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Luego de todo esto habrá que recuperar la ciudad/Gabriel Wolfson, escritor Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Gabriel Wolfson, escritor



Hay una parte, una zona, entre los miles de comentarios, las miles de tomas de palabra que he leído en estos días de semiencierro, que me conmueve. No: prohibido el verbo conmover. No sé qué decir. Una zona de pequeñas ayudas, pequeñas y discretas, de compartir hallazgos, de chistes desesperados. En especial eso, la burla aterrorizada, las ganas de aligerar, sobreponerse. Y la otra zona, de imponerse. Regañar, alzar el dedo y la ceja, convocar la culpa. La pintura de la catástrofe casi orgullosa, el “se los dije”, o bien el mural de la perfección, el sueño de una tarde dominical, luego de la cuarentena, en la alameda de la 4T.

No sé qué decir. Cómo dejar constancia de que me gustaría guardar silencio, convenir varios, todos, en callarse tantito.

Mi madre debe cuidarse. Salió hace muy poco de una gripa con tos muy fuerte. Tiene 72 años. Lleva muchos trabajando en un laboratorio. Aun con las precauciones, lleva décadas respirando sustancias extrañas, sus pulmones no han de ser los más resistentes. Platicamos, a dos metros de distancia, uno y otro a cada lado de la reja de su edificio. Su gato, dice, ya está harto de ella, de que esté en casa todo el día.

O bien, la vasta región de los textos expertos, sensatos, de las gráficas en tiempo real, de los grados, puestos, currículums, que avalan uno u otro análisis. Leemos cosas informadas, especializadas incluso, y concluimos: sepa. No tenemos ni idea. Tranquilos.

Veo a mis alumnos en la pantalla. Hay una intimidad curiosa, la de saber que cada uno estamos en nuestras casas, en nuestros cuartos o estudios o patios. No sé cómo, hay momentos en que la clase fluye, la tomamos en serio. A la vez, al margen, en el chat se deslizan chistes, caritas. Nada, sin embargo, como la presencia. Que nadie por favor vaya a derivar de estas semanas de clases a distancia que se puede proseguir así, bajo este modelo. ¿Se puede? Claro. Ahí están las ted talks y demás tonterías. Pero educar, educarnos, no es eso.



Una sola salida al día. A las 7, más o menos, ya sin el sol absurdo de esta semana. La acompaño, ella camina en la banqueta, yo en la calzada, entre uno y dos metros de distancia. En las mañanas –antes– la colonia acoge al menos a diez tamaleros, cuatro vendedores de jugos, puestos de café. Una camionetita que lleva todo lo necesario para repartir desayunos banqueteros. Coches estacionados hasta en las esquinas curvas. Tacos de canasta, botes o sillas para apartar lugares, camiones en carreritas. Y en las tardes –antes– a la inversa: la película del panal corriendo al revés. Ahora, a las 7, de pronto no pasa nada. Apenas se enconcha el olor a lluvia. Yo aprovecho para arrancar los anuncios pegados en los postes, excepto si son de búsqueda. De mascotas o personas. Y de pronto nada. A lo lejos tres siluetas. Ningún coche. Mi madre aprovechando sus únicos 20 o 30 minutos afuera de su casa. El olor, la calma. Luego de todo esto, si es que existe un luego así de fácil, habrá, eso es, habrá que recuperar la ciudad.

(Foto de portadilla: Günter Petrak)



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Sobre el autor

Gabriel Wolfson

Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es profesor del Departamento de Letras de la UDLAP. Publicó Ballenas (2004) y Los restos del banquete (2009). Participa en La Cleta Cartonera, de Cholula, y en la colección editorial cabezaprusia, de Profética Casa de la Lectura. Próximamente aparecerá también en El Guardagujas su libro de relatos Profesores.