Historia del trabajo: la fábrica El Volcán, en Atlixco Puebla (1925-1985)

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Al igual que el texto sobre las fábricas de Etla, en Oaxaca, presentado en la entrega anterior, el presente ensayo, escrito en forma de crónica, pretende rescatar la historia del trabajo, tanto obrero como patronal, de la antigua fábrica El Volcán de Atlixco, Puebla, fundada alrededor de 1898, pero que a diferencia de las factorías de San José y La Soledad Vista Hermosa, en Etla, contó a lo largo del siglo XX con el impulso de la inversión tecnológica y de la modernización tanto del proceso de trabajo, como del organigrama laboral; cambio al que se agregó posteriormente, en los años ochenta del siglo pasado, el de los modos de asumir por parte de los propietarios las jerarquías. Dichos cambios y la capacidad también de obreros y patrones para resolver en su momento los conflictos sindicales, lograron que la fábrica subsistiera hasta los años noventa del siglo XX. Sin embargo, la apertura del mercado textil a la competencia extranjera, así como la constante necesidad de inversión y renovación tecnológica, hizo inclinarse a sus propietarios a nichos de inversión más seguros, lo que provocó finalmente la decisión de cerrar la fábrica: vendieron la maquinaria y se quedaron solo con el cascarón industrial. Pero a diferencia de las fábricas de Etla, o de La Constancia en la ciudad de Puebla, nadie parece interesado en la recuperación de la factoría de El Volcán como centro cultural. Los obreros se han ido.

Los testimonios que aquí se recuperan, así como el relato pormenorizado del recorrido en la fábrica, fueron realizados por Sergio Mastretta y por mí en 1985; recuperados para la elaboración del presente texto, en busca de revivir al parecer la cada vez más olvidada tarea historiográfica del quehacer obrero sin la cual no podemos explicar los vaivenes del México Contemporáneo.



El valle de Atlixco, con la fábrica de Metepec en primer plano, a principios del siglo XX. Postal publicada en el sitio México en Fotos.

Atlixco Puebla enero de 1985. Cuarto para las siete en la fábrica de hilos y tejidos El Volcán, no se escucha la sirena que recuerde el cambio de turno. La caminata serena de las parejas de obreros y el pedaleo tranquilo de los ciclistas por el caminito asfaltado revelan que aún hay tiempo para dejar atrás el desvelo antes de emparejarse al ritmo de la maquinaria. Al fondo, el Popocatépetl se despabila de los vapores del rocío sobre el textilero valle de Atlixco.

Minutos más tarde la hilera de trabajadores es más nutrida, y va más aprisa. Moviéndose por el destajo los operarios llevan el tiempo justo para el relevo de las siete; no se escucha sirena alguna que los urja, a pesar de ello el paisaje de El Volcán viste el ropaje de la antigüedad: el arroyo imprescindible, la memoria de la fuerza hidráulica, la turbina y la banda maestra y la vieja casona de la escuela, el porvenir de los hijos de los trabajadores; la arboleda de pinos y hules gigantes que han dado sombra a la fiesta y la movilización obrera. Está también ahí inamovible la chimenea de ladrillo, gruesa, larga, como si le disputara la primacía al volcán, sin que ninguna fumarola brote desde la garganta de la vieja caldera de arcilla. El portón de la fábrica es de 1898, ceñido por el recio muro de piedra que resguarda la factoría, hoy está abierto de par en par, los obreros matutinos se introducen en el viejo cascaron en que ahora se esconde la modernidad.



El Volcán fue una de las dos grandes fábricas textiles de la región de Atlixco que emprendió a tiempo el camino de la renovación de la industria mexicana ante el embate demoledor de la producción de las plantas modernizadoras. En los alrededores, las chimeneas de fábricas como Metepec –con más de 1500 talares en 1900-- La Carolina y El León, se extinguieron; permanentemente a la saga de las transformaciones tecnológicas, murieron lentamente; con la terquedad del hierro fundido en el siglo XIX, alargaron su vida con la inercia de los viejos telares, entretuvieron su muerte el tiempo que los tejedores e hilanderos soportaron la sobreexplotación. Hoy los galerones de Metepec, que un tiempo cobijaron la convalecencia y la rehabilitación de trabajadores y pensionados del Seguro Social, guardan un centro vacacional. Sólo El Volcán y La Concha sobrevivirán por unos años. Su muerte será posterior, ya en el siglo XXI.

El Volcán en 1985 cuenta con cerca de 300 trabajadores para sus 12 husos y 104 telares, y alcanza una producción anual de cinco millones de metros de tela que representan para la empresa 1,300 millones de pesos en ventas. La historia de esta mediana empresa textil cuyas innovaciones tecnológicas, tanto en la renovación de su maquinaria como en la reorganización de sus sistemas productivos y de administración, nos permite hoy comprender a la distancia los cambios que los que se vieron sometidos los trabajadores textiles del siglo XX en el proceso de trabajo en el que fueron dejando sus vidas.



A marrazos trajeron la modernidad

Una mañana de 1978 aparecieron tres peones en el salón de los viejos telares ingleses de lanzadera. Cada uno cargaba un marro. –Ai espérense a que les hable, les dijo el cabo, nomás que vengan los licenciados. Ellos escogieron un rincón y se sentaron. En la galería, enmohecidos de algodón y silenciosos desde hace seis meses, los últimos 104 telares Smalley, parecidos a los utilizados por los tejedores amotinados de las fábricas de Río Blanco y Santa Rosa en enero de 1907 (planos y de maquinilla, según la tela), esperaban a que se cumpliera su sentencia de exterminio: para que se modernice la industria textil –acordaron gobierno y empresarios-, se debe impedir que los viejos telares de las fábricas que renuevan su maquinaria sean vendidos a personas que en talleres minúsculos, casi clandestinos, olvidados de impuestos, Seguro Social, prestaciones y salarios mínimos, se reutilicen en desleal competencia. Los telares ingleses pasarían así a ser un recuerdo en la memoria obrera y empresarial, pero no podrían ser vendidos. Según se acordó tendrían incluso que ser destruidos ante representantes de la Cámara Textil y funcionarios gubernamentales.

Así es que en El Volcán, para tal caso, un día de ese 1978 a las 9 de la mañana se presentaron los interesados: Los jóvenes patrones en sus chamarras sport y los funcionarios vestidos con sus trajes oscuros y que en el evento quedarían cubiertos de una tenue capa blanca de fibra, al ritmo de los marrazos. De los departamentos vecinos –tróciles y coneras-- se asomaron los rostros curtidos: ¿no qué no?, ora sí les llegó la hora a estos telares, decían y como que no lo creían. Al llamado del cabo, los peones salieron temerosos de su rincón.

--Al ver muchachos—les dijo--, me agarran a marrazos estos telares… hasta que no quede nada bueno.

Los trabajadores se miraron sonriendo: ah, que la idea del cabo, pero sí, esa era la idea, y se las repartieron los señores trajeados. Y si no dispusieron su entendimiento, sí dispusieron sus brazos y con ellos sus marros, que vinieron a romper no sólo el hierro fundido del siglo XIX, sino el ruido parejo de los tróciles vecinos, hilando indiferentes al desastre del pasado. Junto con los recuerdos de los hilanderos que se asomaban azorados.

El Volcán ya tenía entonces 149 telares de manufactura belga, de funcionamiento electrónico, para todavía de lanzadera. Y estaba programada también la adquisición de 40 telares más, alemanes tipo Dornier, no de lanzadera, de más 300 revoluciones por minuto, de doble lucha y cinco colores diferentes en la trama y con producción computarizada en sus diseños. Lo último en México.

En 1925, cuando el asturiano Manuel Migoya y su hermano Perfecto compraron la fábrica en quiebra luego de la revolución, también dispuso de los brazos de peones que echaran mano a los marros. Al parecer nadie recuerda ya si fueron zapatistas o carrancistas, pero por aquí pasó “la bola” y dejó su huella en los telares chamuscados de El Volcán. Para rehabilitarlos los calentaron con lumbre y les enderezaron las torceduras a marrazos, ante el ojo fiel de los maestros herreros. Con el tiempo, la fábrica llegaría a tener más de 225 de esos telares ingleses de lanzadera como los que había destruido la revolución.

Así, a golpe de marro revivieron los industriales y obreros la industria textil para pasar victoriosa al México posrevolucionario. A golpe de marro desaparecieron también sus antiguos telares para que las empresas textiles lograran dar el salto hacia el México Moderno.

Tejedor de la fábrica La Constancia Mexicana, en Puebla. Foto de Everardo Rivera tomada del libro "Historia e imágenes de la industria textil mexicana", BUAP, 2000.

Las cuentas de la productividad

Cincuenta años después de su fundación, El Volcán entró en la ruta de la modernidad. En 1975, los nietos de los asturianos Perfecto y Manuel Migoya --muerto en 1936-- relevaron de la dirección de la empresa a la segunda generación de los Migoya, conocidos como don Perfecto y don Enrique, ya que don Jesús el hermano mayor, había muerto en 1973. Egresados de la Universidad Iberoamericana, los jóvenes poblanos sometieron el cansancio de sus padres acostumbrados a un ritmo de trabajo y de jerarquías antiguas y los embarcaron en la inversión de capital: El Volcán manda pedir a Italia un nuevo batiente de la firma Mazzoli, con un costo de 380 mil dólares. En la retirada de la segunda generación, don Enrique, al grito de “yo no expongo mi dinero con mocosos”, pide le liquiden su parte y se retira a España.

La llegada de la nueva maquinaria sería el primero de una serie de pasos hacia la reestructuración total de la fábrica. La manera de pensar de los nuevos empresarios era la de “la organización y sistemas para elevar la producción”. Cuando desempacaron las cajas bajo la inspección de los técnicos italianos, las cuentas en el papel estaban claras: integrados en un solo proceso cardas y batiente, un solo trabajador podría controlar su operación; un operador por turno realizaría lo que el batientero, los dos carderos y su ayudante hacían con el sistema antiguo; las 1700 revoluciones por minuto de las nuevas cardas permitirían que cada uno produjera 40 kilos de mecha por hora, contra los ocho del viejo sistema. El resultado fue la desaparición de las 17 cardas inglesas Platt, de Oldham, que eran reliquias de 1898.

Los sudores del batientero

Los técnicos italianos instalaron la maquinaria y se fueron. Anaranjado, reluciente, el nuevo batiente quedó ubicado en la sección que ocuparan las cardas viejas; el antiguo permaneció inamovible en su lugar de siempre, en el piso inferior. Las explicaciones de los italianos habían sido precisas: al estar integrado el batiente a las cardas, se eliminaba la necesidad de los rollos que antes producían los silos para el batiente y que tenían que ser estrictamente pesados por el operario pues las cardas aceptaban un peso limitado; quedaba, pues, eliminado el cambio de rollos. El nuevo batiente realizaría las mismas funciones que su antecesor –abrir y limpiar la fibra-, sólo que mucho más rápido y alimentando por sí mismo a las cardas. A través de bandas transportadoras alimentadas manualmente por el operario, la fibra subiría, bajaría y volvería a subir por un sistema de rodillos que la aprietan y camisas de púas que las desgarran, la abren y la cuelan hasta hacerla caer en los silos alimentadores de las cardas: por medio de fotoceldas se controlaría la cantidad de algodón requerido, parando y arrancando automáticamente, al ritmo impuesto por las cardas. Las instrucciones eran, así, clarísimas: el operario, uno solo, alimentaria la batiente y cuidaría que las cardas estuvieran permanentemente sacando mecha. Por su parte focos de colores indicarían el estado de la máquina. Por otra parte, con el cambio automático de centinela (botes recolectores de la mecha) ya no habría necesidad de pesar la producción, pues las máquinas venían equipadas con contadores electrónicos para cada turno. Además, y para protección del operario, las cardas estaban equipadas con ventiladores y extractores de pelusa que evitaban la necesidad de acercar las manos a los temibles rodillos y al gran tambor armado de miles de púas.

Pero el día de la inauguración, los obreros no tenían claras las ventajas para ellos del uso de esas máquinas:

--No se puede, licenciado, un solo hombre no puede --dijo el representante del Sindicato, a media mañana, en la oficina de Arturo Migoya.

--¿Cómo que no se puede? Si en Europa esas máquinas las manejan mujeres --respondió el empresario.

-- Pues será allá, insistió el líder obrero, pero aquí el operador tiene que tener un ayudante, compruébelo usted mismo --volvió a repetir el delegado--. Una sola persona no puede.

Y ambos se fueron a ver al batientero-cardero en su primera mañana a cargo de la máquina italiana. Lo encontraron frente a una de las cardas recomponiendo la mecha enredada. Dos focos estaban encendidos en ese momento, el hombre corrió a la carda vecina enredó el velito caído en la torcedora y apretó el botón de arranque; miró a las ventanillas del batiente que esconden las fotoceldas amontones, la fibra desmenuzada; corrió entonces al otro extremo y se lanzó sobre las pacas abiertas; arrojó grandes mechones sobre la banda transportadora y regresó a las cardas con gran revuelo. Vió al licenciado y patrón: No puedo, se dijo a sí mismo. Qué mal, ¡uh!, ya se encendieron dos focos amarillos, hay que cambiar esos malditos centinelas. No, no hay que cambiarlos, se repitió, para sí lo hacen solos; y hay dos en fila esperando, pero lo que sí es que hay que quebrar la mecha, eso no lo hace sólo la máquina. Pero para eso, le explicó al licenciado, se puede pasar hasta media hora, nomás cortar la mecha de un jalón y ya; sí, pero el foquito verde… y hora ya se prendió de nuevo un rojo porque los ojos electrónicos sí que funcionan, en cuanto se quiebra la mecha y rasga la lucecita se para la máquina, y ái está el licenciado, qué va a decir, pus aquí hace falta otro, pus cómo a puro correr, así no se puede…

--Mírelo usté mismo cómo está, y apenas son las once --dijo el delegado--, y se le escogió porque es uno de los mejores, véalo usté, bañado en sudor, con las manos hinchadas, ya no puede el hombre, todos esos foquitos lo van a volver loco, licenciado. Desde mañana aquí metemos otro hombre.

--Pero es que no es así el trabajo --respondió el empresario, que había seguido con la mirada las carreras del operario--. Los foquitos avisan, pero el hombre no tiene tiempo para hacerles caso. Se les repitió que primero se termina lo que se está haciendo y luego se van sobre otra cosa, pero sin correr. A ver, ¿pa’qué corre pa cambiar de centinela? Eso lo hace sólo la máquina. El foquito nomás avisa que viene el cambio, ¿para qué se le arrima el trabajador?, ¿para ver cómo se cambia solito? No señores, si no puede un operario, pues lo hago yo; si no ¿para qué trajimos máquinas?

Al final los trabajadores lograron hacerlo bajo la meticulosa instrucción del empresario. Como parte de la modernidad de los años ochenta se introdujeron en la fábrica dos batientes de este tipo, uno para el algodón y otro para puro poliéster, que alimentan ocho cardas, operadas por un solo trabajador, en trabajo a destajo.

Batiente en la fábrica El Mayorazgo. Foto de Everardo Rivera tomada del libro "Historia e imágenes de la industria textil mexicana", BUAP, 2000.

El textilero, siempre trás el hilo roto…

A las siete y cuarto todo es movimiento. El cabo de hilados se pasea en su territorio: baja al salón del antiguo batiente, que utilizan para abastecer de rollos de napa a las dos cardas con el Platt, Oldman 1898 perfectamente visible, productores de mecha para hilo moteado. El batiente está parado, pero hay material suficiente para los dos muchachos que atienden las cardas y que esparcen volutas de hilo café claro sobre la capa extendida, absorbida lentamente por las máquinas. En el salón quedan los vestigios del pasado: una flecha con sus poleas sin bandas lo recorren de extremo a extremo junto al ventanal; la balanza para pesar los rollos a un lado del batiente; el peón que abre las pacas de algodón al fondo. El cabo verifica la buena lubricación de las chumaceras en el batiente y certifica la limpieza delos cilindros de las cardas. Luego sube los escaloncitos que llevan al salón de los dos batientes (algodón y poliéster) y las ocho cardas Marzoli, líneas amarillas en el piso indican las zonas de seguridad y los pasillos entre las máquinas, otro peón desempaca el algodón en una operación que sigue siendo más barata que su automatización. El operario de las cardas y del batiente vigila tranquilo la producción, sin apresurarse, atento a las ventanillas de las fotoceldas de donde por momentos se atraganta la fibra, contando el número de pacas que el peón le deja abiertas al fondo, a un lado de la banda transportadora del batiente de algodón. Una de las cardas está parada, con sus gabinetes de equipo electrónico destapados; agachados sobre ellos, el mecánico electricista y su ayudante, con un diagrama extendido a un lado, checan el circuito eléctrico. El cabo en su recorrido pasa al salón de los estiradores y los veloces: un muchacho vigila los cuatro estiradores Marzoli y el Plenden, español, que jalan la mecha de los centinelas que vienen de las cardas, hasta 24 en el Plender mezclador de fibra y poliéster, de a 12 en los Marzoli que sacan una mecha más fina, lista para los veloces que producen el pabilo… Todo está en orden. El cabo, mecánico de preparación de hilados platica al fin sobre su trabajo:

--Los compañeros están a destajo –explica--, y a mí me pagan según lo que ganen ellos. Tocante a lo mecánico, de mí depende que las máquinas no estén paradas, así que entre menos produzcan por máquina parada, menos lana me toca. En estos días estoy sacando alrededor de 14 mil pesos a la semana, el de la cardas saca 14, 15, a veces hasta más; en los estiradores se llevan el operario 12 mil pesos. Estamos por Contrato Ley, y en el algodón estamos algo arriba del mínimo. Ya ve, el trabajo es fácil poniéndole empeño. En relación a lo antiguo, el trabajo viene siendo el mismo, sólo que ya no es manual; las máquinas hacen lo de antes, abrir, limpiar, estirar y torcer la fibra, pero mucho más rápido, si antes un trabajador tenía a su cargo nueve cardas, ahora sólo lleva ocho con todo y batientes. Para mí como mecánico, la verdad es que el trabajo es más descansado: antes todo funcionaba con el sistema de bandas, se la pasaba uno engrapándolas, cambiando todo lo que se rompía y desatascando todo lo que se entrampaba. Ahora nomás se sufre cuando se truena una camisa de batiente o cuando se rompe un condensador de aire. Eso sí, aunque estas máquinas sin muy modernas nunca van a resistir lo que las antigüitas. Ya ve las cardas y el batiente allá abajo, esas van a durar toda la vida. En cambio, estas a los diez años van a pedir esquina. Aparte está el material. Usté podrá tener todo lo nuevo que quiera, como esos telares de pinza, si el hilo no va bueno, se para aquel maquinón de millones de pesos. Aquí todavía se va a necesitar por mucho tiempo al velocero, al trocilero, al conero, al urdidor, al tejedor, todos siguiendo al hilo roto que no quiere ir en pos de la modernidad.

Carda de erizos, utilizada por buena parte de las fábricas textiles en el valle de Puebla, Tlaxcala y Atlixco. Ilustración tomada del libro "Historia e imágenes de la industria textil mexicana", BUAP, 2000.

La cicatriz del velocero

Los 120 malacates de cada uno de los tres veloces Marzoli –una para algodón, otra para poliéster y otro para mezclar-- giran a toda velocidad: de un lado, las hileras de botes con la mecha delgada de los estiradores, del otro dos hileras de malacates enredando el pabilo; ojos electrónicos para la máquina cada vez que se reviente alguna hebra, quebrando la línea de luz: no hay de otra. La sacada de los carretes, cada dos horas tiene que ser parejo. En este paso de la producción, la tecnología ha brindado mayor velocidad por la eliminación de los veloces intermedios integrados ya en una sola máquina, y el paro automático por medio de la electrónica todavía requiere del velocero. Para enhebrar antiguos Sacc and Lowell, el velocero y su ayudante dispondrán de sus carritos para el cambio de carretes, cada uno desde un extremo avanzarán quitando carretes llenos hasta encontrarse en el centro, para regresar a las orillas encasquetando de bobinas los malacates del veloz.

Erasmo, el velocero, tiene 51 años de trabajar en El Volcán y 36 de hacerse cargo de uno de los turnos con esta maquinaria. Después de terminar la sacada en uno de los veloces plática a saltos, interrumpido sólo por alguna rotura de hilo: “Mi padre me trajo como observador, yo tenía siete años y le empecé a ayudar. A los ocho me agarró la mano una conera de las antiguas, de las que ya no hay aquí y me dejó esta verruga para toda la vida en el dorso de la mano. De ái en fuera, como si nada, sólo hay riesgo cuando no viene uno en sus cabales, pero eso sólo es de vez en cuando. Aquí en los veloces no hay mucha novedad con lo moderno. Antes se movían por poleas, los carretes eran más chicos, había varios tipos de veloces, pero uno viene haciendo lo mismo. Tanto vive uno pegado a la máquina, caminando a su lado que pa’mi, después de mi mamá, ellas vienen siendo como mi madre.”

Tampoco hay un cambio sustancial para el trabajador en los tróciles, donde el pábilo de los veloces al fin se convierte en hilo de diferentes medidas. El local de estas máquinas es el más de amplio de la fábrica y le sigue al que alberga los estiradores y los veloces; 27 tróciles, con más de doce mil husos en total producen hilo del 14, 16, 26 y 30: siete de éstos tienen ya más de cuarenta años pero fueron renovados en los cincuentas; tres son de la marca Mazoli, construidos en 1961; los más nuevos son los 17 Hispamatic comprados recientemente. Aspiradoras de polvo y aspersores de aire recorren por lo alto cada uno de los tróciles: la humedad y la limpieza son la base del funcionamiento óptimo. El proceso es el mismo, con la variante de productividad incrementada; cada trócil de los modernos Hispamatic con 480 canillas produce 480 kilos por hora y un obrero se hace del largo de dos máquinas y media. Con el régimen del destajo, por ejemplo, un oficial en el mes de enero de 1985, sacaba alrededor de 11 mil pesos semanales; su ayudante se queda en los 9 mil.

Salón de tróciles en un fábrica textil de principios del siglo XX.

Los mil ojos del urdidor

Es una urdidora Slaford, de 1980. La misma maraña de hilos de los viejos urdimbres, el mismo trabajador parado frente al cabeza en que se enrolla el julio. Se encuentra en un salón largo que comparte con la máquina del engomado. Nos explica:

--Ahorita estoy sacando una parada de 8,054 hilos de 26, de 50 por 50 poliésteres de algodón, de un largo de 66 mil metros. Saco diez julios con 671 kilos y dos con 672. Más adelante en el engomado se juntan en una sola tela.

Aparentemente es lo mismo: al fondo la máquina cargada de conos, al frente el cabezal, la diferencia está en el cabezal hidráulico, con paro automático en la misma disposición de la urdimbre y en un equipamiento electrónico, así como en la velocidad, 400 metros por minuto.

--En la urdimbre --sigue diciendo el urdidor--, cuando un hilo se rompe, cae la horquilla que le corresponde y se corta un circuito electrónico, que para automáticamente la máquina. Y ahí está la diferencia con los urdidores antiguos: con el cabezal hidráulico no hay riesgo de que se siga enredando el julio y se pierda la hebra rota, como sucedía antes por la inercia de las bandas, aunque también hubiera sistema de paro electrónico…

De pronto, la máquina se detiene de golpe. El operador suspende la plática y en un instante reconoce el hilo roto; se guía por los foquitos: el rojo grande, en la parte superior de la urdimbre, señala hilo roto. Dos más, uno para el lado derecho y otro para la izquierda indican el lado de la rotura; la horquilla caída desenmascarada por el foquito, señala por último el lugar del defecto.

--Ya se lo habrán dicho --dice el operario al regresar y apretar el botón de arranque, luego de anudar el hilo roto--.Aquí todo depende del material: si está bueno, se la pasa uno nomás viendo, cambiando los julios, cosa que con el cabezal hidráulico se hace en cinco minutos; nomás los encarrila, aprieta botones y la maquinaria los carga y descarga. Pero si viene malo el material, a cada rato se rompe el hilo, normalmente en el nudo que hacen las coneras, automáticas, entonces hay que estar yendo y viniendo, ni al baño se puede ir, pues uno está a destajo. Tampoco es trabajoso cambiar conos: por un sistema hidráulico las filetas se desplazan a los lados y se cambian las rejas: ya después nomás es cuestión de anudar de volada. Antes había una especie de arco dentro de la urdimbre y con un burrito sobre rieles se hacía la postura que tardaba hasta tres horas. Son dos urdidores, con dos oficiales y un ayudante, y entre los dos no sacaban la producción de este. Yo tengo seis años aquí, cinco con la nueva máquina. Nos llamaron a cuatro. En tres semanas de aprendizaje escogieron el más apto. Saco más o menos 14,500 pesos a la semana. Es cuestión de estar a las vivas para anudar rápido el hilo roto. Esos foquitos son nuestros ojos.

A unos cuantos metros, dos oficiales de engomado también laboran en una máquina nueva, americana de la marca West Ponit, comprada en 1980. Aunque guarda el mismo aire de lavandería de todo buen engomado, las diferencias con los dos antiguos encolados que le precedieron saltan a la vista. Aquéllas máquinas, de dos tambores, producían entre 30 y 40 metros por minuto. La nueva produce hasta 90 y enrolla al mismo tiempo hasta 8,056 hilos de los 12 julios que puede llegar a contener.

El sistema de trabajo es particular en el engomado: tres oficiales sin ayudante se rotan de manera tal que siempre habrá dos de ellos en el único turno de las 12 horas diarias de trabajo a destajo. Por ello se les ve a los dos ajetreados e las diferentes labores del engomado. Una parada le llevo cuatro horas a la máquina, dividida en cuatro secciones, está formada por el montaje de julios, las dos de engomado (cada una engoma la mitad de los julios), el tren de secado y el cabezal del julio termina en dónde se enrolla la tela. A un lado, y en un nivel superior, se encuentran los tinacos para la elaboración del apresto o solución de la engomadora, con su tinaco de cocinado y almacén y su sistema de bombeo.

Las funciones entonces, son varias: cocinado de apresto, montaje de julios en los cambios de parada, encuartillada o cuenta del número de hilos para la repasada, reabastecimiento de apresto en las canoas de engomado (tres cocinados y medio por parada). Los dos operadores se dividen las tareas; igual puede ser uno u otro el que realiza el cocinado o la encuartillada. El cambio de julios lo realizan juntos, lo mismo que el desenredo de hilos producido por la falla en el suministro de la corriente eléctrica, dada la inercia de los julios, cuando los hilos llegan a enredarse.

La máquina cuenta con un sistema electrónico que regula la tensión de las canoas de engomado y en el tren de secado, así como la velocidad. Los trabajadores del engomado tienen todos más de veinte años de experiencia en su puesto. Recibían en 1985 un promedio de 15 mil pesos semanales. Ocupan uno de los lugares de mayor responsabilidad del proceso productivo.

Urdimbre

El silencio de la modernidad: de los Picañol a los Dornier

En tejidos con el cambio de maquinaria el proceso de trabajo se aceleró. Para los viejos telares ingleses se necesitaba un tejedor por cada cinco: para los Picañol el número aumentaba a los 16 por trabajador. Un tejedor tiene a su cargo 10 Dornier, pero la productividad en estos es mucho mayor. Las causas de este proceso son claras: si bien todavía en los años ochenta la tecnología textil no había podido prescindir de los telares, aunque ya se empezaban a desarrollar máquinas productoras de telas sin trama (sistemas de pinza), los nuevos han dejado atrás en productividad y eficiencia a los antiguos telares de lanzadera. En El Volcán se deshicieron de 226 telares ingleses (los últimos 104 en 1978), así como los Picañol adquiridos en 1962 y de los 149 Picañol belgas electrónicos (en 1978). Entre 1981 y 1984 fueron adquiridos por esta factoría 64 telares Dornier alemanes de pinza, a un costo de 10 millones de pesos cada uno.

Así, si las diferencias entre los Picañol y los ingleses antiguos, ambos de lanzaderas, era abismal (por el número de luchas o revoluciones por minuto, por el ancho de la tela, por el número de telares por trabajador), la existente entre los telares belgas electrónicos y los Dornier alemanes es tal que en El Volcán prescindieron de los 40 que les restan de los primeros.

El telar Picañol de lanzadera sigue el mismo principio de los telares ingleses, sólo que más rápidos (160 luchas por minuto) del doble de ancho y con un sistema electrónico de cambio de canilla, paro automático por rotura de hilo.

Las ventajas del telar alemán frente al sistema de lanzadera, nos las explica Artemio un mecánico de 25 años, que la empresa mandó a especializarse en Alemania:

--Los Picañol no alcanzan ya ni siquiera las 130 revoluciones por minuto, y los nuevos pueden dar 325, aunque ahora los traemos a 275. En los nuevos ya no hay lanzaderas, ahora la trama se desplaza por medio de pinzas que corren por medio de una cinta desde ambos lados del telar y que se encuentran en el centro de la trama; una lleva la punta del hilo de trama, la otra lo toma y completa la lucha. Además, tienen doble lucha; la pinza jala dos hebras, y por eso llegan a producir más de 60 metros por turno, el doble de los Picañol. A eso añada usté que puede intercalar hilo de color, hasta seis diferentes, contra la tela lisa de los otros telares y que en caso de rotura el telar regresa la trama automáticamente, no se para; y lo más importante, la producción se programa por computadora en el laboratorio. Usté puede meter el diseño que quiera, algo como si fuera el cilindro de una pianola.

Artemio platica en uno de los pasillos del galerón cerca del telar, su voz se escucha con claridad. No sucede lo mismo con las palabras de su colega Francisco que trabaja en los telares de los Picañol. El ruido es el que los ata a su pasado. El cabo que atiende su mantenimiento habla de más de 160 decibeles, pero su voz, o sus gritos, apenas si recortan el traqueteo incesante, el ritmo airado con el que se enreda el vestido humano. El hombre, mucho mayor que el mecánico especializado en Alemania, se encoje sobre el mecanismo que impulsa la lanzadera; de lejos vienen sus palabras que nombran sus partes y explica el funcionamiento; solo la vista reconoce en cada hilo del telar, envuelta por un musgo gris de algodón, unas enredaderas de engranes, bandas largas, cortas, corbatas, pique, hules amortiguadores, espada, viola superior e inferior, enredadera mecánica que casi tres veces por segundo impulsan la lanzadera con el hilo de la trama.

Hilo de pie, hilo de trama, picada, calada, luchas. Palabras que sobreviven en el quehacer cotidiano de los telares Dornier, de donde ha sido expulsado el término lanzadera al conjuro milimétrico del mecanismo hidráulico que amortigua el ruido, que lo somete en cada ángulo de los engranes, en cada apretón de la calada, orillándolo cada vez más a quedar en el recuerdo de los maestros tejedores.

Ajustadas las cuentas a la maquinaria del siglo XIX, los telares alemanes presumen su modernidad; foquitos de colores ayudan al tejedor a destajo a mantener la carrera de la trama: el verde señala hilo de pie roto; el rojo acusa al hilo de trama reventado; el blanco revela la baja presión de aceite en el cárter. La función del tejedor es la misma desde la aparición del telar mecánico automático: lograr que la maquina teja el mayor tiempo posible; de sus hábiles manos depende todavía el anudado del hilo reventado que detiene el telar. La modernización agobia al tejedor; los telares están diseñados para prescindir en lo posible del trabajador. Pero cada hilo de pie o de trama reventado para automáticamente la máquina y obliga todavía su intervención. Los empresarios textiles sueñan con salones de tejidos inmensos, con millones de caladas tejiendo un sonido rítmico, ajeno a la vigilancia humana.

Señor patrón, aquí venimos todos a negociar el día

--Toda modernización trae una revolución --dice Miguel Ángel, el almacenista en el pasillo que conduce al departamento de Revisado--. Ya ve usté, antes decíamos “don Jesús, don Enrique, don Perfecto” cuando le hablábamos al patrón, ahora a sus hijos les decimos licenciados.

Don Jesús, don Enrique y don Perfecto heredaron la fábrica El Volcán al morir su padre, el asturiano Perfecto Migoya, en 1936. Ellos trabajaban en la administración casi desde que enderezaron los telares quemados a marrazos. Con el paso de los años lograron que el prestigio de la marca “Productos Volcán”, impresa en tinta negra sobre tela, recorriera los principales mercados de Puebla y de la Capital.

A decir de los empresarios y los trabajadores actuales, en ese mismo tempo también se impulsó la modernización. Como toda fábrica textil del México postrevolucionario, la planta industrial con la que contaba El Volcán fue diseñada y construida en el siglo XIX. La vena de la modernidad corría por otros rumbos: el aprendizaje de la rutina obrera, la disciplina industrial.

Los trabajadores eran en su mayoría campesinos reclutados en la región de Atlixco, carentes de la mentalidad industrial de la asistencia económica y la puntualidad. Temporadas de siembras y cosechas vaciaban los salones textiles. Sería hasta la segunda generación de obreros cuando los patrones se despreocuparían por la escasez de mano de obra.

--Eran otros tiempos --cuenta Miguel Ángel–. Con decir que fue hasta hace poquito, creo que en 1978, cuando se metió el reloj checador. Antes, al cuarto para las siete se veía a los patrones, don Jesús, don Perfecto y don Enrique, a puerta de fábrica, vigilando la entrada. Conocían de nombre a todos los trabajadores; sabían quién era el velocero, quién el canillero. Decían: “No ha entrado el canillero, hay que buscarle un suplente”, o “que falta el urdidor, no lo he visto entrar” y cosas así. Era una lucha constante: quince minutos antes se empezaba a arreglar, se quitaban la gorra, echaban mano de sus sombreros, platicaban de cualquier cosa. El patrón sufría para lograr que se entregaran las máquinas caminando. Y eso que, como ahora, estaban a destajo. Hoy el trabajador cuenta en pesos lo minutos perdidos.

Los trabajadores narran diversidad de anécdotas que reflejan aquella organización del trabajo más rudimentaria y espontánea: los obreros no tenían muy claro el asunto de la organización racional del trabajo y el proceso productivo.

Un tejedor, por ejemplo, si entraba a las siete, llegaba a las cuatro de la mañana a la fábrica. Pegaba la pestaña un rato más en un rincón cualquiera pero hacia la cinco y media ya ve le veía en el salón de tejidos, acumulando trama en un carrito, haciendo sus montoncitos, diciendo “esto es mío”. El que llegaba más tarde no tenía con qué trabajar porque los tempraneros acaparaban; tenían que esperar a que saliera más trama.

--La tarea del patrón --nos dirá más tarde uno de los propietarios-- era intentar meterle a los trabajadores en la cabeza la mentalidad industrial, impedir que los telares pararan; frases como “aquí no puede haber maquinaria ociosa” eran de todos los días. Hoy todavía alguno que otro trabajador esconde el material, guarda por ái una caja, pero se le dice: “ya hay otros modos para solucionar el problema; si el material escasea y la causa es imputable a la empresa se te va a compensar”.

Pero los patrones no sólo se enfrentaron con la mentalidad campesina en los años treinta. También se las tuvieron que ver con el surgimiento de la mentalidad sindical. En muchos casos, fueron ellos quienes la promovieron, simple y llanamente, no tenían con quién negociar. Por ejemplo, en el caso de los llamados paros de energía. Si por alguna causa se iba la corriente eléctrica, los obreros se marchaban y no había poder humano que los detuviera. Ahí se perdían los pocos pelos de las cabezas asturianas. ¿A quién replicarle: “Señores, no se pueden ir, en unos minutos regresará a la corriente?” Otro ejemplo: Alguien gritaba en los tróciles: “Mañana se celebra el día de la Guadalupana”, y salían, paraban las máquinas y el turno entero se plantaba frente a las oficinas, a negociar en bloque. Estaban agremiados pero no había líder. La disputa por el contrato de trabajo entre cromistas y cetemistas obligó a la empresa a construir un cuartito en el que los trabajadores depositaban sus pistolas y sus fusiles –defensa de sus vidas en los caminos y veredas entre la fábrica y los barrios y rancherías— durante las ocho horas que pasarían ante las máquinas. Las armas llegaron a verse recargadas en los telares o colgadas junto a los sombreros en alguna estaca. Por las noches, de regreso a sus casas, los obreros de las diferentes fábricas se agarraban a balazos al grito de “yo soy cromista, pues yo cemetista.” Muy seguido amanecían en el fondo de las zanjas.

En El Volcán, ganó la CROM. Al interior de la fábrica, los trabajadores no tenían organización sindical. Las balaceras también se armaban entre los obreros mismos de El Volcán: que si tú quieres mangonear y tú quién eres; que si tu no quieres trabajar y me friegas, pues me dejas sin material; que si quiero meter a mi sobrino pero tú quieres meter al tuyo. Si no había quien hiciera cabeza frente al patrón, tampoco había quien mediara entre ellos. Al final tuvieron que nombrar un líder, en los primeros años de los cuarenta, Ignacio Alvarado Munive, trocilero, dejó de trabajar para convertirse en el representante de los obreros, ante la empresa. El sindicato tuvo formalmente su aparato burocrático, con su secretario general y demás. Lo primero que estuvo claro para todos fue que se acababan los paros colectivos.

Los primero patrones

“Ellos estaban siempre ahí –cuenta Arturo Migoya, hijo de don Perfecto quien llegó a la fábrica en 1975 a los 23 años de edad--, no se podían separar, ni querían hacerlo. Mucho tiempo vivieron en la fábrica. Sus casas están ocupadas ahora por empleados de confianza, un ingeniero entre ellos. Arriba de las oficinas había un refractario. Allí comían, en una mesa los empleados y en otra nuestros padres. Era otro régimen de vida. En un tiempo incluso llegaron a vivir en la fábrica todos los empleados de confianza. Los sábados tenían que regresar antes de las diez de la noche; más tarde hallaban la puerta cerrada y posiblemente el despido al otro día. Para los viejos todo se basaba en disciplina y trabajo personal. Todo lo tenían que ver, en todo tenían que estar. En el cambio de turno ellos mismos cachaban a los trabajadores en busca de tela robada, arremangada en las piernas y en los brazos, por que el trabajador se daba sus mañas: por ejemplo, todos los días se hacían un mandil de manta nuevo y todos los días se lo llevaban a casa. Pero lo más importante para ellos era la fabricación: “Se camina mucho en la fábrica –nos decían--, porque lo que tú no ves, nadie lo puede ver”. Ellos decidían cuando se debía hacer el cambio de una máquina a otra, de un hilo a otro, sin ninguna programación, a puro ojo: que falta carrete aquí, a ver qué pasó, que echen una parada de rojo – cuando todavía se teñía el pabilo de los carretes que salían de los veloces--, a ver si hay de rosa, sí, sí hay. Y así como eso, sabían quién faltaba, qué máquina estaba descompuesta y por qué. Todo lo supervisaban personalmente: a las cuatro de la mañana podían aparecer en cualquier departamento en busca de los dormidos: agarraban los libros de liquidación —que por cierto todavía se hacían a mano, con letra palmer de firulete— y hacían cinco o seis multiplicaciones selectivas para ver si estaba bien el empleado.

La primera generación de los empresarios Migoya.

--Es decir—sigue el licenciado--, todo estaba centralizado. Ese era el pan nuestro de cada día. No daban responsabilidad a los jefes de turno. Decían: “yo soy el único que da las órdenes porque a ustedes los empleados los amenazan los trabajadores”. Y sí sucedía. El trabajador llegaba a decirle al empleado cosas tales como: “si no trabajas, te mato”; pero a los patrones no les respondían. En fin, ellos lo hicieron a su manera, y se puede decir que también modernizaron la fábrica: ellos metieron la energía eléctrica en los cuarenta, pues hasta entonces todavía se trabajaba con turbina y banda maestra—pistola en mano tenía don Perfecto que defender el agua que le cortaban los ejidatarios en tiempo de riego--, ellos modernizaron aquí mismo los trenes de estiraje en los tróciles y metieron los telares Picañol en 1962, en un modelo que todavía no era electrónico. El problema fue que después de cuarenta años de trabajo, su mentalidad los llevaba a conservar las cosas tal cual o peor, a decir: “yo ya dí lo que tenía que dar, que a esto le pase lo que le tenga que pasar.”

La transición

El primero de los licenciados, Jesús, hijo de don Jesús, llegó en 1973, y se quedó a vivir en la fábrica. Tuvo que “caminar mucho” y pararse temprano. Si don Enrique estaba a las 6:25, al otro día Jesús aparecía a las 6:15, y al siguiente día el tío a las 6:10. Por varios días los llegaron a presentarse a las cinco, en la lucha por llegar primero que el otro. Quien llegaba antes, tenía la ventaja de la información (máquinas paradas, producción de hilo, etc.) y por lo tanto de la decisión de qué hacer, pues lo importante era saber. Llegó un momento en que si Jesús decía “primero echan el rosa y luego el verde”, don Enrique ordenaba lo contrario, ambos disputándose el argumento de llegar temprano. Así, como el tejedor acaparaba trama, ellos acaparaban la información.

Con el tiempo murió don Jesús y don Enrique se fue a España. El gran mérito de don Perfecto fue no oponerse a la juventud que se aventuró a la modernización.

Entre 1975 y 1980 el Volcán se transformó. La mayoría de los empleados de confianza tuvieron que ser despedidos por su oposición a los licenciados—desde los maestros de hilados hasta los contables--. Un ingeniero textil catalán, contratado para rediseñar la planta, efectivamente revolucionó todo. En un año proyectó los planos de una fábrica completamente diferente en su disposición, siempre dentro del mismo cascarón.

El nuevo plan tardó siete años en llevarse a la práctica de lado a lado; por varios años la gente trabajó en sus máquinas rodeado de albañiles y ductos abiertos, en un permanente movimiento de materiales. Del antiguo “a ojo veo que este hilo no es del 30”, se pasó a un nuevo laboratorio computarizado. El personal de confianza se redujo masivamente: cuatro personas para la administración (secretaría, facturación, registro de embarque, crédito y cobranzas, nómina y jefatura de personal, todo con técnica computarizada); dos celadores por turno, en producción, dos personas en abastos y refacciones, un bodeguero para artículos terminados, dos ingenieros, un laboratorista, tres mecánicos, tres choferes en distribución y cuatro en seguridad (no hay policías industriales).

Los tres licenciados—dos hermanos y un primo--, se distribuyeron la dirección: los primeros en mercadotecnia y en producción, el último en administración de finanzas y personal. Así se sintetizaba la nueva mentalidad. –Aquí hacemos lo que el mercado pide —dice Arturo Migoya—. Trabajamos de acuerdo con el cliente: no vendemos lo que hacemos, sino al revés, hacemos lo que vendemos. A nosotros ya no nos interesa crecer. Cada telar está programado y su producción ya vendida. La clave está en salirse de los productos que todo el mundo puede hacer. Actualmente, casi no tenemos competidor, básicamente por versatilidad en los diseños y oportunidad de la entrega. La perspectiva nuestra es clara: integrar la producción con el teñido de hilos y las torzaleras; renovar la maquinaria obsoleta e invertir para elevar la productividad. Estamos pensando en un trócil que ahorrará los pasos de estirado, veloces y coneras. Nosotros les decimos a los trabajadores que si nos vamos ahogar, vamos a ser de los últimos.

De pie, en una sola hilera están los cuatro revisadores en un salón casi vació: solos con sus revisadoras, máquinas que no tienen mayor función ni menor complicación que pasar la tela de un rollo a otro por un rodillo en alto, formando un triángulo. Los cuatro son maduros; cualquiera pensaría que están ahí reacomodados por los reajustes de personal. Pero no; de ellos depende el control de calidad. Sus ojos escrutan palo a palmo miles y miles de metros, millones en un año, en uno de los escasos lugares de la producción en El Volcán en donde hay destajo ellos están armados de una navajita en la mano, con el pie en un botón que detiene el motor eléctrico cada vez que sus ojos, rapidísimos, ágiles, saltones, descubren un defecto: una hebra suelta, un hilo corrido, cualquier cosa y que la navajita arregla de inmediato. Su puesto es clave; por eso no están a destajo y la empresa intenta convertirlos en empleados de confianza. De ahí para adelante, después de esos cuatro pares de ojos, la producción no tiene vuelta, se va directamente al cliente y a las manos de la costurera maquiladora de los talleres del Distrito Federal.

Al fondo del salón de revisados está amontonada la antigua maquinaria de acabados de El Volcán. Ahí está la dobladora, la prensa para bultos de manta, la aprestadora para el almohadillado, el tórculo para el planchado: todas de color negro, garigoleadas en dorado; todas dejando ver apenas la Guadalupana en veladora montada en un nicho. Empolvadas, mientras esperan su traslado a un museo.

--Aquí acabó todo —dice Miguel Ángel, el almacenista que entró en 1970 a la fábrica—. El torculero, el doblador, el emparejador, el cosedor, todos esos hombres y esos puestos desaparecieron. Uno de ellos, el doblador, cuando a su máquina le añadieron un mecanismo que eliminaba su función de recibir la tela caía y doblarla de atrás pa adelante, muchos días pasaron y él ahí terco, con sus aferradas manos recibiendo la tela y acompañando el movimiento mecánico. Se negó que lo reacomodaran en otro puesto. Finalmente lo liquidaron como a muchos otros que no hallaron acomodo en la modernidad.

GLOSARIO DE TÉRMINOS

Abridor: la fibra se recibe con una serie de motas y botones que es necesario abrir y auditar para poder realizar con posterioridad un trabajo perfecto. Es la primera operación del proceso de trabajo, abrir el algodón.

Batiente : hay de dos tipos,

Batiente cortador, que mejora la mezcla recibida del paso anterior.

Batiente afinador, que puede ser de diferentes pulgadas según tipo y marca de las máquinas y es la máquina que limpia todas la impurezas que contiene el algodón.

Carda: La napa que se obtiene en los batientes pasa a alimentar las cardas, lo cuales hacían tres trabajos:

  1. Disgregación a fondo de las fibras;
  2. Eliminar cualquier material extraño de las fibras;
  3. Y, obtener un velo que a base de torsión del algodón que forme una mecha continua.

Este último paso es decisivo para la obtención de un acabado fino del hilado, pues su funcionamiento influye directamente en la calidad de los mismos; en esta parte del proceso es donde puede corregirse el producto de fases anteriores. La idea que proviene de Inglaterra que dice que “cardar bien es hilar bien”, se debe a que en todas las cardas es posible corregir defectos en las operaciones de las máquinas anteriores, en cambio una mala calidad no puede cambiarse.

Así, la obligación de los carderos era cuidar las cardas: aceitarlas, limpiarlas e inclusive llevar los rollos de los batientes a las máquinas y a sus departamentos correspondientes. En esta sección había un botero cuya función era cambiar los botes llevándolos al estirador y traerlos vacíos.

Conera: La función de las coneras es devenar el hilo de las bobinas del trócil para formar una sola unidad con la mayor cantidad de hilo posible, así como limpiar al mismo de las partes gruesas y de los empalmes mal hechos.

Estirador: Paso siguiente de las cardas. El estirador se encarga de crear una mecha regular y obtener las mejores fibras a base de doblajes y estirajes sucesivos.

Julio: Carrete en el que se enreda el hilo con el que se alimenta el telar.

Peinadoras: El uso de las peinadoras es requerido cuando se produce hilo fino. Su trabajo consiste en darle un mayor grado de paralización a las fibras y en eliminar las de otra longitud que no permita la producción de hilos de calidad. Se ubican por lo regular entre las cardas y los estiradores.

Telar: Máquina para tejer construida de madera o metal, en la que se colocan unos hilos paralelos, denominados urdimbres, que deben sujetarse con algún peso. Los hilos se devanan en la industria textil de manera mecánica para formar la carda que permite posteriormente pasar a la trama.

Trama: Grupo de hilos que combinados y enlazados entre sí dan forma finalmente a la tela.

Trócil: Máquina en la que se hace el último proceso del hilado. Es decir que en n el trócil se obtiene hilo final. Las obligaciones de los trocileros, es la limpieza de las tablas y la limpieza de los husos, cada vez que sea necesario desenredar la hilaza, a fin de evitar desperdicios.

Veloz o pabilador: en este se produce el primer hilo grueso o pabilo. Este procedimiento se lleva a cabo a través de cuatro funciones simultáneas: doblar y tirar la cinta; torcerla convirtiéndola en pabilo y, finalmente enrollar ese pabilo en una bobina que habría de alimentar el trócil. En el número de éstas con las que cuenta el trócil intervienen diferentes tipos de veloces: grueso, intermedio, fino y superfino. El trabajador de veloz o velocero respetará el ritmo impuesto por la fábrica.

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Sobre el autor

Emma Yanes Rizo

Historiadora, escritora y ceramista, tiene un Doctorado en Historia del Arte por la UNAM y es investigadora en la Dirección de Estudios Históricos del INAH.