La peste escarlata y la fragilidad de la civilización Destacado

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En 1912 Jack London publicó un libro de ciencia ficción que se desarrollaba en el remotísimo año 2013 del siglo XXI. La peste escarlata es el título del libro y de la enfermedad que aceleraba el ritmo cardiaco, subía la temperatura del enfermo, para al final llenarlo de manchas rojas antes de morir. Todo en cuestión de minutos. De esa epidemia solo se salvaban gracias a la suerte de un buen sistema inmunológico algunos pequeños grupos de hombres, mujeres y niños, que se agrupan y organizan en pequeños clanes. El mundo que London imaginó, muy parecido a la realidad del 2013, colapsaba totalmente. Europa, América, África, todo volvía a quedar totalmente aislado como hace miles de años. Las ciudades y su tecnología se derrumban como consecuencia del abandono, el pillaje y la violencia desatadas en los breves días en que la peste roja acaba con casi toda la humanidad.

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La voz narrativa es la de un viejo profesor universitario de San Francisco, John Howard Smith, que en el momento de desatarse la epidemia era ya un reconocido profesor de 30 años. Él pasa a formar parte de los niveles más bajos de las nuevas organizaciones sociales, los clanes. Predominan los fuertes, los choferes y los mecánicos, los seres más aptos para sobrevivir. La voz narrativa de John es la del último sobreviviente de la peste escarlata, un anciano de 90 años que les cuenta a sus nietos en el año 2073 cómo era el mundo antes de que la peste acabara con la civilización, de la que sólo quedan vestigios y ruinas cubiertas de maleza.

Gran parte de las actuales generaciones humanas estamos condenadas a oír demasiado de todo y a entender casi nada.

¿Cuáles serían nuestras habilidades para sobrevivir si una epidemia arrasara con la gran mayoría de la humanidad? ¿Cuántos sabríamos prender fuego, encontrar alimentos, cazar o desollar un animal? Podríamos dibujar en la arena signos que poco a poco serían olvidados e inútiles. Muy probablemente seríamos, aún con todo lo que hemos leído y visto en el inmenso abanico mediático, los más desvalidos e inútiles del grupo. Estoy segura de que nuestro manejo del tiempo cambiaría brutalmente y que no tendríamos espacio para dedicarle a casi nada que no fuera sobrevivir. No podríamos explicar lo minúscula e insignificante que es la tierra comparada con el resto del universo ni tendría ninguna utilidad hacerlo. Los que tuvieran necesidad de ritos y ceremonias para intentar comunicarse con un espíritu superior, si es que creyeran en eso, se darían cuenta de que los intermediarios entre lo que se llama Dios, Alá, Yahvé o Espíritu Superior, son absolutamente innecesarios y que toda persona trae en sí la capacidad para tratar de descifrar la inmortalidad del cangrejo o de imaginar un posible más allá a la medida de su talento creativo. Volveríamos a mirar las estrellas con detenimiento y aprenderíamos a ubicar a Venus junto a la Luna, pues ya no habría ningún distractor que nos alejara de mirar con atención el cielo; sin televisión, teléfonos, noticias, periódicos. Lo único que tendría relevancia sería nuestro diario vivir. En las noches obscuras tendríamos miedo de los animales salvajes y estaríamos más que dispuesto a rendirle tributo y obediencia a quien nos protegiera aunque solo fuera por interés. El idioma se deterioraría y solo se conversaría de cosas inmediatas, cotidianas y de información de primera mano. El mundo sería inmenso y nuestra información pequeña y concisa como una guijarro. No imaginaríamos ni especularíamos sobre el futuro porque lo único cierto sería que habría que salir para intentar sobrevivir el día siguiente.



Pienso todo esto de regreso a mi casa, después de haber escuchado en una comida todo tipo de teorías y dichos acerca del destino de nuestro país, especulaciones múltiples acerca de los datos de los crímenes en aumento en el mes de octubre y de quién es quién en las redes del huachicol, descalificaciones totales hacia cualquier forma de autoridad, nuevas curas contra el cáncer, pronósticos del ganador de las elecciones del 2018 o la historia de una escalera eléctrica que se tragó a una mujer la semana pasada. Noticias y datos que se consumirán y extinguirán para dar paso a nuevas historias sin haber resuelto ni entendido las anteriores. Flotamos sobre un inmenso mar de información con el mismo diseño de cerebro de hace miles de años. Con ese cerebro saturado de información se aborda la desaceleración de la economía, se esgrimen rebuscadas especulaciones acerca del poderío de las mafias financieras mundiales y de la nueva nobleza que son los que salen en películas o en la tele, o son cantantes o deportistas. Un rato más tarde la conversación desmenuza la última modalidad de asalto en los semáforos o en las casas habitación y se dan datos inciertos acerca de los grupos huachicoleros. Poderoso clan que de llegar una peste escarlata dominaría el escenario sin lugar a dudas. Después de una pausa, la conversación regresó a nuevas teorías de las mil y un formas en que aún se pueden robar las elecciones, sin explicar bien quién se las va a robar a quien si ya todos los partidos saben cómo hacerlo.



Como volví a leer de nuevo La peste escarlata, pues a mí me dio por preguntar quién sabía hacer fuego sin cerillos. Nadie. Quien cazar un conejo con solo un cuchillo. Nadie. Quién buscar agua para tomar. Nadie. Quién qué plantas y raíces son comestibles en el valle que habitamos. Nadie. Todos iríamos a dar al último escalafón del clan. Terrible mal de nuestra época. Puestos a sobrevivir solos, en el campo y a expensas de nuestros múltiples pero inútiles conocimientos, no duramos ni un día; somos unos parásitos inexplicables y contradictorios porque como especie hemos sido capaces de crear arte, anestesia, vacunas, poesía y música divina, pero también basura, consumismo, prejuicios, religiones mortíferas, bombas, granadas, crueldad innecesaria, estupidez en abundancia y una falta enorme de respeto por la vida del resto de las especies que comparten con nosotros un planeta que de repente se volvió demasiado pequeño.

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Como culmen de la conversación de antier, una comensal descubrió a un infeliz ciempiés a la entrada del baño. Inmediatamente se decretó la muerte del intruso. Yo me acerque a verlo y lo vi mover sus múltiples patitas tratando de huir de los gigantes que habían decretado su muerte por el hecho de ser un bicho amenazador y fuera de lugar en una casa. ¡Qué buen diseño de la naturaleza! Sus cien patas lo ayudaron a esconderse detrás de un mueble, mientras uno de los hombres decía "denle un pisotón". Contra un ciempiés en una sala todos resultaron grandes conocedores de cómo darle muerte súbita. Yo logré conseguir en la cocina una cajita de cartón y lo esperé del otro lado del mueble. Entró a la cajita y lo saque por la ventana que daba al jardín. ¿Por qué y a título de qué habría que darle un pisotón? Cafres.

No nos comprendo. Estamos sobre valorados como especie. Somos microbios poderosos, soberbios e ignorantes caminando sobre la delgada piel de la tierra a la que le estamos dejando múltiples cicatrices. Y sin embargo, alguno de nuestra especie esculpió La Piedad, escribió sonatas y conciertos, dibujó un bisonte perfecto en las cuevas de Altamira o escribió la Comedia Humana. ¿Dónde y cuándo perdimos el rumbo? Es hora de retirarse a una caverna de ermitaño o de regresar rutinariamente a La Caverna de la que hablaba Saramago, que no es otra cosa que un Centro Comercial lleno de ociosidades y satisfactores que nos ocupen mientras nos sorprende la muerte.

En el marco de madera de una ventana donde tengo macetas, he visto que hay un nido. Está al alcance de mi mano. Ningún gorrión podrá escribir en un periódico: "Irresponsable o estúpida pareja de gorriones construye nido dejando a sus críos al alcance del temible depradador humano". Ellos no documentan su existencia, ni juzgan. Tan solo sobreviven. Son sabios.

Esta mañana regué las plantas de la manera más cuidadosa posible y ahí vi a las crías. Dos pares de ojos negros brillan y me miran desde sus minúsculos cuerpos apenas cubiertos de pelusa; con los picos abiertos, esperan a que sus padres les traigan un insecto, quizás un ciempiés que ayer se salvó de un pisotón.

¿Nos mereceremos una peste escarlata? El autor dejó bien claro que la peste solo atacaba a los humanos.

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...