Yasuaki Yamashita probablemente no estaría ahora entre nosotros si su madre no lo hubiera abrazado y protegido con su cuerpo en el momento en que estalló la bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki el 9 de agosto de 1945.
Esta ciudad japonesa, en los primeros días de agosto de ese año, ya había sido blanco de los bombardeos norteamericanos que destruyeron parcialmente los astilleros del puerto, el hospital de la ciudad y la fábrica de Mitsubishi. Pero Fat Man, nombre con que el ejército norteamericano denominó a la bomba atómica, era un arma totalmente diferente y cruel, nunca utilizada hasta tres días antes en otra ciudad japonesa: Hiroshima.
Al estallar la bomba a 500 metros de la superficie del barrio de Ura-kami, se generó una temperatura de 3,900 grados centígrados y vientos de más de mil kilómetros por hora. En ese momento, Fat Man mató al instante a más de 40 mil personas. Sin embargo, lo peor estaba por venir debido a los efectos que la radiación y las quemaduras dejaron en los sobrevivientes. A fin de ese año murieron, poco a poco, más de 35 mil personas. Los efectos mortíferos de esta arma desgraciadamente siguen causando enfermedades y la muerte de miles de personas que estuvieron expuestas a la intensa radiación que cubrió toda la ciudad. Hasta agosto de 2018, el número de muertos a consecuencia de la bomba, inscritas en el memorial del Parque de la Paz de Nagasaki, había ascendido a 179,226 personas.
El fin de la guerra llegó entonces con un largo caudal de sufrimientos para la familia de Yasuaki. Su padre fallecería en las semanas posteriores al participar en la recolección de miles de cadáveres esparcidos en el epicentro donde estalló la bomba. Al siguiente año de la rendición de Japón, el hambre y las enfermedades cubrieron a todo el país, pero de manera particular los sobre vivientes de las bombas atómicas, los hibakusha, de las ciudades de Nagasaki y Hiroshima quedarían marcados de por vida.
Yasuaki, a sus 80 años de edad, considera que ningún ser humano debe de padecer el infierno que le tocó vivir a él. Mucho menos sufrir los terribles efectos que la bomba atómica sigue causando a su generación. Yamashita es uno de los sobrevivientes de la bomba atómica más activos por lo que de manera incansable asiste a foros y escuelas en México, Estados Unidos y Japón para que los jóvenes conozcan de viva voz los horrores que las armas nucleares pueden causar a la humanidad entera. Junto con otros sobrevivientes de la bomba que radican en Estados Unidos ha impulsado un colectivo denominado Hibakusha Stories, organización encargada de difundir las historias de los sobrevivientes del holocausto nuclear a los estudiantes norteamericanos a lo largo y ancho de ese país.
Sin embargo, el largo sendero que ha tenido que recorrer Yasuaki para convertirse en un activo promotor contra el uso de las armas nucleares ha sido muy complicado y doloroso. No sólo la bomba atómica le arrebató a su padre siendo un niño, pues en los siguientes años fallecerían su madre y sus hermanas víctimas de cáncer. Él mismo, siendo joven, empezó a padecer anemias repentinas que le provocaban desmayos de manera repentina sin poder conocer con exactitud hasta ahora cuál es el origen de tal mal.
En ese entonces el sufrimiento de Yasuaki se incrementó al ingresar a trabajar al Hospital de la Bomba Atómica donde se atiende a los pacientes que desarrollaron alguna enfermedad relacionada con los efectos de la misma. En el hospital conoció a un muchacho de su edad que padecía leucemia al que le proporcionó su sangre por la necesidad de constantes transfusiones que requería. El joven moriría poco tiempo después, pero esta experiencia lo afectó profundamente pues estuvo consciente que él mismo podía enfermar en cualquier momento. Sin embargo, el problema más grave y doloroso que el conjunto de hibakusha empezó a padecer fue la discriminación.
Las enfermedades y los nacimientos de niños con deformaciones crearon una reacción contra los sobrevivientes de la bomba pues la población en general consideró, sin fundamento alguno, que se podían “contagiar” con alguno de estos padecimientos. El dolor que de por sí llevaban a cuestas los hibakusha se aunó al rechazo al que se vieron sometidos. El ocultamiento de su origen y hasta el suicidio fue la respuesta de muchos de los sobrevivientes que ante la discriminación decidieron ocultar lo que habían padecido.
En el año de 1952, al reestablecerse las relaciones entre México y Japón, una gran explosión de música, de color, de imágenes y de información empezó a llegar desde México como parte de esta reanudación de relaciones. En el año de 1953 el trío de música popular mexicana llamado Los Panchos cautivó a los japoneses al grado que fue necesario realizar versiones en japonés de sus éxitos musicales.
En el año de 1955, la Gran Exposición de Arte Mexicano (Mekishiko Bijutsuten) se montó en el Museo Nacional de Tokio exhibiendo numerosas piezas de las culturas prehispánicas, de pinturas contemporáneas y del arte popular mexicano. El conocimiento de esta cultura representó para Yasuaki como un bálsamo que le ayudó a sanar alguna de las heridas del alma que había ido acumulando y lo impulsó a pintar y estudiar el idioma español con el propósito de conocer algún día a México.
El trabajo que Yasuaki realizaba en el hospital le causaba un dolor permanente, además la discriminación de la que los hibakusha eran víctimas le fueron generando una enorme necesidad de salir de su país. En 1968 se presentó la oportunidad para que viniera a México como interprete-traductor de la delegación de deportistas japoneses que participó en las Olimpiadas. Al terminar el evento, Yasuaki decidió establecerse y trabajar en México y conocer de manera más profunda su cultura y su pueblo. Se adentró de manera particular en el conocimiento de las culturas mesoamericanas por lo que estudió el idioma náhuatl y se dedicó a recorrer todas las zonas arqueológicas del país.
La vida diaria en México, su comida y el contacto estrecho con los mexicanos lo llevaron a decidir permanecer definitivamente en México y naturalizarse mexicano posteriormente. La vida puso a Yasuaki en una situación que lo orilló a buscar un lugar distinto al de su nacimiento donde pudiera curar sus heridas pero a su vez potenciar y valorar las raíces de donde era originario.
En México además, Yasuaki encontró el momento adecuado para romper el silencio que se había impuesto para ocultar su origen como hibakusha. En el año de 1995 un grupo de estudiantes supieron que había nacido en Nagasaki y lo invitaron para que les platicara sobre el lanzamiento de la bomba atómica. Hasta ese momento Yasuaki descubrió que narrar su historia y compartirla le permitiría sanar los recuerdos que tanto lo lastimaban. Decenas de miles de personas lo han escuchado a partir de ese entonces.
En el pueblo de San Miguel de Allende, Guanajuato donde actualmente radica, Yasuaki ha sido capaz de transformar la oscuridad que lo atormentaba en vivos colores con sus pinturas y su cerámica que han sido expuestas y han ganado premios por su gran calidad artística. Con su sonrisa de niño Yamashita posee una férrea voluntad para oponerse al uso de las armas nucleares y para crear obras artísticas maravillosas.
En agosto de 2019, a 74 años del lanzamiento de la bomba atómica, además de recordar y orar por los muertos que día a día se suman por esta tragedia, Yasuaki nos convoca para que nos comprometamos y alcemos la voz informando de los terribles efectos que producen el uso de las armas atómicas. Yamashita a sus 80 años de edad no sólo es un hibakusha valiente y comprometido sino que se ha convertido en un nikkei ejemplar que despliega con toda su fuerza lo mejor de Japón y México.