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Memoria de un amigo en un viaje por la Sierra Negra Destacado

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Para Ingrid, en memoria de Francisco

Corría el momento histórico en que se habían firmado los hasta ahora incumplidos Acuerdos de San Andrés Larrainzar entre el EZLN y el gobierno federal, y no hacía mucho que había conocido a Ingrid Van Beuren en el programa de Derechos Humanos de la Ibero de Puebla, la escuela que educa a la casta criolla empresarial y política del país con una fachada de humanismo jesuítico.



Dicho proyecto convocaba a muchas organizaciones del sureste, centro y norte de Puebla para promover y defender los derechos humanos en nuestro estado, siempre gobernado por caciques de toda estirpe y origen: desde los criollos más racistas y tiranos de origen más que burgués, hasta los indios más anclados en el despotismo del peor tlatoani que pueda existir y lo que está en medio pero que siempre han coincidido en su desprecio por los pueblos y las diferencias culturales, sociales, lingüísticas y de cualquier otro aspecto de lo que es la real Puebla, no la imaginaria de centros comerciales, Angelópolis y chácharas de fantasía del consumismo: la de los pueblos indios, la de los obreros de las maquiladoras, la de los migrantes, la de las mujeres víctimas de feminicidio, la de las canasteras reprimidas, la de los colonos sin servicios, la de los campesinos despojados por VW o Audi o las mineras o las hidroeléctricas y demás manifestaciones del "progreso" y el "desarrollo" repetido en estos días.

En 1995, con la creación de la Red Cualli Nemilistli con el apoyo de Ingrid y el programa, logramos empujar y obligar a que la legislatura local tipificara con las sanciones debidas el delito de tortura. Así que mientras el cacique de Bartlett agringaba aún más la colonial capital y continuaba con el despojo agrario como Piña Olaya, Marín o Moreno Valle, nuestro estado ni siquiera contaba con una ley o un articulado penal que pudiera castigar a los policías que torturaba y siguen torturando a lo largo y ancho de los municipios a cualquier ciudadano o ciudadana que tenga la mala suerte de caer en sus manos.

Y así nos hicimos amigos. Mi madre e Ingrid ya se conocían de un poco más antes. Y así conocimos a Francisco, originario de Nueva Orleans, que desde entonces se volvió su compañero de vida.

Desafortunadamente, Don Francisco sucumbió ante la pandemia que nos azota e inició su camino hacia el Inframundo. Amante de los animales y la naturaleza como lo fue siempre, estoy seguro de que los perros que acompañaron su vida ya lo encontraron y estarán recorriendo los pantanos de su amada tierra natal y su bello rancho en Atlixco.

Tuve la fortuna de pasar con ambos y su ovejera Yantzú el fin de año pasado en las costas oaxaqueñas. Dimos una vuelta por la Sierra, visitamos Pluma Hidalgo y conversamos con muchos amigos del rumbo. Y ahí pude explorar unos enormes farallones y riscos encontrando una bella pero peligrosísima bufa llamada el “tololote”, en donde pude pasarme horas buceando y tirando clavados salvando mi integridad de las peñas siguiendo el sentido de las corrientes del mar.



Comimos pescado y camarones guisados por él y platicamos mucho de la política, la vida, las experiencias y los libros. En Huatulco cenamos una noche y comentábamos sobre la obra de Howard Zinn y que tan necesario es que la conozcan los jóvenes en Gringolandia justo en estos terribles momentos de racismo con Trump a la cabeza y los ultras rednecks y Ku Klux Klan desatados. (Lamentable, por cierto, el papel adulador de López Obrador hacia el Pelos de Elote)

Francisco era un gran cocinero cajún, además, y diariamente seguía los acontecimientos en Estados Unidos. Estaba preocupado por las locuras de la derecha gringa, las intervenciones militares, lo desinformado de la población de su país y el rumbo peligroso de la política y opiniones de Trump como mencionaba antes.

Nunca olvidaré la increíble travesía que hicimos en esos años, posiblemente en el mismo 1996, antes de que el Ejército ocupara la Sierra Negra, amenazando a los catequistas, autoridades y miembros y familias de lo que ahora con orgullo y sentido de pertenencia llamamos "la resistencia indígena", para que no nos alimentaran ni cobijaran en la montaña a compañeros como Omar Esparza entre otros más, que figurábamos y figuramos en la lista negra del siempre mal gobierno.



En Río Sapo conocimos al grupo musical los "Anti", verdaderos anti -todo de la Sierra Mazateca, legítimos herederos del magonismo y reales punks indígenas, quiénes recuerdo nos comentaron que por el exceso de trabajo en el campo “sólo habían podido componer 27 canciones” con rumbo a la fiesta de Todos Santos, cuando los seres mágicos del cerro conviven con niños, niñas y pobladores “cristianos” mientras bailan la tradicional música de los huehuentones.

Nos deleitaron con algunas canciones y nos mostraron varios casetes de sus grabaciones.

Nadamos en el río y comimos unas mojarras enormes. La mía era exquisita, pero por algún descuido se convertiría en un verdadero azote al paso de las horas.

No estaba el sacerdote, Víctor Negrellos, originario de San José Miahuatlán y por lo tanto nahuatlato, pero alguien de la parroquia nos ofreció amablemente poder pernoctar en el atrio de la iglesia.

Foto de Ricardo Cruz Gatica en Google Earth.

En ese trayecto que tenía como destino la Zona Alta de Tlacotepec de Díaz, es decir el mundo de las comunidades mazatecas de Puebla como Yovalastok, Pilola la Trailera o Zacatepec de Bravo, además de Ingrid y Francisco también íbamos Enrique Juárez de la Comisión de Derechos Humanos San Martin de Tours y compañero de nuestros amigos Guillermo Briones y Arcelia Benítez, quien esto escribe y el insoportable Manuel Montoro, conocido por propios y extraños como el Niño o el Robotín, y experto ladrón de discos compactos si te descuidas un segundo.

No había electricidad en el atrio según recuerdo, así que cayendo la noche y después de una o dos cervezas que tomamos para mitigar el tropical calor de la mazateca baja, tiramos petates, bolsas de dormir y demás matracas para poder roncar a gusto y sin distractores.

Justo cuando empezábamos a entrar en el somnífero dominio de Morpheus, empezaban a caer de manera coordinada piedras en las acanaladas láminas del atrio, haciendo un estruendo de espanto al tiempo que a velocidad inhumana alguien corría raspando las paredes del católico recinto por todo el perímetro una y otra vez hasta detenerse.

Francisco, molesto, corrió a los perros devotos de todas las misas que cuidaban la parroquia y que ladraban y aullaban a ese “alguien” que aventaba piedras y raspaba las paredes.

¡No lo hagas Francisco! - Le dije. Ellos pueden “ver”. Ellos los están viendo allá arriba.

Regresó a su aposento y todo quedó en silencio nuevamente. Como si esos vecinos traviesos adivinaran, justo cuando empezábamos a dormir nuevamente, cansados de la travesía desde Puebla a Tehuacán a Puente de Fierro a Chilchotla y a Río Sapo, y cuerpo y mente se iban rumbo a las frecuencias del sueño intenso y profundo: “pum”, “tras”, “cuas” caían piedritas otra vez que al tocar las láminas sonaban a balazos que te ponían de mal humor porque el sueño se desvanecía una vez más…

- ¿Qué es Martín? ¿Qué está pasando? Me espanté más sentir junto a mi petate a Enrique e Ingrid en cuclillas, preocupados por las piedras que eran aventadas por esos “alguien” a las láminas con ese propósito: espantarnos.

El ladrón de discos compactos, riéndose, desde su petate me advertía: “No les digas”.

Todo volvía a quedar en silencio cuando sentí un dolor intenso en el estómago y me lamenté de que en tal mal momento me empezara a enfermar. Estaba por vaciarme y tuve que salir a buscar la letrina que estaba bastante lejos.

Recordé todas las recomendaciones de mis abuelas para estos casos ya que ellas habían visto todo tipo de seres provenientes de eones lejanos y verdaderos y anteriores habitantes de montañas y cerros, como estos que no nos dejaban dormir.

¿Quiénes son? Me preguntó Ingrid nuevamente, cuando estaba a punto de salir a buscar la letrina y todos estaban bastante espantados porque seguían divirtiéndose con nosotros.

“Son los xelá”. “Son duendes Ingrid, gnomos, chaneques o como se les diga”. Lamenté que los perros ya no estuvieran afuera pero mi urgencia era tal que no me importó encontrarme a unos duendes mazatecos con cara de viejito, barbas, diminutos y con gorros o sombreros y capaces de secuéstrame hacia una caverna sin fin o subirme al árbol más alto y amarrarme.

Salí rapidísimo a la noche. Recuerdo que en la letrina había muchas lombrices que atisbé con mi lámpara de pilas rayovac, que no duraban nada, pero pesaban mucho.

Cuando regresé al atrio, apagué mi lámpara y pude ver claramente el contorno de diez o doce seres de cuerpo humano, pero de unos cuarenta centímetros de alto que portaban sombreros jarochos y que se reían con estruendo y se subían y descolgaban de un árbol enorme de ovo que estaba detrás de la construcción parroquial.

Como conozco de su capacidad políglota los insulté en mazateco, náhuatl y español. Se callaron y se fueron por una de las ramas. Entré corriendo al atrio. Obscuridad y silencio absoluto.

“Ya regresé” les comenté. ¿Cómo están? ¡Que pregunta tan absurda! Todos estábamos espantados y jamás les comenté que había visto a esos chaneques arriba del atrio.

Cuando parecía que ya se habían largado y podríamos dormir, arreciaron la pesada broma: ahora era una lluvia de piedras, tocaban las puertas de madera, raspaban las paredes y corrían el perímetro de la construcción.

“Nos están rodeando” comentó Enrique y cuando hubo un silencio no tuvimos otra opción que salir corriendo con las cosas en la oscuridad rumbo a Naranjastitla.

Cuando la mañana clareaba, estábamos cruzando la hamaca que comunica Oaxaca y Puebla sobre el hermoso río Petlapa.

Puente en Mazatzongo, sobre río Petlapa. Foto en Facebook

“Regresen, se va a caer el puente”. “Uno por uno”- Gritaban unos albañiles espantados cuando vieron que todos cruzábamos el puente colgante, que estaba oxidado, casi desmoronándose, con pedazos de madera podrida, partes huecas donde si te descuidas por lo menos te rompes una pierna.

“Para atrás” les grité a los demás que venían detrás de mí. Sentía que la hamaca se vendría abajo por nuestro peso, crujía y se tambaleaba de un lado a otro. El Río Petlapa se encontraba a unos quince metros debajo del ahora inexistente puente, sus aguas rápidas que vienen río arriba nos hubieran aventado inmediatamente contra las enormes piedras sin tener tiempo para ponernos a salvo,

Después de este segundo susto, desvelados, cansados de otra larga caminata, descansamos en Villa del Río, tomamos unas cervezas y decidimos subir hacia el sagrado Covatepetl, la montaña mágica de los nahuas de la zona baja de la Sierra Negra de Puebla, tras la cual se encuentra Tlacotepec de Díaz.

Cuando estábamos por llegar a Tlaxitla, vi luces y estuve a dos segundos de perder el sentido debido a la imparable infección estomacal por la ensalada contaminada con la que acompañé mi mojarra en Río Sapo.

Vimos subir a un campesino amarrado a su propia bestia, todo desfallecido por alguna enfermedad. Después sabríamos que era el Inspector de la comunidad y los demás se adelantaron para avisar a los conocidos que me ayudaran porque yo ya no podía más de la deshidratación y el cansancio. Descansé un poco para recuperarme. Era la tarde y teníamos todo el día en marcha.

Cuando me recuperé vi que venían dos habitantes con un caballo o mula para llevar al “enfermo”. Mi orgullo impidió aceptar que era yo el enfermo.

“No lo hemos visto”. “¿Quién será el enfermo? Comenté.

Llegué con Enrique al centro. Un lencho de aguardiente y una cucharada o dos de jarabe germicida bastó para reponerme y darme cuenta de que tenía mucha hambre.

Ese día comimos un caldo de pollo, bebimos unas cervezas y descansamos.

Recuerdo muy bien la imagen de Ingrid y Francisco como siempre fue su costumbre, de llevar muchos dulces que le regalaban a todos los niños y niñas de la comunidad.

A la mañana siguiente estábamos en Tlacotepec de Díaz. Para los que saben, se darán cuenta que hicimos una larga caminata. Francisco, Ingrid y Enrique decidieron regresar a Puebla en el camión que saliera más temprano.

No recuerdo que hicimos en la tarde Manuel Montoro y yo. Seguramente caminar por el Teopan Viejo y probar toda clase de aguardientes que hubiera y reponernos. Nos esperaban quince días de intensas caminatas en la zona mazateca.

Y esa parte empezó a las cuatro de la mañana y terminó en una cena en Zacatepec de Bravo con los catequistas y caracterizados del pueblo mazateco.

Había apenas y pasado el Río Garrapata, antes de que el diluvio que cayó impidiera el paso.

“Piensan que somos catequistas o seminaristas” me comentó Montoro.

Yo les diré que hemos venido a traer la palabra del Tecorolí y de Garabombo el Invisible para que se unan a la resistencia, mientras tanto, pásame más tortillas y aguardiente- le respondí al Ladrón de Discos Compactos.

El aguardiente nos reconfortó el cuerpo, el alma y los maltrechos pies de tanto bajar y subir cerros, lo que siguió después fue muy interesante, conocimos al Coijokixtle y llegamos a la cima del Tzintzintepetl…

Por ahora sólo quiero recordar ese viaje, el fin del año pasado y la visita al Rancho de Atlixco hace unos meses.

Gracias Francisco por la amistad, la plática la continuáremos cuando nos encontremos en el otro lado

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Sobre el autor

Martín Barrios

Martín Barrios, músico y escritor, es un reconocido activista social en la región de Tehuacán. Tiene una ampla experiencia en el movimiento laboral en contra de la explotación del trabajo en la industria maquiladora de esa ciudad.