¿No oyes ladrar los perros?/María Antonia Yanes Rizo, dramaturga Destacado

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Voces en los días del coronavirus

María Antonia Yanes Rizo, dramaturga y experta en casting



Es viernes 27 de marzo. Salgo de mañana por primera vez desde hace cuatro días. He ido de la sala al comedor, de la recamara al baño. Subido a la azotea. Desde mi balcón observo un silencio profundo. Ni los perros del edificio parecen querer ladrar. Es temprano, en un viernes normal las avenida estarían congestionadas de coches y prisa.

Los pequeños comercios están cerrados. Uno que otro coche pasa y circula. Hay una sensación de ilegalidad. Llego a la farmacia. Un viene, viene se aproxima al coche para abrirme la puerta. Le pido que no lo haga.

Entro a la farmacia. Los empleados tienen tapabocas. ¿Estarán enfermos?

La Secretaría de salud ha dicho que los tapabocas solo se usen si estás enfermo, para no contagiar. Hay que dejárselos a los enfermos, pero en la farmacia parece no importarles. No hago fila, de inmediato me dan la medicina que pido.

Al darle mi tarjeta el empleado me pide que la introduzca a la terminal con mi mano. Supongo que es una medida de higiene. Me parece bien. Sin embargo me extiende su pluma, una insignificante pluma Mac que debe tener todos los virus de todas las firmas, de todos los clientes. Con la mirada busco gel antibacterial y me baño las manos con él. Salgo. El viene, viene se acerca a mí. En ese momento pienso que no quiero darle la propina en la mano. Tampoco puedo aventársela. Coloco la moneda en el techo de mi coche y le indico que se acerque. Me doy cuenta de que todo lo que toco es un peligro.



Me dirijo a Wall Mart. El estacionamiento está casi vacío. Me acerco a los carritos de auto servicio. La misma imagen recorre mi mente; todas las manos de todos los clientes que han tocado la barra del carrito, que un empleado me acerca. Esta vez saco de mi bolsa un gel que yo llevo.

Camino directo a la sección de frutas y verduras, hay poca gente. Tomo algunas de las frutas que necesito. A un lado está la panadería. Todo el pan empacado en cajas, un letrero de advertencia explica que por seguridad de los clientes toda la mercancía estará empaquetada. El panadero tiene un tapa bocas. A mi lado un cliente con un tapabocas negro que me recuerda a Antony Hopkins en la película El silencio de los inocentes toma algunas latas.

En los anaqueles hay varios letreros que advierten que la mercancía se ha agotado, sin embargo tienen mercancía. Tomo un par de leches pequeñas, unas latas, y bolsas con nueces y almendras. La imagen regresa; imagino las manos de todos los empleados, de todos los empacadores y de todos los cargadores que las han tocado. Saco de nuevo mi gel. Los ojos del cliente Hopkins me observan.



Voy hacia las cajas quiero pagar rápido e irme. La cajera no tiene tapabocas. Tampoco hay nadie que me ayude a guardar las cosas. Me extiende la pluma y en mi mente están otras vez esas manos anónimas que dejaron su huella y el coronavirus en esa pluma. Firmo. Me pide mi boleto de estacionamiento y otras vez pienso que ella va a tocar el boleto. Camino apresurada hacia mi coche. Quiero llegar rápido a mi casa a lavarme las manos. Me arde las garganta. Aun así me detengo a ver una enorme jacaranda haciendo sombra. El sol hace que el silencio se vuelva distinto.

Llego a mi casa siento que he recorrido una enorme cantidad de obstáculos. Saco las cosas de las bolsas. Lavo cada lata, cada leche. Desempaco las nueces y las almendras. Tiro las bolsas. Me lavo las manos.

Estoy cansada, me asomo al balcón. Todo sigue igual. Y a mí me duele la garganta. Me tomo el Omeprazol que me recetó mi amigo Hugo, que se llama igual que el otro Hugo el Sub secretario de Salud, que ya parece Secretario y Presidente, lo que tienes es un reflujo que te irrita la garganta. Pregunta si he tenido fiebre, le digo que no.

Ahora tengo calor. Me toco la frente y la siento caliente. Debajo del brazo coloco el termómetro digital que por fin encontré después de recorrer varias farmacias, es el más barato. Marca que tengo 35 grados. Lo vuelvo a colocar ahora dice que tengo 34.5. El termómetro no funciona. El dolor de la garganta ha disminuido. El silencio continúa. Me siento a mirar pasar la mañana. Y es cuando me acuerdo las veces que he tocado tantos objetos, tantas manos, tantas espaldas y brazos. Y pienso en mi amiga Mónica que murió el domingo y yo no he podio llorarla.

Extraño los abrazos y comer con mis hijos y toser sin miedo y ya no quiero lavarme las manos una vez más. Las siento secas y rasposas de tanto jabón.

Por rutina tomo el teléfono; los mismos chats de siempre, cada vez más duros y más absurdos. Me digo que ahora sí voy a salirme de algunos, ya nos los aguanto. Ponen la misa del papa al tiempo que desean que “López Obrador tenga coronavirus por irresponsable”.

Esta Pandemia me ha llevado a la más grande de las soledades. No por estar encerrada sino por oír lo que dicen, odio y resentimientos desmedidos. ¿Quién tiene la razón? Limpio mi celular con alcohol y gel. Y pienso que ahora sí tal vez me salga de los chats donde lo único que siento es impotencia por leer todos esos mensajes en los que no les importa lo que piensen y sientan los otros. Ahora sí escucho algunos ruidos y el ladrar intenso de una pelea los perros del edificio.

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Sobre el autor

María Antonia Yanes

María Antonia Yanes (Ciudad de México, 1967) es dramaturga y directora de casting.