Con ustedes: tía Luisa/Del absurdo Cotidiano, el blog de Ángeles Mastretta

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Del absurdo cotidiano

La primera vez que la vi, su altiva cabeza plateada tenía sesenta y seis años. No había que ser ningún genio para descubrir en sus gestos y su voz a una mujer extraordinaria.
Tenía unas manos largas y delgadas con las que se ayudaba al hablar. Por más que a sus palabras no les hacía falta ninguna ayuda. Era de una elocuencia inaudita, y sólo ella podría saber si alguna vez se calló algo. Hasta donde yo pude darme cuenta, dijo siempre todo lo que cruzó por su temeraria cabeza. Tenía siempre una historia entre los labios, siempre tenía pendientes y trabajos, nunca estuvo conforme con la infamia.
Cuando la conocí, su vida ya había sido el ir y venir de fortunas e infortunios que la enriquecieron y desvalijaron hasta poner en su boca la capacidad para reír de una manera indeleble. No sé de alguien que no se contagiara del empeño que ella dejaba en sus empeños. Si hubo quienes estando cerca de su voz intentaron librarse de su influencia, no conozco a nadie que lo haya logrado.
Ahora creo, porque me queda mucho más cerca su edad de entonces, que ella no era tan vieja, pero no hablaba de eso y no parecía importarle la edad que el tiempo hubiera dejado en sus pestañas.
Tenía los ojos negros. Con ellos regían su gesto audaz, su condición de invencible.
Tenía las cejas oscuras dibujadas sobre la piel blanquísima y, como las princesas, tuvo siempre los labios encendidos.
Hablaba de prisa un español sólo suyo porque sólo por su lengua cruzaron tres modos de hablar tan intensos como el de Asturias, Cuba y Chetumal. No sabía consentir con las palabras, tampoco le gustaba que la consintieran.
No era pródiga en besos, pero su contundencia verbal y su dedicación, como orvallando, a todo lo de todos, eran un largo abrazo. Y nunca estaba quién sabe en dónde cuando intuía que alguien no iba pudiendo con la vida. Estaba en donde debía.
Era difícil regalarle algo porque todo lo que necesita lo tenía, aunque sólo eran suyas sus dos batas largas, algunos calcetines de colores y un traje sastre con el que salía a la calle las pocas veces que se lo permitía su cansancio disfrazado de temor a que algo le sucediera a la casa.
Junto con su hermana, frente a la televisión, en el costurero, cerca del teléfono, ella se mantenía pendiente de todo lo que pudiera pasarle a todo el mundo: desde los cambios en el color de la mancha que coronaba la frente de Gorbachov hasta las emociones y tragedias con que una incubadora de pollos, frente a una bahía de aguas bajas, tenía en vigilia el negocio de su sobrino y, por lo mismo, las prisas y arritmias de su corazón. Ese motor familiar en que ella convirtió, desde muy joven, al ímpetu que alguna vez se había destinado nada más a ella, como se destina el corazón de cada quien para el uso y las pesadumbres de cada quien.
Alguna vez supo de tiempos incendiarios su cuerpo de guerrera. Desde niña peleaba por sus verdades y sus derechos con una voluntad que no se fue antes que ella. Por eso la mandaron a la primaria cuando tenía sólo cinco años, por eso no era posible arrancarle una idea cuando le tomaba la cabeza, por eso eran firmes sus afectos y no había que temer su desapego. Por eso era difícil conquistarla, pero imposible perderla. Por eso es que uno podía ir por la vida permitiéndose malabarismos, porque ella era una leal red protectora.
Hasta los descreídos teníamos en su frente y su boca una fe de carboneros. Cuando murió, la quinta entre mis muertos, perdí con ella a la tenaz cómplice de una vocación adolescente que se perdió con ella. Luego vinieron los demás, los que cada año vuelven y cada día se vuelven más.
Pensando en ellos, es que ahora encuentro alivio en el recuerdo de tía Luisa cerrando una más de sus teorías solitarias: “No se puede saber si hay Dios, decía, pero de que hay otra vida, sí ha de haber otra vida. Para todos, hasta para los leones tiene que haber otra vida”.
PS. A esta sentencia añado ahora la que me contó una mujer que aún siendo más joven que ella, la vivió como su igual cuando las dos vivían bajo el Caribe. “Hija, yo no sé si dios exista. Lo que sí sé es que le tengo muchísimo miedo”.

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Sobre el autor

Ángeles Mastretta

Novelista poblana. Entre sus principales libros están Arráncame la vida, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes, y los más recientes La emoción de las cosas y El viento de las horas. Publica todos los meses su Puerto Libre, además del blog Del absurdo cotidiano.