Del absurdo cotidiano

Sin más, porque no fue mucho lo que indagaron y muchísimo menos lo que oyeron, el 31 de enero Morena confirmó a Félix Salgado Macedonio como su candidato al gobierno de Guerrero. Hay delitos que no prescriben. Al menos no en la índole de quienes los padecieron. Violentar sexualmente es un delito que no puede perdonarse. Y violar a una mujer, echarse sobre ella con la maldición de alguien más fuerte que lastima y avasalla durante mucho tiempo, es una ofensa no sólo contra una mujer, ni contra todas las mujeres, sino contra el Estado bajo el que vivimos. Esto de lo que hablo, no sólo pasó una vez, que ya sería suficiente, sino que, una declaración tras otra, se ha documentado que pasó muchas veces.

“De repente salió el señor Salgado Macedonio de la recámara y con una cara diferente, como enojado, empezó a atacarme”. Sigue la declaración de Basilia, la mujer cuyo sufrimiento ya no es válido porque los delitos prescriben. Nunca he entendido, ni entenderé tal cosa. “Me violó”, dijo. ¿Quién dice algo así para entretener o hacerse notar? Luego el tipo sacó cien pesos, se los aventó a la cara y: “esto no pasó”, fue su orden.

No debe dudarse de ninguna de estas denuncias. Pero, Morena, que a todo llega de mal modo y a destiempo, más aún cuando de feminismo se trata, no ha querido oír. El canto firme del “yo sí te creo” no parece haber cruzado por ese partido.

Que exista un sujeto como Salgado Macedonio enoja, pero no sorprende. Hace tiempo que nuestra sociedad ha convivido con su maledicencia y su grosería. Lo que sí sorprende, enoja y espanta es que haya quien no sólo lo acoge entre su militancia sino lo elige para ser su candidato a gobernar un estado de la república. Desolada república.



Ya sabemos que en MORENA no se mueve la hoja de un árbol sin el consentimiento del presidente de la república. Por eso, porque no tengo remedio y a veces aún creo que el López Obrador al que yo conocí no se va a atrever a más, me vuelvo a sorprender. ¿Qué le debe? ¿Qué teme? El control de Salgado sobre la mafia que domina Guerrero ¿será así de fuerte? ¿Podrá amenazar al jefe de las fuerzas armadas? ¿Por qué extrañas fuerzas será candidato este hombre?

¿Y por qué lo vamos a consentir? Pues porque si el presidente no puede con él ¿qué va a poder un #Salgado Macedonio, un #Macedonio violador, ni la voz de cien diputadas morenistas denunciándolo y pidiendo justicia?

Hemos de confiar en los votantes de Guerrero, en las mujeres, por supuesto, pero en los hombres de Guerrero, en esos que no se atrevieron a tiempo a denunciar lo que sufrió su pareja, su hermana, su hija. Miedo habrán tenido y se entiende. Pero el voto sigue siendo secreto.
Ya ustedes sabrán si le hacen al bellísimo lugar en donde viven y votan el favor de salvarlo. Eso esperamos muchos. Incluso los que ya esperamos poco.

Sexualidad y derechos humanos

Ser indígena, pobre y homosexual implica también enfrentarse a una triple discriminación. En nuestras comunidades el tema de la orientación sexual sigue siendo casi intocable y cuando se aborda generalmente es para menospreciar y humillar.
En las calles, escuelas e incluso en los centros de trabajo es común escuchar comentarios como " el de la manita caída", "puto", "maricon", "del otro lado", "calcetín volteado", "joto", acompañados de miradas que humillan a la persona. La homofobia es una piedra que persigue a las y los distintos e invisibiliza los derechos humanos. Poco a poco se habla ya de los derechos de los campesinos, de las mujeres y de los niños y niñas pero no de la población homosexual, eso no importa, parecen decir aquellos que muchas veces son cómplices de la ridiculización que hacen a las personas distintas a ellos. Si de por sí la educación sexual es complicada, en esta zona donde persisten los embarazos adolescentes, el asunto de la diversidad sexual lo es aún más; por lo consiguiente, el bullying por este motivo persiste y la población de la diversidad sexual vive en una constante situación de vulnerabilidad. Cómo resultado tenemos a seres humanos que viven tristes, deprimidos, reprimidos, humillados, negados, excluidos y con miedo a socializar en una sociedad que simula ser incluyente. Nos discriminamos, nos rechazamos, nos matamos poco a poco con esas actitudes de rechazo que nos condena a vivir mutilados y despreciados.
Lo cierto es que en esta región la población homosexual tampoco se organiza para exigir sus derechos, nadie se atreve a hablar del tema, hablarlo implica salir del clóset y eso implica también ser señalado y estar expuesto a la discriminación. Aquí no tienen presencia instancias como la CONAPRED y la CNDH. --En mi pueblo los conocen como putos --dice un hombre en clara actitud homofóbica. Los memes con expresiones homofóbicas no dejan de circular en páginas de redes sociales de algunos municipios de la zona. Ni se te ocurra meterte a la política, serás masticado al por mayor. --Te va a quitar tu marido, no voten por él --afirma un ex presidente municipal que vivió en carne propia tal situación. La homofobia tiene diversos matices y se manifiesta en distintos espacios y hasta en lugares donde se supone se deben respetar los derechos humanos. --Me gusta ese lapicero rosa, y hasta me lo quería quedar --dice en tono de burla y en clara actitud homofóbica el jefe de una institución que atiende a poblaciones indígenas y que no pierde oportunidad de contar chistes sobre homosexuales y decir, en tono de burla, la palabra "puto" cada que le da la gana. Parece que su mensaje es " Aquí no caben, aquí se desprecia, aquí se odia a los homosexuales". En fin, la homofobia también se institucionaliza desde el poder. Es necesario entonces una mayor sensibilización en este y otros temas hacia las personas que aspiren a ocupar un cargo público. También es necesario que los miembros de la población diversa se organicen para exigir el respeto a sus derechos y denunciar los atropellos que viven y por supuesto, mostrar ese otro rostro. Los seres humanos son más que un órgano sexual, así de sencillo es la cosa.
¿Dónde inicia el amor y el respeto a las y los demás sí no es en el seno familiar y en la escuela? En esos lugares es donde se debe insistir en el respeto a los distintos, porque como dicen "seremos iguales en la medida en que respetamos nuestras diferencias". La discriminación provoca rechazo, el rechazo provoca odio y el odio conlleva muchas veces al homicidio, y si te matan, "lo mataron por puto", dirán. Nos asusta ver a dos hombres o dos mujeres besándose pero cómo nos divierte ver a dos personas golpeándose o matándose, parece que la sangre nos divierte. La orientación sexual no se elige, a nadie le gusta que lo rechacen, que lo señalen, que lo discriminen. No es como decir hoy me voy a poner una camisa blanca y mañana una de cuadros. Tenemos que ser más humanos, es necesario, y tenemos que abrir la mente y el corazón y aceptar que no todos son iguales como nosotros, que tenemos derecho a ser distintos, que en la vida hay muchos sabores y colores y que cada quien elige lo que más le gusta, sin que eso implique que sea peor o mejor persona.

Vida y milagros

Oí la conferencia de Laurie Ann Ximénez acerca de su libro "Un daño irreparable", una recopilación de la gestión de la pandemia en México. Hay hechos que ya no tienen remedio, como los más de 155 mil muertos documentados por la Secretaría de Salud, sin contar el excedente de muertes que documentó el INEGI la semana pasada. Lo importante ahora es escuchar cuáles serían las proyecciones a futuro si todo se sigue manejando igual y cuáles son los cambios indispensables para dejar de volar a ciegas, aunque las optimistas declaraciones del convaleciente presidente López Obrador no apuntan a un cambio de estrategia.

A finales de abril de 2020 publiqué los datos comparativos entre México y Vietnam. Mientras que el gobierno de México temerariamente había minimizado la pandemia y se había negado a implementar protocolos estrictos y precisos para contenerla, el 26 de abril de 2020 México registraba ya 14,667 casos y 1,351 muertes. En esa misma fecha, Vietnam, con 90 millones de habitantes y una frontera de 1,400 kilómetros con China, registraba solo 270 casos y cero defunciones. Su estrategia fue desde finales de enero clara y certera: cubrebocas obligatorio, aislamientos selectivos en comunidades con brotes, sanciones estrictas a quienes incumplieran, cierre de sus aeropuertos hasta que se controlara el brote, seguimiento a contagiados, kits de pruebas masivas a muy bajos costos y entrega de resultados en 90 minutos. Todas las medidas fueron promovidas en certeras campañas de comunicación social sin lugar para las ambigüedades. Miles y miles de pruebas les fueron dando una radiografía inmediata del movimiento del virus, información valiosísima que les permitió realizar intervenciones puntuales en donde fuera necesario. Todas esas medidas permitieron que su economía siguiera funcionando sin que se propagaran los contagios. En Vietnam ha habido 1,781 contagios y 35 muertes por coronavirus desde que comenzó la pandemia. Otro caso de éxito es Australia, un país que, aunque es más pequeño y muy distinto a Vietnam, también ha logrado con medidas parecidas y una gran disciplina contener el virus, al grado de que este fin de semana se llevó a cabo en la ciudad de Adelaida un partido de exhibición previo al abierto de tenis que se celebrará próximamente en esa nación. Este evento, al que asistieron cuatro mil personas, se produjo después de que Australia sumara doce días sin un solo contagio. Australia, tiene 25 millones de habitantes y a lo largo de la pandemia ha registrado 28 mil contagios y 909 fallecimientos.

En la conferencia de la semana pasada le preguntaron a la Doctora Laurie Ann Ximénez si México debiera cerrar todo durante un mes para frenar el virus de manera drástica; con toda cordura respondió que eso sería condenar al país a la hambruna y al desastre. Lo que esta sensata científica sugiere es que implementemos de manera urgente y estricta las medidas que implementaron países tan distintos como Vietnam o Australia. De no hacerlo, el número de fallecidos para el final del verano puede más que duplicarse. En los países que han tenido éxito para contener el virus, los gobiernos han decidido tomar la difícil e impopular decisión de acotar una parte de la libertad personal a favor del conjunto.

El viernes pasado Puebla regresó al semáforo rojo. Otros estados y la ciudad de México se encuentran en condiciones similares. Sin embargo, el semáforo rojo sigue sin incluir el uso obligatorio de cubre boca fuera de casa; tampoco hay sanciones para quienes se nieguen a usarlo. El gobierno de México optó por trasladar ese tipo de decisiones a los gobiernos locales y con eso se ha complicado enormemente el manejo de la pandemia. Hubiera sido mucho más sencillo el que las políticas públicas claves en materia de prevención se hubieran tomado desde la cabeza del estado mexicano. La ciudadanía es tratada por quienes gobiernan como el electorado a consentir porque ahí vienen las elecciones y pocos quieren pagar la cuenta de medidas impopulares. Se exhorta y se indica, pero la gente hace básicamente lo que quiere y las consecuencias no son de multas o sanciones, sino las de llorar y sufrir cuando el enfermo o el muerto toca en casa.



Pero ante la enorme mortandad, como país ya estamos sufriendo otras consecuencias: el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, anunció el viernes pasado la suspensión de todos los vuelos a México y el Caribe hasta el 30 de abril y ha limitado los permisos de entrada a su país a los mexicanos. Cerca de dos millones de canadienses nos visitan cada año, así que es un duro golpe para el sector turístico. La cuarentena para acceder a Canadá y Estados Unidos ya es obligatoria, además de que solo puede hacerse con prueba negativa vigente en mano. Otros países están mandando una alerta roja sobre México, mientras que aquí, la medida más efectiva de contención, el cubre boca, sigue sin ser una política púbica obligatoria y ha quedado al criterio de los débiles gobiernos estatales y municipales. Varias veces a la semana uno se entera de los zafarranchos que arman hombres y mujeres que insultan y agreden a quienes les piden que usen cubre boca en un supermercado, en un tianguis o en el transporte público. Leemos de policías agredidos por llegar a suspender bailes masivos. Esas conductas en países como Vietnam o Australia sí fueron absolutamente impensables y en su caso, fueron castigadas con rigor. Fauci, el epidemiólogo en jefe en Estados Unidos le da al cubre boca el mismo peso para contener la pandemia que a la vacuna y afirma que el 90% de los contagios se evitan con el cubre boca.

Yo reconozco el esfuerzo enorme que han hecho los gobiernos estatales y municipales, pero desgraciadamente no les alcanza, porque toda medida de contención en el país sigue siendo simplemente una "recomendación" y el gobierno federal no ha cambiado la estrategia. El presidente de México dirigió un mensaje a la nación justo a la mitad de su enfermedad, cuando se supone que es más contagiosa; caminó sin cubre boca por los pasillos de Palacio Nacional.

Ayer, en Santa Isabel Cholula, municipio ubicado en la zona metropolitana de Puebla Capital, zona decretada en semáforo rojo, a las siete de la noche arrancaron dos distintos bailes con sonideros, - "Damitas, caballeros, busquen su pareja que la fiesta va a comenzar." La damita que esto escribe llamó al 911.La respuesta fue rápida y sí los vinieron a callar.

Damitas, caballeros: el resto del mundo nos va a aislar porque aquí hemos consentido el desmadre y le hemos puesto alfombra roja a la pandemia para que viaje a gusto.



Revista sin permiso. Hagai El-Ad es un activista israelí LGBTI y de derechos humanos, es director general de B´Tselem desde 2014. Formado como físico en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la de Harvard, fue director de la Asociación pro Derechos Civiles de Israel y de la Casa Abierta de Jerusalén por el Orgullo y la Tolerancia. Ha comparecido en dos ocasiones ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en 2016 y 2018, para abordar la situación palestina.

Por Hagai El-Ad

No se puede vivir un solo día en Israel-Palestina sin la sensación de que este lugar se ve constantemente manipulado con el fin de privilegiar a un pueblo, y sólo a un pueblo: el pueblo judío. Pero la mitad de quienes viven entre el río Jordán y el mar Mediterráneo son palestinos. Ese abismo entre esas realidades vividas llena el aire, sangra, se encuentra por doquier en esta tierra.

No me refiero simplemente a los pronunciamientos oficiales que se formulan en detalle, y los hay abundantes, como la aseveración en 2019 del primer ministro Benjamin Netanyahu de que “Israel no es un Estado de todos sus ciudadanos ”, o la ley fundamental del “Estado nacional” que consagra “el desarrollo de asentamientos judíos como valor nacional”. A lo que trato de llegar es a un sentido más profundo de la gente como deseable o indeseable, y a una comprensión de mi país a la que me he visto expuesto desde el día en que nací en Haifa. Hoy, se trata de una consciencia que ya no puede evitarse.

Si bien existe paridad demográfica entre los dos pueblos que viven aquí , la vida se gestiona de modo que sólo una mitad gestiona la inmensa mayoría del poder político, los recursos de la tierra, los derechos, libertades, formas de protección. Constituye toda una hazaña mantener esa desposesión. Para más inri, lo es venderla con éxito como una democracia (dentro de la “línea verde”, la línea del armisticio de 1949), a la que se le adjunta una ocupación temporal. De hecho, es un gobierno el que lo domina todo y a todos entre el río y el mar, siguiendo el mismo principio organizador en todas las partes bajo su control, laborar para que avance y se perpetúe la supremacía de un grupo de gente – los judíos – sobre otro: los palestinos. Esto es apartheid.

No hay un solo palmo de terreno del territorio que controla Israel en el que sean iguales un palestino y un judío. Aquí las únicas personas de primera clase son los ciudadanos judíos como yo, y disfrutamos de este estatus tanto dentro de las lineas de 1967 como más allá, en Cisjordania. Separados por los diferentes estatus que se les ha asignado, y por las muchas variaciones de inferioridad a las que les somete Israel, los palestinos que viven bajo dominio de Israel están unidos por el hecho de ser todos desiguales.



A diferencia del apartheid sudafricano, la aplicación de nuestra versión de ello – el apartheid 2.0, si quieren – evita ciertas clases de fealdad. No vamos a encontrar letreros de “Sólo para blancos” en los bancos para sentarse. Aquí “proteger el carácter judío” de una comunidad – o del Estado mismo – es uno de los eufemismos tenuemente velados que se despliegan para tratar de obscurecer la verdad. Pero la esencia es la misma. Que las definiciones de Israel no dependan del color de la piel no supone una diferencia material: es la realidad supremacista la que constituye el nudo de la cuestión, y la que hay que derrotar.

Hasta la aprobación de la ley del Estado nacional, la lección clave que Israel parecía haber aprendido del apartheid de África del Sur consistía en evitar declaraciones y leyes demasiado explícitas. Con estas se corre el riesgo de provocar juicios morales, y finalmente, no lo permita el cielo, consecuencias de verdad. Por el contrario, la acumulación paciente, tranquila y gradual de prácticas discriminatorias tiende a prevenir las repercusiones de la comunidad internacional, sobre todo si uno está dispuesto a hablar de boquilla sobre sus normas y expectativas.

Así es cómo se consigue y se aplica la supremacía judía a ambos lados de la línea verde.

Manipulamos demográficamente la composición de la población esforzándonos por incrementar el número de judíos y limitar el número de palestinos. Permitimos la migración judía – con ciudadanía automática – a cualquier lugar que controle Israel. Para los palestinos, lo cierto es lo contrario: no pueden adquirir un estatus personal en ninguna parte fuera de los controles, aunque su familia sea de aquí.

Manipulamos el poder a través de la asignación – o negación – de derechos políticos. Todos los ciudadanos judíos (y todos los judíos pueden convertirse en ciudadanos), pero menos de una cuarta parte de los palestinos bajo dominio de Israel, gozan de ciudadanía y pueden, por tanto, votar. El 23 de marzo, cuando los israelíes vayan a votar por cuarta vez en dos años, no será una “fiesta de la democracia”, como suelen denominarse a menudo las elecciones. Antes bien, será otro día en que los palestinos, excluidos, contemplen cómo determinan otros su futuro.



Manipulamos el control de la tierra expropiando enormes porciones de tierra palestina, manteniéndola fuera de su alcance en lo que respecta al desarrollo de los palestinos, o utilizándola para construir ciudades, barrios y asentamientos judíos. Dentro de la línea verde, llevamos haciendo esto desde que se estableció el Estado en 1948. En Jerusalén Este y en Cisjordania es lo que llevamos haciendo desde que se inició la ocupación en 1967. El resultado es que las comunidades palestinas – de cualquier lugar entre el río y el mar – se enfrentan a una realidad de demoliciones, desplazamientos, empobrecimiento y aglomeración, mientras los mismos recursos de la tierra se adjudican a nuevos desarrollos judíos.

Y manipulamos – o más bien, restringimos – los movimientos de los palestinos. La mayoría, que no son ni ciudadanos ni residentes, depende de los permisos y puestos de controles israelíes ara viajar entre una zona y otra, así como para viajar internacionalmente. Para los dos millones de la Franja de Gaza las restricciones de viaje son de lo más severo: no se trata sólo de un bantustán, pues Israel la ha convertido en una de las mayores cárceles a cielo abierto sobre la Tierra.

Haifa, mi ciudad natal, fue una realidad binacional de paridad demográfica hasta 1948. De unos 70.000 palestinos que vivían en Haifa antes de la Nakba, quedó luego menos de una décima parte. Han pasado casi 73 años desde entonces y hoy Israel-Palestina es una realidad binacional de paridad demográfica. Yo nací aquí. Quiero – y tengo la intención de – quedarme. Pero quiero – exijo – vivir en un futuro muy distinto.



El pasado representa traumas e injusticias. En el presente, se reproducen todavía más injusticias. El futuro ha de ser radicalmente distinto: un rechazo de la supremacía, erigido sobre el compromiso con la justicia y nuestra humanidad compartida. Llamar a las cosas por su nombre – “apartheid” – no supone un momento de desesperación: antes bien, supone un momento de claridad moral, un paso en un largo caminar inspirado por la esperanza. Ver la realidad como lo que es, nombrarla sin encogerse, y ayudar a que produzca la materialización de un futuro justo.

En Guatemala, memoria de Juan Luis Molina Loza, medio siglo de ausencia presente

Por Carlos Arturo Molina Loza

El hombre es un ser abierto al mundo y, entre lo que aparece ante él, entre todas las cosas, aparecen «otros» hombres; hombres que a su vez son libres y deciden, actúan, hacen. Este hacer es un hacer que también los trasciende y los hace estar abiertos al futuro y a la vez abiertos hacia mí. En el hacer social nuestras acciones se funden y siempre mi hacer individual está untado de «otros». Este formar parte los otros hombres de mi mundo, hace que estén dentro del campo de mis decisiones, de mí decidir, de mi libertad: por lo tanto debo necesariamente ubicarlos en «mi jerarquía de valores». Les concedo un valor, los valoro. Es evidente que un hombre solo en el mundo no sería valioso, excepto por él mismo. El hombre tiene valor porque los demás hombres se lo conceden.[1] Juan Luis Molina Loza



Juan Luis asumió, en 1967, la cátedra de filosofía que había sido de don Severo Martínez en el Instituto Modelo. De esa cuenta, en 1968, fue mi profesor en quinto bachillerato. Este sería el segundo eslabón de un proceso iniciado durante las vacaciones del año anterior, momento en el que comencé a superar una sensación de opresión delante de su existencia.

Nací, esmirriado, cuatro años y medio después de él, y llegué a un territorio que tenía dueño. Tuve mucha dificultad para integrar la idea de que era mi hermano, pues para mí, por la diferencia de edad y, sobre todo, de tamaño, él pertenecía al grupo de los «grandes», de los «mayores». Recuerdo que lo trataba de usted y que mi papá me llamaba e intentaba convencerme: «Mirá, me dijo en varias oportunidades, es tu hermano, tenés que tratarlo de vos».

«No seás baboso, es tu hermano»



Lo veía, asentía sin mucha convicción y no cambiaba, no me atrevía a vocearlo. Al final de cuentas, en aquella época ninguno de los niños que conocía trataba a los mayores de vos. Al

oírme persistir en el tratamiento formal de usted, mi papá volvía a la carga: «No seás baboso, es tu hermano, tratalo de vos». Pero no había manera.



En el comedor de la casa había una cortina plástica blanca llena de reproducciones de manzanas rojas. Antes de contar lo sucedido debo decir que en nuestra casa sólo entraban manzanas rojas para Navidad y Año nuevo, eran muy caras. Mi papá estaba sentado en su sofá, me vio pasar y me llamó para decirme: «Mirá estas manzanas, ¿te gustaría que te diera una así?». Se me hizo agua la boca y sin vacilar asentí. «Bueno, continuó, si dejás de tratar a Juan Luis de usted y lo tratás de vos te voy a dar no una sino dos de éstas».

Ese mismo día se acabó el usted, no así la sensación —que perduraría por años— de que él pertenecía a otra categoría. Y no me faltaban razones para ello. Juan Luis me aventajaba en todo. Era un sujeto excepcional, tanto por su carisma como por su inteligencia, lo cual excluía toda posibilidad de competencia. Durante toda mi infancia y adolescencia estuve a la sombra de su fuerte personalidad. Por años oí la misma pregunta: «¿Vos sos hermano de Juan Luis?». Es raro, pero esa cuestión de alguna manera me hacía sentir que me hacía falta algo para ser yo mismo y no sólo su hermano. Y, sí, mi papá cumplió, me dio las prometidas manzanas. Me las comí de una sentada.

Estar a la altura de un nombre

En el colegio, al comenzar el año, muchas veces vi al profesor examinar la lista de alumnos y, de repente, preguntar: «Molina Loza, ¿es hermano de Juan Luis?». Delante de mi afirmativa, el profesor concluía: «Va a ser buen alumno». Aquello era una especie de sentencia, debía cumplir con las expectativas y estar a la altura de un nombre que él había dejado bien plantado. Y así fue por mucho tiempo, más allá de los horizontes escolares: en el deporte, en los grupos de amigos y, en fin, en casi cualquier actividad que emprendiese. Sobre mi cabeza flotaba el fantasma de la comparación, de la exigencia.

Una doble coincidencia vino a cambiar el rumbo de nuestra relación. Ambos habíamos iniciado 1967 con sendos proyectos de viaje. Yo, secundado por un grupo de compañeros de clase, planeaba hacer un viaje a «jalón» por México. Juan Luis, de su lado, había hecho lo propio. Al final, como deberíamos de haber imaginado, nuestros supuestos compañeros de aventura no habían tomado en serio la propuesta y, claro, no emprenderían la ruta con cada uno de nosotros. Mientras Juan Luis y yo rumiábamos nuestras respectivas frustraciones, fuimos sorprendidos por la propuesta de mi mamá: «Díganme par de dos, ¿y por qué no viajan ustedes juntos?». La idea nos pareció genial, conversamos, decidimos partir y en ese mismo momento iniciamos los preparativos. Seleccionamos con cuidado el «equipaje» y poco después estaba todo embutido en nuestras mochilas.

El pisto, dentro del calzoncillo, en sendas bolsitas de tela

Yo había ahorrado cada uno de los centavos que cayeron en mi mano durante todo el año —nos daban dos len diarios y una choca el domingo— y mi fortuna ascendía al monto de veinticinco quetzales exactos. Mi persistencia y tenacidad había atraído la atención de mis papás, de mi abuela y de Guayo, un querido primo mayor, lo que hizo que mi cuenta alcanzara la exorbitante suma de ciento veinticinco quetzales. No recuerdo cuánto llevó Juan Luis, lo que sí sé es que Mamita, la misma abuela que aportó su ayuda, nos confeccionó unas bolsitas de tela cuyo cordón llegaba hasta la región del bajo vientre y permitía que el pisto estuviera en un lugar más que seguro, dentro del calzoncillo.

No contaré aquí las peripecias del viaje, sólo diré dos cosas. La primera: mis papás nos llevaron en carro hasta la frontera y, al día siguiente, iniciamos la travesía de México. Luego entramos a Estados Unidos por El Paso, Tejas, fuimos a San Diego y a Tijuana, para luego pasar por Los Ángeles y llegar a San Francisco. La segunda es que nuestra relación dio un vuelco definitivo. Comenzó a desvanecerse el espectral hermano mayor que ofusca cualquier intento de ser uno mismo, comenzó a aparecer el hermano compañero con quien se divide penas y alegrías. Cinco semanas después de nuestra salida de Guate me despedía de él en la ciudad de México, pues él permanecería unos días más. Después de haber comprado mi pasaje de tren, de tercera clase —cuyo costo fue de un dólar y medio—, hasta la frontera con Guate, vi que me sobraban veintiocho dólares, separé tres y le di los veinticinco a Juan Luis: «Vos los vas a necesitar más que yo». Nos abrazamos amorosamente. Nuestro encuentro a su regreso nos confirmó en el sentimiento de que mucho había cambiado para mejor.

De la psicología a la filosofía

Juan Luis hizo psicología en la Católica, así le decíamos en aquella época a la ahora sólo Universidad Rafael Landívar. En la facultad pronto se granjeó el respeto y la consideración tanto de sus compañeros como de sus profesores. Como era un voraz lector, mientras hacía migas con Freud, Marcuse y Fromm, continuaba el cultivo de las amistades que le habían sido presentadas por don Severo Martínez, su profesor de filosofía en el Instituto Modelo: los presocráticos, Sócrates, Aristóteles y Platón. A éstos se unirían, claro, Nietzsche, Schopenhauer, Sartre, Marx, Engels y muchos otros. Al cerrar currículo en psicología ya tenía la mente en otra parte, abandonó la tesis y fue a tocar a la puerta de la Facultad de humanidades de la USAC: migró a la filosofía.

Las clases de filosofía en el Modelo terminaban a las once cuarentaicinco. Perdón, terminaba el horario convencional, pues salíamos juntos y comenzaba la cátedra peripatética. Caminábamos hacia la casa en medio de un debate sin cuartel. Yo lo acribillaba a preguntas y él no sólo respondía sino también me hacía reflexionar. Tal vez este fuera el mejor momento de la clase. Eso nos aproximó más aún y nos hizo más cómplices, me dio más elementos para apreciar los pugilatos ético-filosóficos que libraban Juan Luis y mi papá a la hora del almuerzo. Pugilatos que sólo paraban cuando el ambiente se había caldeado y mi mamá intervenía con autoridad: «Bueno, paren con la filosofía, vamos almorzar en paz». Sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos en los platos y una que otra masticada de los más chicos.

Por esas fechas, acicateado por nuestras conversaciones, descubrí la literatura. Juan Luis hablaba con pasión de sus lecturas, recuerdo en particular su entusiasmo por Un mundo feliz, de Aldous Huxley; El juego de abalorios, de Herman Hesse; y Fausto, de Goethe, para sólo citar algunos. Yo me enamoré de Stendhal y de Dostoievski, por supuesto, y también me convertí en ávido lector.

Con ansias de Alma Mater

La llegada de Juan Luis a la Facultad de Humanidades de la USAC nos aproximó al momento culminante de nuestra relación, el tercero. Yo me había percatado de que no sería capaz de estudiar medicina, mi firme vocación infantil. Sabía que no tendría el coraje de enfrentar a los cadáveres que debían ser disecados y también que si persistiese en el intento me esperaría un gran sufrimiento emocional. En la fila para la inscripción en la universidad aún albergaba dudas sobre mi destino profesional.

Quería una carrera con fuerte contenido social, pero no lograba hacer una elección. Sabía que nunca sería abogado y Juan Luis ya había escogido psicología. Sobraban las ciencias económicas, respiré con fuerza y, en el último instante, terminé de llenar el formulario. «Estudiaré en la calle Mariscal Cruz»,[1] pensé. No fue así, en 1969, se abolieron los estudios básicos, lo cual hizo que tanto los alumnos que habían cursado el primero y el segundo año como los de primer ingreso hicieran juntos el primer año. La Facultad de ciencias económicas tenía en 1968 dos mil alumnos, el año siguiente, de golpe, llegábamos otros dos mil. La solución encontrada fue la creación de un «anexo» en el Instituto Tezulutlán.

En ese ambiente, rodeado de «nuevos» desplegué mis ansias de alma mater. Quería aprender todo lo que fuera posible, deseaba conocer la realidad del país para contar con elementos suficientes para participar de su necesario proceso de transformación. Como muchos jóvenes de la época, creía que había llegado el momento de acabar con las iniquidades que, desde siempre, habían minado el potencial humano de Guatemala. La injusticia que saltaba a la vista en todo el país me dolía en el alma. Un día, después de levantar la cabeza debido a un estallido mi papá, socarrón, me dijo: «Vos no podés oír un cohete que ya creés que estalló la revolución». Cada vez que podía iba a la calle Mariscal Cruz, no me perdía una asamblea de estudiantes, participaba, hacía propuestas, conocía gente. En el «anexo» desplegaba la misma inquietud. Poco a poco me gané la confianza de los compañeros y comencé a participar de la política universitaria. Pero mi entusiasmo con las ciencias económicas se esfumó, no encontraba en ellas lo que tanto buscaba.

La verdad es que sólo me había interesado por ciertas disciplinas: Idioma español y literatura, filosofía, historia económica de Centroamérica. Esta última me permitió el privilegio de también haber sido alumno de don Severo Martínez. Recuerdo que, un día, después de un examen de elección múltiple levanté la mano y le dije: «Don Severo, ese tipo de examen es muy pobre, no le permite a uno ser creativo». Se me quedó viendo y me respondió: «Molina, si usted quiere ser creativo tiene primero que investigar e investigar. No será al responder a un examen que podrá ser creativo». Asentí y cerré el pico.

La nueva izquierda

En 1970 el país atravesaba un período en el que el movimiento revolucionario parecía haberse fortalecido y la represión se mostraba cada vez más agresiva y descarada. Mi actividad en la facultad hizo que ese año fuera electo miembro del Comité de huelga de Dolores de Economía y participara en la promoción y organización de un mitin de solidaridad con el pueblo de Vietnam cuyo orador fue Alfonso Bauer Paiz. Llenamos el salón de actos del Instituto Tezulutlán y contamos con la participación de estudiantes de toda la universidad. Fue un éxito total. Ese año también fui electo secretario general de AD, Acción Democrática, el grupo estudiantil de izquierda que rivalizaba con el derechista FESC, Frente Estudiantil Social Cristiano. Éramos, según palabras de Julio Segura, la nueva izquierda.

¡Él era mi hermano y no yo el hermano de él!

En ese contexto culminó el proceso de transformación de la relación con Juan Luis. Hubo una convocatoria a los dirigentes estudiantiles de izquierda de toda la universidad. Cuando él llegó un compañero que estaba cerca le dijo a otro: «¿Y este cabrón qué está haciendo aquí:?». «Mirá si sos mula —fue su respuesta— ¡es el hermano de Molina!». Fue un choque, él era mi hermano, y no yo el hermano de él. No lo podía creer. Juan Luis buscó una silla y se sentó a mi lado. Un compañero pidió la palabra y comenzó: «Compañeros, estamos aquí reunidos, digo reunidos, los líderes más conspicuos de la izquierda, digo de la izquierda…». De repente oigo que me dice al oído: «Mirá, ¿y ese quién es?». «Es Orantes Troccoli, de la facultad de humanidades», le respondí. A los pocos minutos se levanta otro compañero y comienza su arenga. «Y, ese, ¿sabés quién es?». «Sí, es Julio Segura, viejo dirigente de la facultad de economía». Así pasamos la reunión, por primera vez era yo quien lo guiaba, quien lo ayudaba a situarse en ese nuevo ambiente. Sentía que había dejado de estar a su sombra, que éramos iguales. Desde ese momento nuestra relación se profundizó y se hizo más madura.

La filosofía en la práctica

Juan Luis no daba tregua, llevaba su pasión por la filosofía a las últimas consecuencias. Un día me llamó para proponerme un grupo de estudios. Leeríamos y discutiríamos algunos textos. Recuerdo que uno de los primeros escogidos fue Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker. Como filosofar es, en buena medida, preguntar, en el primer parágrafo paramos la lectura para hacer lo que él llamaba «aclaración de conceptos». Si encontrábamos una palabra que mereciese una reflexión, deteníamos la lectura, la descuartizábamos y discutíamos hasta tener una idea propia de lo que significaba. Continuábamos hasta toparnos con otra y otra. El objetivo no era avanzar sino aprender a pensar.

Luego inventó aquello del Cuerpo de paz guatemalteco. En la izquierda no lo entendieron. Reaccionaron como si él fuera un derechista aliado del imperio y quisiera congraciarse con él. ¿Qué pensaba Juan Luis? Sencillo: lo gringos ya estaban allí y gracias a ellos tendríamos acceso a una serie de comunidades en donde podríamos trabajar. Lo cierto es que fuimos y entramos en contacto con los campesinos de diversos parcelamientos: La Máquina, El Cajón, entre otros. El grupo volvió de la experiencia más convencido que nunca de la necesidad de cambiar nuestra realidad.

Tanto él como yo respetábamos la llamada «compartimentación», no hablábamos de nuestra militancia. Pero conversábamos todo el tiempo de política y, sobre todo, de la situación del país. En esa época nuestro acceso a la literatura revolucionaria o contestataria era muy reducido. Cuando encontrábamos algún tesoro escondido de inmediato lo compartíamos. Yo me devoraba los libros de Wilfred Burchet, de los Panteras Negras —Eldrige Cleaver y su Alma encadenada, por ejemplo—, de Simone de Beauvoir y de todos aquellos que hablaran de la revolución. Juan Luis no paraba de estudiar filosofía y escribía cada vez más. Recuerdo nuestras conversaciones sobre Los condenados de la tierra, de Franz Fanon.

Caminos de la revolución

En aquella época la idea de la guerra de guerrillas era una especie de dogma y cuestionarla era al mismo tiempo cuestionar tu ser parte de la izquierda revolucionaria. Y eso constituyó una parte del drama de la existencia de Juan Luis. Él había llegado, por medio de la filosofía, al marxismo. Y, como marxista, pensaba que si la filosofía servía para comprender al mundo no serviría si no fuera para transformarlo. El pensamiento crítico marxista no admitía dogmas, ni siquiera el dogma de la guerrilla. Teníamos que pensar, teníamos que llegar a una conclusión propia, aunque ésta pudiera no ser la de que el camino de la revolución era el camino de la guerra de guerrillas. Y nosotros nos hacíamos la pregunta, reflexionábamos, debatíamos. Pero esto despertaba sospechas, generaba desconfianzas.

Yo nunca fui valiente. Entre muchos otros miedos tenía horror de la posibilidad de tener un arma en las manos. Matar a alguien, aunque fuera en combate, era algo que no cabía en mi cabeza, la sola idea me atemorizaba. También temblaba delante de la posibilidad de ser torturado. Morir no llegaba a ser una grande amenaza, ser torturado sí. Otro de mis terrores era el de ser testigo, y por eso mismo cómplice, de la muerte de algún compañero que hubiera cometido una falta. No lo soportaría. Para muchos eso significaba que no tenía temple de revolucionario. Tal vez tuvieran razón. Nunca dejé de creer en la revolución, pero insisto, no era valiente. Además de mi miedo personal, temía que Juan Luis se expusiera, que pudiera pasarle algo.

Manga descosida

Juan Luis era un niño grande, muy grande, creía en el ser humano. Su ingenuidad a veces rayaba en la inocencia. Tal vez por eso se dedicó al teatro. Jugaba y se dedicaba con pasión a lo que hacía. En una ocasión mi mamá lo vio salir a trabajar con un saco que tenía la manga derecha descosida, casi arrancada. «Pero m’ijo, ¿a dónde vas con ese saco así?», lo increpó. «Mama, no se preocupe, al ver el tamaño del estrago van a pensar “al profesor se le acaba de descoser la manga del saco, pobre”, y no habrá problema. Usted tranquila». Mi papá lo sacaba de quicio con facilidad. A veces en el almuerzo le decía: «Hoy me hablaron de vos…». Sabía que Juan Luis se moriría de las ganas de saber quién era y qué había dicho. Mi papá aguantaba lo más que podía y, por fin, le decía: «José Mata Gavidia». A lo cual se seguía un taimado silencio. Sólo después de mucha presión soltaba prenda: «Dice que para ser tu maestro hay que volver a estudiar, si no, no es posible. Que lo ponés en aprietos. Le da gusto tener un alumno así». Se le iluminaba la cara de gozo. Él también era dichoso cuando tenía un alumno que lo puyaba y le sacaba el jugo. Otro profesor que también manifestó su consideración y su respeto por Juan Luis era Rigoberto Juárez Paz. Es preciso recordar que ambos eran de derecha, pero se rendían ante su inteligencia y su deseo de aprender.

Tanto la actitud de Juan Luis ante la vida, como las ideas filosóficas que defendía y que plasmó en sus escritos, tienen raíces en los principios morales que nos transmitieron nuestros padres. Según ellos, nuestras vidas debían basarse en el autoconocimiento; en el respeto de sí mismo y del otro; en el trabajo por el bien común. Nuestro valor jamás vendría del tener y sí del ser, debíamos buscar el crecimiento personal y poner nuestras habilidades al servicio de la comunidad. Trabajar era entendido como sinónimo de ser útil al otro. La política debería ser, en esencia, la búsqueda del bien común. Tal vez por eso los cinco hermanos nos hayamos dedicado a las ciencias humanas: filosofía, psicología, antropología, profesiones en las que se puede prescindir de la competición, de la explotación del otro y cuyo mayor logro es contribuir al crecimiento del ser.

Es prohibido pensar, es crimen pensar

Juan Luis fue secuestrado, torturado y asesinado porque cometió un crimen: era un ser pensante y pensante marxista. Arana Osorio y sus huestes estaban determinados a «limpiar» Guatemala de marxistas, de comunistas. Y se dedicaron a la tarea con ahínco. La cobardía del régimen al matarlo —y digo cobardía pues Juan Luis no fue arrestado ni sometido a juicio, no se le hizo ningún cargo, no se le acusó de nada y, además de actuar en la sombra, nos negó cualquier información a su respecto— interrumpió de tajo nuestra relación, esa relación construida y conquistada a lo largo de los años con mucho amor. A comienzos de 1971, el furor asesino del gobierno alcanzó niveles nunca antes vistos. También asesinaron a Fito Mijangos, a Julio Camey Herrera y no acabaron con Alfonso Bauer Paiz porque les falló la puntería. Dos años después, en junio de 1973 caería, abatida por las balas asesinas de un comando del Ejército, Thelma Grazzioso, la esposa de Juan Luis.

El reino del terror se prolongó durante años. Para dar una idea de la furia asesina del Estado guatemalteco, citaré lo ocurrido a compañeros de tres promociones del Instituto Modelo. En mi promoción, la del 68, éramos cinco amigos más próximos: Óscar Rivas, Toño Vásquez, Sergio Silva, Sergio Duarte y yo. Don Dagoberto Vásquez era presencia constante en las listas de sentenciados de la Mano Blanca y de los diversos escuadrones de la muerte del Estado; el 26 de septiembre de 1972, los paramilitares secuestraron y asesinaron a un grupo de dirigentes del PGT, entre los cuales estaba el padre de Sergio, Mario Silva Jonama; en 1982 secuestraron y asesinaron a Óscar Rolando Rivas; a Sergio Duarte Méndez le secuestraron y asesinaron a dos hermanos: Milton Igor, en 1982 y Estuardo, el 22 de octubre de 1983. En la promoción siguiente, la del 69, estaba Carlos Alberto, cuyos padres, Carlos Figueroa Castro y Edna Ibarra, fueron asesinados el 6 de junio de 1980. Y de la promoción del 70, la de Jorge Estuardo, el 25 de julio de 1981, mataron a Horacio Mendizábal.

Para un gran sector de la izquierda, Juan Luis cometía el mismo crimen que le achacaba el poder: pensaba. Por este motivo habría sido visto con recelo por muchos. Lo afirmo porque yo corrí esa misma suerte y me salvé por un pelo.

Sufrimiento inefable

El sufrimiento de la familia —de mis padres en particular— es inefable. Aquel hombre fuerte que velaba por sus hijos como una fiera, se vio impotente, fue derribado por la potencia ciega de un poder usurpador que defendía los privilegios de sus amos, la vieja oligarquía guatemalteca. La mujer que desafió a la dictadura en sus narices, en el Parque Central, nunca más fue la misma. Como me dijera un día Alenka Bermúdez en Brasilia: «Guatemala es un país tan terrorífico que hasta el dolor de una madre tiene grados. A mí me asesinaron a mi hijo, pero me devolvieron los restos. ¡A tu mamá ni eso!». Los cinco hermanos éramos unidos, si alguien se metía con uno se metía con todos. En una ocasión, en el colegio, un grupo de extraños me iba a agarrar para echarme reata. Poco antes de las dos bajamos los cinco para enfrentar a los supuestos agresores. No se atrevieron. Pero contra los asesinos ninguno de nosotros pudo nada.

De los hermanos el más vapuleado fue Mario Alberto, quien se convirtió en el pilar que sostuvo a mis papás durante esos años de terror. A él, además de todo, y a pesar de tener apenas dieciséis años, tuvo que enfrentar a los buitres de las funerarias que lo sacaban de la escuela para que buscara los restos de Juan Luis entre los cadáveres que llegaban a las morgues. Esa debía ser una responsabilidad mía, lo sé, pero a esas alturas ya estaba lejos. Cuando, el catorce de enero me presenté al trabajo, una oficina del catastro de inmuebles que quedaba en la séptima avenida, a un costado de Palacio Nacional, mis colegas, perplejos, me dijeron: «¿Vos qué estás haciendo aquí? ¡Te van a matar, vos sos el próximo!». Estaba aturdido, en la familia aún no teníamos una idea clara de lo que estaba sucediendo. No era posible, Juan Luis iba a aparecer. Esa creencia se mantuvo a lo largo de los meses, las decenas de recursos de habeas corpus interpuestos en su favor —en especial por Factor Méndez— mantenían la llama de la esperanza encendida. En el Crédito Hipotecario, lugar de trabajo de mi papá, le dijeron lo mismo: «Que se cuide, porque lo van a matar. Esa misma noche me escondí en la casa de Luis Alfonso, un tío materno. Teníamos que responder a una pregunta: «¿Qué hacer?». La única respuesta que encontramos fue el camino del exilio. El cuatro de febrero de ese mismo año, mis papás me fueron a buscar para conducirme al aeropuerto. Llevaba una maleta, mi pasaporte, un pasaje para la ciudad de México y un profundo pesar. Sentía que los abandonaba, pero ellos no querían correr el riesgo de otro secuestrado, de otro posible asesinado. En diversas ocasiones, durante los siguientes veinticinco años, les dije a mis papás: «Creo que es hora de volver». Su respuesta oscilaba entre la súplica y el mandato: ¡no! Me mandaban recortes de periódicos con informaciones de gente que había regresado sólo para correr la misma suerte: secuestro, desaparición, muerte. Jorge Estuardo era de la misma opinión. Sólo retorné en diciembre de 1996, después de la firma de la «paz» y mis papás dijeron: «Ya podés venir».

Placer de un reencuentro

Durante años lo he visto aparecer en mis sueños. Regresa. Quiere salir y ver el mundo. Yo, en pánico, se lo impido. Tengo miedo de que lo vuelvan a secuestrar, de que lo vuelvan a torturar. No le pregunto dónde estuvo, me conformo con saber que volvió. El placer profundo de ese reencuentro se disipa, y se hacer dolor, al despertar. No, no volvió ni volverá. Lo asesinaron porque pensaba. Muchas otras veces lo sueño despierto y viajo en las conversaciones que tendríamos, tanto los dos como con los otros tres hermanos. Participaría de nuestras batallas familiares de ateos contra creyentes, sería un refuerzo de peso. Entraría en el rol de intercambio de revisiones de nuestros respectivos artículos. ¿Cuántos libros habría publicado? Supongo que muchos. Hubiera sido maestro de varias generaciones de alumnos. Tendríamos grupos de discusión filosófica y literaria. Inventaríamos mil y una actividades.

Sé que la vida no es justa ni injusta, pero eso no ha impedido que en innumerables ocasiones sienta una opresión en el pecho que sólo se disipa cuando digo lo que allí se quedó trabado: «Qué pena que fuiste vos, que te agarraron a vos. Si me hubieran agarrado a mí, todos habrían salido ganando, en particular Guatemala».

Huerto de dignidad y de esperanza

Cuando, hace poco, Pepe Mujica renunció al parlamento uruguayo dijo: «En mi huerta no se cultiva el odio». Diré como él. En mi huerta no se cultiva el odio, no hay espacio para eso. Se cultiva la indignación y la esperanza. Al pensar en Juan Luis, en un encuentro con él, imagino que tendría que decirle: Mano, fuimos derrotados. Tu Guatemala sigue en manos de la misma oligarquía de siempre, aquella que conociste, la que ha enviado al exilio económico de la inmigración a más de un millón de personas, la que ha mantenido al pueblo en el analfabetismo, la desnutrición infantil crónica, el desempleo, la discriminación racial, en suma, bajo una opresión descomunal. La diferencia es que ahora aquellos que la servían, los militares y los políticos, decidieron que tenían el derecho de servirse ellos mismos con la cuchara grande. Han usado el poder para enriquecerse y han corrompido todas las instancias del Estado. Somos gobernados por mediocres corruptos que sólo piensan en sí mismos y en los suyos. En los últimos años hemos tenido un jefe de Estado genocida, Ríos Montt, y después de la firma de la paz una secuencia de voraces corruptos que comienza con Vinicio Cerezo, continúa con Jorge Serrano Elías, Ramiro De León Carpio, Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Óscar Berger, Álvaro Colom-Sandra Torres, hasta llegar a Otto Pérez. Enseguida elegimos a J. Morales, un payaso de tercera categoría y, en la actualidad, el «mandatario» es uno de los personajes más oscuros y nocivos que se pueda imaginar: Alejandro Giammattei.

El congreso de la República es una cueva de ladrones corruptos, los alcaldes municipales no se quedan atrás. El Ejército, que sólo ha valido para reprimir al propio pueblo, ha sido corrompido por los narcotraficantes. El Estado guatemalteco está en hilachas. Por otro lado, una gran cantidad de jueces y magistrados engrosan las filas del pacto de corruptos. El Ministerio Público, dirigido por Consuelo Porras, una de sus representantes, los protege. Ahora bien, lo peor, lo más chocante, se relaciona con nuestra querida USAC. Los destinos de la Nacional y Autónoma Universidad de San Carlos de Guatemala ya no son regidos por gente de la estirpe de Carlos Martínez Durán, Edmundo Vásquez Martínez, Rafael Cuevas del Cid, Roberto Valdeavellano Pinot y Saúl Osorio Paz. No, la corrupción también penetró en sus corredores. La «estirpe» que ahora domina en la USAC es la de los oportunistas que utilizan los cargos académicos universitarios como trampolines para saltar a la política nacional, quieren su parte del pastel de la corrupción, de un dinero que, en principio, debería ser destinado a la salud y a la educación del pueblo. Son los Eduardo Meyer, Roderico Segura Trujillo, Alfonso Fuentes, Jaffeth Cabrera, Efraín Medina, Luis Leal, Estuardo Gálvez, Carlos Alvarado Cerezo y Murphy Paiz Recinos.

Pero en mi huerta, decía, también se cultiva la esperanza. Una nueva generación de jóvenes universitarios ha recuperado la AEU, los estudiantes landivarianos se han unido a la lucha. Hemos manifestado masivamente en todo el país y ya conseguimos derribar a un presidente corrupto. Fuimos derrotados pero no aniquilados. Seguimos de pie y dispuestos a avanzar.

Medio siglo después, un homenaje

Juan Luis, tu ausencia ha sido una presencia constante en nuestras vidas y lo seguirá siendo. Escribo estas líneas en los días en los que se cumplen cincuenta años de tu secuestro. Habrá en la USAC un homenaje a vos y a Thelma, tu mujer. Participaremos, tu hija Vandria, tus cuatro hermanos, y algunos entrañables amigos. Muchas de tus palabras podrían ser colocadas para encerrar estas remembranzas afectivo-político-emocionales, pero entre todas escojo unas con las que concluiste un artículo, «La felicidad», rescatado de una Publicación de la Asociación de filosofía de Guatemala:

Debemos ser duros, inquebrantables y defender a cualquier precio al ser humano que llevamos dentro; debemos desoír el coro de urracas parlanchinas que trata de amedrentarnos; aprendamos a amar, aprendamos a vivir, busquémonos viendo dentro de nosotros mismos, dosifiquemos los placeres en función de lo que consideramos nuestro «deber ser», nuestra meta; sintamos con profundidad, sepamos llegar al fondo del dolor, hagamos de nuestra existencia una creación constante y el resultado será una felicidad que nadie ni nada nos arrancará pues será una característica de nuestro ser, no la poseeremos como a las cosas, sino «la seremos», será parte de nuestro ser.

Guatemala, 13 de enero de 2021

[1] Allí, a un costado del Jardín Botánico, quedaba la Facultad de Ciencias Económicas.

[2] Esta cita fue extraída de un artículo publicado en El Imparcial, «La imposibilidad de la existencia de Dios y la muerte de la materia», y era parte de una serie de tres que intituló: «Una tesis infundada».

Mundo Nuestro. Hay figuras que uno imagina que siempre estarán en su lugar. Autos Imperial en la Juárez y la 21 Sur. Un hombre en chaleco azúl caminando por los pasillos de la Beneficencia Española. Sin embargo, Los acontecimientos quiebran todo ensueño de posteridad. Así que nos aferramos a la memoria. Y a las frases hechas. Murió Alberto Pellico Agüeros y con él se va una época de una ciudad en la que por atisbos lúcidos de personajes como él todavía logramos reconocernos.

Así lo despidieron en la mañana de un viernes 29 de enero cristalino en el cielo, lo justo para el recuerdo de un buen hombre.



Mundo Nuestro. Universidad y política han ido de la mano en Puebla. Se puede entender ello si nada más se mira al presupuesto anual que maneja la principal institución de educación superior en el estado. Se puede entender también si se contempla lo ocurrido al término de los rectorados de Enrique Dóger y Enrique Agüera, ambos precipitados desde la Rectoría hacia la continuación de su actividad pública como candidatos y militantes de un partido político. Con todas las negativas consecuencias que derivaron para la universidad.

Alfonso Esparza decide romper con esa tradición. Por una buena vez, la universidad pública poblana salva el escollo con el que se ha atorado desde hace décadas: la intromisión de los intereses particulares vinculados a la disputa por el poder en Puebla en la vida política de la institución. No deja de lado las contradicciones que la cercan y limitan, pero establece un lindero que sin duda permitirá a los universitarios enfocar la calidad de sus manifestaciones políticas en los propósitos estratégicos que justifican la existencia de la principal de nuestras instituciones.



Mi abuela paterna, una larga ausencia

Rosaura Martínez Marín, mi abuela paterna, nació en Piaxtla, estado de Puebla, el 27 de enero de 1890.

En la foto los veo: Rosaura Martínez Marín y Antonio Pandal Villar. Pudiera ser el día de su boda. Ella es mi abuela.

No tengo muchos recuerdos de ella, aunque su vida fue larga pues murió en Puebla el 29 de mayo de 1984 a los 94 años.

Pero me acuerdo de muchas fiestas por su cumpleaños, las primeras en mi casa de Acatlán, después en la Hacienda de la Trinidad y las últimas en grandes salones de Puebla.



Jamás la vi freír un huevo ni poner el pie en ninguna cocina, pero nunca olvidé esa especie de ceremonia inicial de una fiesta de cumpleaños -en La Trinidad- que consistió en meter las manos en un gran recipiente donde se derramaba la sangre del cerdo chillante que moría lentamente mientras ella hacía algo con esa sustancia caliente y roja; no era un sacrificio a ningún dios bárbaro sino el inicio de la preparación de la morcilla de arroz que personalmente elaboró en esa fecha y le salió muy buena.

De otras de sus fiestas cumpleañeras tengo recuerdos diversos que en su momento fueron sucesos desagradables, divertidos e incluso violentos, siempre envueltos en libaciones abundantes; mi memoria de esas fiestas huele a alcohol.

Recuerdo una vez en que mi papá se levantó de su silla en nuestra casa de Acatlán, después de escuchar a declamadores y poetas cantar las glorias de la festejada y adular -que de eso se trataba, en realidad- a su hijo favorito, para recordar que la raíz de la familia era su padre difunto, al que no mencionaban ni nunca festejaron tanto; qué orgulloso se sintió el niño -11 ó 12 años- que yo era, al escucharlo.

Recuerdo otra ocasión en que, durante el show de Alejandro Algara, contratado en esa ocasión para cantar la Suite Española de Agustín Lara, un tío se paró a bailar con una prima al son de los pasodobles y acabó dándole un pase de trinchera al artista que cortó su actuación y se fue muy enojado por la falta de respeto; no supe si cobró o no, supongo que lo habrá hecho por anticipado.

Recuerdo otra fiesta, a la que no debimos ir pues no estaban las relaciones familiares para bollos ni pasteles, en que el tío en lugar de bailarín se constituyó en defensor de oficio y con una cachetada -que con el tiempo le debe haber dolido a él más que a nadie- inició una trifulca digna de las que se armaban en los tendidos de las plazas de toros durante las broncas de Lorenzo Garza.



También recuerdo a mi abuela haciendo visitas en su coche -las visitadas tenían que salir a saludarla- muy arreglada, con su camafeo prendido en el pecho y su pelo azul, característico de las señoras que se iban a peinar con Inesita, generosa dispensadora de una sustancia llamada Fancy Blue, si no me equivoco, que dejaba el pelo de ese peculiar color.

Una vez al año, la abuela se acordaba de cada nieto, en el día preciso del cumpleaños de la niña o el niño y le daba su ´cuelga', que así llamaba al regalo correspondiente; a mí me llevaba a merendar al Café Aguirre de la avenida 5 de Mayo, invariablemente unas enchiladas, "no más, porque te empachas" y un chocomil, así decía, "Coca Cola no, porque no duermes".

Cuando mi papá estaba en Puebla -porque él trabajaba en la hacienda cañera que heredó, maniobra de por medio, su madre de su padre, a veces la visitábamos en su departamento de la 2 Norte; ahí cenaban regularmente un hijo y dos yernos para los que había una torta con una rebanada de jamón y dos hijas con sus hijos, que 'tomaban la leche', decían, con pan dulce -una pieza por cabeza.



En sus años últimos, mi abuela comió una o dos veces por semana en mi casa, donde mi mamá la atendía con el esmero que ponía en todas sus manifestaciones de inmenso amor por su marido; yo ya no vivía en Puebla, pero cuando me tocaba estar en esas comidas, surgían asuntos urgentes que atender, por lo que me retiraba pronto de la mesa.

La abuela y el nieto...

El nieto y la abuela...

A la vuelta de tantos años, creo que nunca comprendí cabalmente a doña Rosaura, que era muy clara: primero estaba ella e inmediatamente después el hijo que más claramente la conoció y que tanto se le parecía, aunque no en todo, pues él sí fue un buen padre y un mejor abuelo, según lo recuerdo, con sus hijos y nietos.

Mi abuela no unía, porque en la división reinaba más fácilmente y promovía, con sutileza si era posible o con estruendo si era necesario, las pugnas que la dejaban a ella en el centro, como arbitro y jueza; era egocéntrica pero no hipócrita, diáfana, autoritaria y ahorrativa.

Cuando murió, las relaciones familiares mejoraron mucho, las hijas y los hijos se llevaron mejor que nunca y los nietos pudimos haber reanudado reuniones como aquellas infantiles tan divertidas que alguna vez se dieron en el Molino de Enmedio o en las bodegas de las Fábricas de Francia, donde vivieron unas tías -por el trabajo de sus esposos- en algún momento; yo no lo intenté, era ya muy tarde.

Pensé mucho en la pertinencia de escribir este texto -había decidido no hacerlo- porque no quiero molestar de ninguna manera a mis primos y sus hijos e hijas -a los cuales veo con sincero afecto cuando los encuentro o se presentan y me dicen quienes son porque a muchos desafortunadamente no los recuerdo o no los traté- y nunca a la tía que aún vive; menos, cuando he recibido muestras de solidaridad familiar, como la de Charo que me ofreció literalmente su sangre cuando mis hijos la requirieron para su madre, o el cariño muchas veces expresado por Meche, o el afectuoso interés por mi salud de Manolo y los saludos amorosos de Yolanda, por mencionar algunas.

Pero no puedo omitir de mis recuerdos -que ya he dicho que escribo para mi hija y mi hijo, para mi nieta y mis nietos y para mi nuera- a esta mujer que fue madre de mi padre.

Lo que puedo añadir, para que nadie, en particular mis primas y mis primos, se moleste personalmente, es que escribo de mi abuela, no de la suya y que lo que encuentren desagradable pueden atribuírselo a mis licencias literarias.

Al fin y al cabo, mi relación con mi abuela paterna fue lejana -ausente- pero simple: ella nunca me amó y yo a ella, tampoco.

(Fotografías del archivo de José Luis Pandal)

Lunes, 25 Enero 2021 00:00

Dime a quién has visto

Vida y milagros

El 17 de marzo de 2020 Colombia anunció que cerraría sus aeropuertos y fronteras hasta el 30 de mayo. Lo sé porque iría yo de visita y tuve que cancelar el viaje. Me pareció que era una exageración. Luego oí decir que abrirían hasta septiembre, y luego que, si bien nos iba, todo el mundo al revés terminaría a fin de año. Uno tras otro los países fueron imponiendo protocolos y el mapa mundial en el que se iba marcando el avance del virus se fue llenando de puntos cada vez más cerrados. Lo que en marzo parecía una locura paranoica, poco a poco se fue volviendo la cruda realidad.

Fueron pasando los días, y el posible aislamiento de dos meses, el cierre de colegios por unas semanas, todo se fue extendiendo; el colapso de la vida comercial y social como la conocimos se fue transformando hasta volverse irreconocible. Y cada uno ha ido armando su nueva rutina de acuerdo a su criterio, sus posibilidades, sus miedos, sus circunstancias y, sobre todo, sus particulares creencias. En todos lados la desinformación ha hecho de las suyas, y aquí y en China, como dice el dicho, la gente ha armado su mapa y su ruta para lidiar con la novedad de lo inesperado. Personas que yo imaginé sensatas y bien informadas creen las cosas más inusitadas con respecto al comportamiento del virus, las causas de su aparición y los distintos caminos que se transitarán para su solución. De todo he visto. Desde los que se han encerrado a piedra y lodo y desinfectan hasta un kleenex, hasta los que dicen "no creer" en el virus, como si de acto de fe de alguna religión se tratara. Y según las creencias la gente se comporta. Unos encerrados y otros desperdigando el virus en caso de traerlo. Los términos medios se han vuelto raros. Dicen que ahí está la sabiduría. Pues anda brillando por su ausencia.

Por lo pronto en México, ni el presidente ni su líder para combatir la pandemia consideraron pertinente fomentar el uso masivo y obligatorio del cubrebocas, la única herramienta a la mano y gratuita para lidiar con esta calamidad que nos tiene tomada la vida y la conversación desde hace casi un año. Han sido díscolos con nosotros, con sus gobernados. Han dado el mal ejemplo de andar por todos lados sin la generosidad de la disciplina del cubre boca. Confiadotes y felices platican todas las mañaneras sin protección alguna. Y cuidado que el templete está poblado de gerontócratas, dicho con todo respeto a la edad de los que pueblan el escenario. Ser viejo no es malo, solo peligroso y poco lucido. Yo ni quiero ya hablar de eso, pero en esta época uno acaba siendo reiterativo a falta de muchas contrapartes con quien hablar. Además, a ratos parece que la vida transcurre dentro de un sueño de esos raros, sueños "vívidos" que les llaman, y que solían producir los opiáceos y que ahora me he enterado que también produce el ambiente tóxico de las pandemias. Si se siente usted dentro de un sueño raro estando despierto, si no sabe si ya acabó diciembre, o es lunes, viernes o martes, es por lo mismo. Estamos atrapados en los largos sueños vívidos que produce el cerebro en estas circunstancias. Perdonarán por lo tanto mi incoherencia al escribir. Es producto de lo mismo.



Haga usted memoria de a quién ha visto durante este largo año de pandemia, y sobre todo cómo. Por ahí se dará usted cuenta de cuáles son sus prioridades. ¿Qué riesgos ha corrido? ¿Cuántos niños ha abrazado? ¿Cuántas conversaciones entrañables ha tenido? ¿Cuáles riesgos han valido la pena? ¿Cuáles riesgos han sido involuntarios y cuáles propiciados por usted? ¿A quién ha puesto en riesgo y quien lo ha expuesto a usted? ¿Sus riesgos han sido calculados, medidos con exactitud, tratando de lograr un frágil balance entre el riesgo físico y la salud mental? ¿Sabía que las endorfinas de la compañía, el sexo, la risa suben el sistema inmunológico? ¿Qué va primero, el huevo de la salud física o la gallina de la salud mental? Dime a quién has visto en estos largos meses, dime cómo es que los has visto y te diré...te diré mil cosas de quién eres.

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