El Chato

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Un relato de Oscar E. Hernández López



Se despertó con el toque de diana, eran las 5 de la mañana con quince minutos, a pesar de lo duro del colchón de su cama, había logrado dormir más o menos. Estaba acostumbrado a dormir donde fuera, lo había hecho en sus guardias tanto en la sala de banderas como en los depósitos de armas y de vestuario, en la entrada a esos depósitos, en el pasillo, había una banca, en realidad era un pupitre, y ahí debería pasar la noche, o por lo menos el turno en vela. Quien fuera sorprendido durmiendo, además del arresto correspondiente, no se salvaba de una madriza por parte de los cadetes avanzados, pero el Chato había ideado un sistema de alarma muy original, tendía un hilo de coser a unos metros a cada lado de su asiento, llevaba el hilo en forma perpendicular al pasillo por donde el relevo estaba obligado a pasar y dándole vuelta por sendos pilares, llevaba los hilos hasta sus pies a los que amarraba los extremos, un hilo en cada pie. Cuando el relevo se acercaba, tensaban el hilo, y provocaban un tirón en el pie del Chato, ya fuera que se acercaran por derecha o por izquierda, el hilo se reventaba sin que el relevo se percatara de ello, el Chato se despertaba y se realizaban los cambios de guardia sin novedad.

Esa mañana estaba en la guardia en prevención de la Base Aérea, estaba detenido, le dijeron que en espera de baja. No tenía nada que hacer excepto ir a rancho tres veces al día, acompañado desde luego por uno o dos soldados que lo vigilaban de cerca, sus pertenencias seguían en su locker en la cuadra norte de la escuela, esos días no lo dejaron ir ni a bañarse. Para matar el tiempo, uno de los soldados que lo vigilaban le prestó unas revistas, eran algunos ejemplares del Libro Vaquero, aventuras del oeste plagadas de balazos y aventuras sexuales, literatura barata le nombraban los oficiales y, además, estaba penado para los cadetes leer esos ejemplares. Pero el Chato ya se iba, era cuestión de días, así que más ya no lo podían arrestar.

Cuando regresó de rancho, miraba por la ventana la pista de la base aérea, despegaba un Beechcraft, era un bimotor. –¡Cómo me hubiera gustado volar uno de esos! -pensaba el Chato--, era mi gran sueño.

Pero ese sueño ya no sería posible.



Su ingreso a la Escuela Militar de Aviación había sido todo un reto. Dos años antes, cuando estaba en segundo de secundaria, Osvaldo pasaba todos los días por enfrente de la Sexta Base Aérea Militar, estaba sobre la 24 Sur en Puebla, ahí donde luego fue el Parque Ecológico y ahora es un espacio deportivo. A veces, estando en clases, veía pasar los T-28 sobre su escuela, unas veces varios de ellos en formación, otras veces solitos, pasaba un avión y al rato pasaba otro, o tal vez el mismo, desde el salón no se les veía la matrícula, pero cuando pasaban a la hora del recreo, se les quedaba mirando, suspendiendo toda actividad.



Conoció en la secundaria a un capitán que trabajaba en la Base Aérea, daba electricidad y era de los operadores de la torre de control. Osvaldo platicó su sueño al capitán y éste le consiguió un instructivo para el ingreso al Colegio del Aire. ¡Era su tesoro! Ahí se especificaban todos los requisitos para presentar examen de admisión, estatura, salud, edad y un temario sobre las materias, eran casi todas, se trataba de conocimientos generales. Pero había un inconveniente, Osvaldo tendría 15 años al momento de intentar su ingreso, la edad mínima requerida era de 17 años y podría haber una dispensa si en el año de solicitud, es decir, entre el examen de admisión y el 31 de diciembre se cumplían los 17.

Mirando despegar el Beechcraft el Chato pensó “bueno, regresaré a mi edad real, ¡no tengo 17 años, tengo 16!”. El Beechcraft se alejó con rumbo a Chapala, poco a poco se fue perdiendo en el claro cielo de Jalisco hasta que ya no era más que un pequeño puntito entre unas pocas nubes.

El Chato se sentó en su cama, en realidad se trataba de un par de literas con tres niveles cada una dentro de un pequeño cuarto adjunto a la caseta de la guardia, le habían dejado la de abajo del lado derecho. Escuchó que llegaba el oficial comandante de la guardia para ese día, era el Teniente Piloto Aviador Roberto Pinzón, pidió novedades pues tenía que llevar el parte al comandante de la base.

--¿Y el detenido? –preguntó por el Chato.

–Ahí está –se escuchó la voz del sargento de turno–. No ha llegado su baja. El Chato reconoció a Pinzón, era uno de los dos oficiales pilotos aviadores que habían dado una plática motivacional a los cadetes de nuevo ingreso los primeros días de septiembre. Los “pelones” habían sido reunidos en el hangar de los Stearman para hablarles de lo que era la formación de pilotos aviadores, y lo que se esperaba de ellos. –Ya me veía yo con mis alas al pecho, mis Ray-Ban, mis botas y mi mascada al cuello --se imaginaba el Chato--. Me hubiera gustado que me mandaran a una Base Aérea del norte, Ensenada, por ejemplo. Ahí cerca de la frontera, con un buen sobre sueldo.

Pero la realidad era muy distinta, pronto causaría baja.

Tras varios meses de preparar el examen, Osvaldo había concluido la secundaria y aunque no muy convencido, estaba listo para ir a probar suerte a Zapopan. Semanas antes había resuelto el problema de la edad, su mamá lo llevó al registro civil acompañados de su tío Loro, era político y conocía a muchos funcionarios, obtener un acta de nacimiento aumentándose un año fue bastante fácil.

Osvaldo llegó a Guadalajara solo, nadie lo pudo acompañar. De inmediato se fue al Colegio del Aire, preguntando se llega a Roma, dice el refrán. Cuando dio inicio el registro, Osvaldo miró a su alrededor, había más de dos mil aspirantes, el primer paso fue separarlos por escuelas, los aspirantes a la de aviación eran más de mil doscientos. –En la madre --pensó Osvaldo--, somos un chingo, esto va a estar muy cabrón.

Al Chato le parecía increíble lo que vivía, sentado en su litera miraba a la puerta y recordaba.

–Carajo, tanto trabajo para entrar, aguantar la pócima todos estos meses para nada, todo se fue a la mierda. Luego del examen médico quedamos como novecientos, y en club Guadalajara eliminaron como a trescientos más.

El Chato recordaba que la única prueba en esa ocasión era la de salto de plataforma de diez metros. Uno por uno había subido al trampolín, a la orden del Mayor Jorge Malacara de “un paso al frente, ya” había que saltar, prohibido el clavado, tenía que ser de manera vertical. Muchos no tuvieron el valor de hacerlo.

--Recuerdo que nos habían dicho: el que no sepa nadar, levante su mano derecha cuando esté en la orilla del trampolín --platicaba Osvaldo a sus amigos varios años después--. Yo fui subiendo la escalera con mucho temor, me acompañó Daniel Romo.

Se refería al que le apodaban “el Buitre” cuando fue su compañero en la secundaria, su familia se trasladó a Guadalajara cuando pasaron a tercero, le dio alojamiento en su casa en la colonia Chapalita.

--Cuando llegué al trampolín, vi desaparecer al que estaba delante de mí, me acerque a la orilla, la piscina la veía chiquitita, creo que pensé ¿y si no le atino? Levanté la mano para indicar que no sabía nadar y retumbó en mis oídos la voz del Mayor Malacara. Un paso al frente, yaaaa. Mantuve la mirada al frente, apreté las piernas y las sostuve con las manos, ya había visto a varios deshuevados. En cuanto sentí que entraba al agua, comencé a bracear, no escuchaba nada, solo braceaba hasta que sentí la orilla de la piscina. Salí del agua y llegó corriendo Daniel a auxiliarme, me senté en la orilla, entonces vi que uno de los salvavidas le gritaba al Mayor “no está, el aspirante no está”.

Los amigos de Osvaldo morían de risa.

--Pero si yo estudiaba -pensaba el Chato con el Libro Vaquero en la mano--, Hicimos el examen de conocimientos, muchos estaban ahí por segunda o tercera ocasión.

El día de los resultados los habían formado en fila de tres, la instrucción fue la de pasar al ventanal y buscar su nombre. Del cincuenta hacia abajo, estaban admitidos, del cincuenta y uno al sesenta estaban de reserva, los demás tenían que pasar por sus papeles y a su casa.

–Me busqué por ahí del cuarenta, llegué al cincuenta y nada, al sesenta y tampoco. Ni modo, creí que estaba fuera. Recorrí la lista hasta el final y no me encontré, entonces regresé al cuarenta y recorrí la lista hacia el uno, al llegar al ocho leí mi nombre, ¡qué felicidad!, estaba adentro.

Cuantos sueños aparecieron en la mente del Chato en ese momento, se veía desfilando con levita el 16 de septiembre, volando un T-33 o un C-47 pero también sabía que tenía que ganarse ese honor, el año de potro que estaba por comenzar sería difícil. Y así inicio la vida de ese grupo de potros en la Escuela Militar de Aviación, la pócima diaria, cucharada de sal en el desayuno y cuidado y la escupes porque la madriza no se hace esperar, todo el tiempo corriendo, los potros no tienen derecho a caminar, en la comida también hay pócima, según la mesa y los avanzados presentes. A veces se repartían la comida de la siguiente manera: en la cabecera se sentaban dos avanzados, el resto potros, unos ocho, uno se comía los ocho bolillos, otro toda la sopa correspondiente a esos ocho, otro los frijoles, otro nada más agua. Los jueves ensayaba el conjunto musical Marakahua, y siempre ponían a bailar a uno o dos potros que, al ser descubiertos por algún oficial, de inmediato eran enviados a su mesa con el consiguiente arresto.

El Chato, apodo que le pusieron los cadetes avanzados por la forma de su nariz como de hueso de mango, se pasó la mano por el abdomen y pensó "bueno, por lo menos aquí no hay afinación de magnetos ni búsqueda de portafolios." Recordaba aquella noche en la que después de cenar y de correr un rato, el sargento primero llevó a los potros cerca de las aulas. Muy serio empezó un regaño. –¡Cómo es posible que suceda esto aquí! –-Se dirigió a los potros formados en tres filas y custodiados por otros cinco o seis cadetes avanzados–. Esta tarde salí un momento de mi salón, y cuando regresé ya no estaba mi portfolios. Alguien me lo robó o me lo escondió –explicaba el sargento--. Pero les voy a dar una oportunidad antes de que de verdad me enoje y les ponga un ejemplar castigo. Así como están formados, los tres primeros, vayan cada uno a un salón y busquen mi portafolios, si me lo traen, olvidaré el suceso.

Los tres primeros se fueron, uno a cada salón, el resto permaneció formado y en firmes. Luego de unos minutos, volvió a hablar el sargento.

–¡Es el colmo, esos tres ya se pelaron, no puede uno confiar en ustedes! A ver, los tres que siguen, vayan por mi portafolios.

Y se fueron los tres siguientes, y tampoco regresaron. Y así fueron de tres en tres, hasta que le tocó al Chato.

--Apenas iba entrando --recordaba el Chato--, cuando sentí que alguien me jalaba de la corbata, el salón estaba a oscuras, me llevaron de cara contra el pizarrón, me detuvieron los brazos hacia arriba, uno de cada lado y otro me afinó magnetos, me agarró a madrazos en los riñones. Sentí un dolor muy intenso, no podía ni respirar, luego me colocaron de frente, la espalda pegada al pizarrón y me golpearon en el estómago, me sacaron el aire, otra vez perdí la capacidad de respirar, las piernas se me doblaron, pero entre dos me mantenían alzado mientras otro me seguía golpeando. No sé cuánto tiempo paso, solo recuerdo que me aventaron al pasto fuera del salón y me ordenaron regresar al dormitorio por la parte de atrás.

La madriza había sido tremenda, era de las pócimas más severas, pero el Chato estaba dispuesto a soportarlo todo con tal de ser piloto aviador. Pero su mala suerte no lo dejaría cumplir su sueño. Su flaca figura, su origen poblano, o quién sabe que le molestó al comandante de cadetes, era un Capitán de nombre Eusebio, siempre lo estaba jodiendo, que si no tenía la fornitura bien boleada, que si su uniforme era más oscuro que el de los demás, etc. En una ocasión, lo llamó al dormitorio de oficiales, le pidió que le dijera dónde se había metido la noche del levante. El levante era una madriza generalizada a todos los potros un día por la noche. A cierta hora, luego del toque de silencio, los avanzados se levantaban sigilosamente, se colocaban el capote y la gorra de vuelos para no ser reconocidos y levantaban a todos los potros a madrazos, los llevaban a las regaderas donde luego de soberana madriza en riñones y estómago, los metían al agua fría. –Te escapaste del levante --le dijo el capitán--. Tengo informes de que no te encontraron esa noche, ¿acaso te evadiste de la escuela?

El Chato recordaba cómo se había salvado del levante. Pocos minutos después del toque de silencio, se deslizó muy lentamente y con mucho sigilo de su cama hasta llegar al suelo, se arrastró por el piso hasta llegar a la primera cama pegada a la pared, era la cama de Valdés, un cadete de segundo, y como ellos no intervenían, era un rincón seguro. Pasó el levante debajo de la cama de Valdés, cuando hubo terminado, de la misma manera regresó a su cama, pero alguien notó su ausencia y la reportó a Eusebio.

-Pero de esta no te salvas --Eusebio tomó su sable y soltó un golpe que el Chato esquivó, un acto reflejo hizo que respondiera con la vaina del sable asestándole un golpe al capitán, y salió corriendo hacia su dormitorio. –¡En qué pedo me he metido! --pensaba el Chato--, ahora sí voy a chupar faros.

Paso ese día y el siguiente pasaron sin novedad: al tercer día le tocó al Chato la imaginaria de guardia en el dormitorio norte, por lo que, a la hora del rancho nocturno, permaneció en su servicio. Al regreso del personal, los de imaginaria pasaron al comedor, Eusebio pasó lista y lo dio faltando. Envió un reporte a la dirección de la Escuela Militar de Aviación notificando dos faltas del Chato a lista. La sanción no se hizo esperar, arrestado en la guardia en prevención del Colegio del Aire para el fin de semana. El Chato se presentó al arresto, ahí el comandante de la guardia le comunicó que estaría en ese lugar mientras llegaba la baja que había solicitado su comandante. Era mentira, no habían solicitado nada, pero el Chato lo creyó. Ante la situación de baja en la que se encontraba, el Chato se evadió del Colegio para pasar el fin de semana en Guadalajara, a su regreso fue apresado y enviado detenido a la guardia en prevención, pero de la base aérea, ahora sí se tramitaría su baja.

Ese día lo pasó leyendo, durmiendo y de lo más aburrido, no hablaba con nadie, nada más al comedor y de regreso, el baño, ahí el de la guardia. Pasaron tres días más, le dieron chance de darse un baño, siempre escoltado por dos guardias armados.

Estaba acostado mirando el colchón de arriba cuando entró el sargento de guardia. –Cadete Osvaldo, que se presente de inmediato en la comandancia de la EMA, lo escoltarán dos soldados de la guardia. Lo recibió el Director de la Escuela Militar de Aviación, era el Coronel Rufino Velázquez G. –Ex Cadete, ha llegado su baja, firme estos documentos, pase a todos estos lugares, mostró la lista de almacenes y depósitos, así como departamentos de servicios, -y en cuanto recabe todas las firmas, recoja sus papeles e inmediatamente toma sus pertenencias y se retira.

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Sobre el autor

Oscar E. Hernández López

Oscar E.Hernández López (Ciudad de Puebla, 1953), es ingeniero electrónico con un Doctorado en Educación especializado en procesos de educación a distancia. Representante para México de KNOWLEDGE BUILDING THEORY, PEDAGOGY AND TECHNOLOGY. Es Investigador sobre el uso y aplicaciones de las Tecnologías de Información y Comunicación en la Educación. Actualmente es profesor del Área de Reflexión Universitaria en la Ibero Puebla.