Un día en la ciudad de México: 05:00 Estación Pantitlán Destacado

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Vienen de la oscuridad, con chamarras y mochilas y gorras. Bajan de los camiones pensativos, cabizbajos, concentrados. Se mueven hacia la entrada del Metro con la vista clavada en el piso. Echan vaho por la boca. Es la hora de la prisa.

En los alrededores las calles lucen solitarias, oscuras. No amanece todavía, pero en la Estación Pantitlán la ciudad ha despertado. En la Ciudad de México este es uno de los sitios en donde comienza el día.

Frente a los puestos de tacos de bistec con nopal, a los que alumbra un foco pelón, se agrupan los primeros clientes. Hay humo y vapor bajo los postes del alumbrado. Huele a carne y a alcantarilla, y todo está poblado de gritos. Alguien vocea desayunos de a diez, que “¡no vienen sucios ni caducados!”: dentro de una bolsa de plástico, el vendedor ofrece un plátano, un yogur y un delgado sándwich de jamón.

Más allá se alinean vasos de unicel repletos de café, el precio es de cinco pesos, y donas suaves de chocolate de a tres cincuenta. En puestos de metal pintados de rosa se ofrecen quesadillas, tlacoyos, gorditas, “ricos tacos de carnitas” y “churros calientitos”.



Abundan los puestos de gorras, mochilas, audífonos: artículos indispensables para el metronauta moderno.

Pantitlán es una de las puertas de entrada de la ciudad: la más grande y la más conflictiva. Camiones que iluminan su interior con foquitos azules se detienen frente a la estación cada minuto y vomitan carretadas de gente que proviene de Neza, de Chalco, de Chimalhuacán, de La Paz, de San Vicente Chicoloapan. Los pasajeros saltan del estribo un poco adormilados y caminan o trotan hacia la entrada que brilla con una escandalosa luz resplandeciente.

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Ilustración: Patricio Betteo

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Sobre el autor

Héctor de Mauleón

Escritor y periodista, subdirector de la revista Nexos. Escritor y periodista. Entre sus libros está El secreto de la Noche Triste.