Una vida luminosa, memoria de María de los Ángeles Guzmán Ramos

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Vida y milagros


A veces se sienten las penas como si fueran nuevas.Así me pasa cuando llega de nuevo el 5 de agosto, el día en que murió mi madre hace once años ya. Su vida fue especial. Dotada de una belleza única, fue tímida y a la vez arrojada. Se quedó viuda a los 46 años y con cinco hijos entre veinte y quince años. Ella siempre trabajó hombro con hombro al lado de mi papá para sacar la casa adelante. Él trabajando en una agencia de coches ,y ella con su academia de danza, gracias a la cual toda una generación de mujeres, incluidas mi hermana y yo, aprendimos a hacer ejercicio, pues en las escuelas de entonces, la práctica del deporte no era importante.

Mi padre al morir nos dejó la mejor herencia posible:una buena educación , un respeto hacia las mujeres adelantado a su época, su pasión por la literatura , la escritura y la buena conversación y un terreno en las afueras de la ciudad. Nada más y nada menos. No atesoró riquezas sino vivencias y recuerdos.



X. Geles Parte I

María de los Ángeles Guzmán Ramos y su esposo, Carlos Mastretta Arista. 1948, un un día de campo en los Viveros de Santa Cruz.

Mi mamá se hizo cargo de trabajar en el negocio de autos usados de mi papá para ayudar a mantenernos a todos , mientras terminábamos nuestras carreras. Cada uno de nosotros encontró trabajos de medio tiempo y salimos adelante de una manera suave, que hoy, vista a la distancia,considero milagrosa.

Cuando ya todos fuimos independientes, mi mamá se dispuso a cumplir un sueño inconcluso desde su juventud: estudiar. Ingresó en la ciudad de México a la preparatoria abierta y estudió con toda dedicación las complicadas materias de física, matemáticas y química. Cuando terminó, le tocó dar el discurso de graduación de su generación. Sus hijos asistimos emocionadas a verla recibir su título. Pero no paró ahí. Se regresó a vivir a Puebla y presentó su examen de admisión en la BUAP, en la época en que era rector Alfonso Velez Pliego. Ingresó a la primera generación de la escuela de Antropología e Historia, recién fundada entonces, y cuya sede era el ex-Hotel Arronte, una de las más hermosas casas que empezó a rescatar Alfonso Vélez Pliego, un hombre visionario, que supo entender que el centro histórico podría ser de nuevo un centro universitario. Fue una maravilla que la universidad pública tuviera abiertas sus puertas para ella.



Durante cinco años mi mamá asistió puntualmente a sus clases, fue jefa de grupo, adquirió amistades de veinte años, a lss que en las tardes les daba clases de cocina, ya que siempre guisó muy bien. Se recibió con una tesis en la que que dio seguimiento a la vida de cinco mujeres emigradas del campo a la ciudad, cuyo denominador común era que vivían en colonias marginadas, tenían pésimos maridos o estaban solas, tenían muchos hijos, mantenían sus hogares, y tenían una sed insaciable de conocimientos. La tesis se tituló "Yo lo que quiero es saber", un deseo de todas esas mujeres y reflejo de la inquietud más profunda de mi madre.

Cuando hizo su examen profesional se organizó un fiestón con mariachis e invitó como a cien amigos, algo totalmente inesperado en ella, que era una mujer callada, discreta y poco aficionada a las fiestas.

Unos días después de haberse recibido cumplió setenta años y andaba triste porque decía que a su edad nadie le daría trabajo.




--Ayúdanos en el cuidado de los parques --le dije.
--Podría ayudar de manera voluntaria, lo único que quiero es ejercer mi carrera.

Así lo hizo. Durante trece años dirigió la Laguna de San Baltazar, creó el vivero, produjo miles de árboles, embelleció hasta la perfección el espacio, estableció un trato cordial y personal con los trabajadores y usuarios ,buscó asesoría con el mejor ingeniero agrónomo de la región, Don Edmundo, para mantener los árboles sanos y libres de plagas. Trató con los veterinarios que cuidaban a los animales de la laguna y creo un plan de manejo integral. Durante esos años, dejó su huella en cada rincón del parque.

Dos meses antes de morir, con las poquitas fuerzas que aun le quedaban, dio su última vuelta de trabajo en el parque que tanto quiso. Reviso que la plaga del muérdago estuviera bien combatida y les dio de comer a los patos por última vez.

Hace once años, en una sencilla ceremonia en su jardín, un padre anciano ya, amigo suyo, habló de la importancia de que a los viejos se les trate con respeto, se les tome en cuenta, se les haga sentir útiles, y se aprovechen sus pasos como los pasos de los niños. Niños y viejos, lo más frágil y valioso que tenemos como sociedad.

Los gobiernos municipales podrían nombrar a personas mayores interesadas en hacerlo, custodios de los espacios verdes que les sean cercanos. Con una capacitación sencilla podrían hacerlo. Nadie lo hará con más cariño y paciencia.

Lo vi en mi madre. Ella fue una servidora de la paz y de su comunidad, trabajó en el mundo con entusiasmo, sabiduría y compasión. Nos ayudó, de muchas maneras, a salvaguardar nuestro futuro.

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Sobre el autor

Verónica Mastretta

Verónica Mastretta. Ambientalista, escritora. Encabeza desde 1986 la asociación civil Puebla Verde y promueve con la OSC Dale la Cara al Atoyac la regeneración de la Cuenca Alta del Río Atoyac en Puebla y Tlaxcala.