Mirar con las guacamayas la Vía Láctea/Viaje a la Barranca de las Guacamayas Verdes

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En el silencio de las guacamayas aprendes a mirar el mundo. Es más un alarido que un canto el que rasga la tarde y cae sobre la cañada de las guacamayas. Llega de improviso, y aunque lo hemos esperado ansiosos, nos paraliza. Es un graznido que recorre la piel y la enchina. Una voz de mando que no aguarda ningún saludo. Un latigazo florido que marca la caída del sol y el término del día para estas comedoras de frutas que regresan a casa. Luego hay que buscarlas contra el cielo ya gris por encima de la selva reseca del año nuevo. Son dos, y no bajan hasta el acantilado en el que se resguardan de sus depredadores; de lejos revisan sus guaridas dispuestas para el amor de las parejas jóvenes que ven venir una vida larga si no se las arrebata un halcón en una mañana cualquiera de sol a pleno vuelo.

Luego el silencio. Los ojos más avispados descubren que las dos aves comandan la cuesta encaramadas en unas ramas despelucadas en la punta del cerro. A simple vista son apenas unos puntos coloridos contra la tarde parda. Han llegado como vanguardia de un revuelo de verdes, rojos y turquesas contra el cielo, atentas a todo movimiento sospechoso en su refugio. Los prismáticos las acercan y ellas están ahí, mirándonos de lado, en el gesto claro de que no las merecemos.

Foto de Erik Palacios Moreno, 2019.



Apenas las vemos. Otros ojos expertos y técnicos han logrado imágenes de estas aves exploradoras.

Guacamaya Verde Ara militaris Felipe Eduardo San Martín González en Naturalista. Avistada en Tamaulipas en el año 2016.



En vuelo, avistadas en Nayarit por Edwin Jacobo, en septiembre de 2014. También en Naturalista.



No tenemos la técnica ni las cámaras. Pero sí nuestros ojos y nuestro silencio. Las aves nos miran desde su atalaya, a la espera de su colonia que en unos instantes llegará a su dormidero en la Barranca de las Guacamayas Verdes, un paraje oculto de todo en la soledad de la montaña en la Reserva de la Biósfera Tehuacán- Cuicatlán. Nosotros atendemos a su llamado y callamos.

Encuentro muchísima información sobre estas maravillas. Y del riesgo mortal que corren por la desaparición de su hábitat y la persecución de la que son presa fácil. Dice la CONANP: “Actualmente en México se tiene registro de 22 especies de psitácidos de las cuales seis son endémicas. Todas excepto dos se encuentran en categoría de riesgo: seis especies en peligro de extinción, 10 amenazadas y cuatro en la categoría de protección especial (Defenders of Wildlife and Teyeliz, 2007). Del género Ara se conocen 15, de las cuales dos están extintas. En México existen dos especies pertenecientes a este género, la guacamaya verde (Ara militaris) y la guacamaya roja (Ara macao).”

La guacamaya roja pude verla en la Selva Lacandona. A duras penas, pues en su vuelo se pierden fácilmente entre las copas de la selva alta. Aquí en la Reserva es otra historia. Si caminas dos o tres horas de la mano de los guías, las verás cantar y volar en los despeñaderos que las aves tienen por dormitorio. Esta es una de las buenas historias mexicanas: la creciente alianza entre campesinos y científicos para la recuperación de una especie a la que los humanos tenemos al borde de la extinción.

Y con el apoyo de los campesinos los biólogos las han estudiado. Sobre el Ara militaris dice la propia CONANP: “Para el caso de Oaxaca, existe mayor cantidad de estudios, específicamente para el área de Cañadas en la Reserva de la Biosfera Tehuacán-Cuicatlán, contando entre ellos: un estudio sobre reproducción de guacamaya verde en la cañada (Reyes y Bonilla, 2006); un estudio de la guacamaya verde en la cañada oaxaqueña (Bonilla, et al, 2007); un estudio sobre ámbito hogareño de la guacamaya verde (Ara militaris) en la cañada oaxaqueña (Bonilla, Reyes y Santiago, 2007); el estudio Observations of the military macaw (Ara militaris) in Northern Oaxaca, Mexico (Bonilla et al, 2007): un estudio sobre la dieta y disponibilidad Tehuacán-Cuicatlán (Contreras, Rivera y Arizmendi, 2007); el estudio Feeding ecology of military macaws in semiarid region of central Mexico.(Contreras et al, 2009); hábitos alimenticios en la reserva de la biosfera Tehuacán-Cuicatlán, (Martínez y Bonilla, 2008); estudio de biología reproductiva en la cañada oaxaqueña en Reserva de la Biosfera Tehuacán-Cuicatlán (Reyes, 2007); distribución, abundancia estacional y cronología de la reproducción de la guacamaya verde en la Reserva de Tehuacán-Cuicatlán, (Rivera, Contreras y Arizmendi, 2007); el estudio Seasonal abundance and breeding chronolology of the military macaw in semiarid region of central Mexico (Rivera, Contreras, Soberanes, Valiente y Arizmendi, 2008).”

Y así las describen las biólogas que en ellas se especializan: “El tamaño de Ara militaris va de 675 a 750 milímetros (Peterson y Chalif, 1998), por lo que en tamaño ocupa el sexto lugar dentro del género Ara. El plumaje es de color verde olivo. En la nuca, cuello, corona y dorso el tono es más brillante. Las plumas cobertoras y secundarias son de color verde olivo oscuro; frente y parte anterior de la región loreal color rojo carmesí; y la rabadilla y cobertoras de la cola presentan color azul turquesa. El pico es negro mate y el iris es de color amarillo; patas y dedos de color gris oscuro. Las plumas de la cola presentan en el dorso color rojo profundo o marrón en su base, y toman coloración rojo carmesí a azul turquesa hacia las puntas; el envés es de color amarillo al igual que las primarias cuyo dorso es azul turquesa.”

Un alarido de colores, entonces, contra la espesa y parda selva que las cobija.

Cartel con información sobre el Santuario del amor de la Guacamaya Verde.

Subimos a la montaña desde la 1 de la tarde. Maclovio Macoco, nieto de esclavos y experto basquetbolista, nos trepa en una Nissan de batea por una cuesta de piedras abierta a pico, pala y azadón hasta el punto del no va más para las cuatro ruedas. Mientras, Maclovio habla de sí y en retazos de la biografía de San José del Chilar.

“Yo soy nieto de esclavos africanos –nos ha dicho--, todavía mis dos abuelos negros lo fueron para los hacendados españoles. Mi abuela, la recuerdo, era una negra grande, robusta. Sé muy bien de dónde vengo. Aquí el Chilar no existía, la gente vivía en una hacienda al otro lado del río Grande, o de las Vueltas, como por aquí le llaman también. Fueron los que traían las recuas de mulas los que dejaron las semillas de los chiles, que solitas crecieron. Ahora ese chile es con el que se hace el mole negro, el chilhuacle, que ya no se produce mucho, que está bien caro, 800 pesos el kilo, señor. Apenas ora como que lo quieren empezar a sembrar de nuevo, pero se plaga mucho. Pero ya le digo, nieto de esclavos, de ahí vengo yo. Eso se acabó en 1944, cuando una tormenta se llevó todos los campos a lo largo del río, ahí acabó la hacienda y los españoles. Luego el gobierno dio las tierras, pero nuestros abuelos no las trabajaron y mejor se las quedaron los de los pueblos que se miran allá arriba, en la montaña fría.”

Maclovio sube al monte con nosotros, pero no forma parte del equipo de comuneros que llevan el proyecto de conservación en San José del Chilar. Él es basquetbolista, y dedicó diez años de su vida a enseñar el deporte de los rebotes sin salario a los niños del pueblo. Maneja la camioneta en respaldo de Isidro López, quien hace cabeza del proyecto y que por las fiestas de fin de año no encontró quien le ayudara. No es problema para el nieto de esclavos. Le encanta su monte y adora las guacamayas.

“Para nosotros era como hablar de los cactos, simplemente ahí estaban –dice--. Fue hasta que llegaron los biólogos que nos dimos cuenta del valor de estos pájaros…”

Sigue una marcha de dos horas por un desfiladero en el que reinan los órganos, les digo yo, candelabros, les dicen los naturalistas, cardones les llaman los campesinos de San José del Chilar. Isidro López, un hombre de mi edad, 63 años, comunero y cabeza del proyecto ambientalista impulsado desde hace unos seis años por la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, la CONANP. Unas cabañas muy bien plantadas a pie de carretera, con un comedor inigualable en el esmero y sabiduría de sus cocineras, y una organización de guías bien capacitados en el conocimiento de la botánica de la selva baja caducifolia y en la historia particular de las aves que nos esperan en un rincón pétreo montaña arriba.

El grupo de mujeres comuneras de la organización Santuario del amor de la Guacamaya Verde.

Un puma captado por una de las cámaras instaladas por CONANP en la zona de la Barranca de las Guacamayas Verdes.

Aquí el contacto con Isidro Lópéz y los comuneros de San José del Chilar.

Cómo se han aliado campesinos y científicos para la defensa de estas aves maravillosas. Pienso en ello en el camino a la Barranca de las Gucamayas Verdes guiado por Isidro López. Él señala aquí y allá alguna de las plantas que las guacamayas encuentran en la región. Muchas de ellas son de digestión durísima, por lo que en las paredes del cañón al que subimos ellas encuentran elementos calizos que les ayudan a digerir plantas y frutos venenosos.

“Es como si se tomaran un Alka Seltzer”, dicen don Isidro mientras uno discurre entre agaves y candelabros revueltos con todo tipo de arbustos y árboles que en esta temporada sólo disponen de ramas y espinas nada apetecibles.

Más tarde encontraré en internet el estudio que para la CONABIO realizó la Doctora María del Coro Arizmendi Arriaga, de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala, de la UNAM. La observación de las aves en la Reserva de la Biósfera Tehuacán-Cuicatlán la llevaron a identificar por su nombre científico un conjunto de plantas que han permitido la existencia de las guacamayas en la región.

“La guacamaya verde –documenta el estudio-- prefiere como plantas alimenticias (Contreras-González 2007, Contreras et al. enviado) a Cyrtocarpa procera (Anacardiaceae), Plumeria rubra (Apocyanaceae), Tillandsia grandis (Bromeliaceae), T. ,makoyana (Bromeliaceae), Bursera aptera (Burseraceae), B. schlechtendalii (Burseraceae), Neobuxbaumia tetetzo (Cactaceae), Bunchosia montana (Malpighiaceae), Celtis caudata (Ulmaceae) y Lysiloma divaricada (Leguminosae) se recomienda que sus poblaciones y su fenología sean seguidas durante un periodo mediano-largo para asegurar que la guacamaya se mantenga en la zona.”

No se digiere fácilmente la taxinomia. Pero proyectos de turismo ecológico como el que Isidro López representa en San José del Chilar se sustentaron en investigaciones como la realizada entre el 2006 y el 2008 por la Doctora Arismendi. De la boca de Isidro López, mientras tanto, brotan nombres coloridos como el plumaje de las aves que resguarda: chupandio, cardones, bromelias, cuiajiotes, cacalosúchilts, tetecheras. Mientras, seguimos caminando sin abrumarnos de más.

En el suelo, un cactus nos mira con sorna desde su pelambre espinuda.

“Ese es el caca de perro”, dice Isidro, y nos mira con la misma mirada irónica del cactus.

Cactácea Caca de perro, en el camino a la Barranca de las Guacamayas Verdes. Foto de Alicia Mastretta.

Águilas y halcones. Iguanas y víboras. Tejones y zorras. Depredadores no le faltan a la guacamaya verde. Pero la historia no es nueva: somos los humanos su enemigo principal, igual por la pérdida de su hábitat que por su venta ilegal. Las cifras son brutales si se les mira en conjunto:

“De acuerdo con Defenders of Wildlife and Teyeliz (2007) –sigue el reporte de la CONANP--, aunque en el pasado se han realizado algunas investigaciones con respecto al tráfico de pericos, las preguntas fundamentales sobre el volumen de la captura ilegal (cómo y en dónde se realizan, cómo afecta la captura a las especies en particular y cómo se relaciona el comercio legal con el ilegal) han sido poco entendidas. Con base en entrevistas con captores y representantes de sus uniones, así como en el análisis de otros datos, se estima que se capturan entre 65 mil y 78 mil 500 pericos cada año. La tasa de mortalidad general para pericos capturados del medio silvestre excede el 75 por ciento antes de llegar al consumidor final, lo que se traduce entre 50 mil y 60 mil pericos muertos cada año, lo cual convierten a este comercio en uno terriblemente inhumano y de un gran desperdicio.”

Vista de satélite en el que se ubican los dos principales centros de vida de las guacamayas verdes en la Reserva de la Biósfera Tehuacán-Cuicatlán.

Ya llevo esas cuentas en la cabeza cuando espero con mi grupo la llegada de las guacamayas. La carga abruma. No hay palabras que describan la belleza que el cielo del atardecer nos regala. Mucho antes de que cualquiera de la especie humana campeara por estos montes ellas ya estaban ahí para romper la cañada con sus cantos y sus vuelos. Éstas que vemos, a pesar de nosotros, nos han sobrevivido. El silencio es lo único que suplican.

Isidro López cuenta libretita en mano los ejemplares que bajan en parvada. 54, me dice cuando yo apenas he logrado avistar quince o veinte entre el revuelo de voces que rasgan la cañada. Nos ha dicho antes que, en un primer conteo en el 2006, en los primeros años de la reserva de la biósfera, los biólogos cerraron el cien el número de guacamayas en el dormidero de San José del Chilar. Para el 2011, sumaban 120, y en los últimos tiempos, ya con el proyecto ambiental en operación en los dos refugios, el del Chilar y el de Tecomavaca, unos cincuenta kilómetros al norte, las aves parlanchinas alcanzan los 160. Su crecimiento enorgullece a Isidro López. Y estoy seguro de que también a los científicos.

94, me dice al final, muy serio, Isidro.

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Las guacamayas discurren el tiempo hacia su noche alumbrada por un cielo estrellado con el que alucinaremos de regreso a San José del Chilar. Vuelan en bandadas de a cinco, de a siete, pero también en parejas que dan la vuelta por la cañada para regresar al ahujero que alberga su romance. Con los prismáticos identifico a una que se da besitos y se acicala sin rubor humano alguno. “Es la cañada del amor”, dice desde su atalaya el experto Isidro.

Foto de portadilla tomada de CONABIO: Informe final del Proyecto DT005 Monitoreo de la población de la guacamaya verde en la Reserva de la Biosfera TehuacánCuicatlán Responsable: M en C. Carlos Bonilla Ruz.

Lo sabe bien la Doctora María del Coro Arismendi. Ella se dio el lujo de observar los amoríos de estas parejas en el Cañón del Río Sabino. Y su relato provoca envidia del erotismo de estas delicadas amantes:

“Durante la actividad de selección de cavidades las parejas de Ara militaris inspeccionan las cavidades durante 5.2 ± 1.3 min, y cuando la cavidad ha sido seleccionada, los individuos estuvieron dentro entre 1 y 3 horas. Esta búsqueda se ocurrió entre los meses de marzo y mayo. Las primeras cópulas se observaron en el mes de febrero (en el 2006) y abril (en el 2007), y las últimas en el mes de agosto (2006). Durante la cópula las dos guacamayas se colocan juntas y se acicalan mutuamente, acompañado de movimientos de la cabeza hacia arriba y hacia abajo, e incluso llegan en ocasiones a alimentarse mutuamente. Posteriormente, una pasa la cola sobre la espalda de la otra, de forma que siguen juntas, pero mirando en sentidos opuestos, y se acicalan nuevamente. Esto lo pueden hacer hasta tres veces más, y cuando se colocan nuevamente mirando hacia el mismo lado, una de las guacamayas pasa una de sus alas sobre la espalda de la otra, y emite vocalizaciones guturales. Posteriormente cruzan las colas y frotan sus cloacas por unos pocos segundos. Luego se separan y se acicalan nuevamente (Rivera-Ortíz 2007).”

Dejamos atrás la cañada en el silencio espeso de la noche. Hace rato que las guacamayas duermen. Su refugio no da paso a un suspiro. Caminamos alumbrados por la linterna de minero que porta Isidro. Nos ayudamos con las lámparas de los celulares. Las apagamos para mirar de trecho en trecho el cielo estrellado.

Por unos instantes miro con las guacamayas la Vía Láctea.

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...