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Parlami d´amore Mariú/Fuimos a Milán tras la niebla que dejó nuestro padre...

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En mayo del año dos mil diez, al volver de un inolvidable viaje a Italia, empecé la remembranza de una tarde crucial, queriendo contarla como si fuera de alguien más.

Escribí entonces:


Llovía. Algo hay en la lluvia que enfatiza las emociones pero, esa tarde, detenidas bajo el umbral de un hotel en la Vía Manzoni, las tres mujeres se despidieron con la certeza de que podían quererse como si compartieran la misma sangre. Y no era por la lluvia lo que sentían.


Aunque llovía.




¿En tercera persona? ¿Vas a contar esto en tercera persona? Y ¿qué harás contigo? ¿Matizar la tormenta sólo porque la lluvia era delgada?


Nos despedimos de Ludovica tras sólo dos días de mirarla y como si la vida entera lleváramos sabiéndola. Eso no puede contarse en tercera persona. No sé si en primera. El yo, como no lo diga un personaje inventado, siempre es difícil. Sin embargo escribiré: yo creo que es generosa la vida cuando envía lo inaudito haciéndolo parecer natural.
El año en que se publicó en Italia el libro Mujeres de ojos grandes, llegó a la editorial una carta para mí. La reenviaron a México. Aquí la abrí para encontrarme con los trazos bien dibujados de una letra femenina y antigua. Su dueña firmaba María Ludovica Riva Angelini y en los primero párrafos me contaba que mi padre había sido su primer, primerísimo amor. Estaban en medio de la guerra. “Yo era alta, bonita, pelo negro, ojos azules. Tu padre me hacía reír y nos entretenía la preocupación mientras estábamos escondidos en los refugios antiaéreos”.


Luego me decía que ella era feliz, que se había casado con un médico, que tenía tres hijos y que le gustaría mucho conocerme. Daba como dirección la casa de su hija y ahí le escribí. No le dije que mi papá no había hablado nunca ni de ella ni de nada de lo que vivió en Italia durante la guerra. Atesoré la carta un tiempo, la cité en un libro y luego la perdí. Como se pierde un tiempo cuando el otro avasalla.




Pasaron dieciocho años y, en junio del dos mil nueve, en una reunión de escritores, a la que me acompañó Catalina con sus ojos y su luz, al volver de las grutas de Altamira, la tarde antes del día marcado para que yo me hiciera cargo de la escena y hablara de mi vida secreta en la Fundación Santillana, aparecieron a entrevistarme dos periodistas italianas. Inteligentes, vitales, preguntonas. ¡Cómo querían saber cosas y cuántas les conté! “¿Qué libro quiere escribir ahora?”, yo les dije que uno sobre mis padres y ellas corrieron tras mis historias con más y más interrogaciones: ¿De qué lugar había salido mi abuelo el emigrante? ¿En qué fechas? ¿Por qué mandó a mi padre a Italia? ¿Qué hizo él ahí?


Cuantas cosas me interesaron un tiempo, y otro acepté que no sabría nunca, me fueron preguntando durante horas. Les contesté lo que sabía y lo que imaginé hasta que llegamos a la carta de Ludovica y a mi duda de que aún siguiera viva. Entonces las tres nos pusimos a llorar sin saber bien a bien por qué. Luego nos abrazamos y cada una se fue a escribir lo que pudo. Una de ellas, generosa y ferviente, Elisabeta Rosaspina, escribió para Il corriere de la sera un texto contando esa tarde. Al volver a México, quince días después, había reaparecido Ludovica. Su carta comenzaba abruptamente, sin tropezarse en los saludos. “Sí querida, queridísima Angeles, esa señora está viva. Tengo ochenta y seis años, mis piernas son lentas, pero mi cerebro corre con los vívidos recuerdos de una vida intensa. Elisabetta Rosaspina, en su artículo, ha creado un poco de confusión.”


Pobre Elisabetta, pensé, quien la confundió fui yo. Seguí leyendo: “Carlos tenía los ojos muy oscuros, profundos y soñadores. Yo el pelo negro, los ojos azules y la exuberancia de la juventud. Él era once años mayor, nos reíamos. Tu papá, en los años de la guerra, no estaba angustiado, estaba un poco triste y preocupado, como todos nosotros, con los asuntos bélicos. Y tenía nostalgia de México. De seguro habrás recibido el “Corriere della Sera” del 28 de julio 2009. Una página entera habla de ti”. Luego me contaba que pasaría las vacaciones con sus hijos en el Valle de Fienno y que volvería a Milán en septiembre por si quería yo escribirle. “Te tengo en el corazón”, decía al final.

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¿Cómo no ir a buscarla? Sin dudar, al principio de mayo pasado, mi hermana y yo fuimos a Milán tras lo que imaginamos de ella. Y como si tal cosa fuera posible, la mujer que abrió la puerta de una casa iluminada por el sol llegando desde el parque, frente a las ventanas, resultó idéntica a su letra, sus palabras y nuestra imaginación.


Ochenta y siete años. ¿Pelo negro? Nadie tiene el pelo negro a esa edad, ya lo sabíamos. Pero Ludovica lo lleva pintado de un color tenue y lo peina con tal gracia que los aretes de perlas hacían juego con él dándole a su cabeza un aire joven.
¿Piernas débiles? Sí. Caminaba despacio, pero con los pies en unos zapatos elegantes y la espalda erguida dentro de un saco azul pálido. ¿El cerebro? Como si lo empujara la exuberancia de la juventud. Todos los recuerdos en orden, pero ninguno inhibiendo su vocación por el presente. La estancia tenía sobre la mesa una colección de cajitas y un florero con tulipanes amarillos. En las paredes: una mezcla armoniosa de óleos antiguos y pintura contemporánea. Ojos azules, Y tenues. Con esa mirada nos abrazó y le dijo a la muchacha ecuatoriana que trabaja en su casa: “Tienen los ojos del padre”.


La mesa estaba puesta para el té. Nos lo sirvió en unas tazas de porcelana blanca y delgadísima, quietas sobre un mantel bordado por su abuela. Así es la ingrata sobrevivencia de las cosas. Su abuela murió hace más de sesenta años, y el mantel está nuevo y almidonado como el primer día. Sobre su textura los platos con galletas y castañas doradas en azúcar. Todo como si ella quisiera mostrarle eso a alguien más. ¿A su novio el que fue? El marido murió hace dos años. Paula, su segunda hija, una mujer como de cincuenta y tantos, bebió el té con nosotros, divertida de ver a su madre evocando el pasado. Cambiamos nuestras direcciones de correo, nos recomendó un restorán para la cena, nos dio unos besos y volvió a su trabajo cuando Ludovica sacó el álbum con las fotos de su boda, sus padres, sus hermanos, sus hijos siendo niños, mi papá. Tenía para cada una de nosotras un sobre con la foto del “nostro babo” una carta que él le mandó desde Roma y una foto de ella cuando era joven, -dijo-, hace veinticinco años. Dos más que yo ahora.
“Come tus castañas. ¿No te gustan?”


Mi hermana responde por mí y yo por ella. Nunca habíamos mezclado té con castañas y la mezcla es una delicia. A México las castañas con azúcar llegaban sólo en Navidad. Y entonces los niños andábamos en otras cosas. También los adolescentes anduvimos en otras cosas, por eso no preguntamos el pasado. Pero no estábamos ahí para pensar en nuestra infancia, sino en la Italia de otros tiempos.


Era niña esta vieja cuando conoció mi padre. Iba subiendo la escalera que él bajaba. Iba cargando los libros y al verlo se le rodaron por los escalones. Todos. Ella los miró caer, levantó los ojos y sintió el rubor quemándole las mejillas. Una vergüenza que sólo puede tomarrnos a los diecisiete años. Él tenía veintiocho. Y silbaba. Siempre silbaba en la escalera. Ludovica lo dice y sonríe. Se burla un poco de la ella que fue. Tan joven, tan perdida en los ojos oscuros de su nuevo vecino.
“¿Y la guerra?”, pregunto. “Nuestro papá nunca habló de la guerra.”


“Un tiempo estuvo aquí en Milán, dice Ludovica,“ pero luego se lo llevaron a Roma. Y nosotros nos fuimos a Stradella, al pueblo de unos tíos suyos, amigos de mis padres, porque el campo era menos peligroso. Carlos volvía cuando le daban un descanso.”


“¿Había descansos en la guerra?”, me pregunto pero no le pregunto porque ella no deja mucho tiempo para preguntas. Dice que mi papá no estaba propiamente en la guerra, que nunca disparó una pistola.
“¿Qué ocurrencias? Él trabajaba en una oficina”.
¡“¿Y ahí qué hacía?!”.
“No lo sé, cara, era secreto”, dice. “Los asuntos bélicos lo preocupaban. Lui era un po tragicoso ¿vero?”


“Vero”, decimos las dos. No añadimos que nos enseñó a reír como no lo hizo nadie. Porque había en su sentido del humor un conocer el mundo que no tenía ninguno más en nuestro mundo. Y una melancolía. Volvió del desencanto en el que nunca entró su joven novia italiana. Menos aún, lo entendió nuestra familia.
“¿La guerra?”, dice Ludovica tras nuestra pregunta. “Yo era joven. Y nos fuimos a estar cerca del Po. Ahí regresaba Carlo cuando le daban tiempo libre.”
¿Tiempo libre en la guerra? No vamos a entender jamás.

Carlos Mastretta Arista, abajo a la derecha, sentado. La foto marca la fecha 1935.


Mi papá nunca habló de la guerra. Ni nosotros le preguntamos. Sólo una vez, al terminar un programa de televisión que sucedió en Italia le preguntamos: “Papá, ¿quién ganó en la guerra?”
“Todos perdimos”, dijo.


Anochecía cuando nos despedimos de Ludovica. Ella empezaba a cansarse. La muchacha ecuatoriana, linda niña de ojos negros, fluido italiano y facciones finas, se había ido hacía rato. Tiene treinta años y lleva diez en Italia. Nueve trabajando con Ludovica. Y la quiere mucho, con razón. En su lugar llegó una contundente mujer rusa. Tanya. Duerme con Ludovica, porque sus hijos ya no quieren que se quede sola. Debe tener cuarenta y pocos. Dejó dos hijos en su país. Trabaja en Italia para mandarles dinero a ellos y a sus papás. Suelta una risa larga.


“¿Así que éstas son las hijas del novio?”, pregunta.
“Sí, sono queste”, le dice Ludovica. “Acompáñalas porque es tarde. Que no tropiecen en la escalera, diles en dónde fijarse”.
Al día siguiente, salimos a comer por su rumbo. Un barrio con parques y vida familiar de la que no se ve en el centro. Nos llevó a un restorán sin turistas. Salvo nosotras que, en Italia, lo sabemos, por más sangre de antepasados, somos extranjeras. Nos sentamos en un cuarto de cristal con vista a una baranda y una vid. Todo era luz y verde aunque en la calle todavía hiciera frío. Al entrar Ludovica le anunció al dueño del restorán que yo era la escritora con prestigio internacional que honraría su mesa. Vi en el gesto del hombre el desinterés que ahora tienen los italianos del norte por casi todo lo que no sea la moda en lilas que ha tomado sus aparadores. Qué iba él a saber de mí, y qué podía yo inventar para que Ludovica no se desencantara por mi precaria fama. No era ése un lugar para flojos, la gente comía y conversaba de prisa. En un minuto nos instalaron, nos dieron la carta y nos tomaron la orden. Nosotros pasta y ella arroz, porque así lo dispuso. En cuanto pude me levanté dizque para buscar un lavabo, pero lo que hice fue ir tras el dueño de Il Navigli. “Por favor, dígale usted a la señora que ha leído uno de mis libros.” “Senza doppio”, contestó. Al rato fue a la mesa y aseguró saberlo todo de mi estirpe. Lo bendije en nombre de mi padre, mi narcisismo y la dama que ese mañana vestía de blanco, usaba unos anteojos oscuros que le cubrían media cara, tenía en la solapa una flor y, aunque estaba acalorada, no quería quitarse el saco para que no se le vieran los brazos envejecidos. “Están muy feos“, dijo. “¿Qué vino quieren? ¿Aperitivo? Eso no es vino. ¿Después? ¿Su papá no tomaba vino en las comidas? ¿No las enseñó?”


¿Nuestro papá? Claro que no. Cuando volvió de Italia nuestro padre cayó en la inocencia del agua de jamaica. Y en la inocencia toda de esa familia nuestra. Creo que alguna vez compró un Chianti. Los vinos eran caros y la quincena breve. Lo demás fue silencio. A la vida diaria sólo llegó el buen vino cuando llegaron nuestros cónyuges. Y para entonces nuestro papá llevaba diez años perdido en la negrura de su tumba en el panteón francés. Y eso ¿para qué recordarlo? De la muerte ni hablar. ¿O no habría más remedio?
“¿Así que él no se dio cuenta?”, preguntó Ludovica cuando tuvo que oír la historia de la embolia cerebral que mató a su Carlo y devastó nuestra confianza en las jaculatorias.
“Sí se dio cuenta. Quizás para bien. Estaba ya cansado de lidiarnos”.
“No creo. ¿Trabajaba mucho?”
”Sí.”
“¿Qué hacía?”
“Vendía coches”.
“Ah, los coches siempre le gustaron. Aquí escribía todos los días en una revista de autos. No le pagaban, pero no le importaba”.
“En eso fue idéntico hasta el final”, decimos nosotros.
“Debo tornare al Messico”, dice que dijo Carlos al terminar la guerra: “Voy y después…”
“¿Dopo? Dopo ¿ché?” dice ella que le dijo. Y lo cuenta poniendo juntos los cinco dedos de la mano derecha con la que se ayuda a rematar su frase.


Cuando habla mueve los ojos como una adolescente acusando a su novio del momento. Y ríe.
“Después ¿qué? ¿Doppo ché?” decimos nosotros poniendo cada una los cinco dedos juntos y moviendo la mano como si también eso lo hubiéramos aprendido en algún lugar cercano.
Era niña esta juguetona y drástica vieja, cuando lo conoció. Y nosotros quisimos conocer a la mujer que lo evocaba así. Con los ojos soñadores.


Tomamos el capuchino en el hotel Milán, donde Verdi vivió sus últimos años. Cerca de la Scala. Junto al café nos dejaron chocolates. Hablamos del verano. Ella irá a las montañas. ¿Por qué no vamos también? Sí claro, cosa de tomar un avión, luego otro y otro. Al cabo no hay ya más que futuro en nuestras vidas. ¿Del pasado?: un río en vez de un abismo. La miramos como si ella misma fuera el río. El principio de un río al que había que decirle adiós. Nos levantamos.
“Llévate un chocolate”, le dijo a Verónica. Mi hermana tomó dos.
“Mejor tres” dijo ella guiñando un ojo. “Siempre es mejor tres”.


Salimos por el coche. No mojaba esa lluvia diminuta. No estaba ahí la humedad con que la besamos al despedirnos:
“Nos vemos mañana”, dijo ella.
“Hasta mañana, Mariú”.
En dos días, María Ludovica Riva se volvió Mariú, y nuestra curiosidad por el pasado se hizo añicos rescatada por su presente.
Fuimos a Milán movidas por el deseo de saber una historia, tras la niebla que dejó nuestro padre, buscando la palabra de una mujer que prometía en dos párrafos la memoria vívida del tiempo en que nosotros no éramos ni el deseo de nuestra existencia. Fuimos a Milán como si pudiera ser cierto que la imaginación necesita sostén. Como si yo quisiera creerme la mentira de que me urgía saber una verdad para contar otra. ¿Un viento desde el que asir la nada de la que nunca oímos hablar? ¿Para qué? ¿Para escribir una novela? Si uno inventa para indagar, no al revés.


De eso, si alguna duda tuve la perdí en dos tardes de tratar a la dama cuya letra convocaba a visitar el pasado, pero cuya voz era puro presente. Por eso, tras sólo dos ratos de mirarla, mi hermana y yo nos encontramos abrazándola con la urgencia de prolongar el futuro. Porque todo en ella es el ávido deseo de andar viva. “Ci vediamo domani”, (nos vemos mañana)” dijo con su voz ronca, poniendo en nuestras manos, -como nunca en Italia-, la contundencia del ahora. ¿Qué nos importaba lo que les pasó en la guerra si aquella mujer de oro no quería recordarlo? Si la memoria de esos años no guarda más dolor que el de ya no ser joven.


“Vengan pronto- dijo. Y subió al automóvil. Desde ahí movió la mano de un lado a otro mientras mi hermana y yo nos quedábamos ahí, bajo la brizna de lluvia, -¿o no llovía?- sintiendo que algo irrepetible se nos iba otra vez.

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Sobre el autor

Ángeles Mastretta

Novelista poblana. Entre sus principales libros están Arráncame la vida, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes, y los más recientes La emoción de las cosas y El viento de las horas. Publica todos los meses su Puerto Libre, además del blog Del absurdo cotidiano.