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Enigma en los zapatos/El Puerto Libre de Ángeles Mastretta Destacado

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Me he visto en las fotos con unas botas blancas, pero ésas no las recuerdo sino de ahí, de las estampas, de una en la que estoy parada en la cubierta de un velero, detenida del mástil y con un rehilete en la mano izquierda.

Perfecta imagen para la memoria de una mujer que espera llegar al 2035, sin haber perdido por completo la propensión romántica del siglo XIX.

Cada quien sus pesadillas. Algunas de terror, otras del diario afán. De estas últimas, la mía es comprar zapatos. Tengo unos pies cuyo enigma es muy superior al teorema de Pitágoras. La hipotenusa de mis empeines tiene siempre tamaños distintos, entre uno y otro pie, entre un día y otro, entre el calor y el frío. No hay manera de uniformarlos. ¿De qué número calzo? Adivinar. Cada par de zapatos es su propio enigma, cada uno va poniendo en entredicho mi razón.



01-zapatos

Ilustración: Gonzalo Tassier

Cuando entro a una zapatería dejo ir los ojos por el inexorable horizonte de la tienda y pienso que esa vez sí será fácil, al menos posible, salir con un par al que no ponerle reparos. Pero nunca sucede. Y como en toda pequeña pesadilla el final es un túnel dando vuelcos.

¿Será porque apenas mido uno y cincuenta y ocho que los zapatos me importan tanto? ¿Será porque los tengo más cerca de los ojos? ¿Será por presumida? Sin duda debe ser por presumida. Nunca pude, pero ni con las seis décadas puedo, aceptar la comodidad de una zapatos feos.



¿Por qué es que esto les cuento? ¿De qué mundo me escondo dilucidando en torno a la belleza de los zapatos y la fealdad de algunos pies? Mi deber es contar. No dar cuentas. Siempre me he sentido incapaz de traducir el mundo, no doy con las razones y mucho menos puedo imaginar cómo resolver los problemas de nuestro país. Para eso está la revista nexos con su colección de sabios. Esta revista en la que he abierto un puerto que a veces se llena de barcos entrando y saliendo hasta que todo es un desorden sin retorno, como el túnel en la pesadilla de los zapatos.

¿Qué tienes tú que decir? ¿Te duele un pie? Y nos lo cuentas como si importara. Hablas de nimiedades. ¿Qué con la democracia? ¿Qué con la ley? ¿Qué con este lío que es vivir en un país que anochece con unos destripados y amanece con unos descabezados? ¿Y los índices de pobreza? ¿Y la equidad? Todo igual que el día aquel en el que te compraron los primeros zapatos para ir al colegio. Unos choclos blancos. No podían ser más feos, ni más idénticos. Todas las niñas íbamos al colegio vestidas igual. Unas eran más ricas, otras menos, pero vestidas iguales, daba igual. Más o menos teníamos lo mismo aunque no fuera cierto. Entre nosotros se hablaba poco de dinero. Para muchos, tenerlo obligaba a la discreción. No tenerlo en abundancia, también. Si mis papás dirimían esos asuntos cerraban la puerta. O lo hacían cuando las luces de la casa ya se habían apagado. Una vez los oí, atando los cabos del tema, cuando me acerqué a su cuarto en mitad de la noche, despierta con un dolor de cabeza que aparecía de repente como una flecha iluminada. Había que pagar no sé qué deuda. Regresé a mi cama con tal susto que no recuerdo a dónde fue a parar mi cabeza. Amanecí con las trenzas desbaratadas y el pelo hecho una madeja de alambres.

No pasó nada. Nunca nos faltó nada. Éramos siempre los primeros en pagar la colegiatura. Y la renta. También es cierto que nuestro coche era el más pequeño, y que nuestra mamá tenía un trabajo. Daba clases de ballet. De cinco a ocho. Tres grupos. La verdad es que le fascinaba tanto como avergonzaba a mi papá. Ahí y en ese tiempo, los hombres tenían que ganar el pan y las trifulcas de su familia. Todos sabemos que ella se habría aburrido muchísimo con cinco hijos y una máquina de tejer, por más que platicar con su hermana la divirtiera tanto, pero me aprieta el corazón como un zapato nuevo si recuerdo la pena que le daba a mi padre no pagar hasta el último centavo de lo que se gastaba en nuestra casa. Tonterías como botas viejas, pero que a él le importaban como una guerra.



No sé por qué, nuestra madre, cuando hacía el recuento de esos años en que pasaron trabajos y tuvieron disgustos económicos, se preguntaba por cuál motivo no había tomado a sus hijos y se había ido a Jalapa con ellos y su marido. Nunca entendí esa suerte de jaculatoria, ni le pregunté por qué irse y por qué a Jalapa. Un lugar al que nunca fuimos más que como parte del único viaje a Veracruz que atravesó nuestra infancia. Un viaje en el que aprendí el gozo de andar descalza, con mis dos hermanos, buscando pedazos de nácar en una playa de arena gris.

En esos años los niños pobres, así se les llamaba, por su nombre —no existían escondrijos ni asociaciones de palabras—, no tenían zapatos. Andaban descalzos. Pero del diario. Con el pelo rapado para no llenarse de piojos. No vivían lejos de nosotros, iban a la misma iglesia, de repente tocaban la puerta para pedir un taco. Se los dábamos, pero nada más. “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos”. Eso decían las enseñanzas, y había quien así las aceptaba. Pero a nuestros progenitores siempre los redimió la culpa. Así no podía ser, así no debía ser: esa certidumbre nos heredaron. No era lógica la pobreza como no era lógico el poder en manos de unos a los que se llamaba rateros, pero eran intocables. Mucho más intocables que los de ahora. Veinte años después de su muerte, el nombre de un cacique parecido al que yo di en llamar Andrés Ascencio, seguía diciéndose en voz baja.

En privado, cuando los grandes creían que no los oíamos, hablaban de sus varias mujeres, de sus indescifrables crímenes, de sus cincuenta pares de zapatos.

Yo tenía proclividad por esas conversaciones, apenas nos mandaban al jardín, me descalzaba para volver, sin que nadie oyera, a meterme tras un sillón y escucharlas. Sólo entonces brotaban los malos como fantasmas a media tarde. Pero no había estadísticas, ni estudios comparativos, ni encuestas. Todo era rumor o experiencia. Alguien había visto un muerto, todos supieron de una huelga en la que mataron a los trabajadores de un ingenio azucarero, nadie quería seguir oyendo y por eso llamaban a los niños a merendar gelatina de naranja.

¿Cómo eran aquellos años mis zapatos? Recuerdo unos azules. Estuve mirándolos en el suelo, junto a mis piernas dobladas para caber en un rincón al que llegó la historia de una mujer torera, dos veces valiente porque había estado enredada con el mentado general cuyo nombre no se mentaba.

En los zapatos cabe de todo. Y de todo hablan. Cabe el mundo, la historia, las finanzas. Cuentan quién tiene qué y quién no. Mis zapatos de aquellas vacaciones eran los mismos que los del año anterior, ya les habían puesto medias suelas y si les ponían suelas corridas se achicaban. Iban a comprarme otros el siguiente año, pero mientras había más de dos zapateros por barrio y la gente les cambiaba el tacón una o tres veces a cada par. No había marcas. Ni tiendas para princesas. La zapatería se llamaba Miguelito y los zapatos Ponchito. Los hacían en León, Guanajuato, y había que domarlos.

Con razón los escarpines de mis abuelas eran un amasijo de bultos y deformidades. Crecieron con los pies apretados. Era lógico tener callos a los sesenta. Yo me quejo mucho, pero no tengo ninguno, porque ya mis zapatos, hasta los de los chinos, que ya no hacen las cosas tan duraderas como su muralla, son suaves.

¿Desde cuándo son menos duros tus zapatos? ¿Podrías contar la historia con los pies? ¿Tu país con los pies? ¿Tus miedos con los pies? ¿Tu valor? ¿Tus apegos? ¿Cómo es que decía el dicho? “Con que te vas y me dejas, déjame tus chanclas viejas para acordarme de ti”. Parece que estoy oyendo a mi padre repetirlo, tras la lluvia, cuando le pedí que me diera permiso de venir a México, a estudiar quién sabe ni qué, con tal de no andar sin novio, solterona de veinte años, por la ciudad sitiando mis zapatos de entonces.

Mi madre había dicho que sí. Ella quiso siempre que nosotros viéramos más que sus ojos y anduviéramos más que sus zapatos. Mi madre tenía unos pies largos, elegantes y delgados como plumas Mont Blanc. Yo no los heredé. ¿Qué genes me despojaron de tal legado? Me lo pregunto muchas veces, sin duda siempre que enfrento el túnel de esa pesadilla. Sí, me digo, podría contar la historia con los pies.

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Sobre el autor

Ángeles Mastretta

Novelista poblana. Entre sus principales libros están Arráncame la vida, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes, y los más recientes La emoción de las cosas y El viento de las horas. Publica todos los meses su Puerto Libre, además del blog Del absurdo cotidiano.