Memoria de Ixtepec en el día de la Asunción Destacado

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Umbrales



Se va y se viene en la Sierra, en el enredo de sus caminos no hay norte y sur, cualquier punto cardinal lleva a tu destino.

El Jardín de Niños bilingüe Nicolás Bravo es un ejemplo fiel de los alcances y limitaciones del Estado mexicano en asuntos educativos. Está ahí, con sus dos salones amarillos pintarrajeados por los niños. Sus maestras, dos mujeres serranas, hacen milagros en el intento de que los pequeños encuentren el rumbo y el gusto del estudio. Sus rivales son terribles. La infraestructura: no hay luz, no hay agua, no hay baños, no hay cercado. La economía familiar: un día sí y otro también los padres retienen a sus hijos por el trabajo, porque a los cinco o seis años aquí ya se trabaja. Los programas de estudio: da la impresión de que la propia SEP no se cree el propósito de la enseñanza bilingüe y muchos de los profesores no dominan las lenguas; el español predomina por el simple motivo de que no hay textos ni materiales en totonaco.

Como sea, eso no les preocupa a dos madres de familia que esta mañana han ido a dejar a clase a sus pequeños. Insisten en permanecer en el salón, a pesar de la indicación de la maestra, y cuando no les queda más remedio se asoman por la ventana, muy atentas a los movimientos de sus pequeñines. Para ellas, como dirán en la entrevista, la posibilidad de que sus hijas encuentren un destino distinto al que ellas vivieron está en la escuela.

Observo la escena y valoro ese lindero absurdo que no alcanza a cruzar nuestro país: ahí está el kínder, pero son tales sus carencias que los resultados académicos siempre serán destrozos. Sin embargo, el hecho contundente es que ahí está el Jardín de Niños, y en él está la esperanza de estas mujeres totonacas.



Tormenta

A Ixtepec se llega primero por la memoria que la Sierra tiene de sí misma: el sábado 9 de octubre de 1999, tres días después de que escampara en la Sierra y la magnitud del colapso de los montes pesara en la conciencia, por un instante, como desgracia nacional, el pueblo de Ixtepec responde a la tragedia de la tormenta con la organización. Con las carreteras destruidas, una hilera larga de hombres y mujeres avanza por las rutas antiguas hacia Zacapoaxtla; por las veredas de siempre saltan las dos barrancas inmensas del Zempoala y el Apulco para conseguir los bastimentos mínimos de sobrevivencia: maíz, frijol, pasta, y lo que ya las tiendas de la comunidad no alcanzan a surtir. Tardarán dos semanas las máquinas en abrir la Interserrana, así que los pueblos, en un atajo de la memoria, han vuelto sobre sus pasos. Ida y vuelta por la vereda antigua, una fila larga, reconocida por la paciencia del que camina eternamente. Es una columna inteligente, que mide sus pasos y sus fuerzas, que cuenta los kilos y las tortillas que se repartirán el peso en las espaldas de cada familia. Y que no deja de mirar de dónde viene. Es la acción orientada por la sobrevivencia.

Y si se han organizado contra la catástrofe, en su irritación lo han hecho también para ajustar cuentas a la autoridad inepta que ha abandonado a la gente en su infortunio. Repudiado por desaparecer del pueblo en los días de la calamidad del cielo y la inconciencia ambiental, el alcalde será fulminantemente destituido por la comunidad por la vía de la toma de la presidencia municipal, un edificio en ruinas que refleja en su desolación la ineptitud de quienes han gobernado en la Sierra en las últimas décadas. Pero eso será unos días después a este sábado de la caminata organizada en esa hilera blanca y silenciosa por la que en el dolor humano la Sierra se vuelve sobre sí misma y señala las rutas que nunca dejarán de existir.



Dos mujeres

Dos mujeres caminan por la calle encementada en el centro del pueblo. Una es bajita y viste la falda blanca, corta, entallada por la faja en la cintura; la blusa bordada le descubre los brazos recios casi desde los hombros; dos trenzas largas, entretejidas con listones tan negros como su pelo, pero adornadas con cintas azules no dejan de provocar un toque infantil; sus piernas fuertes destacan contra el piso claro que sus pies descalzos raspan en pasos cortos y precisos; la carga de agua con el mecapal la inclina hacia delante pero sus ojos no dejan de mirar al frente. Simplemente camina con el objetivo de llegar pronto a casa con los veinte litros que el tambo de plástico guarda. La esperan sus actividades de todas las mañanas, que ella repetirá con la simpleza de las aves en sus desplazamientos de rama en rama. Ella es conciente de lo que le ha tocado vivir y sólo pide que su historia no se reproduzca en su hija.

Le acompaña una mujer joven, en pantalones de mezclilla y camiseta con símbolos que se encuentran en cualquier videojuego de batallas fragorosas entre orientales triangulados. Es el mismo rostro, igualmente requemado por el sol, apretado por una cabellera corta azabache, sujeta por una mariposa de plástico. También carga un tambo, pero sin mecapal; el brazo estirado revela el esfuerzo de subir desde el manantial, descansando a ratos, en una rutina de una hora que la familia hace todos los días cuando la lluvia se ausenta de más en esta tierra. La joven estudia el bachillerato y sabe que por ese motivo, y por muchos más que no se comprenden, cada día que pasa es más distinta de su madre, pero que el destino --a menos que en el azar de la existencia, la lleve por otros rumbos--, le regresará el parecido poco a poco, con el matrimonio, por ejemplo. Está segura de que ella no continuará la tradición de la vestimenta totonaca; sabe también que su madre no habla castilla y que responde con monosílabos a los extraños que hasta Ixtepec llegan. Las mujeres mayores nunca han necesitado escribir, y sin la lectura también se sobrevive; los escolares ayudan a sus padres en trámites como el de los miércoles cada dos meses en que el Gobierno paga el programa Oportunidades. Ella va ya por el último año de la preparatoria, y todos los días se pregunta si de algo servirá tanto sacrificio y tanto gasto para participar, al final, del baile de graduación que todo el pueblo espera.

Las dos mujeres caminan por la plaza y su paso es una ilusión breve en la vista cotidiana del pueblo. Las dos llevan enlazadas por la carga del agua sus historias.

En la cima

Ixtepec, asomado desde su loma a la barranca del Zempoala, se mira desde todas las carreteras que le comunican con el mundo. La piedra blanca, deslavada, de sus construcciones viejas, pelea en su tristeza con los bloques grises que poco a poco ganan en las paredes de las casas; las tejas pardas se confunden de lejos con los manchones de monte que a duras penas se observan como reliquias en el vecindario del pueblo.

En una cumbre, Ixtepec entra y sale de la bruma, con la torre de la Iglesia de la Virgen de la Asunción como mástil indemne a la fuerza de las tormentas en un mar solitario. Y se vigila: uno puede siempre averiguar si alguien viene. De donde se aproximen, Ixtepec siempre encontrará los ojos que le buscan. Si se viene de Zacapoaxtla, en el Peñón de Jonotla se perfila su rastro por encima de San Miguel Atlequizayán, un pueblo colgado al abismo en las rajas de sus callecitas blancas: si vienes del norte, por el camino de Caxhuacan --una línea de pavimento mal acabado que no duró la friega de una temporada de aguas--, te cuida para distraer el paso otro pueblo, San Juan Ocelonacaxtla, trepado para desbarrancarse también en un descuido de la niebla. Y si la ruta que se sigue es la de Zapotitlán, entonces Ixtepec aparece de sopetón, una vez que el viajero se ha acostumbrado a los trotes del camino prendido por el filo del cañón contra el río.

El Patic

Barrio del Patic en Ixtepec, a diez minutos a pie desde el centro de la población. Un grupo de muchachos totonacos inaugura las instalaciones del proyecto de producción de hongos zeta que llevan adelante con su organización Sasti Teltzin (Semilla Nueva): un salón-bodega donde se lleva a cabo la ceremonia y cinco casitas con techo de cartón, todo ello construído por los jóvenes con cuarenta y cinco mil pesos aportados por el gobierno federal. Luego de que una peregrinación a Ixtepec envuelta en cohetes y huapangos, cerca de cien personas suben la cuesta al barrio encabezadas por un grupo de mujeres portadoras de los arreglos florales para la Virgen de Guadalupe. No es cualquier celebración, por lo que a ella acuden los dioses antiguos: en un cuadro montado sobre un porta santos de madera, la Guadalupana acoge a cuatro figurillas prehispánicas que representan a la tierra, el agua, el viento y el sol. Se canta el Xochitlpizahuatl (La flor más bella), con un sacerdote totonaco que entre canto y canto lee en esa lengua unos larguísimos rezos. Es Gabriel Zainos, un hombre de alrededor de treinta años, yerbero, al que han invitado para realizar la limpia y arrojar las vibras positivas al proyecto de los hongos. Se ahuman los cuatro puntos cardinales y a los padrinos con un incienso fresco. Al final se comparte mole, frijoles y tortillas de máquina para tanto invitado. Todo termina con guapangos y zapateados sobre el piso de tierra. Corre entre los hombres aguardiente de caña que a media tarde habrá tumbado a varios. La tarde es grata, el sol se refleja intenso en la manta blanca de los calzones totonacos. Los muchachos bailan y platican, todos sonríen. Todos posan para las fotografía.

Mateo Gómez Pérez, a sus dieciocho años, es un hombre orgulloso de haber construído con sus manos el jacal que guarda en la penumbra las bolsas de plástico en el que se cultivan los hongos zeta. Hace cuentas, relata la venta en los tianguis de San Juan Ocelonacaxtla y Caxhuacan, sueña con comprar una camioneta para vender la producción más allá de la Sierra. Sus ojos brillan, él imagina otra Sierra

La economía como ausencia

O la medida de la marginación. O tal vez la conciencia de las posibilidades que la región tiene. Mejor hacer un breve recuento en cifras de las actividades en un municipio como Ixtepec.

Con poco más de seis mil quinientos habitantes, la mitad de ellos en la cabecera y los otros repartidos en la junta auxiliar de San Martín y las comunidades de Estacachutchut, Caxtamusing, Takalzaps y Kajinamin, Ixtepec tiene 10.22 kilómetros cuadrados, y por lo tanto es de los municipios más pequeños del estado de Puebla. En el sentimiento histórico de los pobladores totonacos de estos pueblos la más grave carencia es la del agua potable: la cabecera y Takalzaps nunca han tenido agua potable entubada –a pesar de la perforación fallida de un pozo que dejó 690 tomas de agua domésticas alborotadas y secas, a la espera del milagro desde hace unos años--. Y sus manantiales distan por lo menos a media hora de distancia a pie; en ninguna de las comunidades existe red de agua a las casas. En un territorio en el que llueve ocho meses al año la escena no es muy confortante. Eso sí, la energía eléctrica tiene más de quince años establecida en la región, con postes tendidos hasta los más lejanos caseríos.

En el municipio hay tres instalaciones públicas de salud: la clínica en Ixtepec, con un médico y dos enfermeras, y dos casas de salud, una en San Martín, sin personal especializado, y otra Estacachutchut con la presencia de un médico una vez a la semana. Los hospitales más cercanos se encuentran a más de una hora de camino, uno en Zapotitlán y otro en Huehuetla, y forman parte del sistema de unidades médicas regionales que el gobierno estatal ha desarrollado en los últimos años. Trabajan, además, tres médicos particulares, dos de ellos relativamente jóvenes –no más de 35 años--, que cobran por sus servicios entre treinta y ochenta pesos la consulta. Hay dos farmacias que también ofrecen consultas médicas una vez a la semana. En paralelo, junto a la práctica natural de las parteras –hay veintinueve reconocidas en la cabecera, dos más en San Martín y cinco en el resto de las comunidades--, existe la Organización de Trabajadores Campesinos y Médicos Tradicionales, “Hormigas trabajadoras”, que atienden padecimientos comunes como dolores estomacales y de huesos, yerberos todos muy apreciados por los pobladores.

Comercio

En la cabecera municipal ofrecen sus servicios sesenta y tres tiendas que religiosamente pagan entre diez y veinte pesos mensuales de impuestos –“donativo”, le llaman aquí; hay dos farmacias y tres comercios de materiales de construcción y electricidad –estos últimos vinculados con comerciantes de Zacapoaxtla; hay un sólo comercializador de café registrado por el ayuntamiento –no paga impuesto alguno--, nacido en Ahuacatlán, pero que compra y vende desde 1980, sin que hasta la fecha se haya establecido un beneficio propiamente dicho de este cultivo; hay cuatro panaderías con horno que tampoco pagan donativo; hay diez molinos de nixtamal registrados –no pagan donativo-- y una tortillería; cuatro personas se dedican a la matanza, normalmente res y cerdo, los días viernes para el tianguis del fin de semana, dos de los cuales son propietarios de una camioneta de carga para una tonelada; tres son las casas habilitadas como casas de huéspedes, que pueden recibir no más de treinta personas; y tan sólo tres restaurantes ofrecen tacos y platillos regionales, ninguno de los cuales pagan donativo al ayuntamiento.

En la cabecera no se cuentan más de veinticinco autos particulares y no pasan de cinco las camionetas de carga de entre un y tres toneladas, además de dos camiones materialistas; hay una talachería que hace de gasolinera –vende el litro a 7.50 pesos . Y si hablamos de transporte público, el que existe corre desde Zacatlán (vía Zapotitlán) y Zacapoaxtla (vía Caxhuacan), que cobran 35 pesos, y de allá son los propietarios de las unidades que ofrecen dos corridas en el primer destino y cinco en el segundo.

La tenencia de la tierra en Ixtepec está fundada en la pequeña propiedad; no hay ejido. La mayoría de los propietarios no tiene más de tres hectáreas, pero muchos no pasan del cuarto de hectárea. La gente identifica a cinco o seis familias con más de diez hectáreas, pero sólo uno tiene alrededor de treinta; generalmente son ganaderos. No hay que se conozcan recientemente conflictos agrarios entre campesinos de Ixtepec; la gente recuerda un pleito por invasión de tierras con hueytlalpan, cerca de veinte hectáreas, ocurrido hace más de dos décadas.

Azadones

No hay en Ixtepec una maquinaria agrícola que tal nombre merezca. Y no pasan de diez familias que tengan una yunta de bueyes. Todo el trabajo en el campo se realiza con machete, azadón, pala, pico, hacha, chuzo para hacer hoyos, hoz. En tecnología a lo más que se llega es a la bomba para fumigar. Y si a industrias vamos, en el camino de Ixtepec a Estacachutchut existe un trapiche movido por bueyes con el que se produce piloncillo y la base del aguardiente. Las tierras, como hemos visto, perdieron su forraje natural de cedros y caobas, y salvo escasos penachos de árboles en las cumbres y en las barrancas, están abiertas al cultivo de maíz y frijol, muchísimo café, un poco de chile y otros cultivos dispersos como el cacahuate y la pimienta. En números, Ixtepec siembra unas 460 hectáreas de maíz al año, según reporta el INEGI; de café la cifra llega a las 350. Cifras similares presentan los municipios vecinos de Caxhuacan, Atlequizayán, Zapotitlán y Zongozotla; Huehuetla, sin embargo, resulta más productivo pues mientras obtuvo en el año 2000 un total de 4,217 toneladas, Ixtepec sólo alcanzó 1225. Por lo demás, son los únicos cultivos que este vecindario logra anotar en las estadísticas de producción agrícola en el estado de Puebla. No hay campesinos agrupados en asociaciones establecidas como la CNC u otras, pero sí grupos aislados como el de Semilla Nueva y organizaciones como Tierra Fértil.

Jornal

Ingresos más allá de los que pueden producir las actividades agropecuarias y del comercio se encuentran en dos vías: una, la del trabajo asalariado con particulares, a no más de 35 pesos el día, o con el gobierno en las obras públicas, que paga entre 50 y hasta 120 pesos la jornada; otra en la migración a Puebla y al Distrito Federal –servicio doméstico, mercados ambulantes, ejército y policía, fábricas y albañilería--; no hay más de diez personas que hayan cruzado la frontera con Estados Unidos. Por otra parte, se identifica en Puebla colonias con gente de Ixtepec, la más importante por el rumbo de la Zona Militar, en Zaragoza.

Dos posibilidades más: los programas de gobierno, con todos sus atrasos, paternalismos y ociosidades que generan, y especialmente el de Oportunidades, por el papel que en ellos juegan las mujeres como sujetos principales. Además, el trabajo subterráneo de las mujeres en la costura y confección y las artesanías, actividad que nadie mide, pero que se encuentra si la vista observa con atención los movimientos cotidianos en la sombra de las casas, en los corredores, en las filas frente a la Presidencia para tener participación en los programas.

Tianguis

El tianguis de los sábados es uno de los más gustados de la región. El que se llevó a cabo en el segundo fin de semana de junio logró instalar 187 puestos, que le generaron al ayuntamiento ingresos por 549 pesos, tan sólo veinte son de gente de Ixtepec, por lo que la ganancia se le llevan los fuereños. La mercancía que se ofrece refleja la economía de la dependencia en estos pueblos (calzado, ropa, fantasía, música, películas, bisutería, etc) y revela la variedad agrícola (maíz, frijol y chile de todos los colores y sabores, jitomates, cilantro, papas, cacahuate, limones, aguacates, plátanos, etc). Gente de todos los pueblos circunvecinos forman la feligresía: San Martín y demás comunidades de Ixtepec, pero también de San Miguel Atlequizayán e Ignacio Allende, de Nanacatlán y Tuxtla , de Caxhuacan y San Juan Ocelonacaxtla. Región de mercaderes la Sierra, con sus tianguis en competencia permanente por compradores: los lunes en Caxhuacan, los domingos en Zapotitlán y Huehuetla, los sábados en Ixtepec y Zongozotla.

¿Ausencia de economía? Digamos mejor economía campesina. En pleno verano lo que se muestra es una región descalabrada por la quiebra cafetalera, de campesinos ahogados en el minifundio de la infrasubsistencia, con tecnologías de producción arcaicas, sometidos a los mecanismos más desventajosos de comercialización, sin la más rudimentaria mecánica empresarial. Las alternativas: empleos coyunturales en la obra pública, empleo asalariado en los deprimidos cafetales, migración a las ciudades y programas gubernamentales como el Procampo y Oportunidades.

Tiempo

La economía del tiempo. Cuando el mundo se mide en días de distancia, en horas de camino a pie. Cuando la distancia como concepto desaparece en la inmovilidad del paisaje. Cuando un trecho del recorrido puede ser un viaje eterno. En la Sierra se cruzan fronteras y se regresa de ellas con la misma desenvoltura de la niebla. Como si no corriera el tiempo en el río sereno e imperturbable o desbordado y culpable; en las lenguas cristalinas y ásperas, con sus sonidos antiguos, orientales; en la indiferencia arrolladora, fulminante, de las mujeres ante los extraños; en las escenas inverosímiles y discordantes, como la de un viejo que carga un féretro por el camino, o los niños que impulsan con una varita la llanta de la bicicleta que nunca ha llegado al pueblo; o cuando desde los barrios las familias acompañan con las ceras floridas a la mayordomía en el homenaje a la patrona del Pueblo. Se camina, siempre se camina, en un tiempo que no existe.

La memoria en la frontera de la conciencia

El maestro

Luis Martínez Reyes nació en 1937, y si no fuera por sus rasgos criollos, el totonaco que ha desarrollado en sí mismo no se distinguiría de sus paisanos en el espíritu transparente con el que recibe a los fuereños. Su padre fue revolucionario, recuerda, y por lo tanto se hizo de tierras en montes que sus ojos todavía vieron cubiertos por los cedros y las caobas. Con el tiempo se hizo profesor, y como tal recorrió la Sierra. Durante más de veinticinco años anduvo como maestro bilingüe de un pueblo a otro, a pie, con sus hijos cargados en la espalda, reconociendo los cañones que forman el Apulco, el Zempoala, el Necaxa, en horas que le templaron el espíritu y que al final le obligaron a quedarse en su tierra –a la fecha tiene casa en Puebla, hijos profesionistas y un mundo urbano alejado de las andanzas huapangueras.

Cuenta su historia una mañana cualquiera, en la calle que llega de el barrio del Patic a Ixtepec. Narra incólume la matanza de indios en el pueblo de África, más al norte, en el distrito de Huauchinango, cuando el anacrónico sueño del General Celestino Gazca quiso darle un rumbo distinto a la fantasía de la Revolución Mexicana, para terminar en una represión brutal del brote guerrillero –con bombardeos aéreos incluidos—por parte de los militares que respaldaron durante décadas los sucesivos gobiernos antidemocráticos y corruptos que produjeron los que ganaron la guerra. Don Luis no tenía ni veinticinco años en ese 1961. El y sus pequeños escolares salvaron la vida alertados por los propios soldados que tomaron la población de la espectacular cascada de muerte que del cielo emanaría para acabar con uno más de las rebeliones fallidas contra el imperio priista. Era un maestro joven entonces. No recuerda en lo más mínimo quiénes ni con qué propósito encabezaron esa asonada. Pero como los vio, tiene claro que hubo muchos muertos.

Pero sí recuerda la derrota del monte. “Nada más entraron las brechas y las carreteras –dice--, allá fueron a dar las selvas tropicales de cedros y caobas”.

Ahí está la Sierra, perdida en la frontera radical de la inconciencia: cuánto tarda la naturaleza en crecer una caoba, cuántos amaneceres despliegan la lujuria de la madera. Lo que le lleve, su tronco recto y grueso, sus hojas amplias de verde intenso, sus flores blancas arracimadas, colgantes, toda esa corporación de sabia y sabiduría no alcanzará a ver el desarrollo de una sociedad humana amorosa y reflexiva.

El síndico

El síndico José Zainos es nativo de Estacachutchut, y del cuerpo de regidores y funcionarios es de los pocos que viste, calza y habla estrictamente en totonaco. Incluso cuando se suelta bailando un huapango, la soltura y garbo de su cuerpo afilado justifica sus dudas respecto a la posibilidad que tienen los totonacos no mestizados de gobernar a sus pueblos.

“Un presidente tiene que ver a muchas gentes –dice--, tiene que leer muchos papeles y decir muchos discursos... Yo no puedo...”

Son los usos y costumbres, tema viejo y en estos tiempos recientes olvidado en la discusión de la vida pública nacional. Desde la perspectiva política los recuerda un ex-presidente municipal de Ixtepec: “Ahora hay muchos partidos, por lo tanto mucha división, no nos ponemos de acuerdo en nada”, dice quien por cierto es de los poquísimos criollos que viven en Ixtepec, y uno de los últimos que gobernaron el municipio cuando todavía no se producía una movilización totonaca para controlar el Ayuntamiento”.

En 1942 sí se pusieron de acuerdo. Comandados por los mestizos, los indios de Ixtepec caminaron decididos hasta Hueytlalpan para hacer valer sus derechos municipales. No hay crónicas mayores al respecto, tan sólo la memoria constitucional de su Ayuntamiento. Fueron por sus papeles y con ellos regresaron. Si hubo pleito o si los de aquel pueblo simplemente se los entregaron es materia que poco importa ya. De cualquier modo entonces ya mandaban los mestizos. Como en Huehuetla, como en Olintla, los fuereños que llegaron a principios del siglo XX, unos años antes, unos años después de la Revolución, comerciantes casi todos ellos, con el tiempo se hicieron de las tiendas, se hicieron de las deudas, se hicieron de las tierras y se hicieron del poder.

Por aquellos años también llegaron los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, cabeza de playa del protestantismo en México. Las contradicciones que generaron permanecen también ocultas en aquellos parajes de la memoria de los pueblos que no se encuentran fácilmente. Lo que haya ocurrido dio por lo menos para la construcción de un templo evangélico que en tamaño y loma le disputa la preeminencia al viejo templo católico, con sus ruinas del siglo XVI y sus paredones reconstruidos en el XIX. Lo que es un hecho es que las disputas por el poder en los años últimos treinta años se escudaron en los debates religiosos. Han pasado muchos años desde los primeros tiempos de dominio económico y político de los mestizos, con el control de la producción cafetalera y con el cerrojo echado sobre la presidencia municipal. El poder indígena, por llamar así a la presencia de totonacos en los cargos de gobierno municipal, se ha enredado por las contradicciones entre los grupos nuevos surgidos en los años noventa, como Antorcha Campesina por un lado, y los colgados a las siglas de la izquierda mexicana, en un momento el PSUM, hoy el PRD que gobierna.

Son muchos los conflictos encerrados en esa frase de “los usos y costumbres”. El poder político, los caciques, las relaciones entre los hombres y las mujeres, el matrimonio y el sexo, el alcohol, la religión y la fiesta, la religión y la muerte, las fiestas patronales y las mayordomías, la medicina tradicional y las enfermedades –el dolor de una muela en un niño y la visita al dentista, por ejemplo--, las yerbas y las limpias, el temascal, las leyendas y los nahuales, y lo que siga en añeja manera de contemplar el mundo por los mexicanos de raíz antigua. Lo que signifique usos y costumbres tiene que ser expresado en totonaco y entendido y asimilado por quienes no miran el mundo desde ese territorio.

Agua

“Es el agua”, dijo como candidato.

“Lo que la gente quiere es el agua”, repitió ya como presidente.

Fausto Cano Pérez ronda las dos vistas del mundo indígena en la Sierra: en sus raíces y pensamiento es totonaco pleno; en el éxodo con el trabajo de herrero en Puebla es un mestizo. Pero en su regreso como político a Ixtepec es un punto y aparte en la historia del pueblo. Hoy es el presidente municipal, y por un partido que no es el PRI, con la apuesta total al final de su trienio en la conclusión de la obra de agua potable, la promesa principal de su campaña política y por la que en buena medida ganó la elección del 2001.

Llegó al programa de radio Revista 105 en la ciudad de Puebla en aquellos meses electorales en el otoño de aquel año. “Estamos a una hora de Zapotitlán”, decía, y contaba de la toma del palacio municipal y la expulsión del alcalde que huyera en los días de la emergencia por la tormenta tropical de octubre del 99. La jugaría por el PRD, partido que a pesar de su naufragio poblano, ganaría más de veinte de las ochenta alcaldías que el PRI perdería en esa elección, Ixtepec entre ellas. Es difícil medir a un político serrano por su militancia e ideología, y más aún en el caso de Fausto Cano, de suyo un joven ajeno a los canales tradicionales de participación política –los de la Sierra desde siempre vinculados al PRI y a aquella frase de los usos y costumbres, la manera de referirse a la compleja trama de relaciones entre tatas y caciques, generalmente indios unos y mestizos y criollos los otros. Fausto ha gobernado su pueblo con el tema del agua por delante, lo que le ha provocado conflictos con algunos de sus regidores por motivos diversos, igual el de los salarios que los de las obras que han quedado de lado, como por ejemplo la falta de un relleno sanitario –el conflicto se agudizó en los primeros meses del 2004, cuando desde su propio partido PRD en Puebla un dirigente alentó una intentona de golpe de Estado, buscando incluso el respaldo en el gobierno de Melquiades Morales. El golpe fracasó, la población se mantuvo al margen y los regidores descontentos quedaron a un lado.

“Es el agua”, repite sin importarle mucho Fausto en este verano que corre con rumbo de la fiesta patronal el 15 de agosto, fecha prometida para la inauguración del sistema, con el tiempo que le aprieta en la entrega, con los enormes obstáculos enfrentados y con el retraso bien medido por sus paisanos, sin faltar sus enemigos. Vista sin pasiones, esta obra es sin duda una de las más importantes que los gobiernos han llevado a cabo en la Sierra para un pueblo en particular si se dejan de lado las carreteras históricas y la reconstrucción de viviendas, escuelas y caminos luego de las lluvias del 99: 23 kilómetros de tubería, con sus atraques y conexiones, saltando los ríos Apulco y Zempoala para remontar hasta el cerro de El Calvario, en el centro de la población. Entre 17 y 20 millones de pesos el costo, con fondos federales, estatales y municipales. Los problemas financieros del gobierno de Melquiades Morales han sido obstáculos tan potentes como los que han generado las negociaciones para el paso de la tubería o las dificultades que los ingenieros y sus albañiles han encontrado en el cañón brutal que guarda al Zempoala.

Mientras tanto, todos los días, más allá de los problemas administrativos y políticos del gobierno municipal, más allá de las intenciones de revancha de los exgobernantes priístas y antorchistas, por fuera de las confrontaciones religiosas, independientemente del trasiego provocado por las fiestas de graduación en todos los grados escolares, sin impedir todo el ajetreo de la fiesta de la Asunción, la gente va por el agua.

“Es el agua, presidente”, le dicen.

Agustina

Agustina Cano Juárez vive exactamente enfrente de la casa del Presidente Fausto, en una casita de madera que una vecina le presta en el camino que lleva al barrio de El Patic, justo también frente al kínder Nicolás Bravo. Tiene dos gallinas que picotean la tierra mientras ella borda un blusón con sus ojos todavía frescos. Agustina tiene 101 años, y como todos los vecinos se obliga a bajar cada que la necesita hasta el manantial, tarea que realiza desde hace noventa y cinco años. No tuvo hijos, y su marido murió hace cuarenta años, víctima del alcohol. Muchos años antes, de lo mismo, murió su padre. Si se quiere entender que el café es un asunto viejo, hay que escucharla narrar cómo de niña trabajaba para vivir en el corte de ese cultivo que hoy tiene en la quiebra esta región de la Sierra.

La veo subir desde su barrio a mediodía, para recibir los 300 pesos que cada dos meses le dan del programa Oportunidades. Cinco pesos diarios, suficientes para resistir el siglo entero, la eternidad exacta, desvalida, de la Sierra de Puebla.

Mañana comprará la leña. Y no dejará de acarrear su agua.

Los niños juegan en el atrio futbol. De hecho, no encontraremos una cancha de fut en 25 kilómetros a la redonda. Pero ellos juegan futbol. Y machincuepas. Y toro. Reconozco a dos que he visto en el Quínder Nicolás Bravo por la mañana, en el barrio de El Patic, por lo visto corretean todo el día. Quién de todos ellos estará aquí, como lo ha logrado Agustina, dentro de cien años.

Regeneración

Mirar el mundo desde Ixtepec. Aprender a mirar la Sierra, que puede ser el mundo entero. Nuestra sociedad perdió en la coyuntura de las lluvias que colapsaron este territorio florido en 1999 la oportunidad de reconstruir una entidad histórica social y ambiental en armonía. La carencia de estrategias inteligentes permanece. Los gobiernos son incapaces de generarlas. No les importa.

Pero los ánimos están ahí: mujeres y hombres jóvenes salen de las escuelas secundarias y preparatorias con instrumentos que sus padres nunca tuvieron en sus manos. Análisis social y tecnologías de la información: conocimiento de la realidad y computación, periodismo y cámaras de video.

Herramientas, como la pala y el azadón para batir la tierra en esas laderas abiertas a la espera de su regeneración.

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...