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Esto es una carta de amor Destacado

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Por Laura C. Rosales

“El deseo de privilegio y el gusto por la igualdad son las pasiones contradictorias y dominantes del pueblo en todas sus épocas.”

– Charles de Gaulle



A 05 de abril de 2020.

No puedo comenzar sin decir que creer en algo, sea lo que sea, viene con su ineludible cuota de tropiezos. Hace unas semanas (que se sienten como años), mi universidad entró en paro total de actividades. No me detendré a desmenuzar el contexto a detalle, pero acá un resumen: un terrible e indignante acto de violencia contra cuatro personas desembocó en una manifestación y movilización masiva del sector estudiantil en la ciudad de Puebla, con las consignas de justicia y seguridad para la sociedad en general. Las y los compañeros paristas de las distintas facultades y escuelas de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla expresaron sus demandas y, con el paso de los días previos a la contingencia sanitaria que vivimos actualmente, tomaron las decisiones que consideraron las más adecuadas para cada uno de sus casos. Ahora bien, procederé a hablar específicamente de la situación en la Escuela de Artes Plásticas y Audiovisuales (ARPA), unidad académica de la BUAP a la cual pertenezco como estudiante desde 2014 y que, hasta el día de hoy, con todo y la medida de clases en línea adoptada por la institución, permanece en la postura de paro total por parte de una fracción del sector estudiantil.

Aclaro de inicio que el texto a continuación expresa mis pensamientos, opiniones y sentires individuales y que, en ninguna circunstancia, promuevo ni pretendo caer en comportamientos que falten al respeto de las posturas tomadas y defendidas por las personas que, acaso, lean lo que he escrito. Confío en que mis palabras serán recibidas con la misma consideración por parte de quien las lea.



Soy escritora y parista estudiantil, esa es mi realidad. Confieso que al principio intenté mantener mi distancia del movimiento porque me reconozco como una alumna “tardía”; según mi tabla de créditos, estoy a un 4% de concluir mi vida universitaria en ARPA y, cuando el paro se suscitó, me dije que esta lucha le correspondía a las y los compañeros con semestres completos y años enteros por delante.

Unos días antes del paro, comencé a leer las memorias de guerra del militar y expresidente de Francia, el general Charles de Gaulle. Durante la Primera Guerra Mundial, comandando el avance de una compañía militar al norte de Francia, el entonces capitán de Gaulle fue capturado por los alemanes y pasó casi 3 años en prisión (intentó escapar cinco veces, por cierto), siendo liberado hasta meses después del cese al conflicto. Veintiséis años más tarde, en agosto de 1944, ese mismo hombre planeó y lideró la liberación de París durante la Segunda Guerra Mundial y pasó a convertirse en uno de los políticos más admirados y polémicos en la historia de su país. Según algunas versiones, de Gaulle dijo que el extraordinario compendio de su carrera política y militar (desde 1918 y hasta su muerte en 1970) podía resumirse como un intento por rezurcir su inactividad durante la etapa más cruda de la Primera Guerra Mundial, ocurrida durante el tiempo en el que estuvo preso.

Soy nueva en el tema y sé que me quedan millones de cosas por aprender sobre la vida y obra del general, pero pienso en Charles de Gaulle a menudo. “Rezurcir la inactividad durante la guerra”, me dije una y otra vez aquella mañana de martes durante el desayuno. La vida entera puede resumirse como un intento de algo. Me conozco y no me tomó mucho tiempo aceptar que el mantenerme lejos de la acción colectiva por un cambio para mi escuela, me acarrearía un denso sentimiento de culpa que, a su vez, se traduciría en dedicar el resto de mi vida a tratar de corregir la postura neutra que parecía natural de primera instancia, pero que amenazaba con pesarme en el futuro como un profundo arrepentimiento. Debía estar ahí.



Pocas veces en nuestra vida somos conscientes de la magnitud de lo que vivimos mientras lo vivimos – me refiero a que, casi siempre, los eventos de nuestra vida no adquieren un significado hasta que son un recuerdo. Esta fue y sigue siendo una excepción: me integré a las filas del paro estudiantil y mi vida dio un vuelco casi de inmediato; 24 horas después de entrar en actividad, supe con claridad que estaba viviendo algo significativo y potencialmente trascendental.

Quiero dejar una de mis ideas en claro: el paro estudiantil no es una actividad de turismo universitario. Sería ridículo pensar que, desde el rincón que ocupo en mi habitación mientras escribo esto, puedo enlistar las responsabilidades que el acto parista conlleva en su totalidad, pero la situación que nos tocó vivir podría resumirse a tratar de instaurar una operación de logística, inteligencia y supervivencia (vaya, hay que dormir y comer) sin importar el hecho de que no se tenía una idea precisa y concreta de cómo hacerlo, obligándonos a confiar en los instintos pese a estar titiritando de nervios. Tal como en el arte, se hace lo mejor que se puede con lo que se tiene. El paro también significa la instauración de roles (no confundirlos con puestos de autoridad) y la realización de acciones prácticas que son pesadas y rigurosas pero que, a fin de cuentas, sólo son relevantes para el funcionamiento óptimo del edificio ocupado, de ahí que describirlas a detalle no me parezca fundamental. Lo invaluable es que el paro demanda trabajar en conjunto con personas que tal vez no habías visto antes pero que, al día de hoy, sabes que no vas a olvidar nunca; el paro actúa como la evidencia efectiva de que hay causas que superan generaciones, licenciaturas y edades; que hay inquietudes, demandas y afectaciones que necesitan ser escuchadas y atendidas; que, como dijo uno de mis queridos compañeros paristas en una asamblea: “si dejamos de pensar en el otro, estamos jodidos”.

Es muy difícil para mí detectar el punto de quiebre. Quizás sea borroso; a lo mejor no me tocó verlo en persona; tal vez sea algo que sólo pueda ubicar en mis reflexiones hasta mucho después. La cuestión es la siguiente – el alumnado de ARPA está dividido. Hablar del tema va en contra de mi manual de nociones publirrelacionistas, pero es lo correcto. No voy a minimizarlo y tampoco voy a maquillarlo: estamos dolorosamente divididos. Uno de los grandes problemas detectados han sido las fallas en la comunicación entre las personas que se encontraban dentro de las instalaciones de ARPA y las que no1. A lo largo de las semanas transcurridas en paro presencial, el tema se discutió constantemente y se propusieron varias estrategias, algunas de las cuales alcanzaron a ser implementadas y mostraron una leve mejoría que podía ir en escalada, pero quién iba a imaginar que una circunstancia de carácter trascendental para la vida de una institución pública de educación superior terminaría siendo frenada en seco por una circunstancia de carácter trascendental para las condiciones vitales de la sociedad...

En comentarios surgidos durante diversas pláticas, se ha sugerido que las y los paristas ya no saben/sabemos muy bien lo que están/estamos defendiendo. Me permitiré explicarme individualmente; quiero dejar en claro que yo sé lo que estoy defendiendo y lo que, de la forma en la que pueda, me gustaría ayudar a cambiar. También llegué a leer y escuchar opiniones mencionando que la lucha de las y los estudiantes de ARPA por visibilizar y erradicar la violencia de género, atacar las deficiencias en algunas de nuestras clases y discutir el tema de la salud mental del estudiantado, desvirtúa el motivo original de la movilización: manifestarse y exigir acciones contra de la injusticia que vivimos día con día. Por mi parte, creo que nuestras consignas particulares resultan ser indiscutiblemente pertinentes. La injusticia es el síntoma de una enfermedad mucho más amplia: la impunidad.

La impunidad, según los poderes judiciales internacionales y cualquier búsqueda en Google, se define más o menos así:

“[...] del vocablo latino «impunitas», es un término que refiere a la falta de castigo. Se conoce como castigo, por otra parte, a la pena que se impone a aquel que ha cometido una falta o un delito. Esto quiere decir que, cuando hay impunidad, la persona que ha incurrido en una falta o un delito no recibe la pena que le corresponde por su accionar. De esta forma no se sanciona ni se enmienda su conducta [...] Puede entenderse la impunidad como la evasión o el escape de la sanción que implica una falta o un delito. Lo habitual es que la impunidad se produzca cuando, por motivos políticos o de otro tipo, una persona que es responsable de haber violado la ley no recibe el castigo correspondiente y, por lo tanto, sus víctimas no reciben ninguna reparación.”

De no haber sanción ante aquello que está mal, la injusticia se perpetúa. Al no exigir una rendición de cuentas, las conductas inapropiadas se multiplican. La impunidad, a cualquier grado y en cualquier escenario, le abre camino a la injusticia sistemática y normalizada cuya diversificación va mucho más allá de la violencia física y/o los actos penalizables por un sistema judicial. Durante el paro pude escuchar testimonios de valientes compañeras y compañeros que han sufrido abusos, acoso e intimidación por parte de miembros de la comunidad ARPA. El paro estudiantil me permitió conocer a compañeras y compañeros que, tal como yo, sienten que una parte considerable de los cursos que han recibido en nuestras aulas no justifica las horas invertidas, el silencio ante conductas indebidas o la enorme apuesta hecha por nosotros y nuestras familias a favor de una promesa: obtener una educación integral que lo valga. Los muchos momentos de sinceridad durante el paro han reiterado que no soy la única que tiembla de miedo cuando debe caminar sola a la parada del autobús a cualquier hora, acompañada o no, al salir de clase y en todos lados, todo el tiempo. Algo que el paro no tuvo que enseñarme es que la pérdida de una persona querida y admirada deja un vacío que emite luz remanente, pero que es imposible de llenar. Necesito decirlo como llega a mi mente y, repito, sólo puedo hablar por mí. El acto de proteger y justificar a personas que, de tener la oportunidad, abusan de su posición de autoridad, no debería ser aplaudido; es reprochable dejar la puerta abierta a prácticas2 de explotación más que ocasional del trabajo y talento del alumnado en nombre de la “experiencia laboral a nivel profesional”; es inconcebible que, en una escuela que se pronuncia tan libre, tan abierta y con miras a la democratización del arte, se nos inculque el pensamiento de tener que aprender a bailar con el diablo porque, si no, no vamos a llegar a ningún lado. Me pregunto, ¿en serio es tan difícil no subestimar al alumnado? ¿Acaso es tan imposible de creer que las y los artistas que ocupamos las aulas y talleres todos los días, tenemos la capacidad de ayudar a cambiar problemáticas que conocemos porque las vivimos en carne propia? ¿Es tan exagerado pensar que podemos dialogar en igualdad de condiciones? Hay algo que lleva doliéndome por años: nuestra escuela nos ha prometido la utopía técnico-artística, pero lo único que ha podido asegurarnos es la incertidumbre. ¿Acaso eso no nos mueve las fibras? ¿De veras, en nuestros momentos de autorreflexión, no surge la pregunta de en qué momento perdimos el control y por qué lo permitimos? Eso me pregunto, declarándome libre de ironía y contando, en crudo, algunas de las cosas que he visto y experimentado de primera mano en mis seis años en la institución:

  • Un profesor de primer semestre que sólo daba 40 minutos de clase de las 2 horas que tenía agendadas y, además, presumía abiertamente poder decir cuáles de sus alumnas usaban sostén o no.
  • Una clase de fotografía teórico/práctica en la que, debido a las múltiples faltas del docente, jamás tocamos el equipo fotográfico y, por ende, no aprendimos a manejarlo.
  • Una clase de tronco común cuyo profesor sólo se presentó a tres sesiones del semestre y nos calificó en base a si se había aprendido nuestro nombre o no.
  • Un profesor (y también un investigador universitario de alto nivel, hasta donde nos contó) quien en ningún momento nos dio una clase en forma y asignó exposiciones del alumnado para todas las sesiones del semestre, cada una de cuatro horas de duración. Esto no acaba ahí; el profesor nos pidió usar uno de los libros de su autoría como bibliografía básica para nuestras exposiciones; el capítulo que a mí me correspondía revisar sólo ocupaba UNA cuartilla del libro y, usando el internet para cotejar las referencias que el autor menciona en los pies de página de su texto, descubrí que el prestigioso profesor había aplicado el copy/paste (es literal, no cambió absolutamente nada) de un artículo recóndito de Blogspot que fue posteado años antes de la publicación de su libro.
  • Durante una clase de fotografía (no diré cuál de todas), un profesor me hizo sentir incómoda en clase más de una vez frente a mis compañeras y compañeros, haciendo referencias burlonas a una relación sentimental que sostuve con un compañero de la universidad. Yo nunca le conté sobre aquella relación y tampoco le di pie al profesor para creer que ese era el tipo de comentarios que podían suscitarse en nuestra interacción profesor - alumna. Al día de hoy, no sé cómo se enteró ni por qué pensó que sería gracioso exponer públicamente hechos de mi vida personal que me ha costado muchísimo superar a nivel emocional y que él no tenía derecho de juzgar – vaya, ni siquiera de indagar al respecto.
  • Un profesor llegaba media hora tarde a sus clases para aparecerse 20 minutos en el aula y, posteriormente, irse a juntas cuyo motivo nunca supimos. Esto ocurrió en, aproximadamente, un 30% del total de sus sesiones. Después, la culpa de nuestros limitados conocimientos en la materia de su especialidad era, en sus palabras, nuestra.
  • Un profesor me confesó abiertamente que un par de años previos a la charla en cuestión había intentado “ligarse” a una compañera de la clase que, en ese momento, él estaba impartiéndonos. Hace unos meses, ese mismo profesor me recibió en su oficina una mañana; la noche anterior, yo había sufrido un ataque de ansiedad muy fuerte y tuve que medicarme para controlarlo. Cuando le expliqué que mi distracción y adormecimiento se debían al efecto residual del medicamento, él se limitó a contestar, en un tono casi sarcástico: “¿Tú también tienes ansiedad? Ash, ¿por qué todos tienen ansiedad?” y continuó dictándome una lista de deberes que, esperaba, le enviara ese mismo día.

Si alguien se siente aludida/o por alguna de las experiencias que relato, quizás sea porque ha vivido cosas similares o porque, en un descuido, estuvo al otro lado de lo que cuento. No doy nombres porque no tengo evidencias concretas de la mayoría de los casos que les comparto y entiendo que, de hacer señalamientos directos, dichas evidencias me serían requeridas por las autoridades universitarias, por los miembros representativos de mi escuela y/o por mis propios compañeros. Ahora bien, el hecho de que no tenga las herramientas burocráticas para comprobar tales eventos no significa que no los haya experimentado, de ahí que he decidido contarlos por este medio y con el anonimato que las condiciones me demandan. No obstante, los hechos que platico no dan cabida a la malinterpretación ni tampoco parten de una exageración mía; considero tener el criterio suficiente para saber que esos ejemplos dejan ver las deficiencias profesionales y empáticas que existen no sólo en nuestro sistema educativo, sino también en nuestro entendimiento de las conductas que se consideran adecuadas a nivel académico, social y, con el respeto que cada quien se merece, humano.

Mi enorme problema es que, siendo una alumna con un promedio de 9.3 y un 96% de la carrera completada, no tengo la más mínima idea de qué se supone que estoy capacitada para hacer en el mundo laboral. Pero no vayamos a los extremos, la incertidumbre no implica que todo haya sido malo. En ARPA tenemos y tuvimos docentes excepcionales cuyas clases son/fueron apasionantes, retadoras e inspiradoras; personas sensibles y profesionales cuyos modos de ver el mundo han enriquecido profundamente la mirada y el oficio de sus estudiantes. Mis compas de la universidad son y serán mi ejemplo para toda la vida por su corazón, talento y ganas de comerse al mundo con su arte. Reconozco el enorme esfuerzo que implica el levantamiento de una escuela y saludo con respeto y admiración a quienes, desde donde les toca estar, chambean sin descanso por consolidar la institución que todas y todos merecemos. Sin embargo, da la impresión de que en tiempos recientes y no tan recientes también, nuestra directiva se ha concentrado en llenar los huecos prácticos y educativos a los que las acciones no han podido llegar aun, con discursos hechos de aire ligero y palabras políticamente correctas. La buena onda nos lleva lejos, soy partidaria de ello, pero construir una institución digna de competirle a los grandes semilleros de talento artístico en este país ciertamente requiere otras cosas. A continuación, algunas ideas que pongo a consideración y criterio de quien guste leerlas.

  • De inicio, necesitamos redefinir la visión y el propósito filosófico y pedagógico de ARPA, acción que se traduciría en afinar los perfiles de ingreso y egreso que, a fin de cuentas, son la vara con la que se medirá la identidad y prestigio de la institución frente a otras en el país y en el mundo.
  • Aplicar filtros de contratación y evaluación docente más exhaustivos, asegurando que el alumnado reciba clases de calidad constante que cumplan cabalmente con su perfil de egreso, proporcionándole así las herramientas esenciales para enfrentarse al mundo laboral de una industria tan complicada como la nuestra.
  • El desarrollo y la aplicación de estrategias de monitoreo real de la salud mental de los individuos en nuestra comunidad es de suma urgencia para atacar oportunamente las enfermedades que pudieran poner en riesgo nuestra integridad.
  • Se me ocurre que podríamos incorporar círculos de confianza periódicos en las clases cuya carga creativa sea mucho más pesada; sugiero esto porque considero que, además de impartir la técnica, es importante crear espacios seguros donde podamos hablar sobre las dichas y los baches que uno vive cuando le hace al arte y sería extraordinario contar con la orientación de un(a) docente quien, en el caso esperado, podrá aconsejar a sus estudiantes desde su oficio y experiencia – además, por supuesto, de hablar sobre sus propias vivencias con el arte en un ambiente de colegas.
  • La investigación a fondo y sanciones pertinentes a los señalamientos por acoso y abuso dentro de la escuela es categóricamente vital.
  • Cabría discutir un replanteamiento de los planes de estudio que tome en cuenta las opiniones estructuradas por alumnas y alumnos, recolectadas por tutores quienes, a su vez, pueden remitirlas a coordinaciones y a dirección.
  • Debemos comprometernos a prestar mayor atención a las formas en las que se está moviendo nuestra escuela y, como responsabilidad particular de la directiva, está el compromiso de tomar acciones tan pronto como se detecte un problema, haciéndole saber a la comunidad estudiantil, docente y administrativa por igual, el proceder oficial de la institución.

Puede parecer mucho, pero lo merecemos. Me iré de esta escuela con muchas inseguridades profesionales y sabiendo que quizás muchos de mis lazos con miembros de la comunidad se verán comprometidos, pero con la dicha de haber actuado por lo que creo justo, lado a lado con artistas en la escuela que ahora, más que nunca, también es mi casa. Pese a lo que podría aparentar, esta es una carta de amor para ARPA, una carta en la que trato de decirle que estamos a tiempo de arreglar nuestras diferencias.

Hay una cita que Roman Gary, periodista de la revista Life, le atribuyó al General de Gaulle: “El patriotismo es cuando el amor hacia tu propia gente es lo que viene primero; el nacionalismo, cuando el odio hacia personas que no son de tu propia gente es lo que viene primero”. He pensado en eso por días y noches, luego por nuevos días y viejas noches; en tantos rincones, entre tantas palabras que pueden no significar gran cosa, pero que implican casi todo. La línea entre el patriotismo y el nacionalismo que supuestamente fue descrita por de Gaulle es volátil, parece que le gusta camuflarse. La cuestión, al menos para mí, es la siguiente: de ninguna manera, bajo ninguna circunstancia, tomaré posturas de oposición hostil hacia mi compañera o mi compañero. ¿Hay fricciones y opiniones contrastantes por debatir? Por supuesto, pero hoy en la mañana tuve una fuerte discusión con mi madre sobre una lista del supermercado y eso no significa que voy a declararle la guerra y expropiaré todos sus bienes a favor de mi razonamiento. Entendiendo que la base inamovible del sistema universitario es el alumnado, ¿qué sentido tendría buscar o incentivar la enemistad con las personas que comparten la trinchera conmigo? No hablo de nadie en específico, tampoco de algún sector con una inclinación ideológica en particular; a lo largo de este proceso, muchas y muchos hemos caído en conductas de las que, estoy segura, no nos enorgullecemos. Es necesario reconocerlo y no hay atajo que pueda evitarlo: hemos obrado de buena fe, pero también hemos caído en irresponsabilidades y tenemos que rezurcir esos errores para, verdaderamente, avanzar hacia adelante.

Rezurcir
la insolencia
y la frialdad
durante esta guerra.

Firmar el armisticio y, eventualmente, disolver la guerra. Ese es el propósito último y real. Yo no apruebo las conductas invasivas de la privacidad que han ocurrido a varias compañeras y compañeros durante este periodo de “combate sucio” entre alumnas y alumnos; entre alumnado y profesorado; entre los gritos de la comunidad y los pesados silencios con los que se topan. Me arrepiento y ofrezco disculpas sinceras por haberme involucrado en conductas reprochables de maneras entre las que se cuenta, por ejemplo, el no haber demostrado mi inconformidad ante dichas conductas desde un inicio y prometo, de manera individual y hacia la colectividad, hacer todo lo que esté en mis manos para no volver a ignorar los focos de alerta. Tras la reflexión, necesitamos recordar que nuestras posturas políticas son una cosa, pero el verdadero problema radica en que el sistema en el que todas y todos nos desenvolvemos sigue siendo ineficiente, permisivo ante conductas inapropiadas e irrespetuoso con el tiempo y los recursos de quienes lo conformamos. Defiendo que las problemáticas enlistadas no pueden ser adjudicadas a la generalidad de ARPA porque la escuela también tiene sus (muchas) cosas buenas – el hecho es que las cosas positivas, a diferencia de las negativas, no necesitan regularse ni corregirse. Dedico mucho de mi tiempo a pensar en los puntos flojos de ARPA, pero no en un sentido de condena; creo que las grietas ya existentes pueden tomarse como oportunidades para actuar y modificar las estructuras tanto como se necesite. En resumen, si critico a mi universidad no es porque la odie, sino porque creo que el cambio para bien es muy posible si tan sólo decidimos actuar para conseguirlo. Recuerdo que alguna vez le dije a una profesora que no me parecía justo que un profesor que apenas y se aparecía en las clases, siempre con una excusa endeble y una sonrisa como de “no pasa nada”, anduviera por ahí con las mismas credenciales que ella, una profesional que rara vez falta a sus clases y prepara su contenido minuciosamente. No es justo que se nos haga creer que conformarse es el único camino y eso lo digo para mis compañeras y compañeros, maestras y maestros, administrativos y directiva. Merecemos educación consistente y pertinente; merecemos estudiar y trabajar en un ambiente seguro, libre y que no segregue, que no subestime; merecemos no sufrir represalias de ninguna fuente y de ningún tipo por expresar nuestras opiniones o por manifestarnos en pro de aquello que creemos, sea lo que sea que nuestras convicciones nos dicten, sea cual sea el rol que ocupemos dentro de nuestra institución. Merecemos respeto a nuestra persona, nuestras políticas y nuestro arte: lo merecemos y también nos corresponde propiciar las condiciones para que todo aquello sea posible. Me duele pensar que relaciones interpersonales, profesionales y académicas de nuestra escuela, estén fragmentadas por discusiones que no le competen a nuestro lazo como artistas y como seres humanos. Ray Bradbury dijo lo siguiente: “tenemos nuestras artes para no morir de nuestras verdades”. En este hogar que llamo ARPA, el arte es el bálsamo que producimos y también la raíz que, ineludiblemente, nos une.

No sé qué más hacer o qué más decir para expresarle a mis compañeras y compañeros lo mucho que me pesa sabernos tan a la distancia. ¿Qué hacer para solucionar nuestras diferencias? Dialogar es lo único que se me ocurre. Dialogar en serio, pues. Quitarnos los oídos de confrontación un rato y platicar con serenidad sobre lo que nos aqueja como estudiantes; hablar de las razones por las cuales defendemos lo que defendemos y plantear, en base a observaciones y propuestas, los aspectos que pueden y tienen que mejorar en los esquemas de funcionamiento tanto del paro como de nuestra escuela en general. Hablando a conciencia y reconociéndonos como artistas ante todo, podemos desarrollar la estrategia ganadora. Me gustaría decir que podemos reparar esto a través de escritos o de breves discusiones a distancia, pero de Gaulle esperó 26 años por la oportunidad para corregir aquello que más le pesaba en la dignidad y no sé cuánto tiempo nos tomará reparar las heridas abiertas en nosotras y entre nosotros. Me gusta sentir que podemos hacerlo; tengo confianza en que, de quererlo, podemos hacerlo. Si alguien quisiera charlar algún día sobre sus inquietudes, propuestas, sentires o meras observaciones sobre la situación actual del paro, las clases online que han sido instauradas, sus experiencias en las aulas y fuera de ellas con la comunidad ARPA, hagámoslo, me encantaría.

Para cerrar esta carta, voy a contarles que, además de amistades y vocaciones, el paro me llevó a encontrar algo que necesitaba con desesperación. Un día como cualquiera, con montones de trabajo por delante en todos los rincones del edificio ARPA y con una presión encima por terminar de aterrizar mil cosas, llegué a ver a mis compañeras y compañeros y, por primera vez en años, me sentí capaz de ayudar en serio. Esto no me pasa; siempre que llego a un rodaje, una junta, una fiesta o una clase, me siento fuera de lugar. Aquel día fue bien distinto. Recuerdo haberles pedido que confiaran en mí para enfrentar cierta situación que se nos presentó en ese momento; recuerdo haberme sentido facultada para guiar nuestra barca a puerto seguro y jamás, ni en los más elocuentes sueños en los que estoy consciente de que tengo el control total de las situaciones, me habría atrevido a decir algo tan contundente y severo como eso, pero dije que sabía lo que debíamos hacer porque lo reconocí como un sentimiento sincero. Experimenté, como nunca, lo que se siente confiar a plenitud en mí misma y en mis capacidades. No he podido parar de confiar desde entonces y ya no quiero dejar de hacerlo. Ser parista estudiantil me ha obsequiado mucha seguridad y lazos afectivos e ideológicos con otras personas que nunca imaginé experimentar. Ser parista me ha regalado un sentido de libertad y pertenencia que supera el evento mismo y que amenaza con redefinir mi identidad como ser artístico, político y social, por completo.

Con el corazón en la mano les pido que, por favor, no perdamos el rumbo. Con fuerza, resistencia y solidaridad, quizás el claroscuro que estamos viviendo nos regale la satisfacción de saber que, juntas y juntos, convertimos la promesa de nuestra escuela en una realidad.

1. Una aclaración: La distinción “personas que se encontraban dentro de las instalaciones de ARPA y las que no” sólo refiere un estatus presencial o no presencial en el edificio, independiente de las posturas individuales y/o colectivas tomadas por las personas en el edificio y/o fuera del mismo.

2. Uso la palabra «prácticas» entendida como “el ejercicio o realización de una actividad de forma continuada”, muy aparte del requisito universitario de prácticas profesionales.

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Laura C. Rosales