"Geles" / Cartas de amor a María de los Ángeles Guzmán Ramos, por su marido, Carlos Mastretta Arista

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Mundo Nuestro. El 11 de mayo de 1971 murió en la ciudad de Puebla el periodista poblano-italiano Carlos Mastretta Arista. Apenas del 26 de abril pasado conmemoramos el natalicio de María de los Ángeles Guzmán Ramos. Ambos se casaron el 11 de diciembre de 1948. En su memoria, publicamos un extracto del libro Memoria y acantilado, publicado en el año 2008 por Sergio Mastretta con una antología de textos de su padre, Carlos Mastretta Arista.



Del libro Memoria y acantilado, el capitulo "Geles".

A sus 22 años, María de los Ángeles Guzmán Ramos, joven poblana hija del Doctor Sergio Guzmán y de la teziuteca María Luisa Ramos Sauri, cambió la vida de Carlos Mastretta Arista. “El italiano”, como identificaban entonces al recién repatriado hijo de don Carlos, cayó inerme ante la fuerza de la mirada de Geles, cuyos ojos, dice él, le arrebataron el alma y le devolvieron la vida. Cada martes, desde que la conoció, Carlos le entregaba una carta apasionada, “con una pluma alegre”, confiesa, para ganar así, poco a poco, la serena confianza de la mujer más bella de Puebla. Con la fuerza de las palabras, entonces, el amor y la construcción de un matrimonio y una familia, en una historia de vida con una profundidad apenas revelada en este libro.



Jueves Santo 1947

María de los Ángeles:

No sé si estas letras llegarán a ser leídas por tus ojos –esos ojos tuyos apacibles y serenos––, o si solamente constituirán una gota más de sueños en el océano de mi fantasía. No importa. Hace sólo unos minutos que escuchaba yo tu voz, que tanta fuerza deposita en mi alma, y parece absurdo que yo aún intente hablarte sirviéndome de un cándido papel destinado a recibir cifras y cuentas, y no una confesión surgida de una mente enamorada y de mi corazón invadido de ternura por ti.



Una frase tuya de esta noche es la que me obliga a seguir a través del hilo tenue de mi fantasía, una conversación interrumpida por la lógica necesidad de la convenciones sociales y familiares. (...) Me has dicho que pensando en mí te invade la tristeza, porque temes, y no quieres, que yo sufra. Temes que, no pudiéndome llegar a querer, yo pruebe un dolor tal que me hará infeliz por el resto de mi existencia, hasta ahora tan errante y bohemia. Y yo te he contestado que no debes preocuparte pues tu presencia en mi vida ha señalado una nueva ruta, haciéndome para siempre abandonar un camino de luchas y de errores que terminaría con dar fin a mis últimas fuerzas, constituidas por la voluntad y el deber que con el simple hecho de haber nacido Dios nos destina. En otras palabras me has conducido nuevamente a la luz y la verdad sin las cuales todo esfuerzo es vano y todo logro amargo. (...) Y lo que ahora te escribo, lo hago con la mano en el corazón, extrayendo de él lo que en él hay, sin cálculo alguno, sin más esperanza que la de sentirme feliz por haber hallado en ti la mujer soñada en todas mis horas –y fueron tantas– amargura, de decepción, de profundo sufrir. Porque, como te he dicho, yo soy un solitario y lo fui moral y materialmente. Sólo quien conoce la profunda amargura de una soledad moral y material puede formularse un ideal de mujer como yo me lo formé; una mujer que hoy, física y espiritualmente, he tenido la felicidad inmensa de encontrar, cuando ya mi triunfante escepticismo me decía que mis sueños eran tales que mi ilusión de encontrarla debía de terminar, para que así mi amargura se transformara para siempre en la hiel diabólica de un cinismo agobiador.

Cuando en la indiferencia de mi vida apareciste, yo te miré intensamente: lo extraño es que probé la sensación de no hallarme frente a una mujer desconocida, sino de frente a una mujer que ya vivía en mí, que aun antes de encontrarla me había ya acompañado y me ayudaba a sobrellevar las penas sinsabores de la vida. Fue ese día, en el campo de Foot–Ball, cuando entregaste un ramo de flores a no sé qué equipo. Desde entonces tuve sed de aquella mirada que no podía ya descifrar aun conociéndola. ¿Qué tenía aquella mirada que no me miraba? Te seguí sin saber el porqué, y otro día (la noche de la cena en casa de Abelardo) me atormenté mirándote acurrucada cerca del fuego de la chimenea, escuchando las notas de la música. ¡Qué lejos te vi, pero qué cerca! (...) Desde entonces vivo como viven los delfines, que siguen la estela de un barco meciéndose en las ondas en pos de un sueño, de una quimera. (...)



FOTO / De novios. Paseo en el parque “Los viveros de Santa Cruz”. 1948.

Por estas razones, Geles, no debes de entristecerte por mí y por mi futuro. Por todas estas razones debes, con esa bondad infinita que tu corazón alberga,, consentir que yo esté en tu vida sin pedirte nada: ¿qué daño puede hacer al soberbio bajel de tu existencia el que un pobre y soñador delfín siga tu estela? Seré el amigo discreto, el compañero fiel, el trovador oportuno que se haga la ilusión de ayudarte a vivir. (...) Y recuerda, siempre recuerda, que quien mucho ha sufrido sabrá comprenderte, sabrá sin una queja alejarse de ti si así lo quieres, y podrá, no obstante, llevar en adelante la vida más real y digna, luchando siempre por elevarse sobre toda ruindad, porque lleva para siempre en su corazón el amor hacia ti que lo enaltece.

Carlos

X. Geles. Parte II
María de los Ángeles a los 14 años de edad.

10 de abril de 1947

María de los Ángeles

(...) Te pedí la lágrima que ahogaste en tus párpados encantadores la tarde aquella de Valsequillo. Y en vez de tu lágrima –una vez más–derramaste en mi corazón la dicha indescriptible de tus palabras que han invadido todo mi ser en una felicidad que ni mis sueños de vagabundo del pensamiento habían imaginado (...) Perdóname Geles, pero mis sentimientos han sido muchos y ahora, ahora que me has dicho que te gusto, ahora que con estas palabras has definitivamente rescatado del abismo a mi alma y mostrársela a Dios, y decirle, como ya dijera el Santo de Asís “Bendito seas Señor por esta criatura tuya tan incomparable que me ha devuelto a ti”.

Y yo añadí: “Dios mío que todo lo puedes, hazme digno de ella”.

Carlos

30 de abril de 1947

(...) Corre la pluma, corre veloz sobre el papel porque sabe que escribe para ti. Parece una fábula, pero hasta las cosas inanimadas adquieren ante tu nombre una rara y misteriosa vitalidad. Corre la pluma sobre el papel, y corre feliz para ti, mientras llega el rumor de los millares de gotas de lluvia que se estrellan contra las lajas del patio y parece que susurran una canción interminable dedicada tu belleza, a tu ternura, a tu incomparable bondad. (...)

Mientras estábamos por dejarnos esta tarde me miraste fijamente, y entre uno de tus encantadores “Me apenas, Carlos”, y otro, me dijiste: “Por qué te has enamorado tanto de mí?” Y yo te contesté que si nunca te habían mirado como yo te miraba, a lo que tú me replicaste que a los otros no los habías nunca mirado.

Estos versos de un poeta quizá te indiquen hasta qué punto estabas ya en mi vida:

“Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento”

Carlos

5 de mayo de 1947

María de los Ángeles, querida:

Llueve a torrentes. Un huracán excepcional. He visto el mar y te extraño. TE extraño porque te amo y porque el mar por profundo y misterioso que sea no lo es tanto, cuanto son profundos y misteriosos tus ojos,, esos ojos que me han dado la vida nuevamente, el sueño tan ansiado, el porqué de mi existencia... Y te extraño tanto porque, al igual que las grandes montañas, sólo con la distancia se aprecia tu sublimidad.

Carlos

7 de julio, lunes

María de los Ángeles querida:

(...) Y esto es lo que más te debo y te deberé cualquiera sea la ruta de mi destino: tú me has hecho encontrar el significado y la esencia real de la vida. Por eso yo te contemplo como el peregrino contempla la salida del sol, después de una larga noche pasada a la intemperie en medio de infernal tormenta. Y tú en mi vida, cuando ésta era un absurdo e insensato teorema, fuiste el anuncio de la aurora, Ella, y ahora eres la auroma misma. (...) Anoche, cuando las notas de una extraña música de ese gran soñador que fuera Wagner, caían como gotas de rocío sobre la flor de mi ternura por ti, repentinamente se presentó ante mi alma toda entusiasmo y ensueño la rígida fi gura del implacable mañana, son sus incógnitas y sus fantasías, y pensé: ¿Podrás tú, que no la mereces, hacerla feliz...?

Carlos

17 de noviembre, lunes, 1947

María de los Ángeles querida:

Pasé tres horas en Valsequillo, tristes y felices al mismo tiempo: tristes por tu ausencia y felices porque pude una vez más constatar que cualquier cielo, todo celaje maravilloso y cada belleza de la naturaleza adquieren una tonalidad especial cuando tú las iluminas con tu presencia. (...)

El otro día, hojeando una revista que tenía fotografías de Roma cayó bajo mis ojos la fotografía de la Basílica de Santa María de los Ángeles. Encuéntrase este templo en la Calzada de las Termas de Dioclesiano y fue precisamente en el lugar donde dicha calzada forma una vasta plaza llamada de las Esedre. En el centro de la plaza se halla la fuente de las Náyades que Bernini esculpió con rara y absoluta genialidad. Frente a tal relicario está situada la iglesia de estilo clásico romano pues era el antiguo templo de los baños del Emperador Dioclesiano y que en tiempos de Pío IV se transformó en la iglesia de los Cartujos.

Lo que más me extrañó de esta basílica cuando la visité por vez primera en 1930 fue su nombre raro y musical. Después entré en busca de paz y serenidad en los años tristes de la guerra cuando mi oscura y peligrosa misión me conducía periódicamente a la capital de Italia. Cerca de este templo se encontraba el edifi cio del Estado Mayor del cual yo dependía. Y muchas veces entré más que otra cosa para buscar soledad y silencio, y en ese olor de cirios y de incienso que me hacían recordar mi infancia y pubertad que velozmente se alejaban de mi desolada existencia. ¿Fue acaso una coincidencia aquella de haber buscado en ese templo de nombre encantador y musical los recuerdos de una niña inquieta y lejana? No fue coincidencia puesto que ahora encontrado una criatura que tal nombre lleva y que todo me ha dado: luz, fe, tranquilidad, esperanza, ternura y amor. (...) Entraba yo en el inmenso y semiobscuro templo de Santa María de los Ángeles en busca de soledad y silencio mientras la vida me obligaba a vivir en la colectividad absurda de un ejército en armas y en el estruendo de una guerra cruel y despiadada. Ese olor de cirios y de incienso me conducían con la imaginación a una época lejana y quizás feliz, a la época de mis años de colegio, a los años que hoy en son de burla llamo los años de “Campeche, capital Campeche”. Cerraba yo los ojos y veía yo a un muchachillo caminar perezosamente con los libros bajo el brazo por la calzada polvosa del Paseo Bravo a eso de las siete de la mañana. Me gustaba la hora aquella en la cual el sol medio adormecido comenzaba a besar con sus rayos las copas de los árboles. Veía yo a la naturaleza despertarse lentamente al nuevo día y olvidaba yo la hora y la preocupación por las lecciones medio aprendidas... Sólo llegando a la esquina del colegio llegaban a mi cerebro en vacaciones la realidad de la hora y sus consecuencias inevitables: entonces la emprendía yo a correr y entrando a toda prisa no descuidaba yo de dar un manazo a la pingüe barriga de

Nicanor el portero, penetrando después de puntillas hasta el lugar de la capilla donde el padre prefecto me esperaba con una mirada de todo un programa de reproches. Con cara adecuada a las circunstancias, y mientras ya los demás puntuales colegiales en coro murmuraban sus oraciones de media misa, me arrodillaba yo en el centro entre las dos filas de bancas ocupadas por los mayores que sentados y mustios se complacían de mi incómoda postura. Pero no me importaba nada: con una mueca todo quedaba arreglado, y entonces me olvidaba yo de mi condición de castigado para recrearme en mi capilla. Los ventanales laterales con dibujos de vidrios de colores reproducían a algunos de los santos jesuitas más destacados; al frente, el altar principal de mármol rodeado por los menores dedicados a la Virgen Purísima y a San Luis Góngora; sobre el altar mayor una ventana a nicho albergaba a la estatua del Sagrado Corazón en tamaño mayor del natural; atrás el coro donde en las grandes ocasiones en compañía de otros chicos y bajo la dirección del siempre enojadísimo padre Canal entonábamos el Tantum Ergo recibiendo en premio una canica de caramelo pintada con fuchcina; y hacia el cielo subía con mi ensueño de chamaco díscolo... Eso recordaba yo apoyado en una columna del templo romano...

Mi pasado lejano que no regresaría jamás. Pero también recordaba yo con sordo rencor que el amor que tenía por mi capilla de escolar había sido bruscamente destruido por un día por la odiosa humanidad a la que yo también pertenecía... Fue una mañana lluviosa del mes de julio de 1926 cuando después de haber atravesado el Paseo rumbo al Colegio y hecho la tradicional carrera hacia él en los últimos cincuenta metros, en vez de tropezar con la figura obesa de Nicanor me encontré con un soldado absurdo y andrajoso con tanto de fusil y bayoneta cerrando el camino que me separaba de la puerta de la capilla, de mi capilla, cuyo portón estaba cerrado y atravesado por los sellos de un inicuo juez cateador. Me retiré cabizbajo e impotente pero poseído de un odio atroz y pidiendo al cielo poder u fuerza para volver a abrir esas puertas y penetrar en ellas como en un tiempo díscolo y bullicioso pero con fe intacta y sin sombras de recelo. Siempre lloré mi colegio. A través de sus ventanales mis miradas en las horas de distracción siempre sorprendieron el vuelo fugaz de una golondrina en las tardes de verano. Era entonces el presentimiento de encontrarte así como eres, María de los Ángeles, mi vida.

Pero lo que más extrañé y aún extraño, fue la capilla de mi colegio. Desde aquella mañana triste de hace 21 años no la volví a ver, y jamás quizás la vuelva a ver, como no volverá jamás mi infancia despreocupada. Y no penetraré en ella aunque el coro del padre Canal haya sido sustituido por las notas no culpables y no pecaminosas de Chopin o Bach, cierto, más melodiosas que nuestras voces de chiquillos en busca de una canica de caramelo con fuchina... Por eso, amor mío, no puedo ir esta noche contigo al concierto de Angélica Morales, perdóname y compréndeme. Yo quiero que tú vayas y pienses mientras escuchas a Bach o a

Chopin, en un escolar soñador incado en medio de la nave de la excapilla. Y piensa que ese escolar es algo tuyo, muy tuyo...

Carlo

X GELES Parte 3

La boda, el 11 de diciembre de 1948.

6 de enero, lunes 1948

María de los Ángeles, amor mío:

Gran suerte ha tenido mi corazón en estos días; y muchas cosas son las que tanta felicidad me han dado que anoche, volviendo del teatro, permanecí largo tiempo inventariando, y nuevamente gozando los instantes incomparables que en menos de 48 horas había vivido; he quedado perplejo ante tanta y tan inmensa bendición del cielo, otorgada con tanta liberalidad a mi alma, un tiempo tan ansiosa y ahora tan insaciable de ternura. (...) Pero de todos los hechos, dos sobresalen en mi recuerdo, y quiero en esta carta para ti, y sólo para ti, recordarlos para que mejor te expliques cuán sublime es la melodía de amor en la cual vivo, y más que vivir sueño con los ojos abiertos. El primero de tales sueños está rodeado de silencio y embelezo.

Probablemente, Shao–Sin, ya no lo recuerdes... Se trata del instante en el cual, mientras volvíamos de Valsequillo, acurrucándote en el asiento apoyaste delicadamente tu cabeza en mi hombro. Cuando sentí el amoroso y delicado rasgo tuyo volví los ojos hacia ti y tuve celos de los rayos que tenuemente iluminaban tu cabello. Cerré los ojos y pensé en el sueño aquel y en mis palabras cuando te decía que tú eres el águila y yo el peñasco duro en el cual ella descansa. (...) Y magistralmente este hecho se une a otro que tanto recuerdo con ternura: a un poeta inmenso de tiempos lejanos, Tarso, y un compositor de más recientes épocas, Rachmaninoff los unió mi amor en sus transportes espontáneos que tanto son para ti. Y las palabras que el inmortal bate del monasterio de San Onofre, situado en la colina llamada Gianicolo –que el Tiber acaricia en su base y la campiña circunda en el poniente–escribiera hace cuatrocientos años, quisiera haberlas yo escrito para la música del genial báltico que tan bien describe la belleza de tu alma incomparable: “Eres de la vida toda flor y cada flor, y del universo el amor y todo amor”. (...)

Te quiere y es tuyo

Carlos


Sept.16/1948

Amor mío:

Ha pasado un día más sin la dicha de verte, aunque siempre subsiste la felicidad de saberte feliz. Hoy tuve la inmensa sorpresa de leer el papelito que reenviaste con Cato: ¡gracias amor mío de mi vida! Y así pasó el día de hoy, un día más en el cual me ha tocado constatar cuán grande es el vacío de mi vida cuando tú no estás:

8 horas: Llegada a Valsequillo, solo. Arreglé el motor, preparé la lancha y me fui solo hasta San Antonio del Puente buscando en la naturaleza de un día maravilloso el reflejo de tus ojos. ¡No lo encontré, mi Geles! 12 horas: Llegada a Puerto Guzmán. Ahí encontré a tu Papá con tu tía Margarita, los niños y Nico también. Visita a la casa y lista de materiales que faltan. Despedida y regreso a Puebla a comer. 15 horas: Retorno a Valsequillo donde encontré numerosa compañía (doña Isabel, Maícha, Abelardo, Nica, Alice, aparte de tus papás y Cato... y tu recado). Gracias amor. Bridge en pareja con Abelardo contra Maru Villar y tu mamá. Yo en jornada de suerte loca. Me levanté azorado y cedí el lugar a Maícha. Llevé a pescar a tu tía Margarita, a quien la belleza de una rara tarde le hizo un poético efecto. Después me fui sólo con Nico en la lancha por todos los sitios que tanto me hablan de ti. Llegué a tiempo para echar a caminar la planta de luz. En el trailer de Nicho gran asamblea de Nichos–Panchos y Señoras y relativas ruidosas y molestas proles. A las ocho y media retorno a Puebla, solo, en mi renovado Ford.

21 horas: Cita con el matrimonio Sánchez Guzmán para ver a Cantinflas en el Coliseo. Plancha del matrimonio y tarea inútil del cómico para quitar mi cuento de Chichén Itza.

12 horas: Atravesada de zócalo y portal rumbo a casa en medio de solita sudorosa y encopetada muchedumbre atareadísima en torno a vendimias. Combate de barruntos de flores y postreros y tímidos cohetes que festejan la libertad... ¿Cuál?

12.30 horas: Por fi n pluma y papel y una charla con mi amor, el amor más bello, único e incomparable de la tierra.

Te quiero y te beso, tuyo

Carlos

Sept. 29, lunes, 1948

María de los Ángeles, querida:

...Y rompí cuanto hace media hora –antes de hablarte–

– había escrito era unan página surgida de las cenizas de mi tristeza vespertina que no quiero unir a la luz que tus palabras –la melodía inefable de tu voz–me han dejado en el alma. Te quiero María de los Ángeles, y soy tuyo. Tuyo antes de encontrarte y tuyo para siempre. (...)

Anteanoche, en la casa de Maícha, cuando el fuego y el ambiente invitaban a las confi dencias, hablé de nuestro amor con un cariño tal que ni yo mismo imaginaba. (...)

Hace dos o tres semanas, mientras me encontraba de visita en tu casa, tu tia Elena llevó a la sala un retrato que tu mamá deseaba mostrarnos. Es aquel donde están todos ustedes retratados, ¿recuerdas? Lo contemplé dedicando mi atención a una serena fi gura de mujer joven, muy joven, toda paz y dulzura... Te pregunté una fecha: “1942”, me respondiste... Y voló mi pensamiento saltando las páginas desastrosas de mi vida pasada en la búsqueda de aquella época, y leí rápidamente: Marsella, Lyon, Konlovatz, Spalato, Sección IV Contraespionaje, Roma, Estado Mayor, Viena, Budapest, Varsovia, Gomel; unm obscuro ofi cialillo vagabundeando por mil lugares, luchando y soñando una mujer joven, muy joven, toda luz y dulzura... Ella. Cuatro años después esa ella está a mi lado y veo la fotografía suya de aquella época y reconozco a la mujer soñada aquel entonces. No es poesía ni es romanticismo el mío: es auténtica relación de hechos. (...) No quiero, después de tus lágrimas de hoy, aumentar tus tristezas con mis molestas tristezas. (...)

Incomparablemente te quiero y soy tuyo

Carlos


Caros y Geles se casaron el 11 de diciembre de 1948.

27 de Oct. Lunes, 1948

...pues bien, mi amor, ¡sea como tú quieras! Me has dicho que cuanto ocurrió el jueves pasado no debemos festejarlo y así será. No lo festejaré, aunque mi alma ha por fi n probado lo que es la alegría profunda e impenetrablemente misterioso de la vida. No lo festejaré, pero no por eso no debo decirte cuántos y cuáles fueron los pensamientos, las sensaciones raras y únicas, que he experimentado, y experimento, a raíz de un pequeño e imperceptible suceso que si bien –lo confieso––, deseaba yo ardientemente, en aquél momento se encontraba y aconteció fuera del alcance de mi voluntad... Fue algo que ni tú, María de los Ángeles, ni yo podemos satisfactoriamente explicar. Aconteció, y sólo el firmamento impasiblemente observó y estoy seguro de que si las estrellas hablaran no nos condenarían, puesto que ello se debió quizás al mecanismo que sabiamente rige y controla todos los hechos visibles e invisibles del universo, o sea, a la Fuerza Divina. ¿No lo crees tú así? Fue un momento fugaz, como sólo lo es la felicidad, y sin embargo dejó, y para siempre en mi vida,, una huella imperecedera.

Soy, y tú lo sabes, uno de esos sujetos que en términos marineros la humanidad define como “navegados”.

A través de mi no sonriente camino encontré y probé infinidad de sensaciones. Para ser más explícito, debo decirte que en un afán de conocer de la vida todo sendero, afán ridículo y absurdo, hoy lo compruebo, bebí en muchas aguas, aunque jamás en ello haya yo descendido a la trivialidad y la abyección. Tú me conoces. Es por todo esto, que tan torpemente mi pluma pretende exponerte que, cuanto en un espacio de pocos segundos se verificó hace cuatro noches ha causado a mi corazón una felicidad jamás experimentada, una extraordinaria y sublime sensación de ensueño y de embelezo... (...)

Y comprendí cuanto sobre un beso de amor, el único hasta ahora de mi vida, han escrito en prosa, en verso y en música todos los artistas en el lento correr de los siglos. Y te confieso que cuando entré en su Sala y tú me dijiste si acaso estaba loco, porque al parecer hablaba solo, lo primero que se me ocurrió decir fueron los versos de Dante en su canto al amor que sustentó por Beatriz precisamente el Poeta arrastrado por su empeño describe el beso que jamás dio a su amada y que termina en estos términos:

“Has, o Dios, que esto jamás se ofusque”

(...) Podrás en tu destino luminoso alejarte de mi vida y yo volverme el peregrino de tu amor incomparable. Pero ese instante, ese beso, que Dios quiso, lo llevaré para toda la eternidad como un símbolo de paz y de ternura, como la realidad de un ensueño alcanzado, como la certidumbre de toda la belleza divina de la vida.

¡Y no te digo más! Sólo te repetiré una vez todavía que mi amor que ha alcanzado esa meta vive de ti y para ti. Y que en ese instante como nunca fui tuyo, solamente tuyo, amor mío.

Te quiere,

Carlos

Diciembre 1/lunes, 1948

Hoy ha sido uno de esos días en los cuales hubiera sido de gran consuelo e inmensa felicidad poder pasar a tu lado unos instantes para poder encontrar en la luz de tus ojos la certeza de un mañana, unido en la certeza de un amor que jamás se extinguirá. Fue una jornada de esas que se suelen llamar negras por la concatenación de sucesos desagradables que atenazan el alma y amenazan con sumirla en un frío escepticismo. Primero tuve que constatar que quizás por haber vivido bastante, pude certeramente prever cuanto ayer aconteció. Vino después una carta con la mala noticia que sabes… Después otra noticia no buena y otra y otras más que vinieron como el tamborileo frenético de un jazz a desconcentrarme bastante... A las cinco fui a

la cantera a efectuar una prueba de sondeo en el fondo de la veta calcárea; verifiqué la profundidad de los taladros, preparé las cargas de dinamita, asistí y dirigí su colocación,

y ya sonadas las seis encendí la mecha,, después de lanzar los cohetes rojos de peligro. Ronco fue el bramido de la explosión, tan semejante a otros millares de explosiones que en un tiempo constituyeron las notas macabras de una sinfonía de destrucción y de muerte en la cual fui actor y espectador más o menos voluntario. Detrás de la protección de piedras en la que me encontraba vi contra la rojiza luz de una puesta de sol maravillosa el polvillo menudo ascender al cielo seguido por una estela plateada que a la luz se teñía con los colores del sol moribundo. Fantasía de luces verdaderamente única, pero desgraciadamente tanta belleza me anunciaba claramente un nuevo fracaso: bajo la veta de piedra caliza había una vasta corriente de agua sulfurosa; tal era la plateada estela que se teñía con los colores de un ocaso de diciembre. Quedé amargado, desconcertado, dos meses de trabajo perdidos y el anuncio de buscar otra dirección al mineral. Pero cuando disipados los últimos polvos de la explosión ya sobre mi corazón bajaba la sombra de la tristeza, alcé los ojos hacia el horizonte y sobre él, en dirección del volcán, cuya sombra se recortaba contra la franqueza del cielo, brillaba una lucecita toda ternura y belleza, esa luz que tantas veces desde la orilla del lago he visto junto a ti, y que es un pálido reflejo de la luz de esperanza que eres tú en mi vida, María de los Ángeles. ¡La luz de mi esperanza!, eso eres en mi vida, amor mío. Vista la estrella, olvidé mis luchas, mis cuitas y pensé en ti. Y así como las flores brotan espontáneas sobre las verdes praderas, así brotaron sobre la pradera de mi corazón miles de ternuras inefables, para ti y por ti. (...) Estas y otras miles de cosas pasaban por mi mente cuando la voz brusca de un cantero que me dijo

“Mi jefe, tantísima agua” me recondujo velozmente a la realidad. Dos minutos y quizás antes mi respuesta hubiera sido de desaliento, de amargura. No fue así: “No importa, mañana volveremos a comenzar”, repliqué calmadamente eso porque mi alma, mi corazón, mi vida se hallaban y se encuentran inundados, iluminados por la luz de mi esperanza, por ti María de los Ángeles. (...)

Amor mío, dime, ¿qué será de mi vida sin ti? Es noche y no quiero pensarlo, porque como nunca me siento y soy incomparablemente tuyo. Te quiero

Carlos



Sus ojos le arrebataron el alma.

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