La milenaria historia de Santa María de Guadalupe / Texto de Julio Glockner para la presentación del libro Nican Amo Pohua. El proceso de conformación de la expresión religiosa Guadalupana mexicana

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Historia / Virgen de Guadalupe

La milenaria historia de Santa María de Guadalupe[1]

Julio Glockner



(Texto leído en la presentación del libro de Manlio Barbosa, Nican Amo Pohua. El proceso de conformación de la expresión religiosa Guadalupana mexicana, Ed. Libertad bajo palabra, México, 2020)

Quisiera iniciar mis comentarios haciendo una aclaración que considero de primera importancia para evitar cualquier malentendido.

El culto a la Virgen de Guadalupe ha sido analizado desde tres perspectivas: el punto de vista cultural, el punto de vista histórico y el punto de vista teológico. En esta exposición me voy a referir a los dos primeros aspectos, sin tratar el tema teológico, en el cual está sustentada la fe de millones de mexicanos, que han encontrado desde hace siglos en la Guadalupana, consuelo y alivio en momentos de dolor y angustia, esperanza en momentos de incertidumbre; valor y seguridad para enfrentar las adversidades y un inmenso sentimiento de gratitud cuando se ven cumplidas sus expectativas. Hay una fe inquebrantable en buena parte de la sociedad mexicana que ha permanecido fiel a la Virgen a lo largo de los siglos y permanecerá firme y vigorosa en el futuro.

El actual culto a la Virgen de Guadalupe tiene dos componentes históricos fundamentales, uno proviene del Viejo Mundo europeo y del Cercano Oriente, y el otro se gesta en el Nuevo Mundo americano, surgido específicamente en lo que se conoció como la Nueva España y que hoy conforma, después de la pérdida de inmensos territorios durante el siglo XIX, la nación mexicana.

La arqueología moderna nos ha entregado las primeras representaciones de la Gran Diosa de las antiguas culturas agrícolas, provenientes de Europa y del Oriente Próximo, con una antigüedad de 7 mil a 5 mil años antes de Cristo. Una de las más interesantes fue hallada al sur de Turquía e ilustra muy bien el papel mítico de la mujer en el mundo antiguo. Con una antigüedad de 8 mil años (es decir, 6 mil años antes de Cristo) se la representa espalda contra espalda consigo misma: por un lado, abraza a un varón adulto y, por el otro, sostiene un bebé. Esta escena doble de sí misma indica que ella es la gran transformadora y gestora de la vida humana: por un lado, recibe la semilla del pasado y, a través de la magia de su cuerpo, la proyecta hacia el futuro, mientras que el varón representa la energía vital así transformada.[2]



La figura de la Gran Diosa está, indudablemente, ligada a la agricultura. Desde hace unos 12 mil años comienza a haber signos de agricultura y domesticación de animales. Las primeras ciudades en la historia de la humanidad aparecieron en Mesopotamia y poco más tarde, durante el IV milenio antes de Cristo, en el valle del Nilo, en Egipto. Esto sucedió unos 5 mil años después de la aparición de la agricultura.

Durante el periodo que se conoce como Neolítico, “Nueva Edad de Piedra”, que va de 10 mil años antes de Cristo, a 4 mil antes de Cristo, la principal divinidad es femenina, es una Diosa representada a lo largo de los siglos de muy diversas maneras. ¿Por qué una figura femenina y no masculina? ¿por qué una diosa y no un dios? Porque a semejanza de la naturaleza, es la mujer la gestora de la vida. La mujer da a luz y alimenta igual que la Madre Naturaleza, y la magia de su cuerpo y la magia de la tierra son similares, y esta similitud es muy importante para entender la permanencia de las deidades femeninas a lo largo de los siglos.

Hoy sabemos que las artes de la agricultura se crearon y se difundieron a partir de tres centros en los que la figura dominante era una deidad femenina: El primero es el sudoeste asiático y el sudeste de Europa; el segundo es el sudeste asiático, en lo que hoy es Tailandia; y el tercero es México y Centroamérica. En otras partes del mundo, no en los valles fértiles cercanos a los ríos, sino en las grandes llanuras donde se movían los cazadores, vemos que la domesticación de animales es más importante que el cultivo de las plantas, en esos lugares tenemos, entonces, tribus que pastorean sus ganados. En esas tribus las divinidades son masculinas y las diosas aparecen sólo como consortes del dios.



Entre las diosas relacionadas con la agricultura encontramos a Isis y Neftis en el antiguo Egipto y a Deméter y Perséfone en la antigua Grecia, cuyo culto en Eleusis comenzó a desaparecer lentamente con la expansión del cristianismo. (Campbell, op cit.)

Antes de referirme a las diosas del México antiguo y su sincretismo con la Virgen de Guadalupe, quisiera detenerme un poco en la mención que hace Manlio en relación con los antecedentes religiosos y culturales de la Virgen María.

En la Virgen María confluyen dos grandes tradiciones:

1.- Por un lado, es la Diosa Madre, heredera de las antiguas deidades egipcias, celtas y greco latinas, es decir, en menos de un siglo María asumió el papel que habían desempeñado las diosas Isis, Cibeles y Diana. Los cultos a estas deidades se habían desvanecido lentamente con el declive del imperio romano y fueron reprimidos con frecuencia cerrando los templos y expulsando a sus sacerdotes. No obstante, la importancia simbólica de estas diosas se transmitió a la Virgen María debido a las necesidades rituales de los pueblos y al sentir de los sacerdotes, que entendieron que estos hábitos de devoción tan antiguos debían ser reinterpretados en los términos de la nueva religión cristiana. [Anne Baring y Jules Cashford: El mito de la diosa, Ciruela, p. 623]

El templo de Isis en Francia se dedicó a la Santa Virgen María entre los años 400 y 500. Isis y Cibeles habían sido “Madres de los dioses”; María era ahora la “Madre de Dios”. A finales del siglo IV y principios del V, María se presentaba sentada con el Niño Jesús en la misma posición que Isis con Horus, llevando la corona de almenas de Cibeles o Diana y con la Gorgona pintada sobre su pecho. Cien años más tarde, en siglo VI, El Partenón, templo griego dedicado a Atenea, se había convertido en la Iglesia de la Virgen María.

2.- La otra gran tradición gira en torno al Nuevo Testamento, donde la relevancia de María es completamente secundaria. Lleva en su vientre a Cristo, es verdad, pero no es, en sí, una Diosa. Es, más bien, modelo de amorosa obediencia hacia algo que está por encima de ella. Valora la condición que le ha sido revelada y cuida celosamente de su hijo, pero en todas estas cosas es, simplemente, la madre de Jesús.

Durante el Cuarto Concilio Ecuménico celebrado en Calcedonia en el año 541, se otorgó a María el honor más alto de la cristiandad al darle oficialmente el título de “Siempre Virgen”. [Aeipárthenos] Su culto creció en la que ya eran creencias establecidas: su maternidad divina y su papel en la concepción de Cristo. Poco después surge otra distinción entre María y el resto de la humanidad: la dormición de la Virgen, que se comenzó a celebrar el 15 de agosto del año 600.

Más tarde, entre los siglos XI y XV, en la Edad Media y el Renacimiento, el culto a María alcanzó su momento culminante. Tan sólo en Francia se construyeron, en 100 años (1170 a 1270), cien iglesias y 80 catedrales en su honor. Ese fervor por el culto mariano fue el que trajeron los españoles a tierras mesoamericanas.

Siglos después, en 1854, la iglesia católica declaró la inmaculada concepción de María, esdecir, la que concibió sin mancha habñia sido, a su vez concebida sin mancha. Casi un siglo después, en 1950, el Papa Pío XII, atendiendo a la petición de 8 millones de personas, declaró la Asunción de la Virgen como doctrina oficial, afirmando que María “fue llevada en cuerpo y alma a la gloria de los cielos”. Cuatro años más tarde fue declarada “Reina del Cielo”. Es de observar, dicen las historiadoras de las mentalidades Anne Baring y Jules Cashford, quienes han analizado los mitos de las diosas en forma exhaustiva, que no fue proclamada “reina de la tierra”, a pesar de que durante muchos siglos había sido efectivamente Reina del Inframundo, en su capacidad de intercesora ante su hijo a favor de las almas de los muertos.

Diosas del México antiguo

En México tenemos una buena cantidad de diosas ligadas a la agricultura, entre ellas Coatlicue, que significa “La que tiene falda de culebras” y Cihuacóatl, “Mujer serpiente”, considerada como la Madre Tierra y madre del género humano; Chicomecóatl “Siete serpiente” era la diosa del maíz. La asociación de la mujer con la serpiente en estas deidades tiene un profundo simbolismo que hace alusión a la capacidad de renovación de las serpientes al cambiar de piel, de la misma manera que la superficie de la tierra se renueva año con año al reverdecer con las lluvias. Esta cualidad de regeneración que genera vida permanentemente, se comparte con la mujer, dadora de vida humana, pero también con la luna, que desaparece de la bóveda celeste durante la luna nueva y poco a poco va creciendo hasta alcanzar la plenitud durante la luna llena, para decrecer gradualmente hasta desaparecer durante unos días y reiniciar el ciclo.

Mujer, serpiente y luna fueron, durante milenios, símbolos universales de fertilidad y renovación de la vida que encontramos representados en todas las culturas antiguas. Sólo con la aparición en el Antiguo Testamento, en el libro del Génesis, comenzó a tener la serpiente una connotación diferente y fue asociada con el Mal, como todos sabemos, y se le hizo responsable de tentar a la mujer a comer el fruto prohibido, lo que provocó la expulsión del Paraíso de la pareja original. Todo ello bajo una concepción religiosa que tenía como figura central a Yahvé, una deidad masculina.

Mujer, serpiente y luna aparecen, bajo un nuevo significado, en la imagen de la Inmaculada Concepción posada sobre una media luna y pisando una serpiente como símbolo de su victoria sobre el Mal.

Pero volvamos a la enumeración de las deidades femeninas en el México antiguo, está Xilonen, la diosa del maíz tierno, de los elotes, cuando la mazorca comienza a jilotear; y Centeotl, diosa del maíz maduro, que también se representó como deidad masculina. También está Tlazolteotl, deidad de los partos y madre de Centeotl. Todas estas deidades están profundamente relacionadas con las deidades del viento, de la lluvia y de las aguas terrestres, como Quetzalcóatl, Tláloc y su corte de tlaloques y Chalchiuhtlicue, diosa de los ríos, los manantiales y las lagunas.

Según el fraile franciscano Bernardino de Sahagún, Tonantzin, que quiere decir Nuestra Venerable Madre o Nuestra Madrecita, fue el nombre genérico que se le dio a la Cihuacóatl, Mujer Serpiente, diosa de la madre tierra y del género humano, como hemos dicho. Desde el inicio del periodo colonial –nos dice Manlio Barbosa- se construyó una ermita en el lugar donde era venerada Tonantzin. Inicialmente había ahí una imagen de la Virgen María, y después la de Guadalupe. Lo mismo ocurrió en Tonantzintla “Lugar de Nuestra Madrecita”, donde se rendía culto a la diosa Tonantzin y posteriormente a la Virgen María en su advocación de la Inmaculada Concepción, con la luna y la serpiente a sus pies. El nombre completo de esta localidad, como sabemos, es Santa María Tonantzintla.

Cuando los españoles llegaron a estas tierras con ellos desembarcaron las deidades judeocristianas, el santoral católico y el demonio. Los dioses a los que se rendía culto en todo el territorio de lo que hoy es México y Centroamérica fueron considerados por los soldados y los frailes que evangelizaron estas tierras como demonios. Todas las variantes de las religiones mesoamericanas fueron consideradas como cultos demoniacos y quienes los practicaban fueron perseguidos y satanizados por esa institución que vigilaba, juzgaba y castigaba los ritos, las costumbres, las palabras y hasta los sueños, que se llamó la Santa Inquisición.

De acuerdo a las fuentes consultadas por Barbosa, después de la caída de Tenochtitlan los indígenas pidieron a las autoridades españolas el santuario a Tonantzin, algo que no podían negar, pero tampoco podían correr el riesgo de que se adorara a la antigua deidad. Sin embargo -pensaban las autoridades- si colocaban la imagen de la Virgen María seguramente los indígenas la rechazarían. Con esta incertidumbre transcurrieron las primeras décadas.

En 1556 el fraile franciscano Francisco Bustamante criticó al arzobispo de México, Alonso de Montufar, por haber promovido el culto a una imagen de la Virgen de Guadalupe que había sido pintada recientemente por el indio Marcos Cipactli, y colocada en la ermita donde antiguamente se rendía culto a la diosa Tonantzin, algo que el fraile consideraba como una práctica idolátrica. Años atrás –nos dice Manlio Barbosa- Cortés había ordenado la destrucción de la escultura de la diosa de la tierra, después, durante un breve periodo, estuvo en el mismo lugar una imagen de la Virgen María, y finalmente la de Guadalupe, a la que Bernal Díaz del Castillo se refirió diciendo que “hace y ha hecho muchos milagros”.

Los especialistas en el tema de la aparición mencionan que la devoción Guadalupana nació, creció y triunfó misteriosamente durante el periodo del primer arzobispo fray Juan de Zumárraga, quien aceptó el culto, en colaboración con Hernán Cortés, que era un ferviente guadalupano, y de fray Toribio Motolinia, hablante del náhuatl y gran conocedor de la historia de los pueblos indígenas.

Barbosa concluye diciendo que Zumárraga, Cortés y Motolinía fueron los autores intelectuales del “milagro” guadalupano, que dio lugar al culto de la población nativa que, en consecuencia, accedió a bautizarse masivamente. Manlio califica esta acción como la primera concertacesión político-religiosa que se dio en tierras mexicanas, pues los indios aceptaron bautizarse a cambio de recuperar el Tepeyac.

Un suceso importante al que se le ha prestado poca atención, vinculado con la concertacesión y que Manio Brabosa considera como revelador del proceso guadalupano, es la poco clara desaparición de fray Toribio Motolinia del escenario de la Nueva España, desaparición ocurrida en 1555, un año antes de que el provincial franciscano se pronunciara contra el culto a la Guadalupana señalando que se trataba de idolatría.

Coincido con Manlio en que Juan de Zumárraga no pudo haber jugado el papel de protector de los indios que le atribuye la historia de Juan Diego, ya que el primer obispo de la diócesis de México fue un cruel inquisidor, destructor de la cultura indígena que en sus memorias se vanaglorió de haber destruido 20 mil deidades y 500 templos indígenas e impuso la pena de muerte a quien osara esconder los antiguos libros sagrados, que decomisó por decenas para quemarlos y así privar a las generaciones futuras de la sabiduría esotérica y adivinatoria de los antiguos mexicanos. Un hombre, sin duda, en el que pesó más la obtusa mentalidad medieval que la nueva luz renacentista.

No conozco el trabajo de Fernando Matamoros que cita Manlio, pero no creo que el complejo proceso de aculturación recíproca que se inició con la colonización de Mesoamérica haya consistido en una “guerra de los dioses”.

El término me parece inapropiado porque Cristo no es un guerrero y hasta donde sabemos el dios mexica de la guerra, Huitzilopochtli, en cuyo nombre se realizaban los combates rituales conocidos como guerras floridas, tenían como finalidad el sacrificio humano convenido con el adversario. Además, debemos considerar que Cristo era un hombre-dios que había sido sacrificado, o, dicho de otro modo, un hombre hijo de dios entregado al sacrificio, asumiendo la voluntad del Padre, para redimir los pecados de la humanidad, incluidos los de los creyentes en Huitzilopochtli. En todo caso, me paree más apropiado el término “guerra de las imágenes” que utilizó Grusinzki para referirse al complejo y conflictivo proceso de intercambio simbólico que se produjo durante la evangelización colonizadora.

Justamente las imágenes que acabamos de comentar, las de la Virgen María y de la Guadalupana, son imágenes conciliatorias, piadosas, que apelan al perdón y la salvación, que promueven la compasión por quien ha sufrido y se encuentra en el desamparo, que fue precisamente la condición en la que se encontraron los mexicas después de la caída de Tenochtitlan, y sólo de los mexicas, hay que subrayarlo, no de los tlaxcaltecas, ni de los texcocanos, ni de los totonacas que participaron activamente e hicieron posible la victoria al lado de los españoles, tanto que sin su decidido apoyo el triunfo no hubiese sido posible, como lo demuestran Federico Navarrte y Mathew Restall en sus exhaustivos estudios publicados recientemente.

Me parece que las imágenes cristianas operaban simbólicamente en un sentido no belicoso, a pesar de que en su nombre se actuaba con toda violencia.

Quisiera recordar, para terminar, la imagen del Cristo sacrificado, sangrando en agonía o ya muerto en la cruz y las prácticas ascéticas de los primeros franciscanos, sobre todo las de fray Martín de Valencia, quien realizaba prolongados ayunos y castigaba su cuerpo con silicios y flagelaciones en la cueva del Sacromonte, en la antigua Amaquemecan, donde le rendían culto a Chalchiutlicue, la diosa del agua, los sacerdotes indígenas que practicaban también el auto-sacrificio sangrando su cuerpo con puntas de maguey para ofrendar su sangre. Todo ello genera no una guerra sino una similitud ritual compartida, que abonó en la comprensión, por parte de la población indígena, de la doctrina cristiana y propició su posterior adopción para generar, y en esto coincido con Manlio, nuevas formas de religiosidad popular. Expresiones inéditas de fe y devoción que hoy se expresan en el culto de millones de mexicanos a la Virgen de Guadalupe.

[1] Texto leído en la

[2] Joseph Campbell, Diosas, Atlanta, España, 2015, p. 25.

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Julio Glockner