahua.

“Yo ya conocía Chihuahua, es muy árida, muy seca. La gente de la ciudad es abierta, de dónde viene, qué se le ofrece, en qué se le puede ayudar, así se tratan por allá. Ahí conocí a varias muchachas que trabajaban en la maquila. Había mucho trabajo. Hasta hablaban por la radio diciendo que en tal maquila se necesitaban mujeres para diferentes turnos. Yo pensaba que se pagaba muy bien en la maquila, pero no: antes de que subiera el suelo mínimo ganaban 1 085 pesos diarios; con el aumento al mínimo les dieron 1 665 pesos. Les dan al mes un vale de despensa de 1 550 pesos. Ya con eso hay que conformarse. No tienen sindicato. Las muchachas me decían que me quedara en la maquila: a hacer cositas de radio, televisión, siempre la misma cosita todo el tiempo. No quise, para lo que pagan mejor me regreso a México, pensé. Pero luego un compadre me dijo que me fuera a la sierra, que él tenía por ahí unos conocidos y los fuimos a buscar. Total, me dije, por lo menos me paseo.

“La verdad yo no sabía que había tantísimo dinero por ahí. Y es que allí en la Sierra Madre los pequeños propietarios, los ejidatarios y los que tienen grandes tierras, todos están en lo de la marihuana. Los sembradíos están escondidos entre arboledas para que no se vean desde los helicópteros, y algunos tienen pequeñas cosechas de maíz para disimular. La planta de marihuana es muy bonita, crece hasta dos metros y da una flor roja, preciosa. Pero para que se dé la buena no se tiene que dejar que floree; si se florea la pagan a menos precio. Además, lo que se utiliza es la pura puntita de las hojas, entre más cerca del tallo se corta la marihuana va siendo de menor calidad; cuando se cortan las puras ramitas ya de plano es chafa. Para sembrarla se asocian entre varios; hay veces que se roban ellos mismos y empiezan los problemas. Cuando va creciendo le echan fertilizante (no mucho por que es delicada), y eso sí, no debe faltarle nada de agua. Se recogen dos cosechas al año. Para levantarla emplean peones: pagaban diez mil pesos diarios (mayo 1986). Si la cosecha salía buena, a los peones les dejaban recoger las colillas y que las vendieran por su parte. A veces ahí mismo se acababa de la buena, y la gentes e iba con los peones a comprar colillitas. El trabajo no se lo dan a cualquiera, todo es entre ellos mismos. Allí en los poblados es como otro mundo: todos andan con pistola, como si fueran los tiempos de la revolución. La gente ya se acostumbró a tener millones, no miles. Allí la gente no habla más que de millones.

Lo que sacan de la cosecha se lo acaban en un mes. Muchos se van a Ciudad Juárez a gastase todo en el juego, las cantinas, los cabarets. Otros ahí mismo, en las cantinas de la zona. Cuando regresan ya no tienen nada y la familia sigue igual de jodida. Siempre lo mismo. Tienen dos o tres señoras. Se roban a las muchachas bien jóvenes y aunque no quieran. Todos traen su camioneta comprada en Juárez, del otro lado. El dinero se les va de las manos como agua. Algunos hasta piden prestado para subsistir mientras llega la otra cosecha. Hay redadas, pero al que tiene dinero para negociar le respetan el sembradío. En la sierra el kilo se vendía a 300 mil pesos (mayo de 1986), algunos americanos llegaban directamente a comprar ahí; se ve que ya estaban apalabrados desde antes. En la frontera el kilo sube a 400 mil pesos, y en le DF a 600 mil. A donde fui vivía de la droga unas 150 familias. Dicen que todo eso empezó en 1972, pero nadie sabe cómo. Hasta los maestros comunitarios andan en eso. Y es que cuentan que antes no había chamba por ahí y los campesinos no tenían los materiales necesarios para trabajar la tierra: puras mulas y arados viejos. Además de que fácilmente le entra la plaga al maíz. En cambio, la mariguana es noble, se da muy silvestre y solo con una poquita de agua. Así es que la gente decidió dedicarse a eso. Al principio las autoridades los dejaron para que se aliviara la situación, pero los sembradíos fueron creciendo y creciendo y ahora ya nadie los controla. Al contrario, empiezan a llegar gentes de otros lados, de todos los estados; que los primos, que los sobrinos, que los parientes lejanos. El chiste es ayudarse un poquito.

“Cuando andaba por allá estaban en elecciones para cambio de gobernador y de presidentes municipales. Allá en la sierra el PAN tiene mucha influencia sobre los campesinos. Les decían que si votaban por ese partido les iba a llegar tecnología más avanzada, tractores nuevecitos de Estados Unidos. Y hasta hablaban a favor del presidente Reagan. A los más humildes, creo, el PAN hasta les rifó camionetas. Algunos votaban por el PRI, aunque no los ayude, por costumbre. Yo pienso que ahí no ganó el PAN, pero tenían mucho dinero para su campaña y se dedicaron a desprestigiar al PRI. El PSUM también tenía fuerza, creo que ganó algunos municipios. A la gente de la sierra le interesa mucho la política, los campesinos son muy aguerridos. Allá no es como el DF, donde nos dicen vamos a votar y ya, si nos levantamos de humor votamos y si no, pues no. La gente se peleaba en el pueblo, se decían groserías, se enemistaban las familias. Y así se pasa uno la vida, no se vive tranquilo. Cuando no se pelean por los partidos, por la política., andan no más gastando el dinero a lo loco y al pendiente del helicóptero: ¿a quién le irán a quemar ahora?, eso piensan todo el tiempo. Duré un mes y me regresé a la ciudad de Chihuahua.

“En la ciudad también estaba dura la cuestión de las elecciones. Ahí el PAN, yo creo, tenía más gente que en el campo; comerciantes, campesinos con tierra pero que viven en la ciudad, amas de casa —andan todas las señoras de alborotadoras y sin delantal en la calle—, jóvenes. Como hay dinero, tienen tiempo para hacer política. Las mujeres se vestían de blanco y azul, con camisetas y mandiles que decían PAN y se ponían a repartir volantes y pegar calcomanías en los coches. Luego hubo una marcha que me impresionó mucho. Venían de Ciudad Juárez a Chihuahua, duraron como media hora pasando, pero nadie andaba a pie: desde sus coches y camionetas tocaban el claxon, con bocinas decían porras a favor del PAN. La gente es muy aferrada. Como tienen dinero no les importa perder el tiempo. Hay mucha agresividad en la calle. La política los saca de su monotonía y se la pasan peleando. Si yo me dedicara a la política, en cambio, tendría que dejar de trabajar y yo y mi hijo no comeríamos.

“De tantos problemas que vi mejor me regresé al DF; también se me ocurrió pasarme del otro lado, pero ¿con quién dejaba a mi hijo? Regresando lo primero que hice fue ir a cobrar mi liquidación a la fábrica de calcetines. Después busqué trabajo en la agencia de enfermeras. Pagan dos mil pesos la guardia en casa particular, peor de ahí tienen que darle 600 pesos a la agencia. El trabajo que me consiguieron quedaba hasta Ecatepec y era en la noche, no me convenía por los pasajes y por el desgaste. Me salí de la agencia. Con el dinero que junté en todos esos meses me animé a poner una papelería aquí en la colonia y ésas ando: saco unos siete mil pesos diarios, pero tengo que reinvertir. Además, antes de irme a Chihuahua sembré de todo: maíz, frijol, haba, lenteja, calabaza, col, para qué se daba. No se me dio la milpa, ni la lenteja, pero los frijolitos sí y la calabaza, así es que por lo menos eso no me va a fallar.

“Está difícil que el país salga adelante. La inflación está por las nubes, no hay control. Pero no sé, la gente todavía tiene dinero. Ahora cuando lo del temblor, ahí en Tepito, con todo y casas caídas, en el centro veía las calles con sus puestos de fayuca: televisiones, relojes, grabadoras. Y la gente compra, ¿de dónde sacan dinero?, yo no sé, peor alguien tiene que comprar eso porque si no, no lo venderían. O lo mejor se endeudan, lo pagan a plazos después, ¿si es el país se endeuda por qué yo no?, así piensa mucha gente. Y luego los que se vienen del norte.

Allá hay mucho dinero y la marihuana se las pagan en dólares. Eso de que entre dinero le conviene al país, por eso el gobierno se hace de la vista gorda. Igual pasa con lo de los braceros, a mí mi esposo me manda el dinero en dólares y yo lo cambio aquí a pesos. Los mojados sufren allá y el que se beneficia es el país ¿no es así? Estoy pensando en serio irme para allá a hacer dinero: juntar un poquito para mejorar mi casa, ponerle un enjarre, la barda, unos vidrios, construir bien la papelería, meter al niño al kínder, comprarle ropa, en fin, eso es con lo que sueño.

“Tengo mi credencial de elector, pero yo nunca he votado. ¿Para qué? Más bien yo creo que el gobierno nos va a botar al demonio con todo y zapatos.”

Una lámpara de gas ilumina los últimos momentos de la plática. “Va a llover duro mamá —dice el niño—, a ver si no le hace daño al maicito.”

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