Ocho breviarios de entre diez millones. Historias de migrantes

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Mundo Nuestro. Sí, son millones las historias que pueden contar los migrantes. Aquí nos lo recuerda Ángeles Mastretta en este texto de mayo 2004 publicado por la revista Nexos.

(Fotografía de Agencia Enfoque)

Dicen que el rancho se ha ido quedando vacío, que ya no viven ahí sino mujeres con niños y viejos huérfanos de hijos. Quizás exageran, lo cierto es que yo tengo años de oír cómo se van unos y vuelven otros, mientras el rancho espera en vilo su ir y venir. La vida de quienes se fueron se ha vuelto parte del paisaje reseco, parte de la loma empinada que dormita arriba de un pueblo pálido llamado Libres. De ahí salieron hace años algunos valientes, ahora se va todo el que puede. Con dos mil dólares y una dosis del brebaje que produce la mezcla de la necesidad con la audacia, se va todo el que puede.



Y las historias se repiten como gotas de agua: idénticas y al mismo tiempo irremplazables. Por el rancho corre cada día una nueva y todo el que las oye las recuenta como quien da fe de que aún existen los rostros y litigios que se fueron a buscar su destino en otro lado, del otro lado.

Conozco a una mujer que las dice como si al hacerlo consiguiera exorcizar la curiosidad que le provocan. A veces ni ella recuerda la cara de todos los que se fueron, pero se sabe sus historias como si debiera guardarlas lo mismo que un notario dispuesto a dar fe del extraño modo en que otros conservan la esperanza y hacen la caridad de no morirse ni dejar que se muera su origen.

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Valerio tenía treinta y dos años cuando se hizo al ánimo de largarse a Nueva York convidado por un primo al que le urgía ayuda para terminar de poner el piso de un departamento en la calle nueve, esquina con la tercera avenida. Había ido juntando de a poco sus dos mil dólares para el viaje. Aprendió a trabajar en la desquiciante ciudad de México bajo las órdenes e instrucciones de su hermano mayor, un hombre avispado que lo mismo remienda una pared que compone un tinaco, repara una bomba de agua que mueve de lugar un enchufe, le quita el sarro a una regadera que impermeabiliza un techo, pinta las paredes de la cocina o instala un calentador de gas. A Valerio no le disgustaba vivir en casa de su hermano, pero había dejado en el rancho a una mujer con sus tres hijos a cargo de una miscelánea cada vez más vacía. Se propuso cambiarles el destino y se fue a despedir de ellos un sábado como cualquier otro. No dijo mucho. Se limitó a embarazar a la mujer y a pasarles una mano por la cabeza a sus hijos. Le pidió la bendición a su madre que se la dio de mala gana, y se fue sin más en un camión que lo llevó del rancho al aeropuerto y del aeropuerto a Los Angeles y de ahí a Nueva York. Todo sin más visa, ni más permiso, ni más revisión que una maleta.

A los cinco días de haberse ido llamó para decir que había llegado, que ya vivía en un cuarto bueno con ocho camas y dos turnos para dormir. A él le tocó el turno del día porque el trabajo que le consiguieron no fue como albañil sino como lavaplatos en la parte de atrás de un restorán italiano en el que de Italia no queda sino un mapa, los manteles de cuadros rojos y los varios estilos de pasta que guisan, sirven y recogen puros mexicanos.



Ya pasaron cinco años. Valerio no ha vuelto ni tiene para cuándo, dice que ya nada más que junte para comprar la camioneta de carga con que hará que el rancho se estremezca cuando él cruce de punta a punta la calle central, la única. Mientras tanto, su hija mayor cumplió quince años hace tres meses, anda como en vilo con un chamaco que se la lleva de noche a una barranca y la devuelve tarde y despeinada, su hijo menor tiene cuatro años y aún no sabe dormir sin pañales, su mujer tiene la tienda llena y no vende mal, su madre ha envejecido como él nunca pensó que llegaría a envejecer, porque parece eterna como sus profecías y su maledicencia. La semana pasada él mandó mochilas con rueditas para los tres hijos de en medio, que fueron a la escuela jalándolas con una dicha sólo propia de quienes tienen algo, alguito, recién llegado del otro lado. Junto con las mochilas llegó una foto de Valerio haciendo pizzas frente a un horno inmenso en cuyo costado dice con letras rojas: ¡Careful! ¡Cuidado!

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Los que se van para allá a veces extrañan tanto que mandan pedir cosas de comer que les recuerden el aire de sus rumbos. ¿Cómo se las mandan?: llamando a una señora que está en Puebla, a una hora del rancho. Ella tiene un negocio bien instalado que funciona como reloj suizo. A veces el mismo día, pero a más tardar al día siguiente de recibida la solicitud hecha por teléfono, llega al rancho una camioneta y recoge el envío. Mariela acaba de mandarles a sus hijos una cubeta con tlacoyos de haba y frijoles. Se la dio al de la camioneta con todo y las señas de sus hijos en Queens. No tuvo que pagar ni un centavo. Allá les cobraron a ellos trescientos dólares en el momento de la entrega. Y ellos los pagaron sin reticencias y se sentaron a comer oyendo a Los Temerarios. Esa noche llamaron a su mamá: “Aquí estamos comiendo sus tortillas mamá”, dijeron y se les oyó como si estuvieran nada más debajo de la loma.



En la tele y el radio sólo se cuenta el mal de los que no llegan, de los que se pierden, se mueren, se pudren, se ahogan. Pero ¿por qué se siguen yendo quienes oyen hablar de la diaria tragedia de tanto hombre de bien? La gente dice que porque la mayoría llega y cuando llega no le va mal. Porque de regreso mandan a sus casas más dinero del que trae a México la inversión extranjera directa. Y eso no lo dicen sus parientes sino las estadísticas. Sus parientes lo notan y eso cuenta.

Imelda tiene la melena negra, los ojos oscuros y la risa abierta. Una piel clara como de japonesa y unos pies diminutos como de china. Es hija de unos padres que aventaron al mundo diez hijos y luego los dejaron crecer como fueran pudiendo. Imel se fue a Los Angeles hace como quince años, cuando tenía veinticinco. Se fue siguiendo a un novio al que ni encontró. Un novio al que había conocido trabajando de velador en el mismo edificio en que ella trabajaba dando masajes. Cuando llegó no tenía referencias y nada más la contrataban en las casas de Beverly para lavar trastes y sábanas. Un día la dueña de una casa en la que ya tenía confianzas le contó a señas que le dolía la espalda. A señas la Imel le preguntó que si quería que la sobara y a señas la gringuita dijo que sí. Dicen que era una güera muy bonita pero muy borracha. Bebía tanto que a Imel le daba muchísima flojera ir a su casa en lunes porque había que recoger botellas vacías hasta debajo de la cama. Decía que le daba por el alcohol porque la dejó el marido, pero vaya uno a saber. El caso es que después del día en que le enderezó la espalda a la rubita que cuando no estaba borracha era muy trabajadora, Imelda pasó de ser recamarera a ir tres veces a la semana para darle un masaje de hora y media por el que ella le pagaba lo mismo que antes por lavar todo el día. Entonces mandó traer a su prima para que hiciera la limpieza y ella no volvió a lavar un traste que no fuera suyo. De recomendación en recomendación ella y su lengua parlanchina y mimética llegaron con la dueña de un gimnasio que la contrató ocho horas diarias cinco días a la semana. Aprendió a hablar inglés, se casó con un gringo que se llama Jo, tiene dos hijas: la Jacqueline y la Morgan. Se ha comprado una casa en los suburbios que el otro día me trajo a enseñar su amiga la Peque y que, como ella dice, es mucho más bonita que muchas de las de Ciudad Satélite. Tiene back yard y vecinos que los domingos ponen carne a asar. Igual que como hacen en la caricatura de los Picapiedra. Aquí se le quedaron nueve hermanos y el papá. Todos, menos su amiga la Peque, le piden dinero para todo. Tanto así, que el mismísimo sobrino que tiene carro le cobró el otro día setecientos pesos por ir a recogerla al aeropuerto y llevarla de ahí al Cerro de la Estrella en donde vive su papá. Su amiga Peque dice que Imelda se deja pendejear, porque le gusta ir dando dinero y traerles a todos un regalo para que vean que no es roñosa. Cada vez que viene le hace arreglos a la casa del papá y cada vez que viene la vuelve a encontrar con algo mal. Y lo arregla de nuevo, porque para eso se fue allá, para tener con qué.

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De lejos se ve que Melchor nunca ha perdido un hijo, por eso es tan ingrato. Se le fue al otro lado su muchacho el más chico: lo agarró la migra y lo devolvió. Un mes perdido el chamaco hasta que una señora de Sonora se apiadó de él y llamó a los del pueblo que están en Nueva York, diciendo que allí tenía a Efraín porque lo habían devuelto. De allá le llamaron ellos a Melchor para que le mandara dinero al chamaco y pudiera regresarse. Pero ¿qué dijo el condenado Melchor? ¿Qué dijo? Que el pinche güey chamaco ni regresara por el pueblo porque le iba a poner una madriza por no haber corrido. Que si no tenía patas para escapársele a la migra que ni las tuviera para regresar al rancho. ¿Por qué los otros sí pasaron y él no? Eran veinte con todo y el coyote. Dieciocho llegaron a Nueva York. Pero no su hijo. Los que se quedaron perdidos fueron justo el coyote y este chamaco que tiene diecinueve años. Dice que lo confundieron con coyote que porque es güero y tiene el pelo chino.

Luego, como pudo, el Efraín volvió al pueblo y ahora anda trabajando con su papá en el tractor. Su papá no para de regañarlo y lo trae a grito y grito. Por eso no ha de tardar en volver a irse. ¿Qué hace en el pueblo? No más anda viendo a quién embaraza. En el pueblo no se quiere quedar. Mejor se pasa de nuevo al otro lado a ver si ahora no lo regresan. ¿Cómo no ha de pasar él que tiene la secundaria terminada y en cambio sí pasó su tío que ni leer sabe? Su tío que ahora reparte sushis en la zona del Village. Dicen que como Nueva York está bien cuadriculado no más le dan un papelito con el nombre de la calle, y que él la encuentra. Además no van muy lejos del lugar en donde trabajan, se aprenden bien el mapa y con eso tienen. Con eso y con saber agarrar el subway para regresar a Queens.

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Del Queens a un Deli en Chelsea va todos los días una muchachita de veinte años que nació en el Distrito Federal y se fue para Nueva York cuando su papá consiguió su green card y mandó por su mamá, por ella y sus dos hermanos. Se llama Carmela. Hace unos días conoció a Julia que se estaba equivocando de caja al escoger la fruta. Julia estudia cine en la Universidad de Nueva York. Quiere volver a México y dedicarse a hacer películas. Está contenta con lo que aprende, pero no se halla del todo en la ciudad que tanto la fascina. Siempre que cruza la puerta del Deli entra temblando como si fuera el primer día helado del invierno. Ella y Carmela son muy distintas. Se visten distinto, piensan distinto, esperan de la vida distintas cosas y si las dos vivieran en México todavía, una andaría en pesera rumbo a Ciudad Neza y la otra en un Jetta rumbo al cine en Coyoacán. Pero se han encontrado en otra parte y tienen quién sabe qué en común. Se van al cine juntas. Hablan poco, no entienden mucho una de la otra, pero con lo que tienen les basta. Las dos entienden lo que quiere decir “chilango”, “guarura”, “el carro negro oscuro oríllese a la orilla”, “estoy aquí a la vuelta y hay un trafiquerío de locos”. Ellas, que aquí serían tan ajenas una de otra que con dificultad se cruzarían alguna tarde, se van al cine juntas y les gusta.

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Doña Casi ya le dijo a Miriam que allá en Chicago hay tiendas preciosas con ropita preciosa para bebés. Y como Miriam está embarazada de su segundo niño, le ha prometido que al volver le traerá cosas. Quién sabe hasta cuándo, porque apenas se fue ayer y allá se queda por lo menos seis meses. Cada año pasa seis meses allá y seis acá. Cuando termina el frío, al final de marzo, se cruza, y en octubre regresa a revisar en qué andan los tres locales que se ha ido comprando en el mercado de una colonia que está por Indios Verdes. Aquí vende de todo: cosas de abarrotes, verduras, huevo, leche, refresco, papas, pan. Y allá tiene un camionetita de esas abiertas por atrás, igual que las que se ponen aquí con comida de Oaxaca. En ésa vende puras cosas de México, puras que no hay allá en las tiendas: Jarritos de tamarindo, Peñafiel del rojo, mole, pepitas, cosas así. Y de ahí ha sacado para todo. Los tres locales del mercado los pagó con lo que ganó allá, pero ahora le dejan muchísimo, tanto que hasta el hijo que se queda al cargo se le está haciendo güevón y descarado. Nada más estira la mano y ahí está la mamá con más. Doña Casi ahora se llevó al marido para que la ayude porque ya estuvo suave de que nomás ella cruce sola.

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Lupis tiene un hijo con las pestañas largas como las de ella, los ojos grandes como la curiosidad y una sonrisa que entrega con sólo mirarla cuando vuelve del trabajo. Lupis tiene veinte años y tuvo en la vida un hombre joven que se fue para Los Angeles o para Tucson, que ya está en Nueva York o en Houston. Al principio escribió una vez y llamó varias, estaba en San Diego, pero ya le ofrecían trabajo en la pizca de jitomate y no sabía bien qué hacer. Entonces Lupis que era tan dueña de una belleza inocente como lo sigue siendo, estaba embarazada y tenía diecisiete años y todas las esperanzas de ella y de su madre quebradas por la mitad. Vivía en Michoacán y en el mismo lugar y con la misma gente estuvo un año esperando que regresara el muchacho con el que hizo al hijo.

Hace como seis meses encontró un colibrí lastimado en el patio de la casa en que trabaja. Se asustó.

—No te asustes —le dijo su patrona, una fantasiosa sin límites a la que nunca habría que hacerle caso—. Cuentan que son de suerte en el amor. —Suerte es lo que necesito —respondió ella con su extraña suavidad a cuestas.

Ya va para un año que trabaja haciendo menos cosas y más de las que debe hacer una criatura que terminó con diez el segundo de preparatoria.

—¡Un colibrí! —dijo Lupis el otro día viéndolo enloquecido sostenerse sobre las flores de la bugambilia—. Son muy bonitos, resolvió, pero no dan suerte en el amor. El papá de mi hijo ni me ha llamado, pero ya les escribió a sus papás para decirles que allá se va a quedar. Que allá está bien, que ojalá y yo esté bien aquí.

Lo dijo y sonrió como si hubiera dicho misa: —Yo sí estoy bien aquí, ojalá y él no esté bien de aquel lado.

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Sobre el autor

Ángeles Mastretta

Novelista poblana. Entre sus principales libros están Arráncame la vida, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes, y los más recientes La emoción de las cosas y El viento de las horas. Publica todos los meses su Puerto Libre, además del blog Del absurdo cotidiano.