Encontrar las palabras para construir un mejor país Destacado

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Vida y milagros

En la carretera por donde circulo a diario hay una gasolinera en donde celebran con inusitado entusiasmo las fiestas patrias. La llenan de adornos, de música, de fiesta. El jueves de esta semana solo vi una bandera a media asta.



--¿Por qué está así su bandera? --le pregunté a la amable chava que habitualmente me despacha. --Porque se murió el Juanga.

--Pues s, --le dije yo--, y será también porque nos visitó el gringo ese sangrón.

-- No, pues entonces sí que la ponemos casi hasta abajo.

Ya íbamos a derivar la conversación a cosas negativas, cuando llegó un perro negrísimo, todavía un cachorro, que ya reconoce mi coche por la bolsa de croquetas que cargo para darle. Y nuestra conversación giró hacia rumbos mejores. Y recordé a Sabines, nuestro poeta, recordé el poder que él daba a las palabras, y pensé en una frase inscrita en una iglesia de pueblo que vi hace muchos años: Al principio era el Verbo. La palabra como principio de todo, la palabra, un don de los humanos, para bien y para mal. ¿Por qué no iluminar la conversación y usar otras palabras, desterrando las que debieran ser innombrables o inexistentes?

"Si hubiera de morir dentro de unos instantes" es el título de uno de los poemas que más me gustan de Jaime Sabines. Y en él nombró las palabras sabias que él escribiría antes de esos instantes, palabras con un particular significado para él. Aunque las mías serían otras, aún le robaría árbol del pan y miel. El pan imprescindible, el salido del horno a medio día. Y miel.



En mi casa hay colmenas y por un tiempo una de mis hijas se volvió apicultora. Se compró un overol blanco y un sombrero con velo para poder trajinar con el panal sin riesgo. Verla rodeada del zumbido atarantador de las abejas con ese traje albo era como ver a Remedios la Bella, la de Cien años de Soledad, la que los hombres amaban a la fuerza con solo verla, hasta que un día, de tan bella, se elevó entre las nubes y nadie volvió a verla. Lorena entonces era igual a Remedios, la aparición de un ángel mientras entraba a la cocina a dejarnos los trozos de panal sobre la mesa. Masticar un pedazo de cera y miel era como probar maná del paraíso. Por eso pondría miel.

Y árbol. Los árboles, con su vida secreta y silenciosa, atados a la tierra, a merced de los locos humanos, y aun así poderosos, tragando bióxido de carbono y devolviendo oxígeno, dando albergue a las aves, verdor a nuestra vidas, regalándonos frutos increíbles, leña o bellotas con que adornar la casa en una Navidad. Por eso, árbol.



Si hubiera de morir dentro de unos instantes no pronunciaría la palabra codicia, ni poder absoluto, ni dinero y mucho menos barrocas palabras como prerrogativas partidistas, tampoco muro, impunidad, abuso o miedo. Escribiría cordura, tolerancia, alegría, trabajo, ríos, perdón y puentes. Escribiría conciencia y corazón, así, juntas, y también optimismo y valor. Y por supuesto, y en particular esta semana, ritmo y música y siempre y para siempre, carcajadas.

Escribiría agua, libros, amigos, colores y pinturas, peces, hermanos, tigre, volcanes y la luna. Solo así: la luna, porque es variante y misteriosa, con su lado obscuro y oculto, el que jamás podremos ver desde la visión limitada que tenemos desde la Tierra, como tampoco podemos ver el lado oculto y secreto de quienes creemos conocer, aunque exista. La luna nos regala su lado luminoso y cambiante, aunque también sabemos de ese lado obscuro, que solo lo es para nosotros, y es obscuro porque no lo hemos visto, pero igual puede ser lo mejor de la luna ¿Quién lo sabe? No quiero conocerlo, prefiero imaginarlo. Y por eso, dos veces, escribiría la luna. La luna con sus ciclos: luna nueva, creciente, luna llena, plena, menguante, agazapada en nubes, o como la vi algún día, adentrándose a las doce y diez de la noche adentro del cráter del Popocatépetl, dejándose tragar por él, anaranjada y trémula, para entregarse toda como regalo de cumpleaños envuelta en luz dorada.

"Antes de que caiga sobre mi lengua el hielo del silencio, antes de que se raje mi garganta y mi corazón se desplome como una bolsa de cuero, quiero decirte, vida mía, lo agradecido que estoy por este hígado estupendo que me dejó comer todas tus rosas el día que entré a tu jardín oculto, sin que nadie me viera". Ese Era Jaime Sabines, así eran sus palabras.

Debemos incluso agradecer la muerte que vendrá, porque gracias a eso atesoramos los días y escogemos las palabras con que vamos viviendo, incluso las semanas amargas, como esta que termina, que nos deja un legado de experiencia, de música, de nuevas maneras de retomar el rumbo, de entender el país. Agradezco los días de la conversación y risa con los míos, las pláticas eternas recargados en la mesa de una cocina o en el final de una escalera que subió y bajó al cielo. Las horas febriles de trabajo en una oficina pública, esas oficinas en que a veces se logran tantas cosas y que mucha gente suele despreciar; el cuarto de mis hijos pequeños haciendo la tarea, o las horas calladas frente al sustituto de una máquina de escribir en la que deletrearía por siempre y muchas veces las palabras perro, flores, diálogo, salud y por supuesto, niños y misterio. Borraría para siempre la palabra discordia, mil veces dictadura, intolerancia, avaricia, religiones, fanatismo y por supuesto guerra.

Cada día hay que encontrar la fórmula y las palabras para curar los desencantos, para, como decía Sabines, lograr volvernos dóciles a las maneras del amor. ¿Para qué perder el limitado tiempo en otras cosas que no sea remendar la desdicha, esa que solo se remienda con sobredosis de ternura o palabras de bien? Palabras que nos llenen el corazón de diamantes --que son estrellas caídas y envejecidas en el polvo de la tierra---para andarlo sonando como una sonaja que nos alegre la vida, que nos la haga mejor.

Tenemos que buscar las palabras precisas para superar esta semana en que pareciera que los mexicanos comimos gallo cuando vimos bajar de un avión de la fuerza aérea mexicana al gordo Trump y pisar un suelo inmerecido, superar esta semana en que bebimos copas llenas de lágrimas negras, empapadas en rímel, iguales a las que derramaba Juan Gabriel en sus conciertos largos, llenos de generosa entrega.

Escribiría de últimas la palabra querer, o mejor un te quiero, que en español tiene un valor mucho más inmenso que el te amo, que parece un mal contagio del idioma inglés. Escribiría yo quiero, porque también implica voluntad.

Me alejo de la gasolinera y en el retrovisor veo al perro negro moviendo el rabo mientras come. A lo lejos veo a la bandera antes alicaída, pesada y húmeda por la lluvia; sopla el aire y la veo empezar a ondear con sensualidad desde su media asta, mientras sigo tratando de encontrar todas las palabras imprescindibles y precisas para ayudar a construir de mejor manera mi país.

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Sobre el autor

Verónica Mastretta

Verónica Mastretta. Ambientalista, escritora. Encabeza desde 1986 la asociación civil Puebla Verde y promueve con la OSC Dale la Cara al Atoyac la regeneración de la Cuenca Alta del Río Atoyac en Puebla y Tlaxcala.