Sociedad

Un tiro de gracia

Vida y milagros

Aquí en donde vivimos, mi hija tuvo un caballo durante 18 años. Se llamaba Compromiso, un animal noble, tranquilo, de boca dócil y buen paso. Montarlo fue la felicidad de muchos niños, pero en particular de su dueña, que siempre y mientras vivió aquí, estuvo pendiente de su cuidado y bienestar. Recorrieron juntos todos los caminos y campos cercanos durante muchos años. Si de algún animal puedo decir que tuvo una vida apacible y feliz, es de éste. No sabemos que piensan los animales, pero sí sabemos que son capaces de sufrir y de sentir temor. Este caballo tuvo la fortuna de vivir desde muy joven en un lugar en donde nunca sufrió maltrato, un raro destino para los animales que conviven con los seres humanos.

Al buen caballito de un día para otro le fallaron los riñones y el veterinario dijo que no tenía remedio. No le dolía nada todavía, pero en unos cuantos días empezaría a sufrir, así que habría que sacrificarlo cuando eso sucediera. Su dueña, que ya no vive acá, decidió esperar unos días para que se despidiera de la vida y nosotros de él. La manera menos cruel de sacrificar a un caballo es con un balazo; quien lo haga tiene que saber cómo hacerlo para que la muerte sea inmediata y sin sufrimiento alguno. Compromiso tuvo una buena vida y también la suerte de una muerte piadosa e inmediata.



A dos o tres kilómetros de donde vivo hay un rastro para matar caballos y burros; por la carretera van y vienen camiones y camionetas de redilas con su carga de animales destinados al matadero. Durante mucho tiempo pensé que los sacrificaban por estar viejos o enfermos, pero ahora sé que también los reciben sanos y de todas las edades, porque los usan para hacer la famosa cecina que se vende por todos lados. Un día hace ya diez años vi pasar una camioneta de redilas que llevaba a varios caballos y entre ellos se asomaba una pequeña burrita. Esa vez detuve al camión y pregunté que a dónde la llevaban y me dijeron que también al rastro, pero que, si la quería, me la daban por 200 pesos. Pensé que podía vivir en el corral junto al caballo, y así fue, y aquí sigue. Era la única manera de salvarla. Hay una ley contra el maltrato animal que supuestamente los protege, pero no hay autoridad alguna que se interese o tenga los recursos para regular mínimamente lo que ahí sucede. La mayoría de las personas acepta la estúpida concepción del mundo en la cual el ser humano es el centro de la creación y por lo tanto puede hacer con los seres vivos lo que se les antoje sin compasión alguna. Es cierto que en la cadena de la vida los animales matan para sobrevivir, pero ninguno lo hace con la crueldad y dureza de los humanos. Una persona que sabe todo lo que pasa entre San Andrés y Atlixco, tuvo a bien contarme lo que a él le han contado: que en los rastros de caballos del rumbo forman a los animales, les cortan el cuello con un cuchillo y los dejan desangrarse en el piso, a la vista de todos los demás animales. La forma específica en que los matan era algo que no sabía, y para mi desgracia y la de ustedes, ahora ya sabemos. Me dijo que esa era la forma y costumbre en que se mata a los burros y caballos por aquí. Darles un tiro o tener las pistolas de rastros profesionales para una muerte piadosa es algo que casi nadie está dispuesto a considerar. Se considera un gasto inútil.

Hace unos días llegó el momento de sacrificar a Compromiso. No estuve ahí para mirarlo, no tengo ese valor. Me senté lejos, en unos escalones de piedra, a esperar el sonido seco que le regalaría a uno de los pocos caballos de estos rumbos una muerte piadosa. El tiro de gracia, le dicen, el que te saca de este mundo en un breve instante y te quita de sufrir.

La muerte de las mujeres en Puebla tiene nombre y apellido en los comunicados de búsqueda que publican las autoridades. En las notas periodísticas aparecen con sus nombres de pila y la primera letra del apellido. Vania Ivonne T.M., Marisol L.C., Miriam P. R., Angie Michelle V.E, Guillermina R.... Y muchas más mujeres asesinadas en Puebla. La muerte tiene permiso, escribió Edmundo Valadez hace muchos años, para recordarnos que esa es la condición natural de la historia nuestra. No fue el COVID, no fue el infortunio. Estas jóvenes mujeres han muerto en una violencia inenarrable. De nada vale cualquier sociología. Hartos estamos de diagnósticos. En el Día de Muertos ahí está su muerte absurda y vil.

Detener el tiempo. Cuánto dolor agrupado en el costado de una sociedad sumida en el abismo.

Y por doler, dice Miguel Hernández, nos duele hasta el aliento.



A Vania Ivonne T. M., una joven de 22 de años de edad reportada como desaparecida en Cuautlancingo desde el 22 de octubre pasado, la arrojaron al río Atoyac en el poblado tlaxcalteca de Xicohzinco.



A Marisol L.C., de 32 años de edad, la vieron por última vez la mañana del pasado 9 de julio en la colonia Granjas Puebla. La encontraron muerta el 16 de julio en un paraje de la conia Jardines de Santiago.

A



A Miriam P. R., de 31 años de edad, madre de dos niñas, desaparecida desde el 17 de septiembre pasado, la encontraron el 8 de octubre muerta en las inmediaciones de la localidad de Otzoltepec, en el municipio de Tehuacán. Dice la nota periodística: "El pasado lunes campesinos de Rancho Nuevo, en la localidad de Otzoltepec, dieron aviso a las autoridades sobre la presencia de un cadáver en un paraje de la zona el cual estaba siendo devorado por los perros. Tras ahuyentar a los canes los campesinos de la zona resguardaron el cuerpo hasta que llegaron los policías municipales." Después, la misma nota refiere que su cuerpo presentaba huellas de tortura.

Feminicidio 66: Encuentran sin vida, en Texmelucan, a Angie Michelle

A Angie Michelle de 19 años de edad, originaria de la Ciudad de México, radicada hace unos años en Puebla, desaparecida el 12 de julio en San Andrés Cholula, la encontraron muerta en un paraje de San Nicolás de los Ranchos.

A Guillermina Rubín la encontraron muerta el 9 de julio de 2020. Parte de sus restos fueron hallados en dos sitios, en la colonia Guadalupe Hidalgo de Puebla y en la Carretera a San Andrés Azumiatla, en Santa Clara Ocoyucan. Teníia 31 años de edad y era madre de tres hijos.

Nacer chipileño

Mundo Nuestro. Eduardo Montagner Anguiano (Chipilo, Puebla, 1975) escribe en lengua véneta y castellana, y plantea en este texto la defensa de su pueblo natal desde la lengua misma originaria, la que da sentido a la existencia de una comunidad en riesgo. Cuánto de su propuesta se une a la lucha de los pueblos originarios de México. El texto fue publicado originalmente en el dossier Vidas al margen en la Revista de la Universidad de México, en abril de 2018.

Eduardo estudió lingüística en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es autor de Parlar par véneto, víver a Mésico, Al prim, Toda esa gran verdad y Ancora fon ora.

Antes del texto, y para dar el contexto en el que se comprende la complejidad de la propuesta de Eduardo Montagner, persentamos esta iniciativa del presidente del Consejo Regional del Véneto, en Italia.



Chipilo en riesgo

Intervención de Roberto Ciambetti en el Consejo Regional del Véneto [Abril 2018]



Nacer Chipileño

Lo más extraño que pudo pasarme fue nacer. No en sentido biológico, sino sociocultural, lingüístico. Pronto tomé una fatal decisión, siendo todavía un bebé: no hablar la lengua de mi padre, que era también la de mi pueblo natal. Ese silencio véneto-chipileño1 se prolongó durante 25 años. Mis compañeros de clase pensaron que tampoco la entendía y comentaban cosas sobre mí creyendo no ser escuchados, pues una de las funciones de esa lengua fue, por muchos años, justo ésa: defenderse del forastero, del ajeno a nosotros. Pero yo era un “nosotros”. Un nosotros sofocado. Fui un niño atormentado y ambiguo: yo no era chipileño, pues no hablaba su lengua, era mestizo y no me interesaba el mundo agropecuario al que ellos parecían destinados por una voluntad inmemorial; tampoco era como los vaqueros que venían a trabajar desde los pueblos aledaños. Yo era como los chipileños por facciones, aunque también como mis parientes maternos, Anguiano-Villicaña, Martínez-Cancino. Pero vivía acá en Chipilo y no en ciudades como ellos.

Chipilo. Fotos: Eduardo Montagner



La sorpresa fue cuando mi padre, sin importar si hablaba o no aquella lengua, me obligó a trabajar en el establo. A partir de ese momento dividí mi mundo en dos: el paterno era brutal, abundante en astillas, alambres, forraje, estiércol, sudor y posibles heridas. Carecía de música. El materno en cambio era huida, refugio al que yo entraba a cada oportunidad; ahí, mientras mi madre tejía, podía ensimismarme en un aspecto fascinante de sus telenovelas: la música incidental, sobre todo la rara, usada para villanas y suspensos, que seguía resonando en mis oídos cuando los gritos paternos me hacían salir de nuevo a trabajar. En ese mundo materno, ahora lo veo, también estaba un idioma, el castellano, hablado desde un guion, con la más elemental de las ediciones literarias, cosa que me provocaba curiosidad. Y, finalmente, el grado más popular de la ficción. En el mundo paterno no había ficción. Todo era demasiado real, animal en grado atroz, y algo que sólo con el tiempo pude comprender: sonaba y resonaba dueña de todo aquella lengua que era imposible escribir, según decían todos ellos, los que sabían, sus hablantes. Ese flatus vocis me producía angustia, un auténtico horror vacui. Tal defensa de la agrafía de su lengua me parecía un engaño porque yo, en secreto, escribía ciertas palabras mientras continuaban asegurando que esta lengua no se puede escribir. Si bien es verdad que dos de sus fonemas no existen en castellano, no veía mayores problemas en escribirla. Hasta ahora no he encontrado ningún otro chipileño que haya comenzado escribiendo su lengua étnica en vez de simplemente hablarla. Puede que sea el único. Incluso cuando me decidí a hablarla y llevé mis primeros cuentos en véneto para revisión de un primo, tuve que responder, ante la ridícula situación, que yo sólo la escribía. Todo comenzó con ese conflicto lingüístico causado en gran medida por mi mestizaje. Habría sido mucho más fácil ser un mexicano monolingüe en castellano como hay tantos o un chipileño intiero (no mestizo) y no un medo chipileño (mestizo): así, como me dijo alguna vez Mario Bellatin: “no te habrías dado cuenta de nada”. Ya en mi adolescencia me interesé a la defensiva, sin saberlo, por la escritura japonesa, y llegué lejos en esa atracción críptica que años después tuvo que expresarse en modo más cercano y comprensible: la literatura tanto en véneto como en castellano. Era mi sensibilidad, mi voz propia pugnando por salir en un pueblo donde las sensibilidades y las voces propias, junto con la creatividad, todavía están proscritas. Durante años pensé que eran mi madre, su lengua y su ideología las que estaban atrapadas en un mundo dominante, ajeno a ella, y que había que defenderlos. No podía saber que las cosas eran por completo al revés. Los datos duros que ofreceré los descubrí de manera atónita y dramática. Nunca pensé que hablar de mi pueblo fuera políticamente incorrecto pues, aunque no apoyo la colonización, somos producto disperso de ella.

¿Por qué están ustedes aquí?

Esa pregunta nos la siguen haciendo muchos mexicanos provenientes de toda la República. La han hecho durante los 135 años de historia de Chipilo y de su lengua, el véneto (llamado tradicionalmente talián). ¿Por qué nadie lo sabe, si nuestros antepasados fueron traídos como colonos a invitación expresa del gobierno mexicano? La razón es que México fracasó en su proyecto federal de colonización y ha olvidado ese episodio de la historia nacional, dejando, por ejemplo, fuera de los libros de texto gratuito un párrafo explicativo de las seis colonias italianas establecidas entre 1881 y 1882 en pleno México porfirista, bajo el mando del presidente Manuel González. El gobierno me­xicano pretendía ingresar al país unos 20,000 colonos italianos, pero se terminó trayendo a poco menos de 3,000. ¿Qué podían hacer ellos ante millones de nativos? Además, hubo ineptitudes bárbaras, planeación lamentable y, por supuesto, corrupción desde la compra de las tierras donde los colonos debían establecerse. El fenómeno etnolingüístico chipileño es, si no único, al menos sí muy particular a nivel mundial. Nuestra lengua está catalogada por la UNESCO como vulnerable en su Atlas de las lenguas del mundo en peligro, y su ubicación se distribuye desde luego en Italia, Croacia, Brasil. Y también Chipilo. Los descendientes de esos colonos vénetos y en menor medida lombardos y piamonteses que fundaron Chipilo somos hoy, en nuestro propio país, una etnia huérfana de Estado, un error histórico. No somos tomados en cuenta en ninguna ley mexicana, salvo por el ambiguo “sin importar etnia” de varias de ellas. Por desgracia, lo único que nos ayuda a entender lo que sucede es percatarnos de que esta nación desprotege incluso a sus etnias originarias. ¿Qué podemos esperar nosotros? De 532 colonos fundadores, sólo un año después, quedaban poco más de 300, para ser 437 en 1895: ese escaso número de hablantes es uno de los puntos más enigmáticos en el fenómeno de conservación lingüística y cultural de Chipilo. Qué raro ser mexicano bicultural y bilingüe en lo que, según la lingüística, es una cultura alóctona y una lengua étnica minoritaria de inmigración. Qué desolador tener que dar explicaciones de tu presencia en México, aunque aquí naciste, creciste y morirás. Qué rabia cuando con frecuencia abrumadora tenemos que escuchar o leer: “vuelvan a su tierra, que los regresen, éste es mi país, refugiados, incestuosos, racistas”. Qué fastidio estar explicando siempre lo mismo, ya sin esperanza de que la gente lo entienda. Qué impotencia escuchar en las calles de tu pueblo natal: “óyelos: siguen hablando su dialectito aunque comen de México”, o “es falta de educación que usted hable frente a mí una lengua que no entiendo”. Inconcebible también escuchar comentarios de ese tenor por parte de académicos, como el día en que el director estatal del INAH opinó que conservamos nuestra lengua por vanidad. Qué pena escuchar diagnósticos histórico-raciales del tipo “la mezcla fracasó: los hijos con gente mexicana les están saliendo morenos”.

Comunidad de Chipilo, principios del siglo XX. Foto de archivo.

Se nos acusa por no habernos asimilado culturalmente a México, por no haber perdido nuestras raíces, evidentes sobre todo en esa lengua. Tal es nuestro pecado. Nos hemos integrado, pero no se produjo la asimilación. Lo curioso es que el mexicano promedio ve con malos ojos a otros mexicanos emigrantes que pierden su identidad. Entiendo que también nuestra identidad resulta difícil de comprender: el chipileño no es ni italiano ni del todo mexicano, es chipileño: la unión de esas culturas, lenguas, y sangres en el caso de los mestizos. Ser chipileño es un estigma social equivalente al de los indígenas; un estigma que a veces se atenúa, pero otras se agrava, por atrevernos a ser tan italindios, tan chipilindios, pero blancos. Desde Chipilo el mundo se ve en forma particular, igual que ocurre con cualquier otra etnia originaria. Hay algo que sólo nosotros comprendemos y que resulta imposible transmitir a los demás. Tampoco es que con los vénetos de Italia la comunicación sea absoluta: nos unen etnia y lengua pero nos separan situaciones nacionales por completo distintas. Tampoco nos resulta fácil entendernos con los descendientes de las otras colonias fundadas porque ellos han perdido la lengua étnica y centran su discurso en cuestiones genealógicas; han creado una especie de argot unificador que tiene como raíz la mención del apellido, mientras que nosotros no pudimos olvidar ni un solo día ese lazo enigmático con los orígenes. Ahí estaba siempre la lengua para ponernos en nuestro verdadero y único lugar, uno tan auténtico para nosotros como ambiguo ante los demás. El dolor de ver que nada ni nadie nos ayuda a defender lo nuestro es igualmente intransferible. Produce incertidumbre existencial. Hoy Chipilo se enfrenta a lo que llaman urbanización salvaje, pues el enclave o isla etnolingüística que somos está incrustado en tan sólo 600 hectáreas. No podemos recibir más gente y los especuladores inmobiliarios se emperran en colgarse de nuestra cultura para lucrar. Siempre temimos que la mancha urbana poblana terminara por desplazarnos, dispersarnos o aplastarnos. Pensábamos en la ciudad de Puebla, pero llegó antes y desde más cerca: Lomas de Angelópolis: lo más exclusivo de Puebla construido sobre el despojo de tierras en comunidades rurales aledañas a nosotros. Nos invade una especie de anomia ontológica. La pérdida del yo antropológico de manera casi orgánica junto con cada palabra que se va.

Chipilo. Fotos: Eduardo Montagner

Chipilo quedó en un limbo, en un ni de aquí ni de allá, en lo que el filósofo Sloterdijk llama uterotopo: el lugar de vuelta simbólica al vientre materno que se crea cuando la distopía no es letal pero cuando tampoco es posible la utopía. Para que un lugar así surja es necesario replicarse colectivamente a sí mismo, aunque sea en otro continente: crear una cosmogonía propia, un mito fundador aglutinante y producir una especie de primera constitución local tácita. Todo ello expresado y entendido en la lengua étnica. No puede ser de otra manera: se trata del fonotopo sloterdijkiano, elemental en la incubación de mundos propios, de cavernas-nosotros. Hay un libro alemán que estudia el fenómeno de conservación lingüística y la identidad étnica chipileña cuyo título fue escogido atinadamente por su autora en el curso de las entrevistas realizadas: Qua parlón fa nuatri (Aquí hablamos como nosotros). Los colonos fundadores y sus hijos encontraron tierras del todo infértiles que tuvieron que ser abonadas con una disciplina férrea y cotidiana; el trabajo agrícola que el gobierno pretendía que nuestros fundadores desempeñaran se reveló de inmediato inútil (el gobierno pretendía inaugurar la industria del vino mexicano en Chipilo, sabedor de que los fundadores eran de Valdobbiadene, la futura tierra del Prosecco, y pueblos vecinos). La cosecha no se daba o no alcanzaba, por el tipo de suelo, casi ni para sustento de las propias familias. Los colonos desistieron, por decisión propia, de sembrar lo que se les pedía y se dedicaron a cultivar alfalfares y a desarrollar como vía de subsistencia la ganadería, lo que les permitió ahondar más en el uterotopo porque en sus pueblos prealpinos de origen se dedicaban a la producción de lácteos. Chipilo fue autárquico por instinto de supervivencia durante demasiados años. En este momento la vida en el pueblo se desarrolla normal, sin datos históricos ni discusiones lingüísticas. Si se les preguntara a ellos, la mayoría no sabría explicar gran cosa sobre sus orígenes. La lengua seguirá siendo llamada talián o incluso “dialecto” por sus propios hablantes. Esas vocales truncas en la palabra talián nos hicieron pensar a todos en algún momento que nuestras palabras surgieron no del latín, a causa de la romanización de los venéticos, sino del italiano: una especie de vicio de raza acentuado por la distancia y los años desde la llegada a México. Y eso es bueno. Porque aporta autenticidad. Nuestro único milagro, si lo hubo, fue la lengua conservada hasta hoy. Ninguno de esos campesinos habría emigrado de haber sabido que ésa sería nuestra riqueza en verdad colectiva. Ellos imaginaron algo más tangible. Ahora luchamos por defender nuestra esencia del lingüicidio.

Chipilo. Fotos: Eduardo Montagner

Tardé mucho en descubrir la ficción y la música del mundo paterno-comunitario, pues su secreto estaba en incrustarse bajo la más aparente realidad, pero a veces siento que todo lo escuchado y conversado en véneto, todo lo escrito, se perderá cuando la lengua muera, como si, en una especie de solipsismo lingüístico, nunca hubiera existido.

  1. El véneto, o veneciano, es una lengua romance originaria de una región de Italia cuya capital es Venecia. La mayor parte de los hablantes de véneto se encuentra en Europa, aunque existen minorías en otros sitios, como en Chipilo, una pequeña ciudad al sur de Puebla. [N. del E.]

Desde siempre en la Iglesia católica el sacramento del matrimonio se realiza en el momento que la pareja se da el sí y el sacerdote solo participa como testigo.

Con base a este principio, que muy claro, algunos amigos sacerdotes, los cuento con la mano, aceptan ser testigos en el sí que se dan parejas del mismo sexo.

No hay papeles oficiales que registren eso matrimonios, pero en los hechos para ellos el sacramento tiene lugar y así lo asumen quienes se dan el compromiso de ser pareja.

En días pasados el papa Francisco dio un paso adelante en la posición de la iglesia sobre los matrimonios entre personas de un mismo sexo cuando planteó su apoyo a las leyes civiles que amparan esta unión.

La declaración se registra en el documental sobre el papa que ha realizado el cineasta ruso la Evgeny Afineevsky presentado días atrás en Roma.

Éste la toma de una entrevista que en 2019 el papa concedió a Valentina Alazraki de Televisa, que esta cadena nunca trasmitió.

El papa dice: “los homosexuales son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Lo que tenemos que hacer es crear una ley de uniones civiles. Así están cubiertos legalmente”. Y se pronuncia por que en los países donde estas leyes todavía no existen se promulguen.

Ya en 2010, como arzobispo de Buenos Aires, el entonces cardenal Bergoglio, se había pronunciado a favor de esta media en una discusión al seno de la Conferencia Episcopal Argentina. En esa ocasión su posición no prosperó.

En aquella ocasión argumentó que eso debería suceder para proteger los derechos básicos de los contrayentes de un mismo sexo como la posibilidad de heredar y acceder a la seguridad social.

Ya como papa es la primera vez que se pronuncia en estos términos. Implica también reconocer, desde el ámbito del derecho civil, la existencia de diverso tipo de familias.

El papa todavía no plantea el reconocimiento por parte del derecho canónico del matrimonio entre personas de un mismo sexo. La legislación eclesial sigue igual.

Que estas uniones deben de ser reconocidas y protegidas por el derecho civil abre el espacio a la pregunta ¿y por qué no por la Iglesia? El tema está abierto. Espero que un día no lejano asuma una nueva posición.

Desde el inicio de su papado, los sectores más conservadores de la institución eclesial han intentado, por todas las vías a su alcance, frenar los planteamientos progresistas del papa Francisco.

Hasta ahora solo han logrado que vaya con más lentitud y prudencia, pero sigue en el proceso de cambio que se propuso, para que la Iglesia se ponga al día ante una realidad que todos los días la rebasa.

(Imagen de portadilla tomada de Upsocl)

Del fogón a la boca

Procesos y técnicas de la Cocina Poblana: lo gordo del caldo

Pasada la euforia de los Chiles en Nogada en la lejana Puebla de los sesentas del siglo pasado, el gran Mercado de La Victoria se inundaba de productos provenientes de Tehuacán y de Huajuapan de León - la más poblana de las ciudades oaxaqueñas - todos relacionados con la próxima temporada del Huaxmole. Los puestos rebozaban de guajes, xitomates, tomates y de chiles secos, como el costeño, el serrano, el guajillo y el miahuateco – de Santiago Miahuatlán - un chile ancho ligeramente más pequeño, pero de gran sabor y desde luego, el chito y las caderas de chivo.



En casa, la tarea de cocina que más recuerdo para esa temporada estaba relacionada con la preparación del caldo para el Huaxmole. Una vez que el chito llegaba por ferrocarril desde Tehuacán, donde un compadre de papá lo embarcaba cada año empacado cuidadosamente con papel en un huacal de madera, era sumergido en una cazuela con frecuentes cambios de agua fresca por dos días, hasta desalarlo completamente. Los trozos de carne se hidrataban y era entonces cuando se ponían a hervir con cebolla, ajo y hierbas de olor. Los efluvios emanados de la olla, que borboteaba sobre la estufa, eran suficientemente fuertes como para ahuyentarnos lejos de la cocina. Al cabo de un par de horas, la olla se retiraba del fogón, se enfriaba toda la tarde, se tapaba, para después refrigerarla por la noche. A la mañana siguiente, la bisabuela Valito cuidadosamente retiraba con una cuchara panda, toda la grasa sobrenadante – le quitaba lo gordo al caldo. Esta operación se repetía dos veces, antes de emplear el líquido y la carne, para la preparación del Huaxmole.

Muchos años después, entendí todos los procesos fisicoquímicos que se esconden detrás de estas complicadas tareas de la Cocina Tradicional Poblana y las razones y beneficios culinarios que llevaron a las sabias cocineras novohispanas a desarrollarlos. Las grasas, como las del chivo, están contenidas en todos los tejidos y adiposidades y varían, desde luego, por el tipo de alimentación y la crianza del animal. Cuando su carne es salada y posteriormente expuesta al sol, se conserva debido a la acción doble de ambos efectos y se puede almacenar durante largos períodos de tiempo. Sin embargo, la grasa del animal permanece virtualmente intacta, salvo mínimos cambios imperceptibles. Por ello, muchas sustancias propias del animal – como olores y sabores que son solubles en grasa - permanecen casi inalterados en ambos productos, tanto en las caderas y espinazo, como en el chito, la carne salada y seca de la cabra.

La mayor parte de esas sustancias que conforman lo que conocemos coloquialmente como ‘olor y sabor a chivo’ son liberadas de las piezas, durante la cocción y preparación del caldo. Muchas escapan al ambiente durante el proceso, pero una gran cantidad se conservan en la grasa que pacientemente las cocineras retiran del caldo refrigerado – o reposado al sereno como se hacía antaño – cuando le quitan lo gordo al caldo.

Posterior a ello, viene la preparación del Huaxmole que, como todo guiso tradicional, tiene infinidad de recetas familiares, todas importantes y valiosas, que debieran conservarse. Pero son estos pasos preliminares descritos en esta breve crónica, los que permiten comprender las razones que tenía mi bisabuela Valito para que los nietos adoráramos la temporada grande Huaxmole en casa y que, ahora cuando probamos un guiso elaborado sin seguir todos los pasos del proceso tradicional, exclamemos: ¡huele a chivo!



¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: Las recetas familiares de la Cocina Tradicional Poblana pueden sonar a veces complicadas de seguir; sin embargo, cada uno de sus pasos e ingredientes tuvieron razones culinarias y tecnológicas para pacientemente llegar a tan excelsos resultados. Comprenderlos desde la Ciencia de los Alimentos es fascinante.

Feminicidios

Feminicidios
Rubén Aguilar Valenzuela

En los primeros ocho meses de 2020 hubo 645 feminicidios y en el mismo periodo en 2015 fueron 263, lo que supone un aumento de 145% en los últimos seis años de acuerdo al Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).

Desde años atrás se incrementa el nivel de los feminicidios y en los dos primeros de este gobierno la tendencia ha seguido para convertirse en los años con el mayor número en la historia reciente del país.

De enero a agosto de 2019 hubo 631, contra 581 en 2018, y 645 en 2020 como ya se dijo. El presidente López Obrador a pesar de la contundencia de los datos niega esta realidad e incluso ha llegado a decir que no existe este problema.

La gran mayoría de las víctimas son mujeres entre los 16 y los 31 años que estudiaban o ya habían concluido sus estudios, algunas la universidad, tenían un trabajo o eran amas de casa.

En el marco de la pandemia ha crecido la violencia contra las mujeres al interior de los hogares y también el feminicidio como lo señalan distintas investigaciones que el gobierno relativiza o niega.

Ante la dimensión del problema a lo largo de 2020, pese al Covid-19, han aumentado las movilizaciones de las mujeres que reclaman a las autoridades el diseño y la aplicación de políticas públicas, para prevenir la violencia de género, los feminicidios y la aplicación de la justicia.

Las y los especialistas plantean que el actual gobierno no ha sido capaz de diseñar y operar una estrategia, para hacer frente al problema. Y sostienen que los feminicidios, las desapariciones y la violencia familiar van en aumento.

Esto por la falta de voluntad política de las autoridades que se traduce, entre otras cosas, en reducción de presupuestos y de personal especializado para hacer frente al problema.

Las y los especialistas ven no solo descuido de las actuales autoridades sino claros retrocesos y deterioro en las acciones destinadas a erradicar la violencia contra las mujeres y las niñas.

En su versión el presidente “banaliza la violencia contra las mujeres, trata de minimizar las situaciones relacionadas con esta agresividad, así como los datos de feminicidio”.

Y añaden que es evidente que “la violencia de género no está dentro de las prioridades del gobierno federal y eso es muy preocupante”.

No hay nada que señale habrá de darse un cambio en la manera como el gobierno, de manera particular es presidente, enfrentan los muy graves problemas del feminicidio, las desapariciones y la violencia de género.

Ante esta realidad lo que se debe esperar es que el número de los casos aumente en 2021 y los años que le quedan a la actual administración. Se requiere, es urgente, un cambio de la política en esta materia.
(Foto de portadilla tomada de e-consulta)

Del fogón a la boca: Mole de Santo’segunda parte

Las recetas familiares del Mole Poblano constituyen no sólo la fuente de la mayor diversidad de sabores, olores y texturas del guiso: son el sustento mismo de la transmisión de la cultura culinaria de nuestra Ciudad, a futuras generaciones. Cada uno de los ingredientes involucrados cumple una función sensorial en el guiso: algunos participan directamente en el color y picor de este; otros influyen de la viscosidad de la salsa, mientras que otros son responsables de redondear el sabor, con acentos característicos.

Los chiles que se usan en su preparación se consideran todos de origen americano y fueron seleccionados, sembrados y preservados desde tiempos inmemoriales por nuestros ancestros mesoamericanos. De hecho, los sofisticados métodos de conservación que se emplean son únicos y distintivos de nuestra cultura gastronómica.

Vamos a limpiar los chiles mijito, búscate un trapito seco de algodón’ me ordenó mi bisabuela Valito aquella tarde de octubre. ‘Con mucha paciencia y cuidado vas limpiando cada uno, le quitas el polvo superficial que han acumulado y luego así, en seco, los abriremos con un cuchillo filoso y retiraremos venas y semillas, para después freírlos en manteca´. Me emocionaba observar la variación de color de los chiles al freírse en la chisporroteante manteca: cambiaban de intenso café oscuro a un suave color tabaco, a la vez que despedían un agradable olor que ya me era familiar.



Todas las recetas familiares antiguas de Mole Poblano o de Santo que me he topado, coinciden en involucrar a los chiles pasilla, mulato y ancho en su preparación; en mi familia, además de los anteriores, se añaden chilpotles. Cada uno de estos cuatro chiles y sobre todo, la proporción que cada uno guarde con respecto a los demás en la receta, ofrece un distintivo sabor que incidirá directamente en el color, olor y picor del guiso final. Tan sólo por éste único detalle, el Mole es un platillo inigualable y cada receta familiar, es un tesoro gastronómico que debemos preservar.

Abuelita, ¿por qué agregas más de unos que de otros?’ Interrogaba yo, y ella con paciencia contestaba: ‘En primer lugar, porque así lo hacía mi mamá, que, a su vez, lo aprendió de la suya; y en seguida fíjate: el pasilla aporta sabor y color; el mulato, sobre todo color; si agregas demasiado ancho, sabrá a adobo; con la cantidad de chilpotle añadido, controlaremos el picor’ me explicaba.

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#tipdeldia: Con cada receta familiar de Mole Poblano que se pierda, la cultura gastronómica de nuestra entidad empobrece. Pregunte a familiares mayores por sus recetas, escríbalas y atesórelas.

Del Fogón a la boca

'Mole de Santo’'primera parte

Así se le llamaban al Mole Poblano en mi familia, y en muchas familias de la ciudad: lo preparaba mi bisabuela en Junio, para el día del Santo de mi padre y para la festividad de ‘Todos Santos’ el día 2 de noviembre: por ello en Octubre, se dedicaban muchas mañanas a la compra del avío que se necesitaría para prepararlo. Uno de los ingredientes que más curiosidad me despertaba en aquella mi niñez de los sesentas del siglo pasado, era la semilla de cilantro: unas minúsculas esferitas casi perfectas de color paja, muy sencillas de aspecto, pero de gran impacto en el sabor final del Mole. Mi bisabuela las compraba en las tiendas que vendían chiles secos y especias, cercanas a la entrada del Mercado de La Victoria, por la 3 norte.

Póngame cincuenta gramos de semillas de culantro’ – le ordenaba al dependiente de la tienda ‘y revise que no vayan a estar enmohecidas, las quiero bien secas’. El muchacho las pesaba cuidadosamente y me las entregaba en un curioso envoltorio de papel de estraza, que paraba en el fondo de la canasta de compras. Ya en casa, las semillas pasaban por la rigurosa revisión de la bisabuela, que lentes de aumento de vidrio verde puestos, retiraba cuanta basurita se había colado en las semillas. Acto seguido, venía el tostado de las mismas, en un inmenso comal de barro, que había traído de su última visita a San Miguel Tenextatiloyan y que colgaba celosamente en una esquina de la cocina, a salvo de nuestras travesuras.



Casi cincuenta años después, descubrí que las humildes esferitas estriadas de semillas de cilantro o culantro, también llamadas Coriander o Coriandro, habían llegado como valioso cargamento en el tornaviaje de la Nao de China o Galeón de Manila a Acapulco desde Corea – de ahí su nombre - a Puebla, camino a Sevilla. Al encontrarlo en los mercados de la ciudad, nuestras ávidas cocineras pronto incorporaron estas semillas como uno de tantos ingredientes al Mulli que localmente se hacía, imprimiéndole un particular sabor. La receta de mi familia del Mole de Santo las incluye, así como todas las recetas tradicionales antiguas que he consultado; sin embargo, por alguna extraña razón, éstas ya no forman parte de las recetas de las pastas de mole que actualmente se venden, que simplifican la labor en la cocina, pero que también limitan la variedad de moles en nuestra ciudad, otrora conocida por su extraordinaria riqueza de guisos.

¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: las semillas de cilantro se pueden aún comprar en algunas tiendas especializadas de especias y chiles del centro de la Ciudad de Puebla; sólo hay que asegurarse sean de calidad alimenticia y no para usarse como semilla de campo, pues éstas vienen protegidas con insecticidas y fungicidas, que son tóxicos para consumo humano.