Día con día
A la hora de escribir esta columna, el miércoles 3, a las 4 de la tarde, Joseph Biden se encaminaba a una victoria cierta, si no es que holgada, en las elecciones presidenciales estadunidenses.
Cuando ya era claro que su ventaja era definitiva, aunque no oficial, a las 2 de la tarde Biden dio en Wilmington, Delaware, un discurso de notoria pertinencia y profundidad, respecto de una cuestión fundamental: la democracia puede arreglar en una elección lo que desarregla en la previa.
Los votantes pueden equivocarse por mucho o por poco, pero pueden corregir sus equivocaciones escogiendo de nuevo.
Diría que es lo que que ha sucedido con las elecciones presidenciales estadunidenses de anteayer: los votantes despidieron a un presidente anómalo, furibundo, impredecible, misógino, racista, de talante autoritario. Y trajeron a escena a un presidente normal, ecuánime, defensor de la igualdad de derechos de género y raza, de talante democrático.
La sencilla y profunda defensa de la fuerza histórica de la democracia hecha por Biden en su discurso de previctoria de Wilmington fue y será memorable.
Por su fraseo, por su profundidad, por su economía, por la increíble oportunidad de su mesura y de su buena fe democrática, al final de los gritos, en el túnel de salida de un gobierno que fue todo agitación y furia.
La gritería de Trump ha terminado o ha empezado a terminar en la política estadunidense. El saldo histórico de Trump es sin duda el de una sociedad polarizada, profundamente rasgada por diferencias de raza, género, ingreso, economía y valores.
Quizá aciertan quienes dicen que el daño causado a la convivencia de esa sociedad por el viaje de la ira de Trump es irreversible.
Pero creo que no hay mejor instrumento para empezar la cura que el tono refrendado ayer por Biden, el de un presidente que no grita, que no divide, que convoca a la unidad dentro de la diferencia.
El discurso de Biden ayer es el principio de la cura para la herencia de Trump. Un ejemplo vivo del tono indispensable para oírse de nuevo, para dejar de tratar a los oponentes como enemigos y a la democracia como una carta instrumental de legitimación del capricho y del autoritarismo.