Doble encierro/Stella Cuéllar, editora Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Stella Cuéllar, editora



El tiempo a veces camina ligero y otras como que lo hace con zapatos de cemento, y se vuelve lento, muy lento… Y así han sido estas dos semanas de aislamiento voluntario y solidario, con sus días ligeros y otros pesados, densos.

Son ya dos semanas que no he ido a visitar a mi madre, porque, como debe ser, suspendieron todas las visitas hasta nuevo aviso. Sé que es por su bien, que es un encierro protector, pero no por eso me quedo por completo conforme.

La última vez que la visité, no fui sola, me acompañó Miguel, y eso fue muy bueno, porque me hace la visita más ligera. Preludiaban los tiempos de aislamiento.

Ese día, como nunca antes, la encontramos sentada en una silla de ruedas, amarrada a ella con una venda, y además tenía un brazo lastimado. Los pelos se me pusieron de punta. Fui a hablar con la jefa de enfermeras. Me explicó que como ha estado un poco violenta había forcejeado con una de las enfermeras, mientras la bañaba; me dijo que durante ese forcejeo fue que se lastimó el brazo, que sabía que yo le pediría una explicación, y con mucho gusto me la daba. Me contó que ahora la sentaban ahí, en la silla de ruedas, para evitar que se fuera a su cama, porque siempre quiere estar aislada, dormida; ajena a todo; que no quiere comer bien, ni bañarse, ni lavarse los dientes.

Mientras hablaba con ella Miguel paseó a mi mamá por los pasillos. La llevó a que viera las hermosas rosas amarillas y “su árbol”, el de naranjas que tanto le gusta. Ella le contó algunas cosas inconexas, pero se le notaba feliz. Cuando yo terminé mi charla, la propia jefa de enfermeras la desamarró, para que el resto de la visita estuviera libre, caminando con nosotros, los tres enlazados de los brazos.



Mientras paseábamos vimos a una señora con un golpazo en la cara. Tenía los ojos morados, hinchados aún, sobre todo uno. Pregunté qué le había sucedido y me dijeron que se les cayó… Era el último día que podía visitar a mi mamá, y no me gustó nada lo que vi. Para variar, salí con el corazón estrujado.

Quizá por lo sucedido en el asilo, hace unas noches soñé que la maltrataban, que la golpeaban, y desperté aterrada. Marqué a la casa de reposo y la pusieron al teléfono.

--Hola, ma, ¿cómo estás?



--¿Quién eres?, ¿Stella?, ¿qué Stella?

Hablamos de la comida, de su “clase de gimnasia”. Me contó que ya regresó a las clases de antes, porque le gustan más, y porque le quedan muy cerca de su casa; me platicó que se va en su coche y que a veces pasa a ver a su mamá. No sabe por qué su tía Belén ha dejado que se instalen ahí, en la casa familiar, tantos enfermos y tanta gente que se ve que no están nada bien. Me dice que aunque la familia siempre ha sido solidaria, esto ya es un extremo…

Nos despedimos. Nunca supo con quien habló, pero la noté tranquila y eso me ofreció un poco de paz. No la que yo quisiera.

Me desahogué con Miguel, con mi hermano, con mi almohada… Me aferro a la idea de que ese día se sumaron circunstancia funestas, pero que ella está bien, que está mejor que con cualquiera de nosotros, y más aún porque se avecinaban los días de aislamiento.

Pero lo cierto es que mis días hoy no son muy diferentes a los de antes de la contingencia. Me gusta trabajar en casa, en mi entorno, ya sea aquí en Toluca, o en la CDMX. Aquí, en San Pablo, se escuchan todo el día los pájaros. A veces parece que chismorrean y otras en verdad cantan. Desde la ventana del estudio se ven un par de laguitos, y al fondo una montaña que poco a poco pierde árboles. No todo es calma, porque Taco no para de ladrar. Le ladra a Remi, a las chatas, a quien sea que pase por aquí. Porque aquí en San Pablo, Taco hace vida de perro, de perro feliz.

Sí, lo sé, soy privilegiada. A diferencia de muchas, demasiadas mujeres, yo no vivo el aislamiento con alguien que me violente; que me agreda. Tampoco tengo niños pequeños a los que tenga que buscar como entretener, o atender. No me desesperan sus correderas y pleitos y risas por toda la casa, no, para nada. Yo vivo el aislamiento en paz, tranquila, haciendo lo que me gusta. Por eso mis días no son muy diferentes a los de antes de la contingencia.

Pero no quiero imaginar cómo han sido estos días y serán los incontables días que faltan para las personas que viven recluidas en instituciones de asistencia, en albergues o en prisiones. Niñas, niños, mujeres, hombres, enfermos, ancianos, migrantes…, que no tienen con quién quejarse, o memoria para registrar los maltratos, si los hubiera.

Para muchos de ellos, los días y horas de visita son la única ventana al mundo exterior; la única posibilidad de hablar de algo distinto al entorno del encierro, al motivo del encierro, sin importar qué fue lo que lo causó, la razón por la que se encuentran así, ahí, recluidos. Lo sé, porque he estado encerrada, recluida, atrapada en una cama durante meses y meses. Por eso sé que esos días y horas de visita se esperan desde el segundo en que termina el que se acaba de experimentar.

Los recluidos, los encerrados, los atrapados, se aferran a esas horas y momentos de contacto con los otros, porque en mucho ayudan a que uno no se sienta totalmente perdido, abandonado, solo. Se me eriza la piel al recordarlo.

Estoy convencida de que para quienes así viven, este nuevo aislamiento se suma al de su día a día, y lo imagino terrible, mucho más duro que el difícil aislamiento voluntario, porque ahora están doblemente aislados. Si llegaran a contagiarse, a enfermar, y su cuerpo no fuera lo suficientemente fuerte y su ánimo sereno o entusiasta, entonces el futuro pinta aterrador.

Pienso también en los muchos que no tienen posibilidad de aislarse y deben salir y arriesgarse porque de eso depende que coman, paguen sus cuentas, lleven el sustento a sus casas. La solidaridad de la palabra no es suficiente para ellos. No es suficiente para nadie.

Entonces, yo soy privilegiada, porque mis días no son hoy muy diferentes a los de antes de la contingencia.

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Sobre el autor

Stella Cuéllar

Stela Cuéllar, literata egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM tiene más de 25 años de experiencia en la edición de libros de arte y literatura. Ha trabajado como editora para Artes de México y Siglo XXI, editorial para la que acaba de hacer el libro "La seguridad nacional de México: hacia una visión integradora", swl Almirante José Luis Vergara Ibarra, oficial mayor de Marina.