De mi vida diaria en la ciudad de México
Hace un rato que no escribo los acontecimientos de mi vida diaria en la CDMX, así que ahí les va uno:
7:00 AM. Iba yo empezando mi día Godínez. Amanecí ligeramente nerviosa y no sabía por qué, así que me puse a escuchar un poco de Cartel de Santa para amenizar mi caminata al transporte (cada quién tiene sus rituales). Unos pasos antes de acercarme a recargar mi tarjeta me viene a la mente: “Mierda, ojalá traiga mi tarjeta porque no traigo un puto varo” Y, efectivamente, no traía ni mi tarjeta y no más de cincuenta centavos que sabía que no servirían de nada.
Para todo esto tenía dos opciones: regresar a casa (esto incluía caminar de ida y de regreso), despertar a Luis y pedirle que me prestara $11 (dado que debo tomar metro y metrobús para llegar a trabajar), o dedicarme a pedir, persona por persona, un poco de dinero para el pasaje.
Opté por la segunda opción.
Después de que las primeras 5 personas ni siquiera me voltearon a ver comencé a desesperarme, hasta que vi un wey mamoncito, con su cinturonsito Hermès y unos mocasines, por si no quería pintarse un poquito más de estereotipo, acercarse hacia mí. Proseguí a, lamentablemente, quitarme la capucha, arreglarme el pelo y sonreír con hastío para que el personaje se compadeciera de mí. Dicho hombre sacó un billete de $100 pesos y lo metió a su tarjeta, volteó a verme; me miró de pies a cabeza, para acabar diciendo: “Te ves muy mal pidiendo dinero, ponte a trabajar, mugrosa”. y se fue, regocijándose en sus $100.
No tenía ni ganas ni tiempo de responder a tan “ofensiva” acusación, sin embargo, aún no tenía dinero para el pasaje y eso era, al final, lo que importaba.
Fue entonces cuando llegó un señor de aproximadamente 70 años y se acercó a mí. Me preguntó qué necesitaba y le dije, con muchísima pena, que había olvidado el dinero de mi pasaje. Entre él y, lo que yo supondría era su hijo, se pusieron a buscar monedas hasta que dieron con esos once pesos que harían que continuara mi trayectoria. Les agradecí enormemente y prometí que lo pagaría de regreso.
Una vez dentro del vagón volví a ver al cabrón del cintursonito. Admiré cómo una de las mini-revoluciones que se dan dentro del vagón para mujeres lo sacó por no querer irse al de hombres.
Esta vez hasta me quité los audífonos para poder gritar: ¡Sáquenlo! ¡Sáquenlo! Y regresar a escuchar, ahora, un poco de ska (ya saben, pa’ inspirarme).
A lo lejos me aseguré que su camino no continuara por unos minutos aunque sea.
Mientras escribo esto me encuentro en un Oxxo depositando 50 pesos a la tarjeta de metrobús del señor Agustín, para que su camino también siga.