A decir verdad casi no llego. Estaba atiborrada de noticias y la casa llamaba más que la calle. Mi esposo no quería ir, es más hubiera preferido que yo tampoco. Le daba miedo que las cosas se fuera a poner feas. Mi hija estaba indecisa. Aunque cansada estaba en mí la sensación y el deber de estar ahí. Una pareja de amigos me animó y dijeron que pasarían por mí. Ya era tarde. Ellos también estaban indecisos de asistir y ver con luz propia lo que estaba ocurriendo. Me animaron.
Calles cerradas y el movimiento inusual de un domingo a las 11 de la noche se veía en las avenidas y banquetas. Sin embargo el movimiento era tímido, como si se temiera que lo que estaba pasando fuera real. No encontrábamos estacionamiento y rodeamos varias veces sin llegar a nuestra meta. Por fin lo conseguimos. Apresuramos nuestro paso y a varias cuadras del zócalo ya no pudimos avanzar. Una multitud sonriente, hasta los policías sonreían, niños jóvenes y viejos escuchaban con júbilo las palabras de Andrés Manuel López Obrador que se reflejaba en una pantalla enorme. Se miraba sobrio y contenido. La gente gritaba y aplaudía. En su discurso reiteró que ganar las elecciones por la vía pacífica y sin derramamiento de sangre era el mayor de los logros. Hay que empezar a trabajar y a levantarse temprano. No tuve miedo de gente que me tomaba y tomaba fotos, ni del que estaba a mi lado. Todo se sentía fraterno. Vi por primera vez en mi vida El Palacio Nacional como un cómplice y no como un enemigo al que hay que gritarle y suplicarle justicia. Esperando que salga por su balcón principal un presidente al que se le exige respuestas a tanta impunidad.
El zócalo, la catedral y los portales iluminados se miraban más majestuosos, se sentían nuestros.
Todo acabó pronto. Nos retiramos a casa, algunos brincando y saltando. La salida fue ordenada pero ya llevábamos en nuestras sonrisa el indescriptible sabor de la victoria