La luz al final del túnel… es otro tren. El Covid-19 en Corea del Sur / Verónica González Laporte, escritora Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Verónica González Laporte, escritora

En el origen, estaba el virus. Un RNA de nada, invisible, que se desbarata con iridiscentes burbujas de jabón. Chino para colmo, con todo lo que el concepto podría tener de despectivo, de mala copia. Que si vino del pangolín, del murciélago o de un laboratorio, que si es un invento del neoliberalismo o una silenciosa tercera guerra mundial sin necesidad de disparar un solo misil. ¿Una maquiavélica manipulación para que China se apodere ahora sí, de la economía del mundo entero? ¿Una manera de evitar las reelecciones de mandatarios habladores, o de soñar por un momento que fallecieron porque no se les ve por ningún lado? Teorías hay muchas, especialistas abundan, aunque por el momento ignoremos mucho más de lo que sabemos.



También podría uno hacer un manual completo de las emociones que el Covid19 suscita en el hombre moderno, el de la generación “I”, Yo, yo-soy-yo y mi Ipad, yo-soy-soy y mi IPhone, y mis redes sociales... Basta con abrir los Memes del día, como entramos a la App de The Weather Channel para saber si ya salió el sol, y ver a qué tipo de espécimen nos habremos de enfrentar, si el homo sapiens pijamus o el homo sapiens depresus. Unos lavan fresas y plátanos con cloro, otros se gargarizan con alcohol. Los más entusiastas se reinventan, aprenden nuevos idiomas, leen las novelas que se habían acumulado en un rincón, cocinan para sus hijos. Mientras, las cifras se disparan: se incrementan la violencia doméstica, los suicidios, las violaciones y los despidos. Se cuentan los muertos y las urnas, cuyo exagerado número a veces no corresponde al de los registros oficiales. Los sicoanalistas del mundo entero están trabajando horas extra, ni se diga el personal médico, verdaderos héroes de esta pandemia. ¿En qué momento el 2020 se transformó en una mala película de ficción? Se preguntan algunos. ¿Hasta cuándo? Nos preguntamos todos. Un humilde RNA nos tiene encerrados, frustrados. Y por fin algo conscientes de nuestra fragilidad, de nuestra oportunidad de considerarnos tan solo como una especie más. Vemos maravillados como vuelven los delfines a Venecia, los tiburones a las costas de Cancún, los jabalíes a París, los osos a Monterrey. Pero eso no nos quita ni lo encerrados, ni lo frustrados.

Foto de Verónca González Laporte.



Corea, el cantón que me tocó para mi propio confinamiento, ha sido desde hace semanas un ejemplo a seguir. El primer caso se dio el 8 de enero, apenas nos reponíamos de las celebraciones del Año Nuevo cuando el extraño virus con nombre de cerveza apareció en el horizonte. Dicen los coreanos que su país es un camarón entre dos ballenas: Japón y China. Camarón que se duerme… se lo lleva la corriente. Por lo tanto, nadie se tomó más en serio eso del remojo de las barbas de su vecino. De inmediato, se establecieron protocolos. Aun así, en pocas semanas, Corea tenía el número de infectados más alto del mundo después de China, alcanzó su pico de diez mil a principios de abril. La propagación de la enfermedad se dio gracias a los miembros de una secta, la Iglesia Shincheonji de Jesús, el Templo del Tabernáculo de la Iglesia Testimonio, en la ciudad de Daegu. Debido a una multitudinaria reunión organizada por los miembros de la secta, las cifras brincaron de trescientos casos a siete mil en unos días. El presidente Moon Jae-in y su gobierno impusieron las medidas a seguir para contener la pandemia. Además de las sanitarias ya conocidas por todos, echaron a andar el primer sistema en el mundo de drive through, para hacer pruebas a una persona con síntomas desde su automóvil, sin exponer al personal médico. Le apostaron a la legendaria disciplina de su pueblo, que acata estrictamente las directivas, y a la transparencia. Por medio de una App (otra) se sabe quién está en cuarentena, quién salió, a donde fue y a quién vio (un serio problema para el director de una compañía a quién le preguntaron qué hacía un martes con su secretaria en un hotel a las cuatro de la tarde). Una alarma suena en todos los celulares para anunciar quien se enfermó y en donde exactamente (para eso está la versión coreana del Google Map), e invitando a quienes hayan cruzado camino con esa persona a hacerse un test. Es gratuito para nacionales y extranjeros, lo mismo que cualquier cuidado relacionado con el Covid19, sea mínimo o intensivo. Esas medidas de estricto seguimiento impidieron el confinamiento total y la parálisis económica del país. Cerraron las escuelas y universidades, se cancelaron los partidos y los conciertos, las fiestas y las misas, se clausuraron las oficinas y fábricas donde se presentaron contagios, mas permanecieron abiertos los almacenes y los restaurantes. Se aconsejó a la población a mantenerse en casa lo más posible y con eso fue suficiente. No fue necesario usar fuerza policíaca o militar, imponer toque de queda, disparar al vacío o recurrir a miles de permisos impresos para apuntar la hora de salida para hacer el súper.



Foto de Verónca González Laporte.

Es curioso como la pandemia ha sacado a relucir los miedos de cada país, sus fortalezas y sus debilidades, sus artríticos procesos burocráticos o sus atavismos dictatoriales. Los coreanos obedecieron. No fue necesario imponer una sana distancia, aquí nadie se toca al saludarse, tal vez por conocimiento milenario: aprendieron hace siglos a lidiar con plagas y pestes, con el MERS y el SARS en años pasados. Es más, ayer en un parque, en un laberinto de coníferas, hallé dos letreros que decían “do not Kiss”, y por su maltrecho estado todo indica que eran del periodo precovid. Como esta sociedad confucianista carece de sentido del humor, o en los dos años que llevo de vivir aquí yo no he podido hallarlo, hay que tomar el letrero como lo que es: una rotunda prohibición (y no un “bésame aquí”). Eliminado pues el penoso asunto de los besuqueos y los abrazos, mascarillas y gel antibacterial pasaron a formar parte del atuendo cotidiano.

Foto de Verónca González Laporte.

Diez mil novecientos enfermos, nueve mil recuperados, doscientos cincuenta y seis muertos en un periodo de cuatro meses. Una cifra envidiada por el resto del planeta. ¿Qué remedios milagrosos se usaron en Corea para conseguirlo? Disciplina y transparencia, insisto. El pasado 6 de mayo, el presidente Moon Jae-in declaró el regreso a una nueva normalidad y el fin de lo que aquí llamaron “social distancing”. Como fieras enjauladas nos asomamos al abismo de lo que antes era nuestra libertad y no lo sabíamos: ir a tomar un café con los amigos, al cine o al fútbol. Estábamos listos para salir de nuevo, al menos eso creíamos. Los primeros días en que se relajaron las medidas, mi familia y yo fuimos a la playa. Los bebés caminaban en pañales con sus mascarillas puestas, la gente permanecía alejada, como si cada uno fuera un contaminador potencial. Sentimos miedo. Miedo de tocar las puertas, de no encontrar jabón en el baño para lavarnos las manos, de saludar, de pagar con billetes, de tocarnos la cara o frotarnos los ojos, de quitarnos la mascarilla. En nuestro encierro, el mundo se había encogido. Ahora sí era del tamaño de un pañuelo, y para colmo de males, alguien se había sonado en él. Sin confesárnoslo, los niños, mi esposo y yo fuimos acortando el paseo con diversos pretextos. No nos sentimos bien hasta que no volvimos todos a casa, nos pusimos de nuevo las pijamas y cada quien se abrazó a su pantalla: una a la clase de yoga en YouTube, otra a la zoom party con sus amigos, el tercero al juego Roblox del PC.

Foto de Verónca González Laporte.

Trémulos de emoción, los padres estábamos esperando la fecha del regreso a clases. Mis hijos no se paran en la escuela desde febrero. Muchos universitarios salieron de vacaciones en navidad para ya no volver a las aulas. Al cabo de varias semanas sin ningún caso nuevo de contaminación en todo el territorio, veíamos por fin la luz al final del túnel.

Foto de Verónca González Laporte.

Y era otro tren dispuesto a embestirnos… No solo el regreso a clases quedó comprometido, sino que además la famosa y terrible segunda ola que todos esperamos para el otoño parece querer adelantarse. Se yergue sobre nuestras cabezas un fantasma capaz de aplacarnos a todos y de encerrarnos de nuevo. Vuelven, como en los peores momentos de febrero y marzo, a sonar todas las alarmas al mismo tiempo en los celulares. Si usted estuvo en tal calle, favor de acudir a hacerse una prueba. Todo por un solo caso: un joven de veintinueve años de apariencia sana, que acudió a cinco bares en Itaewon, el barrio nocturno más prendido de Seúl. Por primera vez en meses, abrieron sus puertas todos los clubes de la ciudad. La desbandaba provocó más de un borrachazo y algunas riñas callejeras. Se estima que el joven, que cayó enfermo dos días después de su noche de fiesta, y su círculo más inmediato estuvieron en contacto con unas cinco mil quinientas personas. Hoy en la mañana ya se cuentan 86 nuevos infectados. El KCDC, Centro de control y prevención coreano para enfermedades, está procurando rastrear a quienes pudieron interactuar con el noctámbulo en cuestión. Pero aquí entra en juego otro factor: así como en los primeros días de la infección mintieron los miembros de la secta que originó el mayor número de contagios para no ser perseguidos socialmente, hoy varios miles buscan escapar del control sanitario impuesto por las autoridades. Porque algunos de los bares a los que asistió el joven son gay y la homosexualidad es un profundo tabú. Me lo dijo una vez un padre de familia convencido: “en este país no hay de eso”. Quienes se encontraban en el King Club, entre las 12 y las 3.30 a.m. y en el Club Queen entre las 3.30 y las 3.50 a.m., no solo tendrían que confesar que estuvieron en Itaewon, sino asumir su preferencia sexual ante sus familias y la sociedad.

Cuando el gobierno coreano tenía trazado un plan de estrategias para iniciar una nueva normalidad poscovid, ahora se debe de enfocar en controlar este nuevo brote. Según las estimaciones, un treinta por ciento de los casos son asintomáticos por lo que estos jóvenes podrían esparcir el virus sin siquiera darse cuenta. ¿Es acaso el encierro la única solución posible? ¿Y la economía? Si no hay trabajo, ni ingresos, ¿qué vendrá después?

Todos buscamos respuestas y el reto que nos espera no es menor. Cuidado con la luz al final del túnel.

Foto de Verónca González Laporte.

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Sobre el autor

Verónica González Laporte

Verónica Gonzáleaz Laporte (Ciudad de México, 1968) es escritora, editora y periodista. Con estudios de periodismo en la Escuela Carlos Septién García, tiene un Doctorado en antropología por el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, de la Universidad de la Sorbona, (Sorbonne Nouvelle, Paris III). Ha publicado tres novelas históricas ( El hijo de la sombra, Puebla, Las Ánimas, 2015, Pepita, mon amour…, Puebla, Las Ánimas, 2016, La Mariscala, México, Planeta, 2016) y una biiografía (Leonardo Márquez: el Tigre de Tacubaya, Puebla, Las Ánimas, 2016). Desde el 2016 trabaja en el Acervo Histórico de la Revista de la Universidad de México (UNAM). Actualmente vive en Seúl, Corea del Sur.