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A mi familia el coronavirus nos vale madres/Carlos San Juan Victoria, historiador Destacado

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Voces en los días del coronavirus

Carlos San Juan, historiador



…y peor a mis vecinos, me dice Miguel, un joven espigado quien me vende una malla jardinera. --Si apenas y tenemos agua para tomar, imagínese don, malgastarla lavándonos las manos. No jodan.

Camino por los puestos de la central de abastos de Cuautla a las nueve de la mañana.

--Han bajado los marchantes, pero gracias a dios no nos faltan --me dice doña Refugio que vende nueces y arándanos. Los que hacen su agosto son los puestos rebosantes de naranjas a 25 pesos los 5 kilos, y los paquetes de limones criollos pues el pequeño y amargo sólo se consigue en el super.

Subo a mi bici rumbo a la Mega por un buen pescado. Los pasillos, casi vacíos, son desafiados por una banda de la tercera edad que se apiñona en los panes. Una señora canosa y altiva se come sin pudor y gratis un pastelito. Por la avenida Reforma y en las esquinas del Hospital General se mantienen contra viento y marea las trincheras perennes de la economía popular. Ahí se levanta el humo de las tamaleras. Aquí se desprenden los aromas de los atoles de piña y guayaba. Mas allá los tacos acorazados, uno de los secretos de la sobrevivencia morelense. Hay de pollo empanizado, de un bistec sospechoso y de carne enchilada. Son del tamaño de un plato.

Le pregunto al policía que resguarda la puerta principal del Hospital General: ¿Cómo van? Tranquis, dice, y me invita un cigarro. Regreso a salvo a Tetelcingo sin el castigo del calor africano de 36º grados. En el jardín las buganvilias avanzan sin piedad sobre los muros de la casa y le tejen un manto a la medida, amarillo, anaranjado y violeta. Los guayacanes explotan en manojos de flores blancas y rosas que se cuecen rápido en el sol de las doce. Ni una nube en el cielo de un azul que asusta de tan bello.



Llega don Francisco, un viejo jardinero, y colocamos la malla en una sombra de gruesos otates para proteger a las suculentas y a los cactos enanos. Trabajamos un rato abonando y cambiando tierra a las macetas. Es mi maestro. Me dice que por fin le entregaron su pensión de viejito. --Pero no le llega a mi mujer y bien que nos urge, ella también es viejita.

A las 5:30 el sol inicia su lento declive. Prendo la computadora y los whats hierven de opiniones encontradas, de partes de guerra con el número diario de muertos y heridos, de consejos y tips para evitar el contagio. Imagino un ritual no exento de ironía: primero convocar al miedo y la discordia, y luego los conjuros seculares contra la peste. Como en todo videojuego es muy fácil salir del apocalipsis zombi. Le apago, adiós Whats.

A las siete, ya con los primeros vientos que bajan del volcán y amansan el incendio cuautlense, llega puntual mi amigo David. Platicamos bajo los árboles degustando el sabor exquisito de una amistad de más de 45 años.



--¿Qué tal te va con el encierro?

--Bien, sin novedades --respondo.

--En mi caso cerramos la casa de la editorial, pero estamos trabajando por Internet, al momento, sin mayor problema.

Se nos va la noche recordando un viaje que hicimos a Zirahuén cuando éramos unos muchachos. El búho empieza a entonar su canto. Los murciélagos danzan tras su comida. Regreso a casa y reviso un pequeño librero de favoritos, tras un librito de Marco Aurelio con una frase que resuena en la memoria: “No es la muerte lo que un hombre debe temer. Debe temer que nunca empiece a vivir”.

Carlos San Juan Victoria

Tetelcingo, Morelos.

27 de marzo del 2020

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Sobre el autor

Carlos San Juan Victoria

Historiador. Es investigador en la Dirección de Estudios Históricos del INAH.