Historia
Mundo Nuestro.
Mundo Nuestro. El martes 7 de marzo del 2017 pasado se presentó en la Casa de los Hermanos Serdán en la ciudad de Puebla el libro Dos revolucionarios a la sombra de Madero, de Beatriz Gutiérrez Müller, ed. Ariel, México, 2016. Presentamos en este arranque de semana las reseñas escritas para el evento por los investigadores Emma Yanes Rizo, Gabriela Pulido Llano y Julio Glockner Rossains.
El nuevo libro de de la novelista e historiadora --y siempre periodista-- Beatriz Gutiérrez Müller relata la vida de dos héroes desconocidos, centroamericanos los dos, que se la jugaron con Francisco I. Madero. Dos hombres plenos en una época en la que el periodismo, la poesía y la revolución se daban la mano por el sueño de una América justa y democrática. Aquí, la introducción de Dos revolucionarios a la sombra de Madero.
Cuando el joven empresario agrícola, Francisco Ignacio Madero González, comenzó a luchar por la democracia nacional, allá por 1907-1908, el gobierno y la intelectualidad lo ningunearon. El credo de la élite era que Porfirio Díaz jamás caería. Es un roble, decían. Loco, iluso e insignificante eran, en cambio, algunos de los calificativos que el buen Pancho recibía por aquí y por allá. En 1908, cuando a los 35 años publicó La sucesión presidencial en 1910 donde ofrecía un diagnóstico de la vida nacional y la imperiosa necesidad de cambiar el régimen, muchos lo tomaron como una bufonada inofensiva; incluso, no faltó quien pusiera en duda su capacidad para ser él el autor…
En su campaña por la Presidencia de México, en 1910, pocos confiaron en él. Los hombres de letras, periodistas a veces; escritores o artistas y pensadores en general, lo ignoraron pues preferían y prefirieron acomodarse al sistema del que recibían satisfactorios beneficios.
Vaya que ha sido enorme el enorme trabajo de rastrear a los pocos hombres que se la jugaron con él, para hablar de ellos ahora. Me refiero, en particular, a dos centroamericanos liberales que abrazaron la causa maderista y que no flaquearon ni un instante: José Rogelio Fernández Güell, de Costa Rica y José Solón Argüello Escobar, de Nicaragua. El primero fue asesinado en 1918, al frente de una revolución a la que él mismo convocara, para combatir a un dictadorcito en ciernes que trataba de imponerse en Costa Rica: Federico Tinoco Granados. El segundo tiene una historia de vida como la de José Martí: un emancipado, hacedor de versos rebeldes y batidor de utopías que, llegado el momento, murió por el alto ideal de ser libre. Fue ultimado por otro dictador, Victoriano Huerta.
Los dos fueron leales a sí mismos, y más o menos temperamentales, no dejaron al amigo solo. Eran como espíritus, velando. De hecho, los dos compartieron la doctrina espírita que nutrió la vida de Madero.
Cuando en un principio me encontré con ellos, los iba juntando por tener esos denominadores comunes (centroamericanos, maderistas, periodistas y poetas). Sin embargo, sorprendida quedé al saber que se conocieron en la vida real, estuvieron codo a codo remando contra la corriente, y se hicieron amigos. Los dos. Rogelio participó en la fundación del Partido Constitucionalista Progresista y estuvo presente en la convención que eligió a Madero candidato presidencial; Solón llegó a formar parte de la directiva en 1912. Fernández Güell editó el quincenal El amigo del pueblo, órgano del club libertador «Francisco I. Madero», en la segunda mitad de 1911, al mismo tiempo que Argüello escribía vigorosos y nada titubeantes editoriales desde Nueva era, donde, a su vez, colaboraba el costarricense de forma eventual. Para el siguiente año, Argüello y Fernández Güell sacaban La época. Bisemanario político, de información y variedades, activo solo el primer semestre de 1912. Ambos, por lógica, trabajaron en el gobierno de Francisco I. Madero. En los funestos días que siguieron al magnicidio del amigo, mientras Fernández Güell retornaba a Costa Rica, Argüello escapaba a La Habana para recibir a la desterrada familia del presidente. La escoltó hasta Nueva York y volvió luego de unos meses a México, para tomar tareas por rumbos distintos: entre otras, Solón se hizo revolucionario en Nayarit.
Ni conspicuos maderistas de hoy saben de ellos. Quizá oyeron el nombre de Rogelio Fernández Güell porque algún historiador de los cuarenta o cincuenta citó su magnífica obra de 1915, Episodios de la revolución mexicana, inédita en México y desconocida por los especialistas. Además de excelente prosa, contiene información de primera mano sobre la muerte del caudillo, y hasta el triunfo de Venustiano Carranza. Fue hasta la primera edición de Los últimos días del Presidente Madero [La Habana, 1917], cuando Manuel Márquez Sterling la citó por primera vez. Rogelio era un hombre cultísimo, conferencista celebrado, un erudito, prolífico escritor, periodista comprometido y filósofo. Cultivó todos los géneros: artículo periodístico, crónica, ensayo, novela, poesía, biografía, relato, crítica literaria… Fue amigo de Jacinto Benavente, de José Santos Chocano y de Rubén Darío, entre los más conocidos; el primero, incluso, le prologó uno de sus libros. Fue nombrado miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes de Cádiz. En el gobierno maderista, nada menos, se desempeñó como director de la Biblioteca Nacional. Publicó más de diez libros y un sinfín de poemas y artículos desperdigados, hasta donde se sabe, en periódicos y revistas de Costa Rica, Cuba, México y España.
Pero Solón Argüello, aún más desconocido. Juan Sánchez Azcona, Francisco Rojas González, Luis Aguirre Benavides y Adolfo León Ossorio le dedicaron algunas palabras... Márquez Sterling, al narrar la llegada de la familia de Madero a La Habana, el 1 de marzo de 1913, cuenta cómo se encontró, en el muelle, con Serapio Rendón, diputado exiliado y quien, «entre centenares de personas, […] me presentó, allí mismo, al poeta Solón Argüello y al diputado Aguirre Benavides».i El nicaragüense había llegado a formar parte del último círculo íntimo del presidente Madero. De febrero de 1912, hasta el asesinato del prócer, un año después, se convirtió en algo así como su secretario privado, a quien asistió en la redacción de discursos —como lo describió Fernández Güell en Episodios— y en su propagandista, al tiempo que dirigía los últimos meses de vida de Nueva era hasta que las oficinas de la publicación fueron incendiadas. Solón escribió muchos artículos apologéticos de la causa maderista. En México, imprimió tres libros de poesía y relato, amén de poemas sueltos, cuentos cortos, relatos y artículos en periódicos y revistas. Cuando llegó a México, fue un protegido del famoso abogado Joaquín D. Casasús y de Justo Sierra, a quienes dedicó poemas. Cultivó amistades literarias con los cubanos Manuel Serafín Pichardo y Arturo R. de Carricarte, con el hondureño Rafael Heliodoro Valle y con el peruano José Santos Chocano, el poeta que, entonces parecía el ajonjolí de todos los moles políticos latinoamericanos. Solón siguió allí con Heriberto Frías, Alfonso Cravioto, Juan B. Delgado, Alfonso Zaragoza y Marcelino Dávalos que pertenecían o estaban cerca del Ateneo de México, fundado el 28 de octubre de 1909. Otros integrantes del grupo fueron Antonio Mediz Bolio, Amado Nervo y hasta los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña quienes apoyaron a Pancho poco o, más bien, nunca, desde sus cómodos despachos acondicionados para estimular el pensamiento y la creación, pero al margen de la realidad objetiva, y no hace falta ensuciarse los pies ni ensangrentarse las manos. Quedó en propósito para Argüello fundar México. Revista mensual de arte, ciencia, política y variedades, que planeaba conducir con la ayuda de Fernández Güell en la redacción y Alfredo Ramos Martínez en la dirección artística.
Sin darme cuenta, dejé de ser una estudiosa de su obra literaria y me convertí en historiadora por necesidad. Si nada hallaba acerca de la vida de ellos, estudiar sus libros no completaría el análisis que me proponía llevar a cabo. Al final, con esta investigación, mi interés me llevó a querer pagar una deuda cívica con hombres valerosos e íntegros que contribuyeron a la causa democrática de México. En segundo lugar, persistir en la difusión de alguna parte de su obra literaria para que los lectores del siglo XXI puedan conocer aquella lírica o estilo que los distinguió y coronó en su momento como escritores de talla internacional. De este modo, mi modesto trabajo en hemerotecas vacías, en bibliotecas abandonadas por visitantes, en archivos remotos, incompletos y llenos de material mutilado, se contentará con la publicación, por primera vez en México, de Episodios de la revolución mexicana, de Fernández Güell, y de la obra poética de Solón Argüello, que suma más de ciento veinte piezas.
Para este libro cuidé asentar solo aquello que contara con la debida corroboración documental y, en este transcurrir de aprendiz de historiadora, es muy probable que quede a deber informaciones, sobre todo, de Centroamérica, pues me limité a agotar las del país. Ofrezco todas las fuentes para que, en un futuro, un investigador curioso no parta de cero.
Quedaré agradecida con cualquier lector que se acerque a estas líneas con el interés de encontrar historia viva vuelta al tiempo presente. Quedaré conmovida si uno de estos lectores vibra, como yo, al leer estas viejas historias hilvanadas con cárcel y sangre.
Mundo Nuestro. El jueves 27 de octubre, en la Biblioteca La Fragua (5 pm) se presenta el libro Voluntad e infortunio en la conquista de México (INAH-Ediciones El Tucán de Virginia, 2015), del historiador Luis Barjau. Esta reseña de la Doctora Emma Yanes Rizo, quien participará en el evento, nos ofrece una perspectiva de los alcances del libro en su propósito de comprensión del genocidio con el que dio inicio la historia de lo que hoy llamamos México. (La pintura que ilustra este texto es de Leandro Izaguirre, realizado en 1892, y se exhibe en el Museo Nacional de Arte.
En este libro, Luis Barjau de manera crítica desglosa cómo el ya muy conocido tema de la conquista suele verse en la historia oficial, y en la historiografía en general desde por lo menos el siglo XIX, con la lente cultural, moral y sociopolítica del presente, que salvo algunas excepciones suele dejar atrás el horror que fue; en ese sentido coloca a la conquista en la historia nacional como un período difícil pero aceptable, ya que dio origen al pueblo mestizo que somos, a pesar de que sataniza a dos personajes fundamentales de dicha historia: la Malinche y el pueblo tlaxcalteca. La primera por ser la concubina y traductora de Hernán Cortés, el segundo por su alianza con los españoles contra los mexicas.
Por su parte, para explicar tan complejo fenómeno Luis Barjau, como corresponde a todo historiador serio, busca entender ese periodo histórico, partiendo de los antecedes del hecho de la toma de Tenochtitlán, tanto en lo que llamamos México prehispánico, como el de la España de entonces, desde el punto de vista de la mentalidad de la época en uno y otro lado del océano, claro está que hasta donde las fuentes documentales se lo permiten. En ese sentido, aclara Barjau, la conquista no fue un encuentro entre dos pueblos que dio origen posteriormente a una gran nación, sino un genocidio prolongado que arrebató a ciertos grupos indígenas no sólo su territorio, también su religión, sus tradiciones y costumbres, su modo de producción y su organización sociopolítica, de la que los españoles conservaron, sin embargo, aquéllos elementos que les parecieron útiles para ejercer a mediano plazo el completo dominio sobre sus dispersos oponentes. Así como a su vez los indígenas lograron que sobrevivieran algunos de sus dioses (incluso hasta la actualidad), en el sincretismo con las propias imágenes o santos españoles.
Desde el punto de vista del autor, el genocidio de la conquista encontró el pretexto ideológico perfecto en la idolatría y los sacrificios humanos a los dioses, generalizándolos hasta la saciedad y no mostrándolos como lo que realmente eran: un acto ritual con funciones específicas. La religión católica, autoritaria y proselitista, debía por lo tanto imponerse a toda costa (no olvidemos que estamos en la época de la persecución y expulsión de España de moros y judíos) para “salvar” a las almas impías, ya fuera por el camino de la reconversión o el del castigo. Pero al mismo tiempo, al dotar de alma a los indígenas, lejos de buscar esclavizarlos en el sentido estricto del término, como ocurrió por ejemplo en Cuba y Santo Domingo, ahora, bajo la iniciativa de Hernán Cortés, se buscaron alianzas con algunos pueblos y caciques indígenas a través de los lazos matrimoniales, lo que señala el autor como una particularidad de la conquista de México.
A pesar de que la conquista fue un acontecimiento social en el que intervinieron muchos factores, Luis Barjau destaca al igual que otros autores, pero desde un punto de vista distinto, a Hernán Cortés y a La Malinche, como dos figuras emblemáticas. El primero porque supo tanto compilar y analizar con cuidado la información existente (llega la isla de Cuba a los 19 años y a Yucatán a los 33 años), como por tener la capacidad de entender que el nuevo continente no era una nación, sino que estaba conformado con grupos de indígenas dispersos, algunos más desarrollados que otros, pero que contaban sin embargo con religión, ciudades, una jerarquía social y desarrollo comercial; y que estaban enfrentados entre sí las más de las veces por conflictos en torno a los tributos, que era la forma de pago en especie de los vencidos hacia los vencedores. Antes de hacerse a la mar rumbo a Yucatán, Cortés sabía ya del factor sorpresa que implicó para los indígenas el arribo de los españoles con sus caballos al nuevo continente, ya que mientras los fuereños provenían de un mundo en contacto con otros pueblos europeos, e incluso con Asia y África, los indígenas en cambio no habían imaginado que hubiera nada más allá del mar, mucho menos seres humanos que parecían ser uno sólo con el animal de cuatro patas que montaban.
Del Lienzo de Tlaxcala, Siglo XVI
La Malinche por su parte, gracias a su habilidad como traductora, pasó de ser una simple esclava, a la señora de un hombre que no sólo la supo acoger, también la dotó del poder suficiente como negociar con otros pueblos el apoyo a los indígenas a los hispanos, o en su defecto para atacarlos conociendo sus debilidades, dioses y costumbres. Pueblos que en esa etapa de ninguna manera se sentían parte de una sola nación, de una sola raza. La conversión al catolicismo, por su parte, tampoco fue del todo complicada, porque para los indígenas, comenta Barjau, la adopción de uno u otro dios dependía básicamente de las circunstancias y era una práctica común, cambiar de uno a otro dios según los favores que requerían de los tan temidos fenómenos naturales. El que en el cristianismo no existieran los sacrificios humanos, por esporádicos que éstos fueran en el mundo indígena, hipotéticamente, comenta Barjau, pudo inclinar la balanza de los indígenas a favor de esa religión.
Finalmente, Luis Barjau analiza como un antecedente fundamental que permitió el hecho de la conquista de Tenochtilán la merma de la población indígena debido a las enfermedades traídas por los españoles, ante las cuales los indígenas no poseían defensa alguna y en las que creía provenían como castigo de los dioses. El mismo año en que arribó Cortés al ahora México, en 1519, indica Barjau, la viruela mató a ocho millones de indígenas. Por su parte, algunos especialistas indican que hasta antes de la llegada de los españoles, la población autóctona ascendía a veintidós millones de personas; a finales del siglo XVI, debido a las epidemias, las guerras y los trabajos forzados, quedaban dos millones de indígenas, que de cualquier manera y a lo largo de la historia han seguido siendo grupos marginales, a pesar de que nos vanagloriemos de ser una nación mestiza y que convenientemente, como rescate de una cultura mutilada, nos llamemos México.
Si el hecho de la conquista nos convirtió con el tiempo en una nación, eso es una historia aparte, una invención primero de la propia España que quiso replicar su nombre y grandeza de este lado del océano. Y después en el siglo XIX de los criollos y mestizos, los hijos rebeldes que quisieron buscar sus orígenes en el mito fundacional mexica.
Quiero comentar por último que en esta historia de invención de la patria, motivo quizás de otro libro, habrá que analizar también el impacto de la conquista en la propia España como un elemento fundamental para su conformación en un solo reino; ya que como sabemos el siglo XVI español fue en una etapa de diferencias, conflictos y guerras internas y externas en el que quizás,+ la conquista de México, con sus recursos naturales y minerales, además de fuerza de trabajo, actuó como un factor de unidad y expansión de un nuevo imperio.
En los muros de la ciudad es el título del conjunto de crónicas de Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay publicadas por la revista Nexos en el mes de septiembre, y que forman parte del libro Ciudad de México. 200 lugares imprescindibles editado por Cal y Arena.
En 1921 el gobierno de Álvaro Obregón cometió un atentado contra la memoria: eliminó los nombres de las calles que la Ciudad de México venía arrastrando desde su fundación y los sustituyó con los de las repúblicas latinoamericanas que habían reconocido su gobierno. La calle que durante cuatro siglos se llamó Sepulcros de Santo Domingo fue nombrada República del Brasil. La calle del Relox fue bautizada como Argentina. Lo mismo sucedió con el resto de las calles del Centro, a las que se había nombrado a partir de la importancia de sus edificios (La Profesa, Santa Teresa la Antigua), del lustre de sus vecinos (Zuleta, Meave, Ortega), o de los hechos inolvidables que hubieran ocurrido en ellas (Callejón del Muerto, La Quemada).
Un grupo de cronistas alertó sobre la desintegración de la memoria urbana y en 1928 logró colocar en las esquinas pequeñas placas de azulejo con el nombre antiguo de las calles. El proyecto quedó inconcluso.
Al cataclismo histórico iniciado por el obregonismo se agregó la desaparición de manzanas enteras para abrir paso a la modernidad, que es uno de los nombres del olvido. Casas y edificios cayeron como una forma de repudiar los ayeres porfirianos, el pasado virreinal.
El resultado fue una ciudad con la memoria cercenada.
Ciudad de México. 200 lugares imprescindibles es un libro editado por Cal y arena y el gobierno de la Ciudad de México. A través de crónicas breves, como fósforos que se encienden en un mundo en sombras, Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay recorren hechos y lugares que no deben ser olvidados.
Allende 38 (Héctor de Mauleón)
En este convento vivió Isabel de Tobar, a cuya solicitud Bernardo de Balbuena escribió el primer poema dedicado a la Ciudad de México, Grandeza mexicana. 1604.
En 1602 Bernardo de Balbuena era un cura hastiado de vivir en un pueblo remoto. Acababa de cumplir 40 años y llevaba varios de ellos encerrado en un rincón de la Nueva Galicia: la parroquia de San Pedro Lagunillas.
Ese año Balbuena decidió buscar “una dignidad o una canonjía en las iglesias de México o Tlaxcala”, así que empacó sus pertenencias y abandonó el curato. No se sabe por qué fue a despedirse, muchas leguas al norte, de una viuda que vivía en San Miguel de Culiacán y estaba a punto de encerrarse por el resto de sus días en un convento de monjas de la Ciudad de México. La viuda se llamaba Isabel de Tobar. Hace mucho que los críticos se preguntan por las razones de aquel viaje. La respuesta se ha perdido para siempre.
Ilustración: Kathia Recio
Balbuena, nacido en Baldepeñas, había llegado a la capital de la Nueva España a los 21 años. Le gustaban la poesía y los libros. Fue premiado en varios certámenes poéticos. Estudió teología —tal vez en la Real y Pontificia Universidad de México— y poco después se ordenó como sacerdote.
En San Miguel de Culiacán, Isabel de Tobar le hizo un encargo: “que le escribiese, diciéndole cómo era y qué había en la mayor ciudad de la Nueva España”. Balbuena precedió a su amiga en el viaje y cumplió la encomienda. Escribió, en tercetos endecasílabos, el primer poema dedicado a la Ciudad de México: Grandeza mexicana, cuya dedicatoria a Isabel Tobar, acompañada por el verso: “Mándasme que te escriba algún indicio/ de que he llegado a esta ciudad famosa/ centro de perfección, del mundo el quicio”, marca la entrada de la mujer en la poesía hispanoamericana.
El libro fue publicado en 1604 en la imprenta de Melchor Ocharte. Balbuena viajó a Madrid, llegó a ser obispo de Puerto Rico. No volvió jamás a la Nueva España. Doña Isabel profesó en San Lorenzo, un convento recién fundado. Ahí deben estar sus restos.
República de Brasil 46 (Rafael Pérez Gay)
En esta casa murió, el 3 de febrero de 1895, el imprescindible poeta y cronista Manuel Gutiérrez Nájera.
La señal de los nuevos tiempos vino para Manuel Gutiérrez Nájera un mediodía de noviembre. Mientras se rasuraba, se hizo con la navaja una pequeña herida de barbero distraído. El hilillo de sangre tardó tres horas en detenerse. El Duque Job, como también firmaba en los periódicos, era hemofílico. En los primeros días de 1895 la influenza lo debilitó con fiebres altísimas. Al poco tiempo descubrió con estupor un tumor bajo el brazo, en la axila. Dejó de cumplir con su trabajo en la redacción de El Partido Liberal y como diputado por Texcoco. Una junta de médicos discutía la forma de operar sin ocasionar una hemorragia fatal e incontenible. El sábado 3 de febrero Carlos Díaz Dufoo subió las escaleras adornadas con azaleas de su casa en la calle de Sepulcros de Santo Domingo. Gutiérrez Nájera se encontraba grave. Más tarde, Luis G. Urbina visitó al poeta y acompañó su cuerpo inerte. Toda la prensa, sin excepción, dedicó sus primeras planas a Gutiérrez Nájera. Llovieron obituarios y condolencias para la viuda. Días más tarde, Amado Nervo escribió: “Ese inmenso cerebro fue desparramando lo mejor de su esencia en el periódico”. Gutiérrez Nájera cerraba el siglo prosístico mexicano en una atmósfera de melancolía y promesas de tiempos turbulentos.
Ilustración: Kathia Recio
En revista Nexos el conjunto de crónicas En los muros de la ciudad.
Mundo Nuestro. La tarde espléndida del domingo le permitió al sol jugar con los cúmulos amenazantes al norte de la ciudad. La lluvia no llegó ayer, y al final las nubes se convirtieron en el manto negro con el que cayó la noche. Pero la memoria me la dejaron esos cúmulos bárbaros, encendidos, asomados sobre nuestra modorra vespertina. Una tarde así, hace veinte años, de nubarrones magníficos alumbrados por el sol entrometido, dio paso a una noche trágica para la historia de la ciudad de Puebla, marcada por la furia de un río en el que poco pensamos, el Alseseca, apretado por la urbe contra la ladera del Teposúchitl, hermano menor del Atoyac y tan maltratado como aquél. Un río que desnudó en una sola tormenta la trama de necedades y corruptelas que acompañan de siempre el oficio de mal gobierno con el que los políticos le han dado lustre a las desgracias de la ciudad.
1.- Viernes 21 de junio de 1996 por la noche: la naturaleza desnuda la fragilidad de una ciudad que ya no sobrevive a sus engaños. Para la mala metrópoli un espejo implacable, el torrente espeso de lodo, árboles, piedras y basura desborda el desastroso paisaje de su desarrollo urbano. Los espejismos del progreso nos arrojan cadáveres destrozados en el fango. Nunca nuestro periodismo gráfico encontró territorio más propicio, y sus imágenes certeras alumbran el precipicio de nuestras equivocaciones.
2.- Media tarde. Seres anónimos circulamos extasiados por el espectáculo de las nubes, cúmulos y macisos grises en tonalidades tan variadas como los verdes del campo. Presagio de tormenta que no conmueve a los automóviles con sus soledades y desatinos empañados por los primeros asomos de la descarga tropical. 46 milímetros, dirán después los meteorólogos, como pocas veces se ha visto en los últimos cincuenta años. La mayor parte correrá por las faldas erosionadas de la Malinche. La dimensión de la catástrofe nos hará entender otras medidas: la extensión y profundidad de las barrancas del norte de la ciudad, con sus nombres antiguos --Xaltonac, El Conde-- que se hunden en los ríos Atoyac, San Francisco y Alseseca; la magnitud del desastre ambiental que significa pensar en la deforestación de los bosques, la erosión de la tierra, el taponamiento de los cauces, su reconversión en caños y basureros.
3.- Rumbo a la medianoche del viernes no imagino ese torrente de lodo y equivocaciones que arrastrará la vida de diez personas. Sufro la tormenta que estropea planes y ensoñaciones de reventón adulto. Quiero reconstruir una imaginación que no se produjo el viernes: un taxi en ese arroyo natural reconvertido en la vialidad heroica Cadete Vicente Suérez, un chofer fuera de la unidad que grita, implora, increpa a su pasaje. No hay más tiempo: el auto es una piedra más, otro tronco brutal decapitado con tres seres anónimos con sus ánimos, sus proyectos, sus broncas, su futuro atrapado en el lodo, ramas quebradas que no murmuran más lamentaciones.
4.- La noche entera. La respuesta y la angustia. Por radio la voz de un bombero: “No se puede más, comandante. No terminamos en un lado cuando ya piden auxilio en otro. Qué hacemos jefe... Si metemos el camión nos va a llevar la corriente también a nosotros”. No pararían, minuto a minuto recibían nuevas órdenes de la Central.
- - Juan Pantaleón Sebastián, presidente de la colonia La Providencia hará un recuento el domingo: han limpiado las calles; no hay teléfonos; no hay luz. Platica con el gobenador Bartlett. “El problema está en la mala planeación, señor. No nos tomaron en cuenta cuando desviaron el cauce del río
Amalucan”. Así fue: el arroyo fue desviado hacia el Alseseca en un ángulo de noventa grados para dar paso a la vialiad Vicente Suárez. No resistió el embate del torrente, que buscó su sendero original. Ahí empezó a arrastrar a los automóviles. “No nos hicieron caso --insiste--, debieron haber construído un puente”.
“Esta obra es del sexenio anterior”, responde el gobernador. “Lo que nosotros hicimos fue darle continuidad a estas vialidades”.
Luis Ontañón, director del Soapap, y Eduardo Macip, flamante secretario de la SEDUEP, se miran. “¿Quién construyó esto?”, se preguntan. “¿Tú ya estabas?”, se dicen.
El torrente tampoco tuvo conocimiento.
6.- De las imágenes recientes del poder.
Primera: como en un juego de niños mal portados, los grupos de los gobernantes Manuel bartlett y Gabriel Hinojosa se mueven cada uno por su lado. Ocurre así el sábado. Tampoco el domingo se juntan. Los dammificados se acercan, explican, demandan. Pero los dos políticos nunca los enfrentan juntos. No dejan de lado sus diferencias. Los ciudadanos no los vemos codo a codo ante la tragedia.
Segunda imagen: también el domingo, pero en Zacatecas, una comida informal con los reporteros. El presidente Zedillo afloja el cuerpo y hace una declaración increible si se valora lo sucedido en los últimos años y se recuerdan sus mensajes reprobatorios: “Lo que nos ha faltado en México durante varios años es debatir políticamente cuál es el camino económico para que nuestro país se desarrolle. Ha habido muchas críticas, muchas posiciones rígidas por parte del Estado, y creo que lo que debemos hacer entre la crítica y la posición rígida es dialogar, debatir y todos poner nuestro mejor esfuerzo para llegar a un entendimiento mínimo que no borre las diferencias, las ideologías que cada quien sostiene, pero que con toda sinceridad reconozca cuáles son las posibilidades reales del país, dónde estamos históricamente en este momento de encrucijada, pero sobre todo dónde podemos estar si nos ponemos de acuerdo en lo fundamental”.
Son imágenes del poder. Reflejos de nuestra fragilidad, de nuestros espejismos, de nuestro destino. Ojalá Ernesto Zedillo tome en serio sus palabras. De hacerlo, los mexicanos lo recordaremos como nunca lo hemos hecho con presidente alguno desde los tiempos de Lázaro Cárdenas.
Ojalá los mandatarios Bartlett e Hinojosa reflexionaran en lo dicho por el presidente. Igualmente los recordarían con cariño nuestros hijos y nietos.
Los caños, los sueños, las equivocaciones. En la memoria aquel anuncio en el viejo cine Puebla, tal vez en alguna matiné de vaqueros y pirata. Un corte transversal de la obra proyectada para el río de San Francisco; descomunales bóvedas amarrarían por doble vía la corriente. Pocos objetaron la obra. Pocos protestaron entonces por su realización que redujo a la mitad la dimensión del acueducto.
Nos persiguen las ensoñaciones. Treinta años después la naturaleza sigue derrotando a los ingenieros. Los políticos persisten en sus sueños.
Mundo Nuestro. Está ya en librerías el nuevo libro del historiador veracruzano Bernardo García Días, y una vez más, una maravilla. Esta es la reseña que Emma Yanes Rizo ha escrito con motivo de este grato acontecimiento. Las fotografías que ilustran este texto fueron tomadas del libro con la autorización de su autor.
Bernardo García Díaz, TLACOTALPAN Y EL RENACIMIENTO DEL SON JAROCHO EN SOTAVENTO, Universidad Veracruzana, 2016, con la colaboración de Hilda Flores.
Bernardo, mejor conocido como El Tigre, no se convirtió en historiador en busca de méritos académicos, ni por el ansia de prestigio publicando en revistas científicas a veces ilegibles. Amante de la literatura desde joven le pareció que la realidad era siempre superior a la ficción y quiso contarla no pensando en la academia sino sobre todo en los protagonistas de sus propias historias, es decir en el mismísimo pueblo veracruzano. Y después, desde luego, también en el de Cuba. Pueblos alegres y jacarandosos ambos y también, ya se sabe, inmersos una y otra vez en conflictos sociales. Sus personajes reales y sus historias colectivas, narradas siempre desde la vida cotidiana, al verse reflejadas en las páginas de Bernardo, adquieren una nueva dimensión: el descubrimiento de los personajes por sí mismos, que deriva en el orgullo de lo que son y de sus ciudades, la defensa de su patrimonio tangible e intangible; la música, el son jarocho adquiere una dimensión de algo que no sólo se lleva en las venas, entre copla y copla, entre albures y ritmos, como no queriendo, se ha convertido en patrimonio cultural de México.
Y Bernardo que ha recorrido archivos, bibliotecas y fototecas en el puerto de Veracruz, Orizaba, Jalapa y Tlacotalpan entre otras ciudades, pero sobre todo escuchado a su gente en largas entrevistas y en el fandango, se ha convertido también en un personaje de la localidad. Un personaje no previsto por él mismo, una reconstrucción de su persona, acaso una invención colectiva que se ha ido entretejiendo en las charlas de café, en las cantinas, quizás en los tugurios de mala muerte, pero sobre todo en los portales del Puerto de Veracruz. De Bernardo no tengo ni su correo electrónico, ni su teléfono. Lo dejé de ver hace algunos años en los portales del puerto, luego de unas copas para festejar que habíamos terminando el libro La Estación Ferroviaria de Veracruz, supuestamente coordinado por mí y escrito con la magistral pluma de Bernardo. Me lo volví a encontrar hace poco, en los mismos portales en los que yo andaba por casualidad. Me saludó entusiasmado y me mostró, tenía que ser así, el domy de su último libro, que ahora tienen ustedes en sus manos Tlacotalpan y el renacimiento del son jarocho en Sotavento. Lo venderé de mano en mano, me dijo y con ello ayudaremos a financiar un Museo.
El libro ofrece una lectura triple que se entrelaza: la de la historia social de Tlacotalpan, la de la evolución del son jarocho y el propio testimonio gráfico. Tlacotalpan, la perla del Papaloapan, dirá Bernardo al principio del libro: “Es un resultado esencialmente humano, es decir, histórico, fruto en gran medida del esfuerzo secular –de las versátiles aptitudes comerciales y del copioso sudor—de numerosas generaciones de Tlacotalpeños que empecinadamente, en diferentes épocas y capitalizando su otrora privilegiada ubicación, defendieron tenazmente su derecho a existir y florecer.”
En la primera parte Bernardo destaca el lugar privilegiado de la entonces isla durante el dominio indígena, cuando la población constituía uno de los principales señoríos nahuas del bajo Papaloapan. Tlacotalpan disponía de una ubicación privilegiada, pues se encuentra frente al punto donde confluyen dos grandes corrientes fluviales: el Papaloapan –el río de las Mariposas, el río padre— y el Michipan, que provenía de la región del Istmo. La aldea era la parte más angosta del embudo que concluía en la costa, formado por los ríos San Juan, Tesechoacán, Tonto y Papaloapan. Las corrientes de esos ríos confluían en la antigua Tlacotalpan, situada a escasos kilómetros del Golfo de México. En el siglo XVI el asentamiento fue considerado pueblo de indios, con la consecuente prohibición de albergar a españoles, mestizos y mulatos. Pero poco a poco empezaron a asentarse vecinos europeos, sobre todo españoles y franceses; y en el siglo XVII, debido al ataque y saqueo de los piratas ingleses, nuevas familias blancas se asentaron ahí.
En el siglo XVIII Tlacotalpan ya era un centro comercial importante, con una población multiétnica, integrada entre otros por europeos, mestizos, mulatos y negros, esclavos estos últimos que escapaban de Orizaba y de Córdoba y que al mezclarse con las indias dieron origen a la población afromestiza, inicialmente llamada en forma despectiva jarocha. Con el tiempo el término se extendería a la gente del campo no indígena, y más tarde se convertiría en un rasgo de orgullo para los veracruzanos. De esa población surgirían los primeros sones jarochos en 1692.
El siglo XVIII fue para Tlacotalpan una época de bonanza acompañada de una nueva fisonomía urbana, que vino aparejada de la construcción del santuario de la Virgen de la Candelaria y de las posteriores fiestas que no tuvieron precedentes. Y empezaron a desarrollarse oficios como el cultivo del algodón, la ganadería y el trabajo en cuero, entre otros.
El son jarocho a su vez empezaría a consolidarse en ese período como género regional, que numerosas influencias e incluía instrumentos, coplas, tonadas marinas, versadas y afinaciones.
El son de inicio asociado con prácticas de hechicería, poco a poco cristianizó su repertorio y dejó de sufrir la condena eclesiástica. El son encontraría un espacio natural en las congregaciones y rancherías e invadió pronto ciudades y villas con motivo entre otros eventos de las fiestas patronales.
Durante el siglo XIX Tlacotalpan fue declarado puerto de altura en la ruta comercial que vinculaba la región del Sotavento con Veracruz, Nueva Orleans, La Habana y Burdeos. Convirtiéndose así en un puerto de intercambios internacionales. Sin embargo, la guerra civil de 1810 a 1867, así como las epidemias, provocaron caos y disminución de la población. Se logró a pesar de ello cierto crecimiento económico gracias a la industria del algodón y del tabaco. A su vez, como puerto internacional Tlacotalpan se llenó de productos diversos y tuvo acceso también a la influencia de la raza negra, en la música y en el baile. El siglo XIX será así el de la plena identidad regional jarocha.
Posteriormente, Bernardo narra con detalle un siglo XX con el desarrollo económico del porfiriato que hizo florecer la ciudad; la revolución mexicana que lo opacó y su nuevo despegue de los años veinte en adelante, a pesar de dificultades económicas e inundaciones.
Un libro este con especial atención a las coplas:
Mujeres de mi pueblo:
Debéis de odiar al río
Que avienta a vuestros hombres
Hacia otros sembradíos.
Y os quedáis resignadas
En el pueblo natal,
Como incógnitas cartas, rezagadas
En la lista postal.
Y si las damas fueron primero y lo seguirán siendo, motivo de inspiración, bailadoras y musas, en fechas recientes ellas mismas se convertirán también en autoras de coplas.
Una gráfica a su vez la de este libro que rinde homenaje al principal personaje de Tlacotalpan: el río y sus palmeras. Y de ahí a la ciudad toda con sus bellas iglesias, sus casas de colores con techos de dos aguas, sus alegres portales. Y desde luego a los personajes populares. De indudable belleza sin duda el cuadro al óleo de una bella morena con un loro en la mano con quien parece entablar un diálogo. La gráfica de este libro es así una celebración a la vida cotidiana de un pueblo que para ser mágico no necesita denominación alguna. En palabras de Elena Poniatowska: “Los tlacotalpeños despiertan tañándose los ojos y empiezan a cantar su vida que es un sueño o su sueño que es su vida.”
En hora buena.
A noventa y tres años del asesinato de Francisco Villa (20 de julio de 1923), expondremos aquí a grandes rasgos cuál era el proyecto social de dicho caudillo, mismo que finalmente lo llevó a la muerte.
La Revolución Mexicana en el estado de Chihuahua fue la revolución del general Francisco Villa, distinta de la de Francisco I. Madero, la de Emiliano Zapata en el sur y de la del propio Venustiano Carranza en el norte. Se pueden poner como ejemplo de la revolución carrancista a los estados de Sonora y de Coahuila donde la propia burocracia estatal organizó el movimiento constitucionalista y lo tuvo bajo su control con hombres como el general José María Maytorena e Ignacio L. Pesqueira, ambos gobernadores de Sonora hacia 1913 ( el segundo en sustitución del primero).
Pero en Chihuahua las cosas fueron distintas; al caer Francisco I. Madero grandes sectores de la burocracia y del Congreso se habían unido al levantamiento de Pascual Orozco en 1912 y apoyado a Victoriano Huerta en 1913. Por eso en Chihuahua desde el gobierno no se podía respaldar la revolución, el levantamiento popular encontró entonces en Francisco Villa a su dirigente. En 1913 Chihuahua había sufrido más que ningún otro estado del norte por los combates, la destrucción y la carestía; los grandes terratenientes estaban identificados con Orozco y Huerta; sin embargo Francisco Villa y sus dorados tenían una extracción social diferente a la de Venustiano Carranza y su ejército. Villa había sido mediero en una hacienda y posteriormente se convirtió en una especie de bandido justiciero, sus compañeros de armas eran gente de todas partes, generalmente vaqueros y peones, personas acostumbradas a andar sin rumbo que encontraron en el idealista Madero una figura a la cual seguir y en Francisco Villa un líder a quien obedecer.
De Doroteo Arango a Pancho Villa
El verdadero nombre de Francisco Villa era Doroteo Arango, hijo de Agustín Arango quien a su vez lo fue de Jesús Villa. Nació en el Municipio de San Juan del Río, Durango en 1878. Su padre murió joven y dejó sin recursos a su mujer y a sus cinco hijos, el menor de ellos era Doroteo. El muchacho nunca pudo ir a la escuela y con su trabajo en el rancho El Gorgojito propiedad de los hacendados López Negrete, se convirtió en el sostén de la familia. Posteriormente, harto de ello, se convirtió en célebre bandido local, hasta 1910 en que conoce a Francisco I. Madero y decide abrazar su causa. Sin embargo, no concuerda del todo con Madero a quien llegó a amenazar de muerte, aunque terminó pidiéndole perdón; luego su determinación y su fuerza atemorizarían tanto a Huerta como a Carranza. El primero estuvo a punto de fusilarlo acusándolo de robarse un caballo, Madero intervino y la pena se le cambió por cárcel; en la cárcel conoció al zapatista Gildardo Magaña quien le enseñó a leer y le habló del Plan de Ayala. Entonces fue trasladado a la prisión de Santiago Tlatelolco, ahí Bernardo Reyes quien se encontraba también preso, le enseñó un poco de historia patria y de civismo. Huyó de la cárcel en 1912, con ayuda de Carlos Jáuregui, escribiente del juzgado de la cárcel. En su huida llegó hasta El Paso, Texas. Doroteo Arango, al enterarse de la muerte de Madero, se acercó a Adolfo de la Huerta y a José María Maytorena quienes lo ayudaron en su rebelión. En septiembre integra la División del Norte del Ejército Constitucionalista y en noviembre de ese mismo año en rápidas y deslumbrantes acciones cae sobre Ciudad Juárez donde sorprende totalmente a los federales.
A ciudad Juárez le sigue la toma de Ojinaga, quedando Villa de esa manera con el control total de la zona noreste del estado. A finales de noviembre de ese mismo 1913, los asombrados norteamericanos encabezan sus periódicos con la leyenda: “Pancho Villa cabalga hacia la victoria”. Es el tiempo en que la fama de Villa había crecido hasta convertirlo en un héroe mítico, al que los norteamericanos filman sin ocultar su admiración. Villa por su parte respeta las propiedades y a los ciudadanos norteamericanos y se complace con la admiración que les despierta. Por esas fechas dos hombres comparten el afecto y la confianza del general, Rodolfo Fierro y Felipe Ángeles, cruel el primero hasta merecer el nombre del “Carnicero”. Educado e idealista el otro y magnífico artillero. En tanto se agudizan sus malas relaciones con Venustiano Carranza, con quien tiene una desastrosa entrevista a raíz del asesinato por Rodolfo Fierro del terrateniente inglés William Benton, propietario de la hacienda Los Remedios en Durango. En junio de 1914 Villa desobedece las órdenes de Carranza y toma la ciudad de Zacatecas. Villa deseaba desde ahí continuar su trayecto hasta la capital, pero Carranza le teme al fuerte y determinante Villa y manda bloquear el carbón para los trenes de su ejército. Lo anterior permitió que fuera el Ejército del Noroeste al mando del general Álvaro Obregón el que finalmente entrara triunfal a la ciudad de México el 14 de agosto de 1914.
Posteriormente Obregón fue enviado por Carranza para proponer a Villa que participara en la Convención Nacional y expusiera ahí sus demandas y propuestas.
El país de los campesinos que no pudo ser.
La guerra civil
Del 10 de octubre al 9 de noviembre de 1914 se realizó la Convención de Aguascalientes. El día 10 Villa concentró sus fuerzas en la cercana estación ferroviaria de Guadalupe, se presentó sorpresivamente en la Convención y se reconcilió con Obregón; regresó después a la estación referida. La mesa directiva de la Junta fue presidida por Antonio J. Villareal inclinado hacia Carranza y dos vice presidentes villistas; José I. Robles y Pánfilo Natera. En la Convención se manifestaron tres grupos; el carrancista bastante dividido y sin la representación oficial del Presidente; el del a Junta Permanente de Pacificación que encabezó Obregón; y el villista con Felipe Ángeles a la cabeza. Todos declararon soberana a la Convención y estamparon sus nombres en la bandera nacional; los zapatistas lograron que se aprobara el Plan de Ayala aun cuando no iban con representación oficial. Pero ahí Álvaro Obregón propuso el cese como Presidente de Venustiano Carranza y también el de Villa como jefe de la División del Norte, lo cual fue aprobado. Se nombró al maderista Eulalio Gutiérrez Presidente de la República y se nombraron dos comisiones para notificar a Villa y a Carranza las decisiones tomadas en la Convención. Villa dijo sarcásticamente que aceptaba los acuerdos y que estaba dispuesto a ser fusilado. Sin embargo el 2 de noviembre de ese mismo año tomó la ciudad de Aguascalientes. Eulalio Gutiérrez lo nombró entonces Jefe de Operaciones para combatir a Carranza que no había aceptado la propuesta del cese. El tres de diciembre de ese 1914 las fuerzas unidas de Francisco Villa y Emiliano Zapata rodearon la ciudad de México y el 6 de diciembre entraron triunfantes a la capital. A partir de ese momento, aunque impusieron a Gutiérrez en la presidencia se inició la derrota de ambos jefes. Ni Villa ni Zapata querían en realidad gobernar el conjunto del país. A Zapata lo que le interesaba era la realización del Plan de Ayala y Villa no se sentía capaz de ser Presidente. Ambos abandonaron la ciudad de México. Eulalio Gutiérrez por su parte fue incapaz de mantenerse en el poder. Más tarde Villa y Zapata se separaron, el pacto que habían firmado en Xochimilco quedó roto.
En abril de 1915 Obregón y Villa se enfrentan en Celaya. Villa no escuchó los consejos de Felipe Ángeles y perdió al emplear su táctica de agresividad abierta; a pesar que los primeros encuentros lo favorecieron. Obregón lo derrota de nuevo en León y en Aguascalientes; muchos de los suyos lo abandonan; el dinero que había ideado Villa, los bilimbiques, se desplomó y la inflación y la carestía azotaron los territorios que el caudillo todavía conservaba. Felipe Ángeles se separó de Villa el 11 septiembre y Rodolfo Fierro murió ahogado en la laguna de Casas Grandes. En octubre sus antiguos admiradores norteamericanos reconocen al gobierno de Venustiano Carranza. Las acciones de Villa se vuelven desesperadas, sin sentido y son cada vez más sangrientas.
"México, febrero 16, dejó Carranza pasar americanos, diez mil soldados trescientos airoplanos, buscando a Villa queriéndolo matar..."
De la guerrilla a la paz y al ajusticiamiento
A finales de 1915 peleó contra Plutarco Elías Calles en Agua Prieta, Sonora y pierde; lo mismo le sucede en Hermosillo contra Maytorena. Obregón tomó los bastiones villistas de Ciudad Juárez y Chihuahua en marzo de 1916. El perseguido Francisco Villa realizó entonces un acto desesperado, de venganza contra lo que sentía traición del gobierno de norteamericano que había reconocido a Carranza: ataca la población fronteriza de Columbus. Después del asalto es herido en un encuentro con el general Bertani; se ocultó durante meses en una cueva de Coscomate. La expedición Punitiva de los americanos al mando de John J. Pershing no logró encontrarlo. En diciembre de 1918 Felipe Ángeles vuelve a unirse al ejército villista y permanece con él hasta que es detenido y condenado a muerte.
Villa por su parte todavía pudo asaltar la ciudad de Sabinas en Coahuila. Posteriormente aceptó el pacto que le propuso Adolfo de la Huerta, en julio de 1920, siendo de la Huerta ya presidente provisional (primero de junio) después del asesinato de Carranza (21 de mayo). El pacto se realizó a través del general Eugenio Martínez. Los 759 villistas que quedaban acordaron entonces deponer las armas; se les premió con un año de haberes y a Francisco Villa se le otorgó la Hacienda de Canutillo; el 28 de julio de 1920 se rindieron Villa y sus dorados. Poco tiempo vivió Villa en su hacienda, el 20 de julio de 1923 fue víctima de una celada en la ciudad de Parral, murió acribillado a balazos sin poder defenderse. A su entierro acudió el pueblo y lo lloró.
El cadáver del general Villa.
Sepelio de Francisco Villa.
Pancho Villa, el agrarista
La concepción del reparto agrario de Villa fue diferente al propuesto por Emiliano Zapata en el Plan de Ayala. Zapata se proponía restituir tierras a los campesinos. Francisco Villa quería expropiar las grandes propiedades del los terratenientes y dotar con tierras a los soldados que hubieran combatido por la Revolución. Su proyecto se basaba en el ejemplo de las antiguas colonias militares que habían existido en Chihuahua, centros militares que combatían a los apaches y que a veces se aliaban con algunos hacendados considerados como “buenos”. El Estado entregaría tierras a los veteranos de la Revolución que las cultivarían sin dejar las armas ni abandonar su entrenamiento militar. Los soldados recibirían instrucción al igual que sus hijos. Cuarteles, granjas y escuelas serían los componentes de esas colonias militares que Villa proyectaba. En la práctica también se distinguió de Zapata. Los seguidores de Emiliano eran campesinos deseosos de recuperar su tierra; los de Villa eran vaqueros menos aferrados a la tierra; y los propios colonos militares que esperaban ser los primeros beneficiados con el reparto futuro. Villa expropia las haciendas por el momento no para repartirlas sino para administrarlas, de ellas obtiene el alimento que se necesita en las poblaciones, atiende fundamentalmente a los orfelinatos y a los niños y abarata los precios de los artículos de primera necesidad. Su idea de las colonias militares tiene su raíz en la forma de organización tradicional del campesino de Chihuahua. Villa había tenido vínculos estrechos con los habitantes de esas colonias y principalmente con los de San Andrés que lo apoyaron para iniciar el proceso revolucionario. Los campesinos de Chihuahua estaban hechos para combatir por su tierra; se ganaban el derecho a ella con las armas en la mano. Silvestre Terrazas y Federico Gonzáles Garza los intelectuales villistas contribuyeron a desarrollar las ideas sociales de Villa, que si bien se apoyaron en la expropiación agraria no se limitaron al campo, para Villa fue fundamental la ayuda a los pobres de la ciudad a través de los recursos que obtenía de las haciendas. Por ello creó la Administración General de Bienes Confiscados que confió a Silvestre Terrazas.
La rendición de Villa en Tlahualillo.
La Hacienda de Canutillo, en Durango.
Con uno de sus hijos en Canutillo.
Uno de los talleres creados por Villa.
El guerrillero también ponía la muestra en la herrería.
Maquinaria agrícola habilitada en la colonia militar de Villa.
Las mujeres en la familia de Pancho Villa.
Villa y Trillo. Los dos morirían ajusticiados en Parral el 20 de julio de 1923.
La vida de Villa en la hacienda de Canutillo no estuvo muy alejada del ideal de las colonias militares que un día confiara al periodista John Reed:
Cuando se cree la nueva república obligaremos al ejército a trabajar. En otras partes de la república fundaremos colonias militares compuestas de los veteranos de la revolución. El Estado les dará tierras y creará grandes empresas industriales que les proporcionarán empleo. Trabajarán tres días a la semana y trabajarán duro, porque el trabajo honrado es más importante que la lucha armada y sólo el trabajo honrado hace ciudadanos honrados. Los otros tres días de la semana recibirán entrenamiento militar y enseñarán a la gente a pelear. Así cuando el país se ve amenazado, bastará con una llamada telefónica desde el palacio de gobierno en México y en medio día todo el pueblo mexicano se levantará en sus campos y en sus fábricas, completamente armado y bien organizado a defender a sus hijos y a sus hogares.
Mi ambición es vivir mi vida en una de esas colonias militares, entre mis compañeros a quienes quiero y que han sufrido tanto y tan hondo conmigo.
Villa pasó en efecto los últimos años de su vida al lado de sus compañeros más fieles; pero no en la paz que deseaba sino temeroso de una emboscada que al final fue lo que terminó con su vida. Las colonias militares no habían de fructificar en México.
Bibliografía
Adolfo Arrioja Vizcaino, La muerte de Pancho Villa y los Tratados de Bucareli. Ed. Océano. México. 2015.
Armando Ruiz Aguilar Armando Ruiz Aguilar, Nosotros los hombre ignorantes que hacemos la guerra. Correspondencia entre Francisco Villa y Emiliano Zapata, Ed. CONACULTA. México. 2010.
Enrique Krauze, Entre el ángel y el fierro, Francisco Villa, Ed. Fondo de Cultura Económica, México. 1987.
Francisco Villa, El ejército constitucionalista división del norte: manifiesto del General Francisco Villa a la Nación. Ed. Porrúa. México. 2007.
Friedrich Katz, La guerra secreta de México, Ediciones, Era. México. 1986.
John Reed, México insurgente, México, Porrúa, 1968.
48 de cada cien personas en Guatemala tiene menos de 18 años. “Veo un país con mucha delincuencia y bastante pobreza, no podemos hacer nada para salir de ese problema”, afirma Blanca Estela Julajuj Bocel, estudiante de primero básico, de la aldea El Tablón, Sololá, dentro de un conjunto de testimonios de jóvenes publicado por Prensa Libre en ese país. “¿Por qué los jóvenes no hacemos algo contra la violencia? ¿Por qué no escuchamos? ¿Por qué no nos damos cuenta de que estamos llorando todos en silencio?”, se pregunta el joven Julio Barrutia, director de la organización cultural “Ixtab Alob”. Su pregunta igual vale para nuestro país, pues pareciera también que aquí tampoco vale la memoria.
Al igual que en México, no es fácil ser joven en Guatemala. La falta de trabajo y la violencia son endémicas. En buena medida, las familias dependen de las remesas que envían más de millón y medio de migrantes en Estados Unidos. Entre el crimen organizado, la delincuencia juvenil y la añeja “limpieza social” que practican militares y policías muchos jóvenes pierden la vida en un país acostumbrado a muerte violenta. Cuánto se parece a México.
Recordamos aquí la voz de Pedro Estuardo García, joven guatemalteco, estudiante de derecho en la Universidad de San Carlos, que llegó a la ciudad de México huyendo del horror en su país en 1983, año en que lo entrevisté. Sirva su memoria para tratar de entender que los países guardan una historia compleja que se pierde con el paso del tiempo. Sólo se escucha de maras y mafias y poco se dice de la perspectiva histórica que explica los derroteros de una realidad que nos parece incomprensible. Cuánto nos parecemos a Guatemala.
(Foto de portadilla tomada de http://www.mdgfund.org/es)
Mirá vos, recién llegué a México, aquí al Distrito y me sorprendí. Esta ciudad no se acaba nunca. Por donde sea hay luz, anuncios comerciales con lucecitas que se mueven y esas cosas. De eso, hay poco por allá, en Guatemala. Bien a bien, sólo tenemos dos ciudades, Guatemala, la capital y Quetzaltenango. Yo soy de allá, de la capital del barrio La Betania. Me vine de jalón hasta acá, no sé ni cómo pasé la frontera. Antes los muchachos se iban a Estados Unidos de debajo del agua, sin papeles y pasaban desde Chiapas a Tijuana a puro jalón, tranquilamente. En estos tiempos ya no, hay mucha vigilancia. Peor bueno, llegué. Me vine después del ocho de agosto, cuando subió al poder el general Mejía Víctores (gobernó del 8 de agosto de 1983 al 14 de enero de 1986). Él formó una cosa que le llaman el Broe, son fuerzas militares. Hacen redadas en los barrios, pasan a ametrallar, te bajan de los camiones y te piden identificación, si no la traes te meten a la cárcel o te quiebran allí mismo. A eso le llaman Operación Pulpo. Uno de esos días de agosto, andaba yo con la mara (la bola, la pandilla) en la parada del camión, comiéndose un rellenito (frijoles envueltos en masa de plátano macho, frito), cuando llegaron los de la Operación Pulpo y nos subieron a todos. Yo sí traía mis papeles, ero por ser estudiante de la Universidad, de derecho, me golpearon y me amenazaron, por eso mejor jalé para acá.
Desde mediados de los años setenta, en poquito tiempo, todo empezó a cambiar en los barrios. Allá en la capital, en los alrededores, hay muchos barrios pobres. Allí van a dar los pobladores, que vienen del campo a buscar chance, a ir al brete, o los que ya tienen chance en la capital, aunque sea de vendedores en la calle. Los barrios más conocidos son La Betania, Las Galeras, la 4 de Febrero. Mirá vos, allá en mi barrio, la cosa era bonita antes de tanto chafarete (nombre despectivo dado a los militares). Los jóvenes estábamos organizados en grupos juveniles que impulsaba la Iglesia. Otros en organizaciones estudiantiles –pero esos eran los menos--. Había antipatía por la política, era una cosa sucia donde más valía no meterse. Más bien, los jóvenes hacíamos mara en las esquinas, la cotorreábamos. La colonia se divide en sectores, los de la X, los de la doble R. Y había, mirá vos, como dos sectores en la colonia; los que estaban más arriba, por lo menos tenían centavos para mandar a sus hijos al a escuela, los de abajo, más bien no. Allí, claro, también había pandillas de ladrones, como la del Toto, pero nunca se metían con la gente del barrio. El Toto había sido encarcelado varias veces, lo respetaban mucho por su experiencia. Todos los de su pandilla se drogaban sólo con pegamento, de ese de zapatero, no les alcanzaba ni par la mariguana. Eso sí, nunca les robaban a los del barrio, había respeto. Una vez, me gana la risa, me agarraron por ahí los del Toto y pensé que me iban a robar; pero no, nomás me pidieron que les ayudara a cargar lo que se habían robado de quién sabe dónde. Y es que hay mucha miseria en Guatemala, mucha injusticia. Entre las pandillas, si había pleitos, pero no muy gruesos. Cuando se ponía buena la cosa era en el futbol. Jugábamos en una terracería, puro barro, la cancha era inclinada y estaba a la orilla de un barranco. Cuando se iba la bola el que la alcanzara de nuevo era el que sacaba; había que echarse una buena carrerita. Más o menos en 1976, los campeones eran los del equipo de los Cremas y el de la Esfera. Esos chavos sí tenían tiempo para entrenar. No que los de Sacol, por ejemplo, que era el equipo de una aldea indígena, en las orillas del municipio de Guatemala, siempre perdían. Llevaban los trabajos más pesados y mal pagados en la capital. Los de Sacol, hasta hablaban en su lengua, el Kakchiquel, apenas les entendíamos su español. Los mejores jugadores eran El Chano, y el Robanales, el primero era el estudiante, el Robanales no, ese sí trabajaba.
Entre semana, la mara se reunía en la Parada, y jalábamos en algún purrum, a algún toque (fiesta con música). Por entonces había buenos conjuntos rocanroleros. A la mara, al a bola, no le gustaba mucho bailar con marimba. Mejor otro tipo de música. Ya luego los conjuntos fueron desplazados por los sonidos y empezó la onda de la música disco. Ya para entonces pedían identificación para entrar al baile y donde quiera había vigilancia.
En el barrio, las cosas empezaron a cambiar, yo creo que en el ´76, cuando lo del terremoto. Hubo mil muertos. Sólo se cayeron las casas de adobe, las de los pobres. Allí en La Betania, los jóvenes empezaron a formar brigadas; para sacar a los heridos, para levantar las casas, para ayudar a la gente. Hubo mucha solidaridad. Los del barrio de arriba ayudaron a los de abajo y por unos días todo mundo se olvidó de todo. El gobierno formó un Comité de Emergencia Nacional. Estaba compuesto por militares. Ayudaban y vigilaban, eso es lo que hacían. Luego las cosas, la vida en el barrio, volvió más o menos a la normalidad. Pero en el ´78, otra vez se puso fea la cosa. Fue cuando el gobierno incrementó cien por ciento el precio del pasaje suburbano. La gente empezó a quemar los buses, a enfrentarse a pedradas contra la policía. Había mucho descontento y hubo varios muertos. Pero todos los jóvenes le entraron. Allí en mi barrio, a pura pedrada, mantuvimos a raya a los militares tres días. Y en la mera capital, estudiantes, pandillas, grupos juveniles, todo el mundo se fue a quemar los “pollos camperos”, que son como los vips de acá. Había mucha hambre. A puro frijol, arroz y tortilla vive la gente. Total que volvieron a bajar el precio del pasaje. Se terminó el coraje y ya, todo a la normalidad, dizque. Porque ese mismo año, en 1978, se desató la represión; asesinaron a líderes estudiantiles, a chavos de barrio, a profesionistas, a sacerdotes. Fue cuando se creó el Escuadrón de la Muerte y el Ejército Secreto Anticomunista. Empezó el terror. La gente cerraba temprano las ventanas de su casa. En 1980, el Escuadrón se metía a los barrios a ametrallar al a mara de la parada, a los chavos de las pandillas. A las siete u ocho de la noche llegaban camiones llenos de policías a hacer redadas. Después ya lo hacían en domingo y hasta las 11 de la mañana. Todo el mundo se encerró con llave en sus casas. Luego, cuando subió Ríos Montt, en el ´82, fue peor. Puso el Estado de Sitio. La reunión de tres gentes, sin autorización estaba prohibida. Desaparecieron las pandillas de las esquinas.
Había que pedir permiso para hacer una fiesta. Los toques, son los sonidos, estaban casi vacíos. Empezó la vigilancia de día y de noche. A los chafaretes (militares) se les veía por todos lados. No podías ir a dar la vuelta con tu traída (chava), ni siquiera cantinear (ligar, coquetear), en la calle. Yo creo que por eso, los de la barriada empezaron a admirar a la guerrilla. Desde 1978 hasta finales del año pasado, 1983, estuvo presente en la capital. Secuestraban a algún ricachón, y como recompensa pedían que se publicara un campo pegado (desplegado), y que se tuviera acceso a la radio y la televisión. Y sí, allí los de la guerrilla explicaban los actos que había hecho el fulano contra el pueblo. Y hablaban de sus objetivos: la organización del pueblo, la lucha por mejores condiciones de vida, por una Guatemala democrática y libre, y por la unidad de indígenas y ladinos. Esos son algunos de los puntos de los que me acuerdo. Pero la gente tiene mucho miedo, fíjate ya todos desconfían de todos. A cada rato hay redadas militares y Operación Pulpo. Casi en cada esquina te bajan del camión para revisarte, para pedirte los papeles. Casi siempre agarran a muchos y se los llevan.
Yo ni siquiera le pude avisar a mi traída (novia) que me iba a venir como fuera, para México. Dejé a la mitad la carrera. Sólo mis papás saben que jalé para acá. Y es que, para qué se queda uno, todos los días te amenazan de muerte. Se acabó la vida del barrio. Sólo siguen algunos partiditos de fut, pero están controlados por el ejército. Tienen fichados a los jugadores, todo el tiempo en la mira, y ya casi no hay equipos por cuadra, de los de la X, la doble RR, los equipos de la barriada. Y mira vos, si extraño a mi barrio, a La Betania y a los amigos. Pero ya qué, se acabó la vida en el barrio.