19S: Retratos del día siguiente en Chietla/Primera Parte Destacado

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Escuchar con calma las voces del día siguiente en Chietla. Mirar sus retratos. Tratar de entender las dificultades que se enfrentan en la reconstrucción del mundo rural quebrado por el terremoto del martes 19 de septiembre.

Recorrer sus calles. Reconocer a sus sobrevivientes. Por fortuna todos, algo inexplicable por la magnitud de los destrozos ocurridos en su caserío. “Estamos vivos, lo demás poco importa”.

Encuentro en esa frase el inicio del día después. La reconstrucción que sigue. Y en estas voces la conciencia de que este es un pueblo con una historia larga, que merece contarse.

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19S: Retratos del día siguiente en Chietla/Segunda Parte

Teresa

La encuentro con su mantón floreado, en tela de paliacate verde, que la cubre por entero. La abrazo. Su espalda está húmeda en la recámara fresca. Poco le importa. Apenas me ve. Apenas murmura una palabra que el polvo desvanece. Recoge del ropero su ropa en montones que arroja en un costal. Y salva a un niño dios que tiene cien años y que le regaló una tía. Y no halla a cuál de todas sus muñecas de porcelana guardar, ¿dónde?, si todo está revuelto, si su casa se le vino encima, si la vida entera está en el suelo, entre las piedras, como si el polvo grueso que lo cubre todo fuera el tiempo pasado caído en un instante, y nadie habitara en años esta casa que ayer antes de la 1.14 era el territorio pleno de vida de una mujer de 75 años de edad.



“No tengo cabeza –alcanza a decir--. Estoy temblando, y ya me tomé mis pastillas, porque soy hipertensa… Pero es que tengo que recoger, no puedo dejar esto así, pero por dónde empiezo…”

Es Teresa Balbuena, de los Balbuenas de Chietla, hija de Jesús Balbuena Valero y Elvira Sánchez Aguilar, rancheros en tierra de hacendados y acasillados que le hablaron de tú a tú a los zapatistas y que sobrevivieron la guerra y al agrarismo y a los sicarios del gringo Jenkins allá en Atzala y aquí en Chietla. Su hermano Gilberto Valbuena es el Obispo Emérito de Colima --escribe su apellido con V, y bien a bien nadie sabe por qué--, hoy ya retirado en la ciudad de Puebla, y tiene su casa en esta misma calle Porfirio Díaz, enfrente de la de su hermana; y Fidel, el hermano mayor que le escribía a ella de niña las cartas a los reyes y volaba de niño de lado a lado del atrio colgado de la cuerda del campanario como todos los niños que en los años cuarenta crecieron en este pueblo caliente, mi amigo de Radio Matamoros fallecido hace unos años, pionero de la radiodifusión en Izúcar de Matamoros. Son muchos los Balbuenas en Chietla. Doña Tere es una de ellas. La adivino altiva en su vecindario, en sus setenta y cinco años ocultos en el cabello crespo, bien cuidado el tinte, peinado con esmero, como si no tuviera la carga de su casa revuelta por una fuerza insensible a todo historia, a todo recuerdo, a todo aviso de pasado que se expone en las vitrinas con su cristalería, sus porcelanas, sus floreritos.



No. No hay pasado aquí, a pesar del esmero puntilloso de Teresa. Ayer el pasado se vino abajo y dejó a la memoria dislocada entre las piedras. Ya no lo encuentro en la habitación principal que por una puerta estrecha da a la calle. A la derecha el comedor, con su consola y sus vitrinas, con sus ocho sillas con respaldos de terciopelo bordado, con su espejo dorado que expone el desastre como si de una pantalla de televisión se tratara, con sus juegos de tasas en dorado, en plata, en rojo, en floridas vistas de pájaros y campos y filigrana. A la izquierda la sala, el librero, las fotos de sus viejos, de su pueblo. Un retrato sumido en la soledad de una mujer atrapada en el movimiento brutal de la tierra que atasca la puerta y que la deja en un grito segado por el pedrerío que destroza las recámaras interiores. A Teresa vinieron a sacarla los vecinos, cuando tuvieron tiempo de escuchar sus gritos.

Teresa no deja de moverse. Poco caso hace de su sobrino que le brinda sus manos y la de dos peones que esperan en la calle a la indicación de su patrón. Ella busca sus valores, y pasa de una sombrilla a los alhajeros, del niño dios a sus camisones, de la muñeca que deposita con cariño en la mesa a la vista del halcón disecado que extiende sus alas seguido por un angelito que también quiere aprovechar los alerones de yeso para escapar de ese sinsentido, todo atropellado en bolsas de plástico, en costales, en maletas sobrevivientes. Cuánto ha guardado Teresa en sus años convertidos en un minuto en polvo. Cuánto ha quedado en la recámara al fondo, una tercera habitación que los pedregones han destruido con la insolencia intrusa del desvarío de la tierra. Ya no se ve la cama pero el teléfono ha sobrevivido en el buró junto al despatarrado ropero.

Miro todo esto para no pensar en los paredones rotos, en las piedras de río expuestas entre la tierra negra que por decenas de años han sostenido la vida de Teresa Balbuena.

Marco Antonio

El grupo de arquitectos que ha llegado de Cholula para realizar por su cuenta peritajes se reúne en la calle de Morelos, justo a la entrada de la casa de Marco Antonio Vital Ríos, de 38 años de edad, trabajador de la Comisión Federal de Publicidad. Su casa está herida de muerte: el segundo Piso se ha derrumbado en techos y paredes. Los arquitectos discuten la mecánica a seguir. Marco Antonio escucha, pues ya por su casa ha pasado un ingeniero de minas de la empresa Orica que ha declarado inhabitable la casa. La suya es ejemplo fiel de lo que ha ocurrido desde hace décadas en Chietla: las viejas casas de una planta, con techo de morillos de ocotate y teja, han sido intervenidas con la construcción de un segundo piso con planchas de concreto montadas sobre los paredones de adobe, sin castillos amarrados desde el suelo. La casa de Marco Antonio resistió en su planta baja, pero la construcción nueva no resistió el sismo, y la destrucción quebró la estructura entera.

Marco Antonio duerme ya desde ayer en Matamoros, en una casa que ha rentado. Allá ha llevado los muebles que no se afectaron con el sismo. Recorro su casa con él. Su esposa espera afuera. La habitación principal, que da a la calle, ha resistido, pero la siguiente, con la escalera al segundo piso, presenta fracturas en las esquinas y un boquete al fondo. Una reja con candado impide el paso a la planta superior. Marco Antonio la ha puesto, y la explicación la encuentro en que en la práctica la casa está dividida en dos, abajo y arriba, y es la última la que está destrozada.

“Escuché al alcalde decir que no había afectación en Chietla, a ver, usted qué dice. ¿Y a dónde están los de la dirección de Obras del Ayuntamiento? Que vengan a ver cómo están las casas. Aquí nací, aquí he vivido toda mi vida, aquí estaba cuando tembló en el 85. Era yo un niño. Ahora me dicen que hay que demoler, pero yo creo que se puede quitar la planta alta y conservar la casa, ir a un solo perfil, una sola altura…”

Afuera continúan los ingenieros y arquitectos. Ricardo Acosta, el ingeniero zacatecano, le informa al equipo cholulteca que él ha revisado la casa de Marco Antonio, y que su diagnóstico es que no tiene remedio.

“Yo creo que nuestro trabajo aquí es el de concientizar del riesgo que corre la gente si permanecen en sus casas.”

Marco Antonio, un hombre recio, de voz serena, no aguanta las lágrimas.

Enrique Amigón

Enrique es un hombre mayor –es un decir, es de mi época, apenas rebasa los sesenta años de edad--, obrero jubilado en el ingenio de Atencingo. Vive en Vicente Guerrero 13. Me dice de entrada que su casa no sufrió daños severos, pero que sus hijos ya decidieron: hay que demolerla. Subo con él al segundo piso. Como la de Marco Antonio Vital, también ha sufrido intervenciones, como dicen los arquitectos. Un segundo piso en desniveles que arrancan de los muros viejos de adobe. Altos como son, elevan la construcción lo suficiente para observar desde una terraza que mira a la calle el centro del pueblo, con la iglesia al fondo. La de Enrique Amigón también ha sobrevivido en la planta baja, pero las paredes de la segunda están quebradas, al igual que las cadenas que armaron para armar la plancha de concreto que cubre las habitaciones.

“Ya uno de mis hijos iba a construir una nueva habitación aquí, pues no tiene donde hacerse su casa --me dice mientras observamos cómo el vecino de enfrente recoge el escombro de una pared de ladrillos que ha caído sobre la azotea de su casa--. Ya le había dicho que sí.”

La familia tiene la opinión dividida. Enrique no quiere demoler. Los hijos no quieren que sus padres sigan viviendo ahí. Y ya decidieron.

“Mi papá ha hecho de todo en la vida –dice uno de sus hijos, ingeniero en alimentos que ha venido desde Huamantla, donde trabaja en una de las plantas de La Morena--, obrero, transportista, músico. Y nos ha dado a todos sus hijos una casa, y somos nueve. Ahora yo le digo, papá, que decidan los expertos, escuchemos lo que tienen que decir, sin apresurarnos. “

Lo escucha Enrique. No ha dejado de ver el sitio que ya tenía dispuesto para que otro de sus hijos plantara una recámara nueva en esa segunda planta tronada por el terremoto.

“Mire usted –me dice--, ahorita es gratis la demolición, ya lo dijo el ingeniero de obras del ayuntamiento, ahorita tumban y limpian y no nos cuesta, ¿pero dentro de tres meses?, ¿con qué dinero vamos a hacer eso si al final hay que derribar todo…? Si no la tumbo ahorita ya no la tumbo nunca. Y mire, ya hicimos mesa redonda con mis hijos, y ya decidimos, que se tumbe.”

Enrique tiene la mirada serena. No veo turbación en sus palabras. Sus últimas para mí lo explican:

“En la vida estamos a la buena de dios, lo que él decida. Él es mi guía…”

Mientras, sus hijos ya decidieron.

Agustina

Cuatro generaciones viven en la casa de Agustina Rufina Mendoza Gómez en la calle de Porfirio Díaz 43. Enfrente de la casa de Teresa Balbuena. Ella es la primera, y ahí está, ya serena al día siguiente, mientras observa a un grupo de voluntarios que acarrean el escombro que le derrumbe de la barda de adobe de la casa vecina ha dejado sobre el solar de su casa.

“Todo se dañó –me dice--… Pero estamos vivas.”

Antes la vi caminar por el centro de la calle Porfirio Díaz del brazo del ingeniero Edgar, un hombre joven, embutido en casco, que lleva el mando de un grupo de voluntarios que recorre las calles para evaluar el estado de las casas afectadas por el sismo. Van como en procesión hacia las oficinas del ayuntamiento en el zócalo, a donde el ingeniero lleva a Agustina con ánimo de que inicie los trámites de reconocimiento de la pérdida de su caso. CURP o IFE, le explica, y fotos de la casa, y las escrituras, y un comprobante domiciliario. Agustina se deja llevar.

Cuando regresa la visito su casa, en el patio al fondo, junto a un tanque de agua que ha resistido el embate de la tierra. No tuvo la misma suerte un cuartito en el que ella guarda sus cosas, pues en las habitaciones del frente de la casa, tres, que resultaron dañadas en paredes y esquinas, viven sus hijas y nietas con sus esposos.

“Dicen que hay que tumbar, señor… ¿Y a dónde voy a poner mis cosas?”

Ella no espera una respuesta de mí.

“Yo soy de Ocotlán de Morelos, en Oaxaca, pero me trajeron a Chietla a los cuatro años, y desde entonces no he salido de aquí. Aquí fallecieron mis padres, aquí murió mi marido y a mi hijo aquí lo enterré, señor, era maestro, murió en un accidente lejos, señor, por la sierra norte, se fue a un barranco… ¿Cómo me voy a ir de aquí?”

Recorro su casa. En un rincón hay un arreglo de santas y vírgenes. Josefa Pinzón Pérez, nieta de Agustina, me explica que su abuelita es mayordoma de la Virgen del Perpetuo Socorro, y lo es desde hace veintisiete años, y todos esos años lleva cada 27 de junio de regalar pan bendito a la gente, hasta 500 panes manda hacer. Josefa señala entonces un retrato: es Agustina en sus quince años, y otra más, ya mujer soltera. La retrato con ella.

A la media tarde Ana, hija de Agustina y madre de Josefa, aguarda su turno en la oficina del registro civil en la presidencia municipal de Chietla. Abraza los papeles de la casa de Agustina.

“Estamos vivas, lo demás poco importa.”

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...