Mudanza/Un cuento de Günter Petrak

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Literatura

Mudanza/ Un cuento de Günter Petrak

(Ilustración de Ticatla)



Es la tercera vez en el año que nos cambiamos de casa. Mi mamá se ha puesto el paliacate en la cabeza y ha comenzado a limpiar por abajo y por detrás de los muebles. Mi vida transcurre en una eterna mudanza, un interminable día de limpieza: anda, Ana, ayúdame con esto y con lo otro, acomoda tus cosas en el cuarto, llena la cubeta de agua… Y yo simplemente quiero que me sonría y se acaben los ires y venires.

−Cómo deseo encontrar un lugar donde hacerme vieja −exclama mi madre como si me hubiera leído el pensamiento−, un sitio tuyo y mío, para siempre.

No quiero hacerme vieja, apenas tengo doce años, pero le digo, con guasa:

−Si ya estás vieja, mami…



Ella me mira con indulgencia y me extiende un plumero:

─Ten, sacude el polvo del armario.

A las seis de la tarde terminamos la tarea y nos sentamos a la mesa. Sólo hay una bolsa de papas fritas para la cena, y un vaso con leche.



Mi habitación está al final de un pasillo oscuro en el que hay otras dos puertas, una que da al patio y otra cerrada con pasador y un candado muy viejo, oxidado.

− Mamá, ¿ya viste esta puerta? ¿Te dijo el dueño qué hay adentro?

− Es un cuarto de tiliches, ni se te ocurra entrar, tiene cosas del arrendador.

Estoy cansada, mi madre me enseñó a rezar antes de dormir, pero hoy he olvidado las plegarias, me ha ganado el sueño, mi almohada es una promesa, un alivio, un rico y mullido ZZZZ de caricatura…

Al amanecer me despierta la luz del sol, no nos alcanzaron el tiempo y las fuerzas para colocar las cortinas. Me pareció oír el trino de un gorrión, el quiquiriquí de un gallo y creo que un rebuzno, aunque también pudo ser la tubería, esta casa está muy vieja, tiene vigas de madera en el techo y el baño está afuera, retrete de barro, regadera de cadena, piso de tepetate. Pero es cómodo. Tengo todo el día para recorrer mi nuevo pueblo, mientras mi madre me inscribe en la única escuela que hay y hace algunas compras en el mercado… es una población entre montañas, de calles solitarias, quizá la gente sale temprano al campo, creo que extraño el bullicio de la ciudad donde vivíamos hasta hace un par de días y a los vecinos… estoy sola, más sola que el diente de león seco que arranco de la acera y al que le soplo con fuerza, me gusta ver volar las semillas, tan libres; pero yo no me siento libre, vuelo como esas semillas, de un lado a otro, mas no empujada por el viento sino por las manos de mi madre que no encuentra acomodo en ningún trabajo, en ninguna ciudad o aldea… a veces la detesto.

Después de recorrer todas las calles, las de piedra, las de tierra, las de cemento, las de hoyos; después de asomarme a ventanas y patios, de contar cada ventana y maceta, cada balcón, cada teja, he llegado a casa con los pies adoloridos. Mi madre no ha llegado aún. Tomo la jarra vacía que está sobre la mesa y voy al pozo. Es bonito tener un pozo y sacar agua con un balde de lámina. Le diré a mamá que cambie la jarra de plástico por una de barro, seguro que así estará siempre fresca y sabrá mejor. Lleno un vaso con agua y camino con él a mi recámara para recostarme un rato. Al pasar junto al cuarto de tiliches escucho un breve crujido, adentro. Me detengo y acerco una oreja a la puerta. Nada. Sigo hasta mi cama y me dejo caer sobre ella, suavemente, después de poner el vaso de agua sobre el buró.

Me despierta el golpe de algo pesado que se ha caído, tal vez dejamos algo mal puesto, pienso, pero luego escucho otro crujido en el cuarto clausurado y me levanto de golpe, ¡ratas!, se me ocurre, y con aprensión salgo al patio en busca de una escoba.

El candado es antiguo, quizá por eso fue fácil abrirlo con un pasador para pelo que me encontré junto al lavadero. Estaba muy pequeña la última vez que mi mamá me puso uno como ese en el cabello. La habitación está polvosa y huele a moho. La única ventana está cubierta con una sábana, la cual retiro tapándome la nariz y la boca. Los rayos de luz iluminan las motas de polvo que vuelan de aquí para allá, diminutas; son mucho más pequeñas que las semillas de diente de león, pero vuelan igual.

Contra lo esperado, el cuarto está polvoso, pero cuidadosamente ordenado. Sin duda fue la recámara de una niña, acaso de mi edad. Hay una pequeña cómoda con espejo, una camita y dos mesitas de noche. Un oso de peluche reposa sobre la cama y en una repisa hay un viejo reloj despertador, una muñeca, una cajita de música, un cepillo para el pelo, nada que no se pudiera encontrar en cualquier habitación de niña normal, aunque, quizá de otra época. Descubro un álbum de fotos. Dejo la escoba a un lado y lo abro con descuido, una hoja cae del interior:

Esta era yo, ¿sigo siendo yo? La que llora por mí, aquella que no fui, la que seré. ¿En qué parte del sueño de la vida me perdí? Tal vez soy solamente el rumor de una esperanza que pasó aleteando entre los muros de un instante detenido, esa fotografía de un hecho aislado, un daño colateral. ¿Te ves? ¿Me veo? Ese casi rencor en un rostro casi infantil, casi angustia. ¿Dónde estoy? Una lágrima rueda hacia abajo, hacia atrás en el tiempo… Tal vez pase por la ranura del pasado y caiga en la mano de aquella que fui y le diga “esto es lo que serás: una nostalgia, un recuerdo vago, un silencio de voces en una hoja en blanco… una lágrima”.

No entiendo todo lo que dice, pero algo me ha pasado, me siento triste y ni siquiera he visto las fotos. De pronto parece que estoy en un sueño, como si me mirara a mí misma desde otro lugar en el Tiempo, desde el interior de un espejo o una ventana opaca y rota. Me acomodo sobre la cama y hojeo el álbum. Hay fotografías viejas y deslucidas, en blanco y negro, pero las hay también en color. Una niña de vestido blanco, con holanes y encaje sonríe a la cámara. Posa junto al lavadero de piedra, el que reconozco, el que está en el patio; a un lado aparece el pozo, con su brocal también de piedra y su horquilla y su polea y la cuerda. Alguien, alguna vez, me enseñó las partes de un pozo… ¿alguien?... Hay un retrato familiar, la misma niña, con el mismo vestido, dos adultos, seguramente sus padres, ninguno sonríe, están serios, como si posaran por trámite, por obligación.

No todas las imágenes contienen personas. Me gusta la foto de un puente de piedra, tomada desde abajo, al margen de un río y la de las montañas que rodean el pueblo, en el momento en que caen la tarde y la neblina… Vuelvo la vista a la ventana, caen la tarde y la neblina, como en la fotografía y la tristeza se hace más honda, más íntima. Paso las palmas de mi mano sobre la colcha en la que estoy sentada, es como si tocara el tiempo y una vaga aprensión me anuda el ánimo. De pronto me doy cuenta de que ya no soy yo, ya no son estas mis palabras, se ha ido mi infancia en un instante, me abruma un cansancio desconocido, el peso de una vida que aún no he vivido. Me recuesto sobre la cama y me vence el sueño.

Despierto. No escucho rebuznos, ni ladridos, el día se mete por un hueco que dejan las cortinas y en medio de mi modorra me doy cuenta de que estoy en mi cuarto, que ya están colocadas las cortinas, que no sé cómo es que amanecí en mi propia habitación.

Oigo y huelo desde mi cama que mi mamá está en la cocina. Huele a jitomate y cebolla friéndose. Salgo de mi cuarto y al patio, voy al baño. De regreso en el pasillo advierto que el candado está puesto en la puerta prohibida. Mi madre me ha visto y me llama a sentarme en la mesa. Me sirve huevos revueltos y chocolate.

─Soñé que entraba al cuarto de tiliches y que encontraba fotos y juguetes.

─Menos mal que fue un sueño. Si me entero que has entrado me voy a enojar seriamente contigo.

─Fue un mal sueño, mami, me dio tristeza. ¿Sabes quién vivió antes aquí?

─Creo que el dueño y su familia… se mudaron cuando murió la madre. ¿Por qué?

─ ¿Tú crees que las casas guardan la esencia de sus moradores?

─ Seguro que sí, sobre todo si usan perfume… ya no molestes, tengo una cita en la tienda de abarrotes. Pídele a Dios que me den trabajo.

Siempre es así con ella, las prisas, la incertidumbre. Lavo los trastes y la acompaño a la reja de la entrada. Nuestra nueva casa tiene un pequeño jardín al frente y al final, frente a la calle, un muro pequeño y una reja. Nos despedimos.

Regreso para arreglar mi cama. Al pasar junto al cuarto de tiliches no puedo resistir la tentación de abrir la puerta. Busco un alambre, un gancho, un pasador, una llave. Y encuentro todo, el patio está lleno de despojos en tiempo pasado. Abro el candado.

No fue un sueño, ¿es tan fácil confundirse? Ayer estaba cansada y triste. Ahí están el oso de juguete y la muñeca, el Tiempo atrapado en ese álbum. Me asomo en él: un barquito de papel en un estanque y la niña que lo empuja; una puerta de madera, cerrada, junto a una ventana con postigo, ¿para qué habrán tomado esa foto?; un gallo en un corral; y la niña, otra vez la niña con el vestido de holanes, parada junto al quicio de una puerta sin puerta, mirando hacia la cámara. Junto a su cabeza hay un par de mazorcas colgadas en el muro y sobre éstas un muñeco de plástico roto, sin brazos ni piernas. Es todo del mismo color, pero distingo en el rostro algo como un antifaz, y tiene puesta una camisa vaquera. El conjunto me da escalofríos, pareciera que la niña y el muñeco me miraran, que de esa puerta fuera a salir algo sin forma y sin nombre. Cierro el álbum bruscamente y como el día anterior, una hoja cae de entre sus páginas:

Sentada en el umbral de la vejez, al que he llegado sin morir, viviendo, miro hacia adelante, hacia atrás, y cuento las canas, los años, las pecas en mis manos. No quiero hacer la lista de mis amigos muertos, de las oportunidades perdidas, de los sueños derrotados, pero me afligen los huesos de ese pasado desolado, desierto pantano de recuerdos… No quiero, no quiero… escribir la lista de mis domicilios pretéritos, de los gestos amables de olvidados nombres, de inolvidables rostros. No hay álbum que pueda guardar las mudanzas, las maletas, la lluvia en la ventana, el pan enmohecido. Quiero ese amor que nunca fue, ese amor de siempre, el que escogí como último, el que se desvaneció en el tiempo, quiero, solamente, simplemente quiero, aceptar mi Tiempo.

Estoy confundida, cansada, como si una nostalgia ajena se hubiera apoderado de mí y no quiero volverme a dormir, a soñar con este espacio extraño que parece propio.

Salgo de la habitación, angustiada. Me cuesta trabajo respirar. Decido salir a caminar, tal vez a esperar a mi mamá junto a la reja.

Al pasar por la sala veo a una mujer anciana sentada en el sofá. La puerta de la casa está abierta.

─ ¿Señora? ¿Vino usted con mi madre?

Ella murmura algo que no entiendo. Me acerco y repito la pregunta:

─ ¿Vino usted con mi madre? ¿Está ella aquí?

La mujer alza la vista, hay algo familiar en sus rasgos, tiene la mirada afligida, el gesto desconsolado.

─ ¿Ana?

─ ¿Mami?

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Sobre el autor

Günter Petrak

Nació en Puebla, en 1958. Narrador y poeta, y además, académico, ha publicado artículos y ensayos  en revistas nacionales e internacionales y tiene tres libros de cuentos (El mar azul de sus ondulaciones, Para leer la tarde, Los hombres de maíz y otras historias), una novela (Ciudad de otros) y un libro de texto sobre Redacción que ha vendido más de ocho mil ejemplares. En el 2015 publicó la antología de cuentos Eros desarmado. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes 1998 y ha obtenido reconocimientos en varios concursos de cuento a nivel nacional. También aparece en diversas antologías del género [1].