Vida y milagros
Ayer visité el viejo Paseo Bravo, ubicado en el centro histórico de la ciudad de Puebla. Hace rato que no lo recorría con calma, solo pasaba junto a él sin querer mirarlo demasiado, quizá porque prefería recordar el orden original del parque y el nombre primero de la avenida que conducía hacia él, Avenida de la Paz, hoy Avenida Juárez; me gustaba su arbolado con palmeras al centro y grandes fresnos a los lados. Atesoraba la vista desde las alturas del verdor de los árboles mezclado con el morado de las jacarandas. El parque fue inaugurado en 1840, talado por completo antes de la batalla de Puebla de 1862, y reforestado de nuevo en años sucesivos. Algunos de los árboles del siglo XIX, mayoritariamente fresnos, aún están ahí, cercados por siembras posteriores, inadecuadas y caóticas.
De las antiguas casas que rodeaban al parque, muchas han sido demolidas y en su lugar han ido construyendo modernidades espantosas que no respetaron el carácter ni los supuestos ordenamientos que debían proteger el entorno. La mayoría de las zonas históricas del país han sufrido lo mismo, arrasadas por los intereses inmobiliarios y la falta de atención de los gobiernos, que también han cooperado a deformar esos espacios con muchas intervenciones mal pensadas y peor construidas. Los espacios públicos, en particular los de los lugares catalogados como históricos, son una referencia para los habitantes de una ciudad, son nuestra memoria y debieran serlo para otras generaciones. El Paseo Bravo ha perdido su carácter y lo que sabemos o recordamos de él ha sido borrado por un inquietante presente.
Sobre la avenida, poco antes de llegar al parque, veo los rastros de una antigua construcción recién convertida en un feo estacionamiento con piso de tierra y escombro. Los viejos árboles del frente ya no están. En medio, solitaria y entre ruinas, quedó una enorme chimenea de ladrillo rojo y un letrero del INAH. Una calle lateral del parque ya es peatonal; curiosamente, los árboles que le dan sombra en algunos tramos fueron sembrados en 1905, otros en 1940. Las siembras recientes no han sobrevivido y las intervenciones del siglo XXI no han sido afortunadas para el arbolado; en cuanto a las obras de infraestructura, no respetaron el estilo del espacio y por su mala calidad no han aguantada el mínimo paso del tiempo. En la antigua avenida, muchísimos árboles han desaparecido a lo largo de 20 años para favorecer la vista de comercios y restaurantes o para la colocación de horribles espectaculares y letreros en espacios públicos y peatonales. Entre el espectador y el entorno ha triunfado un enorme ruido visual.
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Las referencias que nos hacen familiar nuestra ciudad van desapareciendo, caen las casas, caen los árboles y desaparece el paisaje. No tenemos un mapa mínimo de lo que debiera preservarse desde el punto de vista visual, arquitectónico y estético, mucho menos un inventario de los árboles.
Immanuel Kant (1724-1804), uno de los grandes filósofos alemanes de todos los tiempos, pasó su vida dentro de los alrededores de su ciudad natal, Königsberg, pensando, escribiendo y dando clases. El gran constructor de la "Crítica de la Razón Pura" era un alma humilde regida por la paciencia, necesitado de la rutina de sus hábitos y aferrado al paisaje. Uno de sus grandes tratados fue el de "Observaciones sobre lo bello y lo sublime". El hombre es un animal de costumbres y Kant era el emblema de ese dicho. Me uno a él de la manera más enfática. ¿Qué somos sin nuestro paisaje, sin raíces, sin sombras y rincones familiares?
Kant era tan metódico que la gente de Königsberg sabía la hora exacta cuando él pasaba de ida o de regreso de la universidad a su casa. Era un reloj ambulante. Un día el filósofo no fue a clases. Se preocuparon todos y pensaron lo peor. Seguro había muerto. Fueron a su casa y el único y discreto empleado de Kant les dijo que estaba incomprensiblemente triste, mirando silencioso por la ventana de su estudio. Pasaron semanas hasta que cayeron en la cuenta de que el vecino de al lado había tirado el árbol que Kant veía todos los días mientras escribía. La intención era buena: que entrara más sol a su jardín. La comunidad se organizó y sembraron un árbol lo más grande posible para suplir al caído y poco a poco Kant recobró la paz del espíritu.
Él mismo explicaría lo sucedido así: "Cualquier cambio me hace aprensivo, aunque ese cambio ofrezca la mejor promesa de mejorar mi estado y estoy convencido por este instinto mío de que estoy en lo cierto. Mi sincero agradecimiento a quienes piensan tan bondadosamente por mí, al grado de comprometerse con mi bienestar, pero al mismo tiempo pido del modo más humilde, protección a mi estado frente a cualquier alteración. "
Cuando Kant salió de ese largo silencio tenía 57 años; el resultado fue su obra de la Crítica de la Razón Pura, piedra angular del pensamiento filosófico contemporáneo, pues en esa obra defiende la autoridad de la razón y la necesidad de sumar la razón a la experiencia. Y esta obra estuvo a punto de no ver la luz porque al filósofo le tiraron su árbol más amado.
¿Qué somos sin nuestra luz primera, qué somos sin esas raíces?