Al ras del subsuelo camino de nada. Crónica de una pandemia/ Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Angel Barreto/Estudiante de la maestria en población y desarrollo de Flacso, México

(Foto de portadilla tomada de hipertextual)



Desafié la indicación; primero social y después gubernamental de cautiverio, ya pueden empezar a juzgarme: confieso que viajé en metro. Me despegué del cuerpo las sabanas mojadas, limpié las lagañas de mis ojos, me liberé de la computadora. Salí, por curiosidad, amor al riesgo y necesidad. Viajar en metro se ha convertido en una arriesgada aventura, no tan peligrosa si la comparo con la contada por Lydiette Carrión en las Fosas de agua. Sin embargo, en este contexto apocalíptico, construido virtualmente, el riesgo de contagio es mucho más peligroso que recoger testimonios de las madres de cuerpos que ya se han olvidado de los que habla Carrión.

En un día normal aproximadamente cinco millones de personas circulan a diario en estos trenes naranjas con andar eterno. Hace días que la normalidad robusta e indefinible que marca el paso de lo cotidiano, no se ha hecho presente. La mayor parte de la sangre que circula por esta enorme red-arteria ha decidido por su bien resguardarse. A pesar de ello, hay personas que permanecen, que persisten, que aparentemente no han escuchado el sonido de la alarma nacional o son invisibles. Por ejemplo, al llegar a la estación del metro me encontré con la mujer de siempre: sus trenzas livianas, su piel morena, hablando una lengua antigua, con la cara frágil, con las manos estiradas y sucias, siempre y desde antes cuidando la sana distancia: 1.5 metros y sentada en el piso.

Inicia mi viaje con destino a ninguna parte, en mis audífonos sonarán algunas de las 11 canciones de la lista de reproducción del disco “Cábalas y cicatrices” de Javier Krahe, que por el título parece una advertencia, un viejo augurio de la revelación de un saber oculto con desconocidas consecuencias. Frente a mí un anciano, encorvado, de pelo cano, con un cubrebocas que antes fue blanco, que oculta su cara excepto su mirada orientada fijamente en un punto perdido, inexistente, solo visible como ecos del pasado, en donde fue y será por siempre. Una mujer parecida a él lo acompaña, permanece de pie, a su lado, recargada en la puerta que en la siguiente estación no se abrirá, lo mira despacio y de vez en cuando, mientras se raspa la uña del dedo índice izquierdo con la uña del dedo índice derecho; parece en trance, imagino a una mujer que reza con rosario. En mis audífonos ahora suena “Zozobras completas”. Sin darme cuenta, hemos pasado siete estaciones, catorce kilómetros, veintiún días, y la mirada perdida del viejo y el trance perpetuo de la mujer que cuida, permanecen. Cruzamos miradas, se interrumpe el rezo y la visita al pasado, sonreímos, ahora saben que lo entendí todo, bajan en la siguiente estación: zona de hospitales.

El metro huele, a diferencia de otros días, a aromatizante barato y trapo sucio, la gente sube y luego baja: con rostros de ilusiones perdidas y a pasos apresurados. Un cantante improvisado, de los que saben cantar porque tiene mala voz, esta vez esta se encuentra en silencio y viene acompañado de su guitarra y dos policías encabronados. El metro se detiene, se apaga la luz y el ventilador. En mis audífonos suena como intentando advertir mi destino “Camino de nada”.

Habían pasado catorce estaciones, veintiún kilómetros y veintiocho días. Entonces, recordé que el 11 de marzo del 2020 a las 23:37 horas, ni un segundo más ni un segundo menos, un tren después de un corte de energía eléctrica, como por obra del destino, de los pobres que acribilla a los que salen de trabajar tarde, tomó control de sí mismo y decidió avanzar a alta velocidad, pero en dirección contraria, se encontró con otro tren, el choque fue brutal y contundente, no sabemos cuántas vidas se perdieron, cuantas víctimas fueron condenadas, no sabemos cuántos crímenes fueron perdonados. En el momento en el que este recuerdo atravesó mi memoria, en mis audífonos había silencio, entonces escuché unas voces, “nomas nos falta que choquemos”, a lo que alguien respondió, “ay no, cállate, ya bastante tenemos con el virus ese”, como tratando de evitar lo inevitable: 848 casos confirmados y 16 defunciones.



La Ciudad de México es uno de esos lugares impresionantes, lleno de gente, de caos, de esperanza y solidaridad, de diferencias irreconciliables, de desigualdad evidente y que genera, como cuenta Juan Villoro, Vértigo horizontal. Los de abajo se desplazan en el metro subterráneo, algunos se reúnen en tiempos de crisis para celebrar el obligatorio descanso sin pago, se relajan antes de que vengan los tiempos peores, los tiempos de hambre, los tiempos en que las deudas y los desafíos establezcan la interrogante: ¿cuál es el objetivo de estar vivos?

La primera plana de un periodico que cuelga de las manos de un transeunte dice: “Mas de 700 mil contagiados…”. El metro por fin ha decidido regresarme al punto de inicio, al lugar en el que vivo. Regreso con los ojos cerrados, escuchando ahora “Asco de siglo” que dura lo que dura el trayecto restante para alcanzar las veintiún estaciones, los veintiocho kilómetros, los treinta y cinco días, regreso al barrio en el que no nací, pero del que ahora soy parte.

Con los ojos cerrados, hago un esfuerzo por recordar y reinventar aquella noche que terminé en urgencias por un dolor estomacal; el médico tratante llegó tarde. Indicó, aislamiento, soledad en dosis moderadas, soñar por veinticuatro horas cada día y reflexión total. Recuerdo que tomé la receta que el médico dejó en la mesa de exploración, me levanté con prisa, al salir del consultorio, una pila de cuerpos famélicos y algunos agonizantes me recibieron tirados en el suelo, apenas una sábana blanca los separaba del piso frío; y otra sabana doblada en dieciséis partes funcionaba, solo para algunos privilegiados, como almohada. Una enfermera con soluciones y medicamentos en las manos pasó a mi lado atravesando mi cuerpo, como si yo no existiera; pregunté sin esperar respuesta “¿Es por el virus?”, a lo que ella respondió, sin voltear ni doblegar el paso: “No, es de por sí así cada día”. Brinqué cuerpos y charcos, entre balbuceos, delirios y olor a cuerpo viejo, alcancé la puerta con letrero verde y letras blancas que decía: “Salida”; abajo, una hoja blanca pegada con cinta adhesiva alguien ha escrito “Mantener esta puerta cerrada”, y en el mismo letrero con letras más pequeñas “y no regreses hasta el final de tus días”. Curiosamente la salida era la entrada a una sala de espera de aquellos hombres y mujeres que no esperan nada, los mismos cuerpos famélicos de adentro, pero con otros rostros que esperan, solo esperan sin decir nada.



Foto tomada de El País.

Vivimos en una época convulsa, telúrica, en constante e imparable movimiento. Los acontecimientos de los últimos días ponen en evidencia la incapacidad humana de entenderlo todo, de predecir el futuro, de explicar la realidad misma. El lenguaje a través del cual aprendimos a describir el mundo, a expresar emociones, a construir conocimiento, parece que por el momento ha dejado de funcionar.

Al llegar al edificio en el que vivo, Krahe en mis audífonos cantaba “Vecindario”; fui consciente de que habían pasado más de cuarenta días, solo quedan los sobrevivientes, olvidé la razón por la que desafié las indicaciones de aislamiento, pero tengo la sensación de que algo tuvieron que ver mis vecinos que habitan los pisos de arriba. Hay quienes dicen que viven de lo que piensan, no los culpo, pero no les entiendo. Al principio los escuché pronosticar la extinción de la especie humana. Recuerdo que una noche me despertó el ruido de pasos desesperados, lloraban bajito, se decían incomprendidos, no escuchados. Algunas tardes se les veía en sus balcones entusiasmados, compartían recetas extranjeras, cocinaron platillos sofisticados y recomendaciones especializadas, con ingredientes que mi vecina de abajo les traía del supermercado. Otros días los escuché discutir, hablaban de médicos, ministros y presidentes, cuando eso sucedía, hojas de papel amarillas emborronadas caían desde sus ventanas, caían lento, algunas terminaron en el cesto de la basura y otras se las llevó el viento. Hubo pánico y sobresalto. Desde que llegué por suerte hay silencio, al parecer se encuentran haciendo lo de siempre: escribir desde su sillón lo que saben y que no entienden.

El metro sigue funcionando, recorriendo estaciones, sumando kilómetros y días; la vida de algunas y algunos después de todo seguirá avanzando. Hay quien pronostica el fin del mundo, otros la siguiente transformación. Krahe aún muerto seguirá tocando. Las sábanas se pegarán nuevamente a mi cuerpo, las lagañas opacaran mi vista, y la computadora me sujetará más fuerte que antes. Hace siglos que un virus anda suelto. Mis vecinos de arriba ofrecen amor y tiempo en sobres con signos de pesos. Los invisibles seguirán siendo invisibles, andarán como siempre viajando al ras del subsuelo.

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